jueves, 13 de septiembre de 2018

Sueños de un clown


Ricardo Campanilla era descendiente directo de aquel famoso payaso que a finales del siglo pasado había hecho reír a carcajadas al hombre más amargo de la historia del país. En la familia todos habían oído, generación tras generación, la bella historia de aquel irlandés romántico que atravesó el enorme Océano Atlántico para ganarse la vida con su buen sentido del humor. En el Viejo Mundo su viveza era una especie de novedad mal apreciada. Siempre que Richard Handbell montó su espectáculo para los flemáticos ingleses, fracasó. Llegó a América con la ilusión de convertirse en un actor de cine famoso y, en cierto grado lo logró, pero su éxito fue tan rotundo que decidió vivir de los beneficios de la fortuna que acumuló después del mentado suceso con el presidente de la nación.

Estaba de paso y conoció al embajador británico que, al notar los dotes del cómico, lo invitó a participar en una recepción oficial que tendría lugar unos días después. Para asombro del embajador, Handbell llegó de frac y no de payaso. Iba muy elegante y con el aspecto de un gran Lord. El presidente lo saludó con respeto y admiración y en ese momento comenzó el espectáculo. Con una voz muy aguda, Richard dijo que iba en representación de su amo porque éste se encontraba atendiendo unos asuntos personales que le incumbían a su amante. El presidente se sorprendió mucho y le preguntó el nombre de su amo y el tipo de problema que tenía.

“Son problemas de faldas, señor presidente—dijo con mucho ánimo el payaso—con las ajenas y las propias”. “¿Con las propias?” —inquirió el mandatario sin entender. “Sí—contestó Richard— ha de saber usted que los irlandeses usan faldas en las celebraciones como la de San Patricio, así que mi amo tuvo un problema con su falda y con la de su amante porque…¿Sabe?—agregó giñándole el ojo al presidente como si le fuera a confesar un gran secreto político— El problema fue que su esposa lo sorprendió con una mujer, mi amo se levantó y por las prisas se puso la falda equivocada, así que su amante se quedó con la de cuadros y al responder a las insistentes preguntas de su mujer, mi amo dijo que se había puesto esa falda porque era aficionado a lucir prendas femeninas en secreto, la esposa quedó complacida; pero la amante, que tenía unas piernas que no daban pie a las bromas, lo agredió revelando su relación”.

El ingenio del hombre, así como sus ademanes y voz, despertaron en los invitados una risa contagiosa y difícil de mitigar. El mandatario que, se creía que era inmune al buen humor y la picardía, se contagió del buen ánimo y se rio con gran felicidad. La gente pensó que el irlandés lo había curado de la eterna bilis que iluminaba su rostro, luego el mandatario decidió que ese hombre tan risible sería un buen bufón para sus fiestas y lo contrató. No les duró mucho el gusto porque empezó un movimiento armado que derrocó al gobierno. Richard Handbell fue capturado por los federales, es decir, por los soldados de un dictador usurpador y luego fue liberado para ser usado como espía para saber la ubicación de los revolucionarios, pero como era de esperarse sólo se burló de todos. Anduvo a lo largo del país desencadenando grandes mareas de risa y cuando la revuelta finalizó, se asentó en la capital y consiguió que lo contrataran en el cine. Con sólo tres películas se hizo millonario y se dedicó a llevar una vida voluptuosa que lo condujo con prontitud a la tumba. Dejó muchos hijos desperdigados, pero sólo uno de ellos heredó las cualidades de su padre y procreó payasos con unas aptitudes extraordinarias. Ricardo Campanilla era, lo que se podría denominar como, el grado álgido del desarrollo de los genomas que transmitían el humor a los payasos Handbell. Su padre, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo y, hasta, su penta-abuelo, tuvieron a sus hijos en la adolescencia. Todos destacaron. Tuvieron éxito en los circos americanos y europeos. Gozaban de una apariencia hecha especialmente para la comicidad: la cara pálida, la voz chillona o muy grave, los movimientos burdos o afeminados, el gusto para pintarse con colores muy bien combinados, un sentido muy desarrollado de lo absurdo y lo ridículo, y todo lo que le hace falta a un cómico para trabajar.

Desde que Ricardo nació hizo reír a la gente. El doctor que lo ayudó a nacer dijo que tenía los rasgos de su padre, pero que éstos, en el vástago, se habían desarrollado tan bien que la nariz roja, las cejas anchas y largas, la enorme boca de labios voluptuosos y los pies, ya no necesitaban ningún arreglo para provocar la más deliciosa de las risas. Más tarde, resulto que el pelo también era el adecuado, muy parecido a una gorra de estambre cobrizo. A los seis años, Ricardo, ya era toda una estrella en el circo y sus padres se sentían, por un lado, orgullosos y, por otro, apartados a una segunda categoría de payasos torpes, pues su hijo con sólo decir unas palabras dejaba a la gente con un dolor intenso en el estómago por causa de las puntadas que tenía.

Hubo un grave problema cuando llegó a la adolescencia. Ricardo decidió cambiar el rumbo de la vida. Un mal día decidió que las cosas no podían seguir así, que él enderezaría el camino torcido de su tradición familiar. Se le metió en la cabeza que tenía que ser un empresario o, al menos, un profesionista. Era inteligente y se metió a estudiar. Tuvo la suerte de poseer una actitud agradable que confundía a los profesores. Cuando no sabía con exactitud los temas de las disciplinas y titubeaba, los maestros decidían que por la forma de decir las cosas el estudiante Campanilla ironizaba, por eso le ponían unas notas muy buenas. Cuando pasaba lo contrario, es decir, cuando sabía muy bien de lo que hablaba, los examinadores disfrutaban de su forma de expresarse, se reían con él, aunque trataran de mostrar la mayor seriedad posible. En pocas ocasiones le tocaron profesores coléricos o flemáticos y, por eso, terminó muy bien sus estudios.

