sábado, 26 de junio de 2021

Infierno permanente

Subo y bajo por una escalera de caracol. Me guio tocando las paredes. Todo está oscuro y húmedo. Es una pesadilla que no veo en sueños, sino en la realidad. Comenzó hace tanto que ya no sé cómo llegó a convertirse en esto. Una noche mi madre llegó con él. Se veía un mal tipo. Agresivo, muy mandón y con un acervo cultural deprimente. Me miró con unos ojos amenazantes, fieros. Esa noche emborrachó a mi madre. Se quedó a vivir con ella. Todas las tardes la golpeaba y la mandaba a buscar dinero. A mí me aterraba su presencia, por eso pasaba mucho tiempo con mis amigas y me encerraba en mi habitación. Una noche que mi madre estaba perdida de alcohol, oí que forzaban la puerta. Entró la luz y sentí una mano fuerte en mi boca. Me tiró del pelo, me gritó, me dio de bofetadas y me arrancó el camisón. “Nada más intenta decírselo a tu madre y ya verás, miserable”. Salí y llamé a la policía. Llegó una patrulla y los agentes llamaron a Ernesto. Al verlo los polis le dieron la mano. Se conocían todas sus bromas y chistes. Se rieron un rato y le dijeron que me controlara para que no les volviera a llamar en vano.

Comenzó un acoso sistemático. Dejó la puerta sin cerradura, entraba cuando se le pegaba la gana y me asfixiaba, me decía que mi madre tenía la culpa de todo. Un día me escapé y me fui a vivir con una amiga, pero me encontró. Hacia sus viajes en un camión y me subió, me dijo que lo tenía que acompañar a dejar una carga. Varias veces me dejó en descampados donde sabía que no pasaba un alma. Me aterré y cuando le imploraba que no me dejara, se ponía cariñoso. Con su estrategia me quebró totalmente. Se me formó una amalgama de dolor y necesidad. Todo era terror y poco a poco me convencí de que yo era la culpable de las desgracias de mi madre. Tomé una actitud muy negativa. Sufrí depresiones y llegué a desear que me mataran. Las cosas fueron de mal a peor. Cuando le faltaba dinero, se venía hacia mí y me comenzaba ahorcar. “Nadie te creerá nada—decía con su aliento de cerveza barata y pestilente—. Tengo de mi parte a la autoridad y lo único que lograrás será que te metan a la cárcel por levantar juicios falsos”. No le creí al principio porque todavía existía en mí el amor propio, sin embargo, la autoridad y las instituciones públicas me lo hicieron saber. “Una denuncia es solo una queja, señorita, debe presentar pruebas y traer testigos”. Lo hice, puse una cámara oculta en mi habitación, se la mostré a los policías, pero lo único que oí fueron expresiones vulgares que dijeron con tanta asquerosidad que me salí de allí. No logré nada y cuando estuve a punto de contratar a un abogado para empezar un juicio, se vinieron las cosas abajo.

Ernesto se ausentó un tiempo. Llegué a pensar que se había cansado de mí y se había conseguido a otra víctima. Lamenté que otra persona cargara con eso, pero no tenía ni siquiera fuerzas para rehacerme. Temblaba de miedo todas las noches. El abogado me llamó y le dije que no necesitaba sus servicios. Traté de adaptarme de nuevo a la vida. No había ni siquiera terminado la secundaria, me dijeron que me veía ya muy demacrada y que aparentaba los veintitantos. “No, si solo tengo dieciséis”. Pues, tendrás que cuidarte más, hija mía—decían las personas—porque si sigues así a los veinte te verás como una anciana. Después de tres meses me sentía convaleciente, pero con energía suficiente para seguir con las clases de la secundaria. Llegué a sacar buenas notas y los profesores me animaban a mejorar para pasarme al bachillerato. Me ilusioné y pensé que sería alguien en la vida. Me empecé a interesar por el Derecho. Una tarde que estaba haciendo mis deberes, alguien toco a la puerta. Pensé que sería una de mis compañeras que venía a pedirme los apuntes, pero cuál fue mi sorpresa cuando vi frente a mí a la bestia. Estaba sucio y borracho. Me dio asco verlo, pero me cogió del cuello y me levantó en vilo. Me sentí desnuda, desprotegida, con un animal jadeante encima de mí. Cerré los ojos y traté de imaginar que era una pesadilla. “¿Creíste que te habías librado de mí?¡Perra maldita!”.

La poca vida nueva que había logrado edificar se derrumbó. Los maestros me olvidaron pronto, mis compañeras de grupo se alejaron. Nadie estaba dispuesto a enfrentarse con él. Volvieron los abusos, esa presión psicológica que me hundía en un pozo negro. A mi madre la trataba peor y ella solo se refugiaba en el alcohol. Se la veía medio desnuda, cayéndose de borracha, pedía un poco de dinero para llevárselo a Ernesto. Todos lo sabían y nadie movía un dedo para ayudarnos. “Son unas perdidas, esas dos”. Era lo único que pensaban. Nos veían como un virus. Una escoria a la que se evita para no mancharse. Me volví un autómata, vacía, no quería tomar conciencia de mi ser para no sufrir por la realidad. Me reprochaba continuamente para sentirme despreciable y un día noté algo extraño. Estaba embarazada. Una voz muy alarmante surgió de mi vientre. “No puedes tener a ese bebé, estará maldito y será víctima de este energúmeno. Peor si es niña”. No podía permitir que sucediera una tragedia. El bebé no tenía por qué sufrir los errores de su madre, así que me escapé.

Me oculté donde pude, no fue por mucho tiempo. Me halló muy rápido el maldito cabrón. Se burló de mi y me dijo que me había llegado la hora de proporcionarle dinero. Me obligó a acostarme con los borrachos por unos cuantos billetes. El odio se fue destilando poco a poco dentro de mí. No podía resistir más y un día robé una pistola del bar. La oculté debajo de mi colchón. Una noche decidí usarla y cuando se me abalanzó Ernesto, la saqué y disparé. Sentí solo el fuerte estruendo. La sangre me comenzó a bañar. Me Sali con esfuerzo de la cama. El enorme cuerpo estaba inmóvil, la sábana se ponía roja y el silencio me dejó percibir el olor de la pólvora. Me había liberado, pero no sentía regocijo, al contrario, me recriminé por haberlo ultimado. Lloré de decepción. Después de muerto, me seguiría estropeando la vida. Ya había tenido mi cárcel y ahora me trasladarían a otra, tal vez menos cruel, pero seguiría en prisión. No había ganado nada, al contrario.

