sábado, 12 de diciembre de 2015

El extraño caso de Néstor Ochoa.

Eran las dos de la tarde y el inspector Néstor Ochoa estaba acomodando unos papeles para irse a comer con su ayudante Germán Montes. Habían cerrado un caso y su jefe, el comandante Alfredo Lara, les había dado el día libre para que descansaran y recuperaran las fuerzas, pues se habían dedicado un mes y medio a seguirle los pasos a un estafador que tenía planeado robarse unos cuadros del artista mexicano José Luis Cuevas, valorados en varios millones de dólares, y por la eficiencia de su trabajo el par de sabuesos había frustrado el atraco. Les habían concedido unos días de descanso y una suma de dinero para que se aislaran, al menos físicamente, de la oficina de homicidios en la que prestaban sus servicios. Néstor Ochoa, en realidad, lo que quería era obtener su jubilación. Había dedicado casi la mitad de su vida a la búsqueda de delincuentes y estafadores y nunca había fallado en el momento preciso. Había conocido a muchos policías principiantes que a su lado se convirtieron en especialistas en la búsqueda de criminales. Germán Montes era su último alumno, Néstor lo había decidido desde que lo vio pasar por la puerta de su oficina, dado que tenía la apariencia de un inspector sacado de las novelas de Agatha Christie. Germán era sistemático, paciente y, aparte de inteligente, testarudo. Gracias a él, habían encontrado el rastro que necesitaban para detener al ladrón de cuadros. Germán había hecho una brillante hipótesis que no convencía al experimentado detective Néstor, sin embargo, conforme fueron avanzando los días, las pistas brotaron con tanto ímpetu como las flores en primavera.

Cuando hubo acomodado las carpetas en su sitio, el veterano Néstor se puso su ropa de paisano y se fue a llamar a su ayudante para irse a almorzar con él. Ya se iba imaginando el plato repleto de los tacos de carnitas con guacamole y otros al pastor con salsa de chile de cascabel que le encantaban y que se vendían en la taquería de la calle de Tamaulipas esquina con Michoacán, cuando lo llamó su jefe para avisarle de que se había encontrado un cadáver cerca de allí, en la calle de río Lerma Nº 220. No pudo evitar que de su boca saliera vomitada una mentada de madre dirigida, en primer lugar, a su inmediato superior y, luego, a todos los criminales que no le daban ni un minuto de descanso. “Lo siento Néstor, es urgente porque al parecer todas las características de este asesinato coinciden con las de El Invisible”. Néstor lo miró con ojos lacerantes como si sufriera por causa de los recuerdos.

 Hacía veinte años que buscaba a un criminal que no dejaba huellas y que tenía un cuadro psicológico criminal tan sencillo que coincidía con todos los asesinos de prostitutas, así que al haber cientos de sospechosos, era casi imposible encontrar al culpable y se había pasado dos décadas repasando en su mente las imágenes de los asesinatos para sumergirse en el caso hasta lograr encontrar alguna pelusa del hilo, que al final, lo llevaría a desenredar el ovillo de acciones que abría el camino hacía el asesino.

 Recordó a las treinta mujeres maniatadas y asfixiadas, con el cuerpo despatarrado lleno de moretones y la vagina desflorada por el palo que usaba el demente criminal. Estaba el mecate y el letrero de sangre en el espejo del baño con la escalofriante leyenda: “Para que aprendas”. Néstor recordaba que, desde la primera vez que la había visto en el espejo del baño de un departamento alquilado por una bailarina de cabaret de origen cubano, jamás lo había podido borrar de su cabeza. A la exuberante mulata la encontró con expresión de angustia y desesperación, y esa imagen del espejo se mezclaba con la aterrorizante cara de la muerta. Lo peor de todo es que él mismo había estado con ella la noche anterior y no sabía que el momento de placer que había experimentado con la habanera se convertiría en su peor pesadilla.

Cuando salió de la cámara de sus recuerdos vio a Germán que estaba vestido de civil y le pareció el mismo de siempre. Tenía esculpida en la frente la frase lapidaria, que un día lo acompañaría al más allá, y que mentaba: “Soy poli de homicidios, nací con la placa y no lo puedo ocultar”.