Cuando entró a la universidad se enamoró locamente de una joven extranjera que no entendía ni sus bromas ni sus declaraciones de amor. La decepción fue tan grande que estuvo a punto de volver al circo, pero cuando se enteró de que la chica francesa tenía parientes mimos de la familia de los Marceau no le volvió a hablar por temor a engendrar más actores grotescos. Ricardo trató de llevar una existencia muy alejada de la comicidad, lo ridículo y absurdo de la vida errante, pero sus amigos, conocidos y compañeros le recordaban siempre que tenía un parecido extraordinario con Handbell. No se recordaban mucho sus películas, pero al ver a Ricardo Campanilla a toda la gente le venía a la cabeza la cara del famoso irlandés que hizo reír al más agrio de los mandatarios del país.

En general su vida era muy habitual, no tuvo grandes contratiempos y no sufrió ni trágicos desengaños ni accidentes considerables. La única perturbación que a menudo le quitaba el sueño eran las visiones u horrores nocturnos. Para cualquier otra persona hubieran sido sueños dulces porque eran cómicos. En ellos aparecían payasos divertidos, música de banda, días soleados y niños con nubes de azúcar color rosa y globos. En estado onírico Ricardo se veía parado en medio de la arena recibiendo los aplausos que el presentador pedía para él, luego contaba infinidad de cosas ridículas que rompían de una forma asombrosa la visión normal de la realidad que tenía el público, había quien entendía las bromas a la primera y soltaba una fuerte carcajada, había también lentos y se les tenía que explicar el sentido de las palabras del payaso, pero una vez entendida la caricatura era difícil que se les olvidara y la pedían con persistencia cada vez que Campanilla salía al escenario. Aprendió a controlar sus pesadillas y se resignó a pasar, algunas veces por semana, las noches en blanco. Terminó la carrera de diseñador gráfico, pero con un resultado mediocre. Sus notas no eran las mejores y sus cualidades de payaso sobrepasaban por mucho margen las gráficas, pero a él no le importaba. Por otro lado, al recibir su título profesional se convirtió en el único descendiente de Handbell que obtenía una licenciatura porque todos los demás retoños se dedicaron a la comedia, los espectáculos y las variedades. Ninguno alcanzó la fama y el único que podía haber sido un payaso de culto en la historia de la humanidad, ahora se empleaba en una pequeña oficina de anuncios comerciales. A Ricardo le solicitaban pequeños carteles para publicitar fruterías, zapaterías y todo tipo de mercaderías de primera o segunda necesidad. No ganaba mucho y se rompía la cabeza manejando con torpeza su estilógrafo y las plumas aero-gráficas. A veces, se quedaba trabajando hasta la madrugada para lograr el efecto visual que le pedían los clientes. Sus compañeros admiraban su persistencia, pero no se ofrecían a ayudarle porque tenían la impresión de que Ricardo o “El Campanilla”, como le decían todos, se burlaba de ellos con su ironía tan particular de payaso serio.

Pasaron los años y El Campanilla llegó a jefe, la empresa creció un poco y a la edad de cincuenta años se pudo comprar un pequeño piso de una habitación y dejó de sufrir con los caseros que le gritaban que era un payaso, un cómico que con su risa irónica les decía que no tenía con qué pagarles. Las mujeres se alejaron de él y ninguna tuvo la oportunidad de recibir una propuesta de matrimonio, ya que sus novias tenían el horrible presentimiento de que les estaba tomando el pelo al pedirles la mano. Perdió fortaleza física y moral y se dedicó a armar aviones a escala, también se puso a reconstruir batallas de la antigüedad, se compró soldaditos de juguete, pinturas y maquetas y, en un rincón, armó un escenario de la II Guerra Mundial. Admiraba la ocupación de la costa de Normandía en el día D, incluso se la había contado muchas veces a sus empleados, pero ellos se lo habían tomado como unos chistes de buen gusto. Eso le pasaba con todo lo que narraba. Era suficiente que rememorara un suceso de la historia, transmitiera una información o diera una opinión seria de las cosas para que las personas, sobre todo los más allegados, se murieran de la risa.

Una mañana se levantó con un gran pesar, se sentía enfermo, estaba cansado de luchar todas las noches contra las voces de sus antepasados que le reprochaban haber desperdiciado su tiempo. Pensó que era único, que había logrado lo que se había propuesto, pero no era feliz. Su nombre quedaría en la historia familiar como el único descendiente de Handbell que había terminado una carrera profesional, sin embargo, como diseñador gráfico era mediocre y esa mediocridad le estorbaba, le dolía como una piedra en el zapato. Era una incomodidad que durante años le había desecho la planta de los pies y lo obligaba a renquear por el camino de la vida.

“¿Y para esto desperdiciaste el talento familiar? —se preguntó frente al espejo mirando sus enormes cejas rojas y su enorme boca de labios protuberantes. Se tocó la redonda nariz carmesí y se removió el rizado pelo de tonos caoba—¿No sabes que contigo se termina la estirpe? ¡Jamás habrá un payaso como tú! O, al menos, en lo que resta de este siglo. ¿Qué habrían dicho Los payasos de la tele, Bozo, Cepillín, Pagliacci, Krusty, Charlie Rivel o Ronald Mc? Deberías desaparecer y morir en el olvido, vete a morir como los payasos viejos, igual que los elefantes sin muelas o cojos. ¿Has pensado alguna vez cuántos payasos malos fue necesario sacrificar por selección natural para crearte a ti? ¿Sabes cuántos de tus primos, primos carnales o segundos, nietos y biznietos del gran Richard murieron sacrificados para formarte? Serás por siempre la gran vergüenza Handbell. Mira—dirán todos nuestros descendientes—nació el mejor payaso del mundo, pero por su necedad de terminar con los convencionalismos, los designios y la tradición de una gran familia, se hizo dibujante y ¿sabes? Fue el más mediocre de los ilustradores y diseñadores gráficos. Te imitarán poniéndose de cuclillas y se cagarán en la historia familiar, harán leña con nuestro árbol genealógico y tirarán las brasas a un pantano. ¿Cuántos decenios más tendremos que esperar para que las páginas de la historia reluzcan por las brillantes letras del nombre de un payaso semejante?”.