Llegó la policía. Me arrestaron y me condenaron por homicidio. Me dieron veinte años sin derecho a fianza. Vino de nuevo el abogado. Me riñó por no haber hecho denuncias, ni pedir ayuda. Le conté mi vía crucis, le dije que este mundo está hecho por los hombres y que los actos de las mujeres, sean cuales sean, siempre se ven con prejuicios. Me prometió que buscaría la manera de sacarme, pero no le creí. Empezó un período horrible de mi vida. En la soledad mis ideas me atormentaban más. Me suministraban calmantes para que no gritara como una demente por las noches. Nadie se acercaba a mí, me veían como a un bicho raro que no les despertaba el mínimo interés. Nadie quiso entablar amistad conmigo. Pasé meses enteros sin hablar. Los guardas, me metían palizas cuando se les acababa la paciencia.

Un día recibí una visita. Era una mujer de unos cincuenta años, llevaba el pelo teñido y su cara mostraba un gesto amable, pero las arrugas que tenía le daban un aspecto triste. “He sufrido igual que tú—dijo con voz clara—y conozco mas casos como el tuyo, te voy a sacar de aquí”. Con esa determinación me convenció. Ya no creía en nadie, pero ella me dio fuerzas, me habló de los procedimientos que emplearía para zanjarlo todo. Dejé que me fuera conduciendo de la mano. Hice todo lo que me pidió. Hice las testificaciones tal y como me lo ordenó. El día de mi liberación vi lágrimas en los ojos del jurado. Había hombres con el rostro bajo y las mujeres se sonaban constantemente la nariz. Supe que lo habíamos conseguido. Me compraron ropa nueva y salí de la mano de Carolina Huesca. Nos entrevistaron los periodistas. Ella no dijo mucho y yo menos.

Pronto me propusieron publicar mis memorias. Lo hice con una gran dificultad. No podía recordar tanto maltrato. Consumí muchos calmantes y en la editorial, cuando se presentó mi libro, apareció una mujer. Era gorda y baja. Estaba muy descompuesta. La reconocí. Era la madre de Ernesto. Me miró con odio y sacó un arma de su bolso, me apuntó y disparó. Nunca más la volví a ver y quedé con una marca en la cara. La cirugía no me ayudó mucho. Ahora voy por allí en las campañas de protesta contra la violencia de género. Me admiran, pero nadie sabe que nunca he salido, ni podré salir de mi infierno. Eso es algo con lo que se carga toda la vida.

 

domingo, 20 de junio de 2021

Descendiendo a lo profundo

Regresó del funeral más aliviado. Los familiares de Consuelo Vargas y sus amigos llegaron al restaurante para comer y recordarla en la cena funeral. Rolando Cuevas estaba un poco inquieto, no quería que la gente se le acercara con preguntas tontas. De todos los presentes, solo Diego era la persona con quien podía conversar tranquilamente. “Entiendo tu situación, Rolando, pero debes aguantar, al menos durante esta tarde”. No era necesario que se lo recordara su amigo, pero tenía la sensación de que las cosas se estaban acomodando a su favor y una fuerza interior lo obligaba a cambiar constantemente de lugar. No quería que su inconsciente lo traicionara y se fuera todo al traste. Miró la cara hipócrita de todos los presentes y decidió buscar un espacio libre de curiosos. Encontró lo que buscaba.

Se acercó al pianista que en ese momento tocaba una pieza muy triste, al menos no es mortuoria, se dijo Rolando. ¿Puedes tocar la canción que le gustaba a mi mujer? Si me dice cómo se llama la melodía —dijo mirándole con un poco de sorpresa—, y me la sé, entonces se la interpretaré con mucho gusto. Rolling in the Deep—le dijo sin comprender su expresión de sorpresa—. Esa la ponía Consuelo casi todos los días. El músico, muy precavido, le comentó que esa canción no era la más apropiada para ese momento, pero Rolando insistió. Está bien, amigo, pero debería tener en cuenta que la letra de la canción es muy poco habitual. No me importa, dijo Rolando, tóquela y déjese de peros. El hombre respiró hondo, se quedó un momento viendo hacia la pared que tenía enfrente, miró las coronas de flores y comenzó con unos golpes fuertes como si tocara la batería, su mano derecha ascendía y descendía como si estuviera dando nalgadas, la izquierda solo acariciaba algunas teclas. Para la gente no pasó desapercibida la tarea del músico. Las mujeres miraron con horror a sus maridos, ellos no sabían qué hacer.  Nadie quería dejar huella ese día, y mucho menos hacerse notar con una imprudencia. La melodía estaba rompiendo todo el plan estratégicamente planeado. La señora Rosa viuda de Vargas miró a sus hijas. No obtuvo más que movimientos de hombros encogidos y expresiones de rostros sorprendidos. Caminó hasta el piano, pero cuando llegó la música se terminó. Se quedó helada, dio media vuelta y se ocultó en un rincón con sus parientes.

Los invitados se sentaron cuando notaron que ya se servía la mesa. Cada quien buscó su nombre. Se acomodaron en sus sitios y hablaron por lo bajo con sus vecinos. “Pero ¿quién ha sido el idiota que le permitió al pianista tocar esa melodía?”. Nadie se había enterado. Ninguno había visto acercarse a Rolando al instrumento musical. Lo peor era que en el aire se habían quedado colgadas las palabras de la letra. “Un fuego me saca de la oscuridad...”. Se pidió silencio para que Lucrecia Vargas hiciera un brindis en memoria de su hermana. Era, dijo con voz lastimera, una mujer increíble. Muy difícil de entender, pero de corazón noble. Todos la recordaremos como aquella mujer que en los momentos más duros se quebraba y solía levantarse gracias a nuestro apoyo. Pero, ¿cuál apoyo? —se preguntó Rolando apretando los puños—. ¿Acaso no se acuerdan que yo era el único que arrastraba esa carga que todos evadían? ¿Dónde estaban cuando echaba a la servidumbre y hacía sus caprichos? ¿Dónde estaban cuando se ponía histérica y no quería salir al escenario? Deberían agradecerme todo lo que soporté con esa harpía. Y sí, que lo sepan todos. Me casé con ella por interés. Era un pobre diablo, pero ella fue quien se empeñó en que estuviéramos juntos. Luego, me quedé atrapado en sus redes con la amenaza de perderlo todo y soporté. ¿Para qué? Pues, para que su dinero no callera en manos de la ludópata Lucrecia o en las de Marga que es más bruta que una acémila. El único que puede darle un uso adecuado a su fortuna soy yo. Cuando tenga el dinero en mis manos viviré mi vida, esa misma que he tenido en una jaula de oro. Jamás me volverán a ver, sépanselo de una vez.

