viernes, 8 de julio de 2016

Juanola (Confesiones de un cambio de nombre)

Uno, a veces, se pregunta a sí mismo si ha vivido correctamente o si ha tomado un camino equivocado. Creo que yo elegí la ruta correcta, aunque tuviera una edad muy corta para tomar la decisión, pues cuando sólo tenía tres años, les dije a mis padres que era hermafrodita, bueno, no exactamente así, más bien les dije que quería ser hombre y mujer a la vez. Claro que se sorprendieron y no supieron cómo actuar ante mí: mi padre se encerró más en su trabajo y mi madre les dedicó más tiempo a las faenas de la casa. Mi hermano mellizo tampoco entendía mi deseo y siempre me preguntaba: ¿Por qué quieres ser las dos cosas a la vez? ¿Para qué te serviría ser mamá y papá a la vez?

 Nadie entendía lo que yo quería, pero no me desanimé y seguí insistiendo cada vez más en que se me hiciera justicia. Lo primero que exigí fue que me pusieran un nombre masculino y otro femenino, yo mismo propuse los de Juan y Dolores, luego les pedí que unos días me vistieran de niña y otros de niño y por último que en las vacaciones me llevaran con la tía Mercedes que tenía dos niñas hermosísimas de mi edad, eran mis primas Laura y Raquel, y que además, en las fiestas de Navidad y Año Nuevo me dejaran ser yo mismo.

 Así comenzó mi desarrollo como persona. Ahora que recuerdo esos años tempranos de mi vida, creo que estaba empeñado en complacer los deseos de mis padres y quería, sobretodo, parecerme a ellos. Lo de ser hermafrodita era sólo una actitud de niño encariñado que quería complacer sus deseos y sentir el cariño de la familia. Con mi hermano siempre llevé relaciones de varón, para él siempre fui Juan y jugamos a las luchas, al fútbol y demás juegos en los que participábamos. Con mis dos primitas, Laura y Raquel, siempre fui la hermanita menor porque ellas eran unos años mayores.
Quien me quiso más fue Laura, éramos muy compatibles y nos entendíamos con una simple mirada. Con el tiempo Raquel se separó de nosotras por causa de los celos. A los quince años hice mi primera comunión y me presentaron en sociedad. Mi padre se negó por completo a asistir a la fiesta, mis familiares llegaron casi todos y me felicitaron de forma muy cordial, bueno, hablo de las mujeres de la familia, los hombres lo tomaron como un insulto, sin embargo, eso no impidió que me sintiera muy feliz.
Ya tenía mi acta de nacimiento con mis dos nombres y la especificación de que yo era de los dos sexos. Habíamos logrado, gracias a una asociación de defensa de los derechos humanos y una de minorías con orientación sexual diferente, que se pusiera en mi partida de nacimiento un circulito con la palabra hermafrodita. A los dieciocho años hice mi servicio militar y conseguí hasta una conmemoración al valor después de haber salvado a un compañero que había estado a punto de ahogarse. Luego trabajé en una oficina como secretaria para independizarme y sacar un poco de dinero. Terminé mi carrera y me hice enfermero, luego estudié para anestesiólogo y me casé.
 Nacieron mis hijos Anastasia y Jorge a los cuales eduqué lo mejor que pude, luego seguí progresando en un matrimonio feliz, la gente llegó a admirarme por mi capacidad de ser al mismo tiempo hombre y mujer, padre y madre, procreador y nodriza. Al final tuve a mis nietos y morí feliz sin reproches ni remordimientos.

 —¿Queda bien así la historia? —me pregunté a mí mismo—. ¡Fantástico! No podría ser más utópica tu ridícula e irónica vida contada en una carta póstuma, pero ¿crees que la gente la podrá entender? —No, no lo creo. Dirán: “Pobrecito hombre, tanto sufrió en vida que se volvió loco”. Eso es lo que dirán. Mejor contemos la verdad, a ver que dice la gente. ¿Empiezas tú o yo? —¡Va! ¡Da lo mismo quien lo haga! De todas formas, vamos a morir. —Está bien, comencemos y cuando se te olvide algún detalle yo te lo recordaré—. De acuerdo. Nací acompañado de un hermano mellizo, éramos completamente iguales y mi madre nos adoraba. A mi carnal le pusieron Raúl, que era el nombre de mi padre, y a mí Juan, que era el del abuelo. Crecimos y comenzamos a hablar, lo primero que dije fue que yo era nena. Mi madre se sorprendió muchísimo y me corrigió de inmediato: “Tú no eres una nena, Juanito, eres un nene”. Lo que no sabíamos ella, mi padre, mi hermano y yo, era que en mi inconsciente había pasado una cosa muy rara, algo que no les sucede a los niños de esa edad por falta de raciocinio. Era que yo la tenía larga, mi pájaro era un ganso. Veía la diferencia de la mía con la de mi hermano y decidí que yo no era un nene, sino otra cosa. A falta de un calificativo apropiado dije que yo era una nena porque la tenía enorme. Los adultos, alarmados por sus prejuicios morales y demás frustraciones, pusieron el grito en el cielo y comenzaron a convencerme de que yo era nene.