Ricardo Campanilla no pudo soportar el peso de la conciencia y sufrió una conmoción cerebral. No tuvo graves consecuencias, pero se le prohibió que dibujara o se preocupara por cosas tan superfluas como sus pesadillas, que ya eran un mal menor después de la crisis. En el hospital no recibió la visita de sus familiares, los cuales no podían perdonarle su ultraje. Lo dieron de alta un domingo por la mañana. En el trayecto a su casa pasó por una feria que estaba a reventar de gente, era mediodía. Había un espectáculo de caricatos en el centro de la plaza. Los payasos eran muy malos y, a pesar de que se esforzaban al máximo, la gente sólo agitaba las manos sin decir nada. Ricardo se paró enfrente de ellos y, al verlo, los cómicos se dieron cuenta de que era un buen recurso para salir del mal momento por el que estaban pasando. “Usted es el Augusto más original que hemos visto—dijeron al unísono, uno que iba disfrazado de vagabundo, y el otro, un mimo clown que se suponía que no hablaba y asentía con largos movimientos de cabeza—Mire nada más qué cejas, qué nariz, qué boca. Seguro que el mismo Handbell se la envidiaría”. Ricardo ya no pudo resistir y, dejándose llevar por un instinto natural reprimido por muchos años, comenzó a interpretar el aria de la Flauta mágica de Mozart: La reina de la noche. El efecto fue impresionante, la gente no dejaba de sacar dinero y seguir con ojos saltones los movimientos que hacía Campanilla, parecía que oían la flauta del músico de Hamelin, pues todos, como ratones, reían y tiraban el dinero por causa de la dicha que experimentaban. De pie con la mirada fija en el cielo, Ricardo Campanilla comenzó a entonar, cada vez más alto, su versión del aria.

La venganza de mi infierno bulle en el corazón, ah,ah,ah, vi muerte y dolor a mi alrededor, se alzarán y arderán llamas incandescentes, ah,ah,ah. ¡Payaso! ¡Le darás muerte y por ti sufrirá! ah,ah,ah. El fracaso hoy terminará, ah,ah,ah . Nunca serás mi hijo, te dirán. Ah,ah,ah. Por siempre odiado y repudiado quedarás. Ah,ah,ah. Solo quedará por toda la eternidad. Ah,ah,ah. Los lazos se romperán, los gritos de una madre te salvarán. Ah,ah,ah. Oh, dioses, la venganza llegará.

La gente no entendía el alemán y sólo percibía los sentimientos del payaso que con una extraordinaria voz cantaba como en el mismo Teatro de La Scala o El Bolshoi. Campanilla tenía una montaña de dinero a sus pies y al verla comenzó a llorar y entre más lloraba, más crecía el monte de billetes y monedas, parecía que se le estaba construyendo un pedestal. La amargura lo hizo cantar con más sentimiento y los brazos cruzados sobre el pecho le daban un aspecto cómico de payaso desolado que mirando al cielo imploraba con voz de ave fénix que se le devolviera la vida que había desperdiciado. Todos estaban dispuestos a ayudarle a recuperarla con sus risas francas y lágrimas de satisfacción. Tenía a todas las personas de la feria a su alrededor y cuando ejecutó el ultimo fragmento de la composición, se puso de rodillas y derramó las últimas lágrimas que le quedaban. Hubo un estruendo de aplausos y risas, hubo quien cayó fulminado por el efecto de la comicidad. Ricardo quedó tieso en su posición de santo mártir y se conservó el suceso en una fotografía, que hizo un periodista que se encontraba allí por casualidad. Luego, se le dedicó a Ricardo Campanilla un monumento con su nombre y la leyenda que decía:

 “Al payaso Ricardo Campanilla que logró matar de risa a un centenar de mudos”.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Sin pistas

“Para conocer a tu contrincante 
debes saber de dónde viene y a dónde va”.
 JCEH

I

El caso que me habían encomendado llevaba el nombre de los girasoles. No había ninguna relación entre esas flores y los tres asesinatos de la investigación, pero a alguien se le ocurrió denominarlo con ese nombre porque en la escena de uno de los crímenes vio un cuadro de Van Gogh en el que aparecen los mirasoles. El primer homicidio se había llevado acabo en un piso pequeño cerca de una universidad. El principal sospechoso era un profesor de filosofía que en una de sus clases retó a uno de los estudiantes que lo estaba contradiciendo cuando trataban el tema de la demostración lógica y el método deductivo. «Podría escoger a tres personas de la universidad y asesinarlas—dijo con descaro y soberbia el catedrático—, incluso podría decir la forma, el lugar y las condiciones del crimen y, aún así, tendría muchísimos elementos que me ayudarían a evitar ser acusado de homicidio. El método deductivo y las pruebas jamás serían suficientes para inculparme». Los estudiantes lo tomaron como una broma y se comenzaron a reír, pero Jean Renoir mencionó un nombre. Lo dijo por casualidad o con la intención expresa para calmar los ánimos de sus pupilos y era el único alumno que estaba ausente ese día. Jean no conocía a todos sus estudiantes por el nombre y al mismo Tom Wilson no lo había visto más que un par de veces, pero tuvo la certeza de recordarlo y decir su nombre en voz alta en ese desafortunado momento. El silencio se esparció como una nube de humo en un incendio por la sala y los jóvenes se quedaron a la espera del sermón del filósofo, sin embargo, él sólo les dijo que la lección se había terminado. Los alumnos salieron con la duda de si el profesor loco los había espantado para calmarlos o si tenía realmente la intención de matar a Wilson. Si todo era verdad, surgía la pregunta desagradable de quiénes serían las otras dos víctimas. Hubo un chistoso que, para relajar la tensión, dijo que los otros dos serían la Señorita Emily, una vieja de la catedra de griego y latín, y el guardia nocturno que era un impertinente.