“Puedo verte con claridad bajo el agua, traicióname y sacaré tus trapos sucios…”. Los ojos se centraron en Rolando. Al principio no entendió nada, pero un susurro que llegó débil, pero con claridad a sus oídos, le abrió los ojos. Era cierto, toda la letra de la canción eran las palabras de Consuelo que llegaban desde el más allá. El fuego encendiéndose era esa furia que sentía por él. La soledad y oscuridad eran sus días de claustro que pasaba maldiciéndolo en el húmedo cuarto. Me iré en cada pedazo de ti, le decía siempre que lo encontraba por las mañanas.

Recordó los pocos instantes de tranquilidad que halló con ella. Fueron los únicos momentos en los que no se sintió bajo la amenaza de la destrucción. ¿Para qué soporté tanto? —se preguntó Rolando haciendo un gesto amargo—. ¿Acaso esa herencia lo merecía? No, la verdad es que no. Nadie estaría dispuesto a soportar esas humillaciones por nada del mundo, pero me empeñé en cobrarme a lo chino. “Cuando te mueras, desgraciada, me quedaré con todo tu dinero y seré feliz al lado de mi amante. La atmósfera se llenó de una energía gris oscura que tintineaba en las copas y salía como polvo de cristal de las bocas de los oradores. Fue tanto el ataque hacía Rolando que decidió abandonar el lugar. Se fumó un cigarrillo y conversó con un camarero. Llegó un taxi y se fue a un hotel. Paso mal la noche porque sentía que desde aquel momento la canción le seguiría como una maldición. Así fue al principio. Encendía la televisión, la radio o fisgoneaba en Internet y la suerte hacía que oyera algún fragmento de la melodía. “Casi lo tuvimos todo…”. ¿Todo? Todo lo tenías tú, pero me alimentabas de migajas, era tu mendigo que sobrevivía con tus limosnas. Y ¿Sabes? Te robé. Sí, aunque notabas faltas en la contabilidad, no lograbas demostrarlas. De allí saqué para el alquiler, los regalos y las diversiones para Sandra. Ella sí que me ha querido de verdad. Nunca me metió prisa para deshacerme de ti. Fui yo mismo quien tomó la decisión. Tenía que hacerlo todo con estrategia, con movimientos de ajedrecista y lo logré. Ahora todo es cuestión de esperar, nada me impedirá irme lo más lejos posible con tu pasta.

Recibió un citatorio. En el bufete de abogados Villanueva se leería el testamento de Consuelo. ¿No habrá faltado a su promesa? —se preguntó antes de dormirse la noche anterior—. No, no sería capaz. Además, la espié y sé bien que una buena parte de la tarta me corresponde a mí. Ernesto, ponga el cuarenta por ciento de mi fortuna a nombre de Rolando. Se que no se lo merece, pero tomando en cuenta que ha sido mi perrito faldero estos años…

Recordaba bien aquellas palabras. Ya no le causaba daño la melodía, ya no rodaba hacia lo profundo. Estaba saliendo a flote. Nadie podría hundirlo jamás y, lo mejor, tenía bastante vida por delante, a sus sesenta años podía reinventarse. Se teñiría el pelo, iría al cirujano plástico y recuperaría aquellos años de miseria. Tal vez, hasta dejaría a Sandra por una más joven. Debía tener paciencia y controlarse. Recibió una llamada de su amante. “¿Ya vas al bufete? Llamame cuando sepas lo de tu parte”. Rolando miró por la ventana del taxi. El día estaba claro, el cielo no tenía una sola nube. El taxista cambió la estación de radio tres veces. Ese día no habían despertado los locutores y pinchadiscos con mucho ingenio. “Rolling in the deep, queridos amigos, para que pasen un día espléndido”. Pero ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Acaso no sabían el significado de la letra? Seguramente eran como él, antes de pedírsela a aquel pianista nefasto.

Bueno, ya hemos llegado. Cambió la expresión de su rostro y bajó la cabeza. Llevaba el pelo despeinado y ojeras. Entró a la oficina de los Villanueva. Lo recibieron los familiares de Consuelo con una mirada celosa y acusativa. El saludó sin mucha voz. Ernesto sacó una carpeta con documentos y después de un preámbulo largo mostró el testamento. No voy a entrar en detalles, pues cada heredero tendrá que venir a recibir lo que se le haya asignado. En primer lugar, la señora Rosa viuda de Vargas se queda con la finca en la que vive, la señora Marga tendrá derecho al veinticinco por ciento y su hermana Lucrecia, igual. La lista de inmuebles está aquí especificada. Por último, Rolando recibirá el cincuenta por ciento del total. Se oyeron gritos de insatisfacción. Abelardo, el marido de Marga se le abalanzó y comenzó a gritarle y golpearlo. “Un momento—gritó Ernesto Villanueva—. No he terminado de leer”. Después, dijo algo que calmó los ánimos de todos y les dejó una sonrisa sarcástica en los labios. “Es inapelable una condición. Rolando no recibirá su parte, si se comprueba que ha tenido una relación extramatrimonial”. El silencio dejó que cada uno de los presentes le diera libertad a sus pensamientos maliciosos. Luego, comenzaron los murmullos. Rolando se quedó muy desconcertado y la duda le enfrió el espinazo. ¿Había sido tan prudente como para no desvelar su relación con Sandra? Echó cuentas, recordó las ocasiones en que había ido a las tiendas, a los restaurantes y teatros con su concubina y llegó a la conclusión de que había sido un insensato. Su relación con Sandra era un secreto a voces y, si alguien los había visto o, peor aún, les había hecho una foto, entonces estaba perdido. Claro que todos lo delatarían, pero nadie hablaba y el silencio era peor que cualquier acusación. Apretó los puños, se mordió la lengua y contuvo lo más que pudo las lágrimas. Con voz apagada se disculpó y salió. Sintió que su móvil vibraba sin parar. Era Sandra, que se había abandonado a su curiosidad y dejaba que el aparato se agitara sin cesar en el bolsillo de Rolando. “Pero ¡qué demonios quieres, joder!”. Del otro lado no hubo reproches, solo una pregunta clara y directa: ¿Te toco algo?