Mi obstinación, característica heredada del abuelo, me hizo tratar de imponer mi falsa opinión a toda costa; pero repito de nuevo, no era razonable, era más bien algo instintivo, algo salvaje y primitivo. Tuve la desgracia de recibir, al poco tiempo, la visita de un psicólogo que me mostró dos fotos de niños desnudos y alternándolas me preguntaba con cuál me identificaba más. “Mira, Juanito, ésta foto es de un nene, ¿tú eres nene?” —No, era la respuesta que le daba de inmediato. Entonces sacaba una foto de una niña y preguntaba: “¿Entonces eres una nena?” —Yo le decía de inmediato que yo era un neno, pero la letra “o” sonaba reducida, por algún defecto en mi pronunciación, y él lo interpretaba como la letra “a”. De esa forma, y después de repetir mil veces la pregunta, decidieron que yo quería ser mujer. Desconocían por completo que yo no sabía decir las palabras dotado, súper macho, vergetas u otra por el estilo, y la única forma de expresarlo era esa estúpida palabra n-e-n-o.

 Mi necedad trajo como consecuencia que mi padre se alejara cada vez más de mí y de mi madre. Tal vez, no podía soportar la idea de que tuviera un hijo con un instrumento que crecía sin descanso y, que el dueño de tan generoso falo, o sea yo, se empeñara en ser nena. A mí me daba mucha vergüenza que me vieran desnudo, supongo. Quizás fuera porque mi vara era tan enorme que se me atoraba entre las piernas cuando hacía determinados movimientos. Mi madre decidió que yo me sentía mal por ser hombre y que por eso escondía mi pene, pero no era así y ante la pregunta clásica de las madres del qué te pasa mi niño, yo escondía más el enorme trozo colgante. Empezaron a ponerme pantaloncitos y ropa muy incómoda, para mí lo más propio hubiera sido llevar batas griegas como Aristóteles o Sócrates porque no soportaba los calzoncillos. Hacía sufrir a mi madre negándome a vestirme con ropa de niño y una ocasión descubrí la forma de romper los shorts para que mi aparato estuviera menos presionado. Cuando mi padre me vio vestido con una especie de falda mal corta, o pesimamente diseñada, se enfadó, le gritó a mamá y se fue de la casa. No regresó jamás y nos mandó puntualmente el dinero suficiente para que no nos faltara comida.