Pasaron los días y cuando Tom llegó a la clase de filosofía todos los ojos se clavaron en él. Nadie le había comentado nada. Primero, porque era un tipo muy mal educado y agresivo, segundo, porque sabían que, de hablar, mataría de inmediato al pobre y endeble Renoir. La clase siguió con normalidad ese día y, dicen todos los testigos, que Jean actuó como si lo que había anunciado sobre sus planes delictivos fuera un simple chascarrillo. Hubo un momento de alboroto y Jean le preguntó a Tom qué pensaba de lo que percibimos como la realidad. Por no ser demasiado inteligente Wilson dijo que la realidad es lo que vemos e interpretamos con los sentidos, que todo lo que pensamos de la supuesta realidad son especulaciones y que el pasado y futuro no existen porque son presentes muertos o futuros que no han nacido. Renoir le preguntó si lo que no lograba percibir en el corto instante del presente, es decir, lo que sucedía a años luz de la Tierra, era también realidad o en ese otro universo las cosas seguían un orden diferente. Se levantó un estruendoso barullo formado por las especulaciones de todos los asistentes y no se pudo llegar a nada concreto. Luego sonó el timbre y el profesor se fue sin decir nada.

Unos días más tarde se encontró el cadáver de Tom en el piso de su novia. Lo encontraron sentado en el sofá con un cuchillo clavado en el pecho. La televisión estaba encendida cuando llegó la policía. Según el reporte del inspector Paul Lamiere, el asesino había entrado sin tener que forzar la puerta porque era una persona conocida, luego Tom se sentó para continuar viendo su programa. El arma estaba limpia, sin las huellas del asesino, según el primer reporte que se escribió. En todo el piso se encontraron rastros que delataban la presencia de Jean, en el baño habían quedado marcadas las suelas de sus zapatos y en la cocina se encontraron sus huellas dactilares. Había, también, vecinos que lo habían visto salir a las nueve y media de la noche del piso y Wilson, según el forense había fallecido a las nueve y cuarto. A mi me entregaron dos reportes más en los que se describía la muerte de Javier Somoza, un latinoamericano nicaragüense que tenía problemas por su mal rendimiento y antecedentes penales y, por extraño que parezca, la tercera víctima era una mujer fornida y joven de origen polaco sobre la cual decían que tenía preferencias sexuales muy raras, era Renata Yavlinski. El primer aspecto común en las tres víctimas era el sexual. Los tres muertos habían sufrido de alguna desviación psicológica que los obligaba a llevar una vida sicalíptica. Tal vez, el astuto Jean lo sabía y era muy probable que lo hubiera investigado, pero nadie podía confirmarlo y el inteligente filosofo lo constataría si se le preguntara, pero interrogarlo era un error imperdonable porque las preguntas serían para el un recurso para su defensa. Tenía que fraguar un buen plan para atrapar al astuto zorro y no cargarme todo el asunto.

El problema más grande con el que me enfrenté desde el principio fueron los reportes. Estaba recopilando información para reconstruir el asesinato de Wilson cuando le pedí a Margaret, nuestra secretaria, que me mostrara de nuevo el expediente. Lo leí tres veces y no podía creer que la información que había sacado en la primera revisión se hubiera alterado. Hacía dos días que había apuntado punto por punto todos los pormenores del crimen, pero la información ya no coincidía. La primera idea que se me vino a la cabeza fue la de que me había equivocado, pero si había leído con atención y había copiado de los folios todo lo que tenía en mis notas, era muy improbable que las declaraciones de los testigos y la conclusión del forense cambiaran. Le pregunté a Margaret si alguien había consultado la carpeta, pero lo negó. «El jefe tiene todo esto bajo llave, ¿sabe? —dijo enfadada como si se estuviera poniendo en duda su integridad—. Jamás permitiría que alguien los cogiera, hasta yo tengo que pedírselo de rodillas, así que no me venga con eso». Me disculpé y le rogué que me trajera los otros dos expedientes, pero se negó y tuvimos que ir juntos a ver a Julián Barthes para que me dejara leerlos. Barthes me acosó con miles de preguntas. Estuve resistiéndome a la tentación de decirle que los reportes se alteraban solos, pero era tan descabellada la idea que preferí callar, sin embargo, le pidió a Margaret que se marchara y en cuanto se cerró la puerta me lo dijo.