Rolando cogió el teléfono y lo estrelló contra la acera. El destino le había metido una zancadilla. La burla era imperdonable. ¡Lo sabía, la muy puta! ¡Lo sabían todos, joder! ¡Jamás podré tocar ese maldito dinero! ¡Los odio! ¡Los odio, maldita sea! ¡Púdrete en el infierno, desgraciada! 

miércoles, 9 de junio de 2021

Dubl Dva


I

Estaba en mi estudio terminando mis escritos. No era nada importante, en realidad, pero me urgía enviar esa carta a la señora Bovary. Quería advertirle de los peligros de seguirse endeudando. No podía revelarle que ya sabía de su final trágico y decepciones. La preocupación no me dejaba dormir. Llevaba algunas noches sin pegar ojo. En cuanto terminé de escribir, limpié la pluma, cerré el tintero y saqué mi estuche de cuero para poner el sello. Puse a calentar el lacre y le estampé el escudo de mi anillo. Llamé a Petronio de inmediato para que me entregara la correspondencia y llevara la misiva a mi adorada Emma. No me habían escrito ni Flaubert ni Víctor Hugo, sin embargo, sí había una carta de Leo, mi estimado amigo ruso. No comencé la lectura de inmediato, quería disfrutarla en la noche bajo el resguardo de la oscuridad y el silencio. Me quedé un momento solo, repasé mi agenda y me di cuenta de que tenía una hora para la consulta del doctor. Esta vez les diré que voy a escribir todo lo que me digan—pensé—, no vaya a ser que me salgan otra vez con eso de que no sigo las instrucciones del doctor.

Me fumé un buen puro y saqué mi mejor whisky. Tomé dos copas y miré a través de la ventana. La calle, no estaba muy concurrida. Solo vi pasar un coche, era domingo. Por lo regular, siempre hay un poco de bullicio, pero los fines de semana no hay mucho movimiento. Ya no me quedaba bastante tiempo para releer un pasaje de El hombre que ríe, ni mucho menos para un capítulo de Guerra y Paz o Papa Goriot. Este último me habría traído solo penas, puesto que sus pasajes relacionados con el matrimonio me incitarían a reñir de nuevo con mi esposa Constance. Ella no es muy desagradable y nos casamos por amor, lo único es que, desde hace varios años, creo, no hemos podido llegar a un acuerdo. No me entiende muy bien y me critica demasiado. Hemos tenido riñas de verdad y siempre le he perdonado todo.  A mí, por ejemplo, no me gusta su forma de vestir, su forma de hablar y su distanciamiento. No creo que sea por la edad ni el tiempo que llevamos de casados que, serán unos veinte años, más o menos. Seguro que el origen de nuestra discordia es que odia cualquier cosa que esté relacionada con la literatura. ¿Cómo es posible que odies mis libros y a mis escritores favoritos? —le pregunto cuando la sorprendo leyendo—. Deberías leer las obras de nuestra época, pero te empeñas en adquirir libros que hablan de tonterías.

Hace un mes casi me voy de la casa. Fue por un libro que me pareció la tontería más grande del mundo. Se llamaba El amante y era demasiado inmoral. No quiero contarles las perversiones de las que habla la autora. En nuestra época, bien lo saben, hay normas que la gente debe seguir. No me imagino una relación como la que cuenta esa mujer. Una inocente niña en manos de un diabólico chino, pero ¿qué piensa la gente? ¿Se han vuelto locos o qué? Lo peor es que mi esposa estaba disfrutando a lo grande con esas cochinadas. No quiero decir que ahora no sucedan cosas así, pues la humanidad se ha caracterizado siempre por su bestialidad, y no seria sorprendente descubrir la degradación entre nuestros vecinos o coterráneos. A lo que me refiero es que eso no se debe hacer público en forma de novela. Que se encarguen los jueces o los verdugos de esas cosas, pero que no se ponga en las estanterías de las tiendas de libros.

Bueno queda muy poco para la consulta del doctor. Odio su forma de vestir. No tiene sentido del gusto. Elige sus prendas con los ojos cerrados. Se pone chistera y sus trajes son horribles. Bien podría cambiar su guardarropa porque lo que lleva puesto siempre parece salido de un museo, lo digo por la calidad de las telas que parece que tienen más de cien años. En fin. De mi mujer, mejor callar. No se pone el corsé, ni sus crinolinas voluminosas, tiene el aspecto de una moza de ricos. A decir verdad, lo que se pone no parece ropa de este mundo. No es elegante, ni de telas finas. Hay, sobre todo, unos pantalones que le quedan ajustados, no sé de que tela serán, nunca he visto nada igual, y sus blusas dejan ver su sostén. No se cómo no le da vergüenza salir así a la calle o andar aquí entre la servidumbre con esas fachas.

Me han dicho que hoy será la prueba de fuego. El doctor intentará hacerme dormir para preguntarme algunas cosas. Sigue pensando que estoy mal del coco, es por eso que he tomado todas mis precauciones. Estas notas servirán de referencia para cuando me despierte. No sé qué demonios es ese método de la hipnotización. Esa palabra no la he oído nunca. Bueno, doctorcito, prepárate que te daré una gran sorpresa. Voy a seguir escribiendo, incluso cuando me duermas. No me fio de ese tipo. Su peinado es horrible, parece que no sabe lo que es un peluquero. Bueno, allí están. ¡Que puntuales!

A ver, amorcito, ¿qué tengo que hacer hoy? ¿Qué es el doctor el que da las instrucciones? Vaya, pues ¿no te gustaba tanto dar órdenes? Ya quisiera verte sola sin el doctorcito para que empezaras con tu interminable trabajo de generala. Pues, estoy listo. ¿Cuándo me tengo que dormir? Que espere, ¿qué me tienen que ayudar? Bueno, pues venga y no me pidan que deje de escribir. No les daré el gusto de burlarse de mí. Estoy en mi sano juicio. ¿Qué es eso, doctor? Una esfera de cristal, ya veo, pero ¿para qué necesito verla y escucharle a usted? Sí, le escucho, pero me empieza a dar sueño de verdad. ¿No piensa parar? ¿Cómo? Que en eso consiste el método, me lo imagino. Bueno, creo que ya estoy a punto de…