—¿Ya lo ha oído, jefe? —preguntó sin inmutarse y mirando con sus pequeñísimos ojos inquisitivos como si fuera el maestro del monje llamado El Pequeño Saltamontes de la serie del fallecido Michael Carradine.
—Sí, Germán, tenemos que ir de nuevo a presenciar ese horroroso espectáculo. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar a ese hijo de su chingada madre?
—No lo sé, Néstor —Germán era el único aprendiz que desde el primer momento le hablaba de tú a Néstor y éste nunca le había puesto objeciones porque de cualquier forma presentía que el chico fisgón había llegado a su vida con el fin de revelarle todos los misterios de la criminalística y sustituirlo.
—Pues vámonos, jefe.

Salieron y se montaron al viejo Rambler 75 de Néstor. El coche no tenía buen aspecto porque la pintura de la carrocería estaba descarapelada y el motor se había desbielado en una persecución que la pareja había hecho hasta Acapulco. En Chilpancingo, los émbolos del motor se derritieron como chicles y tuvieron que dejar en un taller el carro para que don Panchito, un mecánico tlaxcalteca muy ducho en autos, le montara una máquina casi nueva de un Nissan chocado pero intacto del motor. Ahora la cafetera de Néstor era un automóvil como los veteranos de la guerra: arruinado por fuera, pero con un alma a prueba de todo y un gran corazón. En efecto la máquina del Nissan Rogue que le había empotrado don Panchito, era increíble. La velocidad, inútil en la Ciudad de México, era invalorable en carretera. Don Panchito se había ocupado también de la suspensión y no le dio tiempo de pintar el bólido porque Néstor tuvo que volver de urgencia por petición de su jefe Alfredo Lara, quien era imparcial en sus mandatos, y gracias a esa absurda conducta se había ganado un lugar privilegiado en la policía como el des enmarañador de homicidios y detector de maleantes más famoso del país.

—Ya llegamos, Néstor, ¿estás preparado para subir?
—A qué viene esa pregunta. ¿Sabes que eres un mocoso y estás a mis órdenes? En el momento en el que yo quiera—, y subrayó esto con voz muy grave—, te echo de la policía. ¿Está claro?
—No se ponga así jefe —dijo Germán, haciendo una excepción en su trato para que Néstor se diera cuenta de que toda la vida lo había respetado e idolatrado.
—Bueno, explícame por qué me has hecho esa pregunta.
—Pues, porque lleva mucho tiempo con ese caso y podría suceder algo impredecible, hoy.
—¿Algo impredecible? ¿Cómo qué?
—Pues, que descubriera quién es el asesino, por ejemplo.
—¿Te das cuenta de lo tonta que es esa deducción, Germán? ¿Te das cuenta de que son veinte años de repetir las mismas acciones, tales como la de interrogar a los vecinos y saber que nadie escuchó nada porque se trataba de una puta que se vendía todos los días y les hacía la vida imposible a las vecinas seduciendo a sus maridos? ¿Quién va a querer encarcelar a ese hombre, o lo que sea, que ha liberado a las esposas de sus preocupaciones?
—Perdona, Néstor, pero no estás pensando como investigador de homicidios, te estás dejando llevar por las debilidades humanas y tienes que ser frío como un hielo para encontrar de una vez por todas a esa bestia.

Néstor recapacitó un poco y cambió de actitud. De pronto, le había dado vergüenza que su alumno le indicara, de forma muy certera, cómo debía conducirse en esa situación. Recordó un anuncio de televisión en el que se aconsejaba respirar profundo, contener el aíre y contar hasta diez. Lo hizo y, una vez que recuperó el aplomo, se dirigió a la vivienda en la que se había llevado a cabo el asesinato.