— ¿Lo ha notado, Claude?
—¿Qué cosa, inspector? —le respondí tratando de ocultar mis temores.
—No se haga el imbécil. Sabe perfectamente a qué me refiero.
—Pues, si se trata de las alteraciones que sufren los informes, sí, sí que lo he notado.
—Bueno así está mejor. Sabe que esto debe ser confidencial, ¿verdad?
—Sí, señor. Cuente con mi discreción. No abriré el pico, aunque me maten.
—Está bien, Claude, se lo creo. Tenemos un grave problema. Mire, la realidad pude ser lo que sea, la percepción de las cosas se puede alterar y excluyo los trucos de magia y el esoterismo. Esto más bien parece un complot. El maestrillo, seguro que ha encontrado la forma de metérsenos hasta aquí. Sospecho que tiene un cómplice que le da los chivatazos y le ayuda a escabullirse. Hasta he pensado que es usted.
—Yo sería incapaz, señor. Jamás lo haría, además ya se lo he confesado, ¿no? A decir verdad, estoy muy impresionado por este fenómeno tan raro. ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé, Claude. Esto nos quita los argumentos que podríamos presentar en la acusación contra Jean Renoir. Haríamos el ridículo si antes de llegar al juicio, el abogado se encontrara con que el reporte ha sido cambiado. Tenemos que encontrar la razón de esta paradoja. Se lo encomiendo todo a usted. Siga día y noche a ese maldito Renoir y téngame al tanto de los que hace. Quiero que me lo investigue todo. Dónde duerme, dónde come y hasta dónde caga ese maldito filosofo de pacotilla. ¿Me ha entendido? Ahora váyase y no me vuelva a pedir estos malditos expedientes. Los tendré bajo llave hasta que usted me traiga la respuesta a mis preguntas. ¿Está claro?
—Sí, señor. Así lo haré.

II

Una cosa que me ha quedado muy clara es que, en este oficio, se puede ver de todo, pero a final de cuentas todos los crímenes son cometidos por estupideces. Los celos, la infidelidad, el dinero o la locura son las principales causas. En las novelas policíacas si hay cosas de interés. En la vida real todo es demasiado brutal, improvisado o absurdo. En pocas ocasiones encuentra uno casos como este. Todo empieza mal desde el principio, pues el asesino anuncia públicamente que va a cometer sus crímenes, demasiado estúpido y astuto a la vez. Nadie le ha creído al principio y luego, tres fiambres. Seguro que un experto en crímenes de cualquiera de los libros que se han escrito ya habría encontrado el rastro a seguir, sin embargo, fuera de los libros no es así. Tenemos un raquítico docente que, al hacer un berrinche, se atreve a amenazar a sus estudiantes en aras de sus conceptos y luego, se cumplen sus presagios y empieza a tenderle trampas a todo mundo. Eso es absurdo porque no se puede decir que lo había tramado con anticipación. Ninguna persona en su sano juicio pensaría que, el loco ese, ya tenía planeado su crimen y en un momento de irritación lo desembuchó todo. Ahora tengo la horrible tarea de andar de fisgón. No tengo mucha astucia para eso y en cuanto el tipejo se dé cuenta de que le sigo los pasos me pondrá emboscadas y me perderé como un perro viejo sin olfato y sin sentido común.

Jean es hijo de un famoso funcionario publico que destacó en la diplomacia. Hay incluso un monumento en una plaza dedicado a su nombre. Esa sombra ha perseguido al pobre Renoir junior que, por su temperamento colérico moderado y sus padecimientos físicos, ha tenido que soportar la carga de la vida acompañado de su estreñimiento, las gripes y en ocasiones los desvanecimientos. Todo eso lo ha convertido en un ser muy rencoroso. Se podría decir que es como una escoria de la sociedad. Lo he seguido varios días y no encuentro nada interesante en su vida. En todas estas horas de espera, me he dedicado a razonar sobre las cosas habituales. Seguro que los filósofos les buscan una explicación muy atractiva a las tonterías más simples de la vida de la gente y crean sus brillantes teorías. Creo que todos somos unos animales que van a la cabeza de la evolución, pero con actitudes tan bestiales como las de los monos. Ahí va una señora gorda con su hijo, devoran una cantidad enorme de dulces. Se creen que están en la selva y han encontrado alguno de los manjares que es difícil conservar en la comunidad y por eso se retacan muchos litros de helado. Su instinto les dice que deben consumirlo todo porque más adelante no habrá. Ellos no notan que están en un mundo inhóspito donde lo único que sobra es la publicidad y las golosinas. Allá un hombre absorto en su cuidado personal tratando de compensar la fuerza y potencia sexual, de las que carece, para seducir a las hembras, por eso se apoya en su elegancia y aspecto exterior. Más allá dos compañeros de una oficina. Son de sexo opuesto, pero se han confundido por la influencia de criterios falsos que los han alejado de su principio natural que sería el de reproducirse y ahora usurpan el lugar del otro. Él es ella y ella es él. No sé por qué me ha dado por hablar de estas tonterías. Creo que el ocio y la espera me están descomponiendo la cabeza.

No sé qué le voy a decir a Barthes. Este inútil de Renoir, se va a dar sus clases, le dedica tres horas de revisión a los trabajos de los estudiantes, come y cena con uno de sus colegas con quien mantiene inteligentes conversaciones. A veces, se ponen a jugar al ajedrez y por la noche duermen como lirones. ¿Cuándo sale a cometer sus crímenes? He hablado con sus vecinos y todos opinan lo mismo. Es sistemático, soso, introvertido y silencioso. No oye música, no ve la televisión, no tiene esposa ni hijos ni nada. Lo único que rompe los parámetros de su aburrida rutina son sus paseos en bicicleta y sus carreritas de los fines de semana. El sábado por la mañana sale con un traje de ciclista, se monta en una bicicleta muy vieja y se va hacía los parques, pedalea unas dos horas y pasa el día encerrado. El domingo es más activo. Corre por la mañana unos dos kilómetros, descansa en el parque y se recrea mirando la conducta de la gente. Por lo regular, memoriza lo que ve, pero en ocasiones, cuando se le ocurre una idea genial, saca un cuadernillo y se pone a anotar cosas.