II

Me he despertado de buen humor. Nunca me había sentido así. Alicia está radiante. Ya se me había olvidado su sonrisa y hemos desayunado juntos. Ha preparado un pie de queso muy bueno. Siempre lo prepara los domingos, pero está vez se ha esmerado. He tratado de recordar algunas cosas, pero siento como si me hubieran desconectado algunas partes del cerebro. Alicia me ha dicho hace un rato que la sesión con el doctor fue fantástica y que ya no vendrá por aquí, a menos que se requieran sus servicios en una situación de emergencia. Sí, así lo ha dicho: “de emergencia”. No sé a qué se referirá, pero mientras nuestras relaciones vayan bien, será mejor no ver al doctorcito. Tengo muchos planes. He llamado de nuevo a la oficina y me han dicho que la empresa quebró. Luego he mandado mi CV a otros sitios, pero me he enterado de que los especialistas como yo ganan muy poco. Alicia me ha presentado su plan y le he dicho que me parece buena la idea. Vamos a abrir una floristería. Por el momento mi estudio está bajo llave y mejor que sea así. Creo que de tanto leer novelas del siglo pasado se me descompuso el coco. Bueno, mañana vamos de compras. Necesito ropa nueva y cambiar de imagen. Me voy a cortar el pelo y ya no quiero llevar está barba horrible. En gran medida mi aspecto ha de haber sido uno de los factores que arruinaron mi relación. También el mal carácter. Alicia ya no me lo dice, pero recuerdo que teníamos discusiones larguísimas por estupideces. Ahora trato de ver las cosas con más sencillez. Sin darme aires de intelectual. Ja, qué simple es la vida, dice Alicia mientras saca los trastos del lavavajillas. Sí, le digo, esa máquina es una maravilla.

Llevo una semana haciendo los trámites para el local. He conseguido que me abastezcan de flores y mi mujer ya ha registrado nuestro negocio. Pronto empezaremos, mejor dicho, comenzaré con la venta de flores. Esto seguro que nos dará mejores posibilidades económicas. Tengo muchas ganas de ayudarle a Alicia, sé que por mi culpa se ha endeudado un poco y lo mejor que puedo es ser solidario en estos momentos. Hace poco noté la actitud de los vecinos. Me saludan con prudencia y se asombran cuando les comento cosas. No creo que cuestiones sobre el tiempo y alguna broma motiven la desconfianza. La señora López me ha dicho que esta muy contenta de verme tan cambiado. ¿Cambiado? —le he preguntado, pero me ha visto con sorpresa y se ha retractado—. ¿En qué sentido? No ha dicho nada y con una risa forzada se ha ido.

Me siento fantástico. La gente viene a comprar flores para todo. No me imaginaba que hubiera tantos motivos para regalar una flor. Para nosotros eso es bueno, somos los únicos que vendemos flores aquí. Además, resultó que tengo talento para envolver y decorar. Mis arreglos han cobrado cierta fama y los clientes vuelven pidiendo las combinaciones de rosas, peonias, claveles y tulipanes. A veces pienso que estoy viviendo una existencia ajena. En algunas ocasiones me ha asaltado la duda del pasado. Alicia me ha ocultado muchas cosas. He visto solo nuestras fotos de la boda y todas en las que estamos abrazados o contentos, pero recuerdo que había algunos álbumes en los que tenía fotos de mis amigos y mi familia, pero ella dice que no los tenemos. Eso es muy raro y tengo la sensación de que los he visto hace muy poco tiempo. ¿Dónde habrá metido todo? También me preocupa el estudio. No lo hemos abierto desde hace un mes y sé que tengo cosas importantes allí.

III

He visto un sueño rarísimo. En realidad, lo percibí todo cuando estaba casi a punto de despertarme. De hecho, ya oía los pájaros trinar y un haz de luz solar me daba en la cara. Sentí el cuerpo caliente de Alicia y de pronto me vi a mí mismo con un traje del siglo XIX. Estaba dando vueltas por la casa y le pedía a mi criado que me entregara la correspondencia. Era todo, pero sentí que esa imagen era tan real como la vida misma. Me levanté y me ocupé de otras cosas. Hice el desayuno y esperé una hora a que se levantara mi mujer. Puse la radio y escuché las noticias. No había nada nuevo. Seguía la política expansionista de Israel, las eternas riñas entre La Nueva Rusia y los EE UU, nuevas reglas para los conductores, aumento en los productos de importación, etc. Bajé al buzón por la correspondencia. Estaban todas las facturas, talones publicitarios y un folleto de ropa de una tienda famosa. Lo puse todo en la mesita de centro y me encontré con la mirada de Alicia. Me abrazó y me dio los buenos días. Nos fuimos a desayunar. Luego nos vestimos y nos marchamos a la tienda. A ella le gusta pasar el fin de semana en el local. No es muy amplio, pero está muy bien ubicado. Hay muchos curiosos que se quedan mirando nuestros arreglos. Una señora mayor nos ha comprado un ramo de rosas para su amiga. Hemos conversado con ella de tonterías, pero ha sido agradable.

Por la noche han sucedido cosas increíbles. Pensaba que eso del amor carnal se había terminado entre nosotros, pero qué va, estamos en buenas condiciones y con un gran futuro. Después del esfuerzo estuvimos hablando cosas de nuestra juventud, luego recordamos nuestro primer encuentro y las noches que pasábamos haciendo planes para el futuro. No se cumplió casi nada. No se nos dio lo de los hijos, Alicia terminó su carrera y el doctorado. A mí se me complicó más la vida, pero lo bueno es que seguimos juntos. Bueno. Mañana será otro día.

IV

No lo puedo creer. Tengo un dolor fortísimo de cabeza. Siento como si me estuvieran diseccionando el cerebro. Por momentos veo cosas extrañas. Muchas imágenes se relacionan con ese sueño extraño que tuve. Todo ha sido porque abrí mi estudio y me puse a fisgonear. Al principio, vi que todos mis libros tienen anotaciones. ¿Cómo me he podido olvidar de ellos? Hay muchos, la mayoría son colecciones completas de las obras de famosos escritores. Tengo, incluso dos de los libros de Balzac, una con empastado azul marino y otra negra con letras doradas. Hay muchos de Tolstoi, Dostoievski y mis amigos franceses. También hay objetos antiguos que parecen sacados del museo de historia. Hay notitas por todos lados. Al principio me he querido salir de allí con los documentos que buscaba, pero luego me he sentado y he visto una carta o un aviso escrito por mí. No sé hasta que grado sea cierto lo que puse allí y me parece que eso lo haría solo un loco. Ahora trato de atar cabos y recordar ese día que fui hipnotizado, pero es como si no lo hubiera vivido. Tengo mil dudas y cada minuto me siento más nervioso. Es como si de pronto comenzara a reconstruirse mi cabeza y las imágenes fueran surgiendo poco a poco. Comienzo a ver pasajes de libros. Personas en coches, calles oscuras iluminadas con candiles. Necesito irme a trabajar, pero no creo tener fuerzas suficientes. No me quiero quedar aquí, sin embargo, los pensamientos no me dejan en paz.