 Mi madre tenía una amiga que era activista en un grupo de minorías y defendía los derechos de los niños. —¡Maldita la hora en que apreció esa bruja! ¿Te acuerdas lo que no hizo sufrir la desgraciada? —¡Cómo no!!Si es por su culpa que estamos aquí al borde del suicidio!!Maldita perra!!Ojalá se achicharre en el infierno! —¿Pero, por qué no cuentas lo que pasó? —Déjame recuperarme del berrinche y ahora sigo. Es que no tiene perdón la tal Lola esa. Mira que eso de convencer a mi madre de que yo quería ser niña y que por dicha razón me conducía así, fue lo peor que pudo haberme hecho en su perra vida. ¿Te acuerdas de que les llevó el caso a sus colegas y que todos decidieron apoyarme para que me cambiaran el nombre argumentando que yo era una niña con un enorme falo que no le había pedido a dios? —Claro que me acuerdo, si fue por eso que nos pusieron Dolores, lo peor es que ella se llamaba así. Hasta eso tuvimos que soportar. — Además, en el juicio hubo tantas confusiones con ese maldito nombre que al final la taquígrafa puso las palabras de esa bruja como si fueran mías y el resultado ya ves cuál fue. —Sí, lo he vivido contigo todo el tiempo. Primero, nos tuvimos que vestir de niña. Luego, fuimos objeto de todas las burlas en el colegio. Por último, tuvimos que resignarnos a la vida de mujer sin saber un bledo de cómo se hacía. Lo peor es que con tanto vivirlo y practicarlo durante años, se transformó en una convicción; un hábito del cual no nos pudimos liberar nunca. —Exacto, es por eso que cuando me llegó la adolescencia y el pájaro se me levantaba cuando estaba excitado me sentía fatal. Imagínate a un hombre entrando en la edad fértil en la que era capaz de aparearse con cualquier número de hembras y yo tenía que pintarme la cara, usar medias y oprimirme el sexo para que no se murieran de un infarto quienes lo notaran debajo del vestido o la falda. Fue la peor época de mi vida —¿Y qué hay de nuestras amigas? ¿Te acuerdas de Susana? —¡Cómo no me voy a acordar! Sí fue por ella que me violaron en una fiesta. —¿Te acuerdas que estábamos bien borrachas y que el Manolo estaba molestándonos? Le diste un bofetón que casi lo noqueas, pero eso sólo lo calentó más y luego nos la metió y estuvo fornicándonos media hora el hijo de puta—. Ya no me recuerdes esas cosas porque esa fue la razón de que después cometiera dos crímenes imperdonables: el primero, matar al Manolo y el segundo, castrarnos. Fue así que terminé siendo Lola la prostituta, la que complacía a los hombres por remordimiento y por poca paga porque era la más fea en el garito. Fue mi cruz, la soporté muchos años hasta que me llegó esta enfermedad incurable. —Pero, ya lo sabíamos, ¿te acuerdas que te lo dije? Fue en el burdel de Doña Marga, te lo dije sin tapujos: “Manita, aquí nos van a joder, viviremos jodidas y hasta que no salgamos con las patas por delante no dejarán de jodernos”. ¿Y fue así o no? —Sí, claro. Lo único que siempre me salvó fue tu compañía, tu comprensión y los ratos de tu buen humor que me alegraron los días grises.

Después me dejé dominar por el alcohol y el cigarro—. Bueno, pero amamos alguna vez, ¿no? —Claro, ¿recuerdas a Liliana? Tan hermosa tan dulce y tan comprensiva. Fue el paño de lágrimas que nos consoló en los momentos más duros de nuestra estancia en ese chiquero. Era moldava y tenía familia en Rumania, ¿la recuerdas? Con esas caderas tan redondas y su rostro de muñeca de piel cobriza y su pelo ondulado y castaño. Lo que más me gustaba era su olor cuando salía del baño, olía a eucalipto fresco, estaba tibia, vaporosa y dócil ¿y a ti? Ya, ya lo sé. A ti te volvía loco besarle la entrepierna. Al final, la amamos como hombres y hacíamos el amor con ella como mujeres. Éramos a la vez tres lesbianas y un trío formado por dos machos castrados y una mujer ardiente que nos provocaba el orgasmo a través de sus contorciones y gritos. Lástima que no teníamos ningún líquido que derramar porque la habitación, sucia y maloliente, se habría purificado con los jugos de la pasión más ardiente del mundo. Se habría convertido en un mar de leche, un baño seductor para Cleopatra, Nefertiti o Mesalina, ¡Qué más da quién lo viera, cualquiera hubiera sentido la necesidad de ahogarse en él! —Sí, tienes razón. El único motivo de mi existencia fue ella. La única diosa que me llevó al templo de Afrodita para que prostituyera mi cuerpo complaciéndola. Le di todas mis ganancias sin saber que eran para que se fugara. De cualquier forma, no la habría detenido, pero me dolió que no se despidiera. Que despertáramos tú y yo solos en la cama.

Ha pasado tanto tiempo, pero su imagen y sus muslos apretándonos siguen presentes en la memoria de nuestro cuerpo, la memoria de nuestros sentidos y sensaciones. Podría recordar más cosas buenas de mi existencia, pero ya no hay tiempo para sumirse en los recuerdos. No hace falta sacar de nuevo lo malo, ahora que esta magnífica imagen de Liliana viene desnuda a proporcionarnos el arma letal por la que falleceremos. Será ella quien nos ejecute. Nos pondrá el cañón de la pistola en la sien, apretará suavemente el gatillo, saldrá la bala y nuestro espíritu entrará al paraíso de los eunucos donde contaremos historias y oiremos la crónica del mundo desde que apareció el primer castrado. Adiós. !Bang!

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