III

He terminado de hablar con Barthes. No hemos llegado a nada en concreto. Revisamos los expedientes y vimos con espanto que no sólo se han alterado, sino que se empieza a perder la información. Incluso, una de las hojas que hemos visto con los ojos exorbitados, se ha puesto amarillenta y ante nosotros ha empezado a despedir un olor rancio.  No me ha quedado otra salida más que la de ir a interrogar a Jean Renoir. Sospecho que se reirá de mí y se burlará de lo lindo porque entraré en su terreno con un antifaz en los ojos. Le he pedido a Barthes que mande a otro inspector más capaz y astuto que yo, pero me ha dicho que esto será personal entre el filosofo loco y nosotros dos. Tengo que preparar las preguntas y sé, por adelantado, que Jean ya me está esperando con su rostro bilioso, su pelo echado hacía atrás y su sonrisa sarcástica. Tendré que ponerme al día en la historia de la filosofía. El maldito profesor se explayará y me hará comentarios refiriéndose a los griegos, luego me pondrá a prueba con Spinoza, Kant, tal vez, Sartre y Camus y muchos más. Barthes me ha aconsejado que me limite sólo a preguntarle cosas relacionadas con los crímenes, pero sé que eso es imposible. Me sentiré como una mosca atrapada en una telaraña esperando que me chupen hasta la última gota de sangre.

He repasado todas las preguntas que he escrito. He tratado de no dejar huecos y ser lo más concreto posible. Me haré el tonto cuando las respuestas estén relacionadas con algún principio filosófico y le pediré al criminal que me diga concretamente lo que le pido. Termino de almorzar. No he querido comer demasiado para no sentirme incomodo cuando Jean me revuelva el estómago con sus provocaciones. Llego a su edificio. Es una construcción vieja de cinco plantas. Vive en la parte de arriba. Subo las escaleras. Lo he visto entrar hace diez minutos. Le sorprenderé y no tendrá tiempo de urdir sus artimañas. Estará cansado y no podrá controlarse. Si me pide que me vaya le diré que está arrestado por sospecha de asesinato y lo obligaré a responder en comisaría.
Toco el timbre. Escucho sus pesados pies haciendo crujir el viejo parqué. Su puerta tiene una cerradura muy vieja y cualquier ladrón la tiraría de una patada. Seguro que este hombre no tiene nada de valor que tema perder. Se abre la puerta y veo su rostro verdoso y enjuto. Se sonríe y me invita a pasar. Huele a papel viejo. Lo único que hay por todos lados son libros. Hay pilas en los rincones. Los armarios están atiborrados de volúmenes de empastado grueso. Hay un sillón, una mesa de centro y montañas de folios. La iluminación es mala. La luz más fuerte proviene de una lámpara de pie. Las cortinas gruesas de color marrón están cerradas. Se oye el silbido de una tetera. Jean se va y me pide que me siente. Llego a la mesa y me siento en una silla de patas endebles y respaldo duro. Viene Jean con una bandeja. Trae té y unas pastas. Sirve dos tazas y se sienta.

—Lo estaba esperando, estimado Claude. ¿Por qué se tardó tanto en venir?
—No dependía de mi y usted lo sabe muy bien.
—Sí, de acuerdo. ¿Sabe? Me gustaría saber qué piensa de mí. ¿Cree que estoy loco?
—Bueno, todos los filósofos están locos de alguna manera. Pero lo que quiero saber es otra cosa.
—Pues, usted dirá. Estoy dispuesto a colaborar lo mejor que pueda. ¡Adelante! ¡Pregúnteme lo que quiera!
—Bien. La primera pregunta es ¿dónde estuvo el día que mataron a Tom Wilson?
—¿Se burla de mí, querido Claude? ¿No se ha dado cuenta de que la partida ya está muy avanzada y me propone que empecemos a jugar preguntándome con qué piezas prefiero empezar? No, así no se hacen las cosas. Sea más severo y vaya al grano. Dígame algo que esté registrado en el informe del forense o en el del inspector Paul Lamiere. Veo que le tiemblan las manos. ¿Algo lo asusta?
—No, Jean. No se haga el listo y dígame por qué en la casa de Tom estaban sus huellas por todos lados y el arma no tenía ni una sola marca de sus dedos. Sé que me dirá que se puso guantes, pero no me va a convencer, sorpréndame si es que es tan listo.
—No quiero sorprenderlo, en absoluto. Lo que me parece raro es que me diga que en el informe decía que no se habían encontrado mis huellas, cuando en realidad si estaban. Las dejé a propósito para que me viniera a buscar con la acusación y una orden de arresto, pero veo que hay una confusión.
—Lo vieron los vecinos y están dispuestos a atestiguar en su contra. La misma novia de Tom dice que usted la saludó al bajar por la escalera justo antes de haber salido del piso. ¿Cómo explica eso?
—¿Eso consta en el reporte? Tengo la impresión de que se lo está inventando.
—No, no es un invento y usted lo sabe.
—Bien, le contaré de qué manera cometí los asesinatos, pero tendrá que armarse de paciencia. Espere un minuto, por favor. Voy a la cocina por más dulces y galletas. Es mi vicio y no me puedo controlar. Creo que debo dejar de comer tantas cosas azucaradas.
—Tómese el tiempo que quiera, ninguno de nosotros dos lleva prisa.
—¿Le sirvo más te´?
—No, gracias. No me gusta mucho tomar agua de hierbas.
—¿Sabía que en el lejano Oriente…? Ah, es verdad. Me había comprometido a no tocar la filosofía para nada. Es muy difícil, ¿sabe? Se la pasa uno todo el tiempo con esas chorradas y luego, le resulta a uno imposible comunicarse como la gente. En fin. Seguro que usted ya sabe lo que pasó en la facultad. Unos chicos me provocaron cuando estaba dando una clase de ética. Mi enfado llegó a sus límites y me decidí a amenazarlos con eso de los asesinatos, luego organicé la desaparición de los estudiantes Tom Wilson, Javier Somoza y Renata Yavlinski.
—Un momento. Eso es una vil patraña porque hay tres cadáveres en la morgue que pueden demostrar lo contrario. Si quiere saberlo, los han reconocido sus familiares y están en espera de que usted confiese sus crímenes para irse a enterrarlos.
—Me gusta su estilo, Claude.  Tiene madera de investigador privado. Lo felicito, pero hay cosas que usted desconoce. No, no se sienta ofendido. En general, la mayoría de la gente ignora ciertas condiciones de la realidad. Para que me entienda bien, le voy a ir explicando los fallos que han tenido ustedes en la investigación. En primer lugar, los reportes están o estaban mal escritos y el lenguaje usado daba pauta a confusiones, es por lo que fueron corregidos al principio y después eliminados por completo. Podría usted ir a ver ahora mismo a su jefe Julián Barthes y pedirle que le enseñara los expedientes que guarda en la caja fuerte y no encontraría más que hojas viejas con manchas de tinta.
—¿Cómo sabe usted todo eso? Entonces, quiere decir que es verdad que tiene un cómplice en la policía y éste le proporciona toda la información sobre nuestras decisiones y pesquisas, ¿no?
—Siento decepcionarlo, Claude, pero la verdad es que no tengo cómplices y todo lo que estaba redactado en los reportes lo escribí yo mismo. 
—Sólo eso nos faltaba, que aparte de filosofo se creyera usted Dios o algo por el estilo. ¡Invéntese lo que quiera! Moveré mar y tierra para meterlo a usted a la cárcel. No se saldrá con la suya.
—¡Espere! ¡No se vaya de esa manera!!Deténgase! Bueno, que sea lo que usted deseé. No opondré residencia y le ayudaré a que me lleve a juicio para que me condenen.