La noche ha sido horrible. Alicia se ha puesto de muy mal humor. Me ha echado la bronca por haber entrado al estudio. Llamó al doctor y estuvo consultando con el dos horas. No me imaginó por qué hizo tanto alboroto. Le dije que estaba bien, que lo único que me preocupaba era la floristería, pero me echó en cara mi estupidez y perdí la paciencia. Eso fue lo peor que pude haber hecho. Se puso muy caprichosa, rompió la vajilla y casi rompe la puerta. Llevamos unas horas sin hablar. Le hago preguntas y no responde. He pasado todo el día fuera. Me he puesto de malas y los clientes me han mandado al demonio. Les pedí disculpas, pero no me compraron nada.

V

Estoy irreconocible. Me he puesto una chistera y un traje pasadísimo de moda que estaba arrumbado debajo de mi mesa de trabajo. Me he puesto a escribir cosas importantes. Por precaución he cerrado la puerta para que Constance no entre. La he oído hablar con el doctor. Hablan de una hipnosis fallida. No entiendo nada de lo que dicen. Tampoco he querido responderle a mi esposa. Le he recordado lo del libro. Dice que es mentira, que nunca ha leído nada semejante. Me ha mencionado una floristería, pero no me importa nada. Tengo muchas cosas importantes que hacer y si quiere que le regalen flores, que cambie de actitud y se comporte como lo que es, una ama de casa. SE ha extraviado la carta de Leo. No la puedo hallar por ningún sitio. La necesito ya. Me hago una idea del contenido y hasta podría arriesgarme a contestar a ciegas, pero qué dirá mi queridísimo amigo. Estaría en juego mi reputación. ¿Luego? ¿Con qué cara podría presentarme ante Gustav? ¿Qué me diría Honore y Víctor Hugo? No, es necesario buscar con más escrupulosidad. No, aquí no está. En el armario tampoco. ¡Ah, ya! ¡Qué tonto soy! Está allí, sí, exacto. En el libro de воскресенье. ¡Bien! ¡Veamos, querido amigo! Sí.

“Estimado Jan, te escribo para comunicarte que me será imposible llegar a tu casa en verano. En Ясная поляна o, como le dice usted, Calvero claro, tenemos mucho trabajo. Tengo muchas cosas que enseñarles a los niños de los campesinos. ¿Sabe? Nuestra sociedad es injusta con los pobres. Son explotados y humillados, jamás el estado les dará las condiciones adecuadas para que tengan una vida digna. Mi deseo es que gocen de los beneficios de mi riqueza. En mi casa tengo problemas con mi familia. Nadie entiende nada y son egoístas. Algún día la gente reconocerá este esfuerzo. En fin.

Por otor lado le comento que he escrito mi libro sobre la iglesia ortodoxa y me han excomulgado. Ha sido el patriarca que dice que soy un hereje y que merezco ir al infierno. Se ve que no ha tenido ni la curiosidad, ni el valor para leer. ¿Con qué derecho se da la libertad de quitarme el derecho al cielo? ¿No será que lo ha consultado con dios y el creador le ha dicho que me merezco ser condenado solo por criticar a los religiosos? En breve le llegará un ejemplar firmado por mí. Léalo a conciencia y deme después su amplia y valiosa opinión. Se despide de usted su amigo de siempre,

León T.

Bueno, no era lo que yo pensaba. Gracias a dios la encontré. Bueno es hora de responderle. ¡NO me molesten! ¡Que no ven que estoy trabajando! ¡Ay! Ya está aquí otra vez el doctorcito. ¡Esta vez no me va a engañar! ¡Ya no quiero seguir con su método tonto! ¡Váyase y déjeme en paz!

viernes, 4 de junio de 2021

Buscando un Glashütte


Lo primero que decidí hacer después de la guerra fue encontrar el reloj que había visto en la muñeca de un soldado alemán. Lo recuerdo muy bien porque presumía en el campo de concentración de su valioso y apreciado artefacto. “Es de mi padre, cabrones, ¿lo oís? No es cualquier cosa. Pertenece a un empresario que fabrica bombas. Sí, esas mismas que están cayendo sobre las casas de vuestros familiares”.

Franz era muy blanco y tenía unas pecas que le daban apariencia de mapache. Era fuerte y tenía muy buen apetito. Siempre le robaba lo que podía a sus compañeros y era extremadamente cruel. Su devoción al Reich era más fuerte que cualquier fe. Se sabía de memoria los protocolos de los sabios de Sion y citaba algunos puntos cuando se disponía a mandarnos a la cámara de gas. ¿Es verdad que queréis gobernar el mundo apoderándoos de la riqueza y el oro, malditos bichos? Pues, escuchad bien. ¡No lo podréis hacer porque todo este aparato se ha construido para el exterminio total de la lacra del mundo!”.

Todos le teníamos miedo y cuando percibía nuestros titubeos se acercaba muy despacio y callado. Luego se posaba a unos centímetros de la cara y soplaba, después se reía a carcajadas. Había quien no podía resistir su presencia y al poner un gesto de enfado era castigado con trabajos duros y ayuno hasta la muerte. No había peor cosa que sufrir por el fallecimiento de algún compañero y escuchar su maldita perorata de su reloj Glashütte. Yo no era el único que deseaba con fervor su muerte. Por las noches hubo quien tramó un atentado contra su vida y estuvieron a punto de envenenarlo, pero se salvó y su venganza fue lo peor que nos pudo haber sucedido. Se encargó personalmente de descargar las latas de gas de los camiones. A muchos los puso a trabajar en los hornos y luego los rehabilitó en la construcción de los refugios. Los que volvían parecían seres a quienes se les había extirpado el alma. Durante las mañanas opacadas por la neblina se oían sus pasos agresivos, nos sacaba desnudos al patio y ordenaba que nos bañaran con agua fría. Los pocos que sobrevivimos a sus maltratos nos prometimos encontrarlo para acabar con él.

Un día notamos que los miembros del SS estaban en el campo dirigiendo la fuga. Se quemaban documentos, se empacaban las cosas de valor y se destruía cualquier cosa que pudiera comprometerlos. “Se van a largar estos malditos—dijo Joseph que no podía mantenerse en pie por la tos tuberculosa que lo levantaba del suelo—. Ahora verán lo que les espera”. No duró mucho y en la noche se quedó tumbado en una litera. No nos dimos cuenta de su muerte hasta la mañana siguiente. Una prueba que no olvidaré jamás fue la hambruna que vino cuando nos liberaron. Los rusos nos habían quitado el yugo de los nazis, pero no tenían planeado alimentarnos así que sobrevivimos llevándonos a la boca hierba y cosas incomestibles.

Regresé a Varsovia para recibir las malas noticias. Con el aislamiento de cuatro años le perdí la pista a todos los miembros de mi familia. Las puñaladas fueron cayendo poco a poco. Mi casa quedó destruida, no quedó nadie de mi familia y me encontraba tan seco e insensible que no pude ni siquiera llorar. Las escenas tétricas que vi en Majdanek me dejaron hueco. Tuvieron que pasar unos años para que las lágrimas volvieran a rodar por mis mejillas, pero eran clorhídricas, me fueron destruyendo el rostro y envejecí demasiado. Traté de encontrar un motivo para vivir y al hacer un repaso de mis planes recordé lo del reloj. Fue una noche en la que me quedé dormido en el sofá y apareció ante mí un reloj de oro con una cubierta para proteger el cristal. No era como el de Franz, pero me hizo recordar el Glashütte. ¿Cómo había podido olvidar mi promesa? Sería por los tranquilizantes que me tomaba como golosinas. Me había tratado de apartar del mundo para existir en un espacio abstracto. La somnolencia me había convertido en un autómata. Mis movimientos se repetían como programados para convertirme en vegetal. De pronto sentí de nuevo latir el corazón. Resonaron esas palabras amenazantes y rencorosas de Joseph. Entonces fue cuando decidí encontrar a Franz y su maldito reloj. Ya habían comenzado hacía mucho los juicios de Nuremberg. Fui a la embajada de Francia a preguntar sobre los prófugos de la II Guerra Mundial y si sabían algo de Franz Schwerin. No me pudieron dar ninguna información, pero me recomendaron que me pusiera en contacto con el Centro de documentación judía de Viena. Así lo hice y me dijeron que tenían pistas de Franz quien se encontraba en Buenos Aires. Estaba muy lejos y no me imaginaba como podría ir a buscarlo. Con las pocas fuerzas que tenía no podía hacer esa travesía. Decidí hacer amistad con algunas de las personas que se encargaban de la búsqueda de nazis. Me invitaron a hacer declaraciones y escribí una larga lista de los oficiales y coterráneos que había conocido. Me lo agradecieron mucho y quedaron de informarme. Empecé a fortalecerme para el momento en que me dijeran que se había detenido a Franz. Quería asistir a su juicio y quitarle el reloj o al menos recordarle sus palabras cuando fuera condenado. Soñé cientos de veces ese momento, pero nunca llegó. Según supe después, se suicidó. Se había casado con una mujer argentina, Rosario Vega. La había dejado con dos hijos.

Me sentía frustrado. No sabía qué hacer. Mi deseo de venganza se vio atrapado en mi raquítico cuerpo y el malestar me incomodaba todas las noches. Llegué a pensar que ese veneno que se producía en mi interior me mataría a fin de cuentas. Hice mis maletas y me fui en busca de la familia de Franz. Me resultó difícil encontrarla, a pesar de que me habían dado todas las referencias. La razón fue que la señora Rosario se cambió el apellido y mis pesquisas duraron más de un año. Tuve que asentarme en esa ciudad porteña. Aprendí el idioma y empecé a comunicarme con la gente. Cada día seguía las falsas pistas que me daban. Estuve a punto de darme por vencido y si no hubiera sido por un golpe de suerte, me habría regresado a Varsovia. Fue un día que estaba paseando por La Plaza de Mayo. Me quedé de pronto estático con la cabeza en blanco. Tenía enfrente un estanque y veía la caída del agua como hipnotizado. Oí a lo lejos algo que resonó varias en mis oídos, pero no podía reaccionar, seguía petrificado. “Franz ven aquí”. Se hizo un eco en mi cabeza y volteé. Era un niño muy rubio con pecas. Lo miré fijamente y encontré un parecido enorme con el otro Franz. Tuve que sentarme para no caerme. El corazón latía inútil porque no llegaba sangre a mi cabeza. Caí en el suelo y cuando me recobre vi a una mujer que me ofrecía su ayuda. “¿Se siente bien?”. Me levanté con dificultad y acepté el café que me ofreció. Me llevó a un sitio muy modesto. El interior estaba fresco y recuperé las fuerzas. Entablé una conversación sencilla con Rosario. Le dije que había emigrado de Europa, que trabajaba ocasionalmente dando clases de idiomas. Pasamos una hora hablando de todo y después me dijo que se iba. No podía dejarla ir, así que me las ingenié para que aceptara mis servicios. Le dije que Franz parecía austriaco y que con toda seguridad podría aprender el alemán. Ella dudó mucho y al final me confesó sus temores. “Lo mejor sería que olvidara esa lengua y que se desvanecieran los recuerdos de su padre. No sabe el peso que nos oprime”. Le dije que estaba de acuerdo, pero que la cultura es lo más valioso que se tiene en la vida. Saber un idioma extranjero siempre ofrece más oportunidades. Ella me dio largas y me explicó que tenían problemas de dinero, que habían llevado todo al empeño y que por eso estaban en la ciudad. Vivian muy lejos y tenían que regresar al día siguiente.

Al final le pregunté por los objetos que había dejado bajo consigna. Nombró algunas cosas, pero a mí me interesó solo que el reloj de oro de Franz estaba en el Monte de piedad. Le prometí recuperarlo y entregárselo de vuelta, sin embargo, ella se negó categóricamente. “Si lo recupera, quédeselo y no me busque jamás para hablar de él”. Me despedí de ella y su hijo y me fui. Al día siguiente fui a buscar el reloj. Llegué al mediodía. No había mucha gente y el encargado que me atendió me dijo que una joya como esas no podía pasar desapercibida, así que el señor González que era el administrador se lo había llevado. Le rogué que me pusiera en contacto con él. Tuve que insistir durante varios días y cuando hablé con el señor González se río cuando vio mi cara de asombro. “¿Y qué creía usted? ¿Piensa acaso que era para mí? No, estimado amigo. ¿Sabe quién me lo compró sin pensarlo? ¿No? Pues el mismo licenciado Barón”. Le pregunté cómo podría encontrarlo y me fui al anticuario donde estaba seguro de que podría recuperar el reloj.