IV

Es asombroso. Barthes me ha mostrado los expedientes y están intactos, como en el primer día. Hemos elaborado el plan de ataque y ya estamos a punto de coger a Renoir. En unas horas iremos por él a la universidad para encerrarlo bajo llave, luego se llevará a cabo el juicio y se le condenará a cadena perpetua o a la pena de muerte. Todo lo que sucedió durante la investigación ha sido como un mal sueño. Ahora todo está en su lugar y podemos estar tranquilos. La gente sigue con su vida habitual, pero a mí me inquieta no saber de qué ha dependido todo este cambio tan repentino. Barthes finge que no ha sucedido nada y que la investigación ha llegado a buen termino gracias a los esfuerzos de su equipo. Le he preguntado si recuerda que hace unos días teníamos los expedientes sin declaraciones. Parece que no entiende nada y saca las carpetas de su caja fuerte y me lee, párrafo por párrafo, cada uno de los reportes de los tres estudiantes asesinados. En muchos lugares, la corrupción es el cáncer que impide que la justicia se aplique a los maleantes. En nuestro departamento, por fortuna, todos somos honestos y tratamos de cumplir con nuestro deber. Claro que no hemos quedado exentos de la corrupción en algunas ocasiones, pero en lo que respecta a Renoir, las cosas se han hecho de acuerdo con la ley. Espero que el juicio sea justo y que los trucos del filósofo no impidan que se le condene. Me han concedido unos días de descanso. Pienso aprovechar el tiempo para despejar la cabeza. Iré a pescar a un sitio que conozco. Siempre lo hago después de un caso difícil. La soledad y la tranquilidad son los únicos remedios que conozco para volverme a integrar a la realidad. Tal parece que mi organismo me pide aislamiento para restablecerse, además, en las largas horas que paso ensimismado mirando el agua del río logro encontrar el equilibrio entre mi cuerpo y mi mente. Siempre vuelvo con mucho ánimo y dispuesto a seguir investigando homicidios.

Llevo tres horas de trayecto en coche y veo cerca la superficie azul del agua. Creo que esta vez me quedaré unos días en una de las cabañas que hay en el albergue. Siempre paso una noche o máximo dos, pero ahora me apetece descansar más. Es un sitio muy tranquilo lo extenso del bosque me permite dar paseos de varias horas sin tener que sufrir las interrupciones de interlocutores ocasionales. Ya he descargado mi equipaje y he reservado tres días. El martes a mediodía volveré a mi casa.

Ya estoy listo para ir a pescar. Paso horas esperando que pique un pez y lo único que logro pillar es una carpa. Grande, pero nada del otro mundo. Me la preparan para la cena. En el comedor están varias personas. Un hombre mayor se acerca y me pide permiso para cenar conmigo. Acepto y comenzamos a cenar. Es un tipo agradable, sabe muchas cosas y me habla explicándome con paciencia las cosas que no logro entender.

—¿Sabe que yo también me dediqué algún tiempo a las investigaciones policiales?
—Todo es posible en esta vida y no me atrevería a negarlo. Tengo la sensación de que le conozco de algún lugar.
—Eso, es posible. Llevo aquí mucho tiempo. Mi mayor deseo es ser un filósofo de verdad, no como esos que se forman en las universidades y, cuando se titulan, se convierten en monstruos académicos, hombres insoportables que usurpan el lugar de Dios o del demonio.
—Pues, yo sólo deseo hacer bien mi trabajo y venir a descansar y relajarme aquí. No le pido más a la vida.
—Debe tener una existencia muy complicada, ¿no? ¿Cómo son sus compañeros? ¿Tiene un ayudante para las investigaciones o las hace usted sólo?
— Por lo regular trabajo solo, prefiero hacerlo sin ayuda de nadie. Lo malo es que el último caso que he tenido me tiene muy desconcertado. Todo ha sido muy extraño. Es como si la gente pensara de forma habitual y las cosas fueran independientes de todo, incluso de la lógica. Como una realidad anárquica en la que los sucesos se le escapan a la realidad.
—Sí, creo que le entiendo. A mi me pasó eso hace mucho tiempo. Un día tuve la ilusión de escribir una novela. Seleccioné el tema, la sociedad en donde se desarrollarían las acciones, la época, la gente, los medios de comunicación y el sistema político. Empecé describiendo muy bien. La historia se desarrollaba de forma óptima, pero hubo un instante de distracción en el que me posesioné tanto de ese mundo imaginario que una mañana me levanté rodeado de esa gente que había inventado. Se me recibió como un miembro más de la comunidad y tuve que cambiar algunas costumbres, luego me fui familiarizando con el tipo de vida y el regreso se fue postergando tanto que casi se me olvida.
—Y ¿cómo logró volver?
—No lo logré. Sigo aquí y no he podido encontrar el camino de regreso.
—¿Me está tomando el pelo? ¿Cree que me voy a tragar esas mentiras? Mire, para que lo sepa. He venido aquí para estar solo y si le he aceptado como compañero para cenar es por que soy una persona muy cortés.
—No se altere. Entiendo su reacción porque yo pasé por lo mismo. Permítame preguntarle una cosa. ¿Ha realizado una investigación sobre Jean Renoir, en la que…?
—Pero ¿de dónde sabe eso? ¿Por qué me lo pregunta?
—Es que llevé ese caso los primeros años de mi estancia aquí.
—Usted está chiflado. ¿Qué persigue con todo esto?
—Tranquilícese. Será mejor que me ponga atención. Sé que ha pasado por momentos desconcertantes y tengo las respuestas a todas sus preguntas.
—No sé. Preferiría irme de aquí ahora mismo.
—No, no, por favor. Espere a que le cuente todo y después haga lo que quiera.
—Bueno, pero no trate de pasarse de listo.
—No, claro que no. Se lo prometo. Bien, para empezar, le diré que cuando investigué a Jean Renoir me sorprendió que los reportes cambiaran con demasiada frecuencia. Parecía un maleficio satánico, pero resultó que sólo era fruto de mi imaginación porque cuando atrapamos a ese zorro y le ganamos en el juicio a su abogado. El juez ordenó silencio en la sala para dictar la sentencia, pero en ese preciso momento aparecieron las tres víctimas. Ahí estaban Tom Wilson, Javier Somoza y Renata Yavlinski. Sus familiares no lo podían creer, pues los habían visto en la congeladora y luego de pie, vivitos y coleando. Atestiguaron a favor de Renoir y lo perdonaron diciendo que los había ocultado en una casa de campo no muy lejos de la ciudad. La confusión provocó el desmayo de varias personas. Algunos se restregaban los ojos como tratando de aclarar su visión para entender las cosas, pero todo fue inútil. El juez ya no podía cambiar la sentencia y dictó el veredicto. La tipógrafa que registraba todo lo dicho por las personas implicadas en el juicio se puso nerviosa porque sentía las teclas y su golpeteo con el papel, pero no se podían leer las palabras. Al final le dio un ataque de angustia y sufrió una embolia. Quedó allí tirada al lado de su máquina sin poder moverse. Le brindaron la ayuda necesaria y se la llevaron al hospital. Ya no volvió a trabajar y desapareció, nadie sabe en la actualidad que fue de su vida. Luego, hubo otra cosa absurda. El día de la ejecución, el abogado presentó una orden del gobernador del estado para suspender la ejecución y abrir de nuevo el caso. Unos meses después, Renoir salió libre y pudo seguir impartiendo sus clases en la universidad.

—¡Perdone! ¡perdone! ¿Eso quiere decir que llegaré al juicio de Renoir el martes a mediodía y presenciaré los sucesos que me ha contado?
—Lamento mucho decepcionarlo, pero será así exactamente.
—Pero ¿por qué? Todo eso es una burrada.
—Pues, porque así lo inventé yo. Ahora me arrepiento de verdad. Si pudiera cambiar las cosas lo haría y no nos veríamos más, pero estamos condenados a esto.

V

No me quedé a dormir en la cabaña que había alquilado. Conduje de noche hasta mi casa. Traté de entrevistarme con Renoir, pero fue imposible. No me dejaron entrar a su celda. Llegó el día del juicio. Las cosas ocurrieron como lo había dicho el hombre del albergue. Vi y toqué a los tres muertos que estaban más vivos que cualquiera de nosotros. Presencié el desmayo de la tipógrafa y oí al juez dictar la sentencia. En todo ese tiempo sentí la mirada fija de Renoir que permanecía impasible, pero sus ojos brillaban cuando se cruzaban con los míos. Pensé que si hacía algo excepcional lograría cambiar el rumbo de esa historia absurda. Me fui de la ciudad.  Un día leí en el periódico que Jean había sido indultado y que su caso se había abierto, también, que se había demostrado su inocencia y que había vuelto a su catedra a seguir con su trabajo de siempre. Regresé un año después al departamento de homicidios y pedí que me expulsaran, pero Barthes dijo que era imposible y que no dependía de él, sino de un hombre que vivía cerca de un lago en un albergue que se encontraba a tres horas en coche. Fui en su busca, pero no lo encontré. Tuve el mal presentimiento de que finalmente había podido volver a su mundo.