Entré en un local muy oscuro con aroma rancio. Había todo tipo de objetos raros, pinturas, lámparas antiguas, esculturas, objetos de latón, plata y cobre. Pregunté por el dueño y me dijeron que había salido porque tenía que cerrar un buen negocio. Pedí que me mostraran todos los relojes que tenían, pero ninguno era el de Franz, así que supuse que el gran negocio que estaba haciendo en ese momento el licenciado Barón estaba relacionado con lo que yo buscaba. “En efecto, señor Saúl, hace unos días vendí ese reloj por una buena suma. Le gané el cincuenta por ciento y sé que el americano que me lo ha comprado sacará aún mucho más. Le pedí las referencias de aquel hombre. Resultó ser un empresario que se hallaba de paso por Argentina y saldría en unos días a los Estados Unidos.

John Steel era un hombre ocupadísimo. Me había costado un trabajo enorme llegar a América y más aún encontrarlo. Tenía dos oficinas. Una en Nueva York y otra en San Diego. Siempre estaba haciendo viajes y cuando me presenté en su oficina en California me dijeron que tendría que esperar una semana a que volviera de Canadá. Se había ido una semana de vacaciones con sus socios. Según decía la secretaria Marie, les encantaba pescar salmones en esa época del año. Pasé los días merodeando por la oficina, por si el hartazgo de pescado lo hacía volver antes. No fue así, por el contrario, fue una semana y media y cuando me presenté en la oficina Marie me indicó que me sentara, que me atendería John en un momento. Fueron unos minutos espantosos para mí. Los recuerdos y las emociones ya casi olvidadas regresaron como fantasmas aterradores. Estaba sudando y no sabía qué decirle. Antes había inventado una historia para convencerlo de que me vendiera el reloj, pero ya no podía recordar cómo contarla y mi cabeza estaba echa un embrollo.

Salió de la oficina. Llevaba un traje azul marino muy elegante. Su pelo estaba embadurnado de brillantina y su rostro de águila me miró como si yo fuera una presa fácil. “En este momento no puedo atenderle, señor Saúl. Explíquele a mi secretaria el motivo de su visita y vuelva otro día”. Me quedé con la mano extendida. Perdí el habla y el dominio de las piernas. Estuve así por la imagen de su muñeca. Llevaba puesto el Glashütte. Sali después como poseído, no sé cuántas horas estuve caminando por la ciudad. En la tarde llegué a mi modesto cuarto de hotel y comencé a beber vodka. Quería disipar con alcohol las ideas, pero entre más me embriagaba, más triste me sentía. Me dormí llorando y a la mañana siguiente decidí renunciar a mi plan. De nada valía recuperar ese reloj, incluso, sería aún peor porque no tendría la fuerza para destruirlo y me acosarían los demonios hasta provocarme la demencia. Hice la maleta y busqué un vuelo a Europa. Encontré un avión que salía en cinco horas a Londres. Esperé con paciencia evitando todo tipo de pensamientos. Me entretuve mirando a la gente. Lo hacía sin juzgarlos, por la necesidad de distraerme. Vi niños correteando, padres gritando, mujeres muy arregladas pavoneándose por todos lados.

Miré el reloj y vi que faltaban unas horas para hacer el registro. Fui a buscar el mostrador de la empresa British Airways y cuando iba a llegar vi a John. Estaba sentado con aire distraído. Me quedé unos segundos pensando qué le diría y me fui a sentar a su lado. Lo saludé y él no me reconoció. “Es muy bonito su reloj —le dije amablemente—. ¿De qué marca es?”. Es un Glashütte—contestó mostrándomelo—, perteneció a un empresario judío que murió en un campo de concentración. No podía creer lo que oía. ¿Quién le habría contado esa falsa historia para embaucarlo? Le comenté que un objeto tan valioso debía tener alguna inscripción. Dijo que sí, que en efecto tenía una dedicatoria en alemán. Se quitó el reloj y me la mostró.

“Für meinen lieben Sohn Franz. Hilf ihm durch schwere Zeiten während des Krieges.

Sein Vater: Carl Schwerin”.

¿Sabe usted quien fue Franz Schwerin? Negó con la cabeza y empecé a contarle lo que había hecho el dueño de su preciada adquisición. John me oía con asombro y por sus muecas estaba claro que me tomaba por un farsante, sin embargo, le mostré mi tatuaje del brazo. El cincuenta mil novecientos treinta y siete. Llegué antes de que se empleara el número uno para las series y mucho antes de que se pusieran en práctica las categorías A y B. John quedó convencido, pero las cosas que oía lo desconcertaban tanto que se deshizo el nudo de la corbata y se quitó la chaqueta. Su rostro mostraba vergüenza y estaba como un tomate. “Mire, Saúl, si quiere le doy el reloj, por lo que me ha dicho, usted tiene sus razones para conservarlo. Pagué mucho dinero por él, pero si tiene detrás tanta crueldad y lo necesita para cumplir su promesa, se lo doy”. En seguida me lo puso en la mano, pero no podía sostenerlo. Mi mano parecía resistirse y temblaba como si le estuvieran administrando una gran descarga eléctrica. Al final lo pude coger y le dije a John que lo destruiría allí mismo. Dijo que se tenia que ir. Me levanté para despedirme y me abrazó. No pude contener el llanto y me convertí en una estatua de piedra. Se alejó sin volver la mirada. Vi su espigado cuerpo desaparecer. Pasaron unos minutos y vi el reloj. Era verdad lo que me había imaginado. No tenía fuerzas para destruirlo, era más fuerte que yo. Me sentía otra vez en las filas de presos con la horrible mirada de Franz. Oía que me decía: “A ver, inútil, a ver si eres capaz de destruirlo. Seguro que no tienes fuerzas ni para sostenerlo”.  Permanecí en mi sitio hasta que se anunció la salida de mi vuelo. Fui al baño y saqué el reloj. Lo tiré por el inodoro. Tuve que bajar varias veces la cadena hasta que la cañería se lo tragó. Salí de los aseos peor que nunca. De nada había servido tanto esfuerzo. No podía perdonar a Franz y la venganza que según pensaba se comía fría, era tan indigesta que no podía andar.

Llegué a mi piso. Saqué lo que tenía en la maleta y preparé un café. Estuve mucho tiempo viendo la pared. Todas las cosas malas que había sufrido regresaron. Nunca debí empeñarme en seguir el rastro de aquel reloj. Ya no quedaba más remedio que vivir con eso el resto de mis días. Intenté distraerme frecuentando personas de mi edad. Traté de leer y pasar el tiempo jugando al ajedrez. Nada me pudo ayudar y sentí que estaba cerca de la locura. Un día amanecí peor que nunca y perdí una parte importante de la memoria. Ahora los médicos me dicen que me resigne, que las cosas irán a peor. Ellos lo lamentan mucho, pero para mí es un alivio, una liberación.