—No es ahí, Néstor.
—¡Cómo que no es aquí! ¡Si es la dirección que nos dieron!
—Sí, Néstor, pero dijeron que al lado se encontraba el edificio.
—¿El edificio? ¿Qué no sabes que esta colonia está llena de casas antiguas y está estrictamente prohibido por el gobierno construir en esta zona viviendas de más de tres pisos?
—Pues, mira tú mismo y dime qué es eso.
—¡Me lleva su puta madre! ¿Desde cuándo está eso allí?
—Desde ahora mismo. Es decir, ahora mismo no lo sé.
—Mira, Germán, aquí dice alquiler de fracs. ¿Y si el maldito criminal se alquiló un traje de chulo aquí y luego se fue a ver a la piruja? A ver, este es el número 220 ¿Ves como sí es una casa? Y de un sastre, por cierto.
—No, no nos dijeron que el 220, sino a un lado.
—Bueno, veamos, ¿habrá cuidador aquí?
—Sí, pero cuando lo interrogaron dijo que a la hora en que llegó el cliente de nuestra rubita, el portero no resistió las ganas de echarse un cigarrito y se fue al estanco de la esquina a pedir tabaco. Cuando regresó, la difunta y masacrada mujer ya se había metido con su cliente.
—Oye, ¿este edificio no era el de Teléfonos de México? Tengo la impresión de que ya había estado aquí alguna vez.
—Pues, no lo sé. Se ve muy nuevo y los apartamentos son pequeños, pero con buen gusto. Mira cómo está el atrio de lujoso.
—Vamos a la tercera planta.
Subieron por el ascensor y el avezado inspector sintió un desagradable sabor en la boca. Entraron en el piso que tenía las cortinas recogidas con unas toallas que servían de abrazaderas. Germán se río un poco por la ocurrencia del fotógrafo.
—Por lo visto todos ya han estado aquí. ¿No crees Néstor?
—¿Lo dices por el fotógrafo? Si siempre hace lo mismo, sea el lugar que sea. Sin luz natural no toma ni una foto. Dice que el flash espanta el espíritu del crimen. Son creencias locas.
—Bueno, revisemos el cuerpo. Es una mujer guapa, rubia con buenas proporciones, parece extranjera. Tal vez sea de algún país eslavo, quizás de Ucrania, de Bielorrusia o de Rusia. Está tendida boca arriba, atada con los brazos en alto. !Mira nada más qué cama! Seguro que los clientes se volvían locos con esta mujer mirándola en el espejo que hay en el techo. Les cobraría un dineral a los pobres depravados, ¿no crees?
—Sí, pero es insignificante la coincidencia.
—¿Qué cosa, Néstor?
—Que parece como si esta misma escena se hubiera repetido todo el tiempo. Desde el primer crimen. Si observas bien, te darás cuenta de que el escenario es idéntico. Tú has visto sólo cinco crímenes como este, pero yo no. ¿Qué me puedes decir al respecto?
—Pues, sólo constatar tus palabras. Es el mismo espejo, la misma cama, la misma orientación del piso hacía el Norte, el color de los muebles, todo igual. Sólo cambia el cuerpo de la mujer. Incluso la hora en la que hemos llegado. Mira, son las tres de la tarde.
—¿Ves cómo yo tenía razón? En eso estaba pensando cuando me interrumpiste con tu perorata del usted, y tu bla, bla, bla.
—Pues sólo tenía la intención de tranquilizarte, tú cara estaba muy descompuesta.
—Era por el intestino. No podía echarme un pedo. Era por eso, nada más.
—Bien, deja de discutir y revisemos el orden de las cosas. Nuestra misión hoy será revisar que todo esté como siempre y si algo no está como de costumbre lo usaremos como la primera pista. Ruégale a Dios que ese hijo de su pinche madre haya fallado en algún detalle, Néstor.

Los dos inspectores estuvieron enumerando todos los detalles del asesinato que coincidían a la perfección con los anteriores. Parecía que el criminal llevaba una lista de acciones que cumplía al pie de la letra y cada vez que lo examinaban aprobaba con la nota más alta.

—Esto no es posible, Germán. De los treinta asesinatos que ha efectuado ese animal, diez mujeres han sido mulatas, diez castañas y las últimas diez, incluyendo a esta, son rubias.
—Pues, ahora vendrán las orientales, negras y pelirrojas.
—¿Estás loco? No estoy para tus bromas tontas.
—Bueno, Néstor, cálmate. Oye, ¿ya viste el letrero de sangre que dejó en el espejo del baño?
—¿Qué tiene?
—No sé. Está muy raro que la letra no haya cambiado en absoluto. Sigue teniendo un pulso firme y después de veinte años sigue escribiendo a la misma altura. Si empezó con su primer asesinato a los veintitantos, ahora debería tener unos cincuenta y pico, debería estar un poco encorvado y su letra debería ser más marcada o más delineada. La edad da seguridad Néstor. Hagamos una prueba.
—¿A qué te refieres Germán?
—No hables y sigue las instrucciones. Camina despacio hacia el baño, como si hubieras matado a alguien y te costara un poco de trabajo avanzar, vas jadeando, te detienes. Metes el dedo en el recipiente en el que llevas la sangre y te paras frente al espejo. Comienzas a escribir su eterna frase: “Para que aprendas”. Sí, sí, sigue así. ¡Un momento!
—¿Qué pasa Germán?
—A ver, vuelve a escribir la palabra aprendas.
—¿Estás jugando?
—No. No esto es más serio de lo que tú crees. Escribe otra vez esa maldita palabra—Néstor repite los movimientos en el aire y cuando está a punto de escribir la letra de, levanta un poco la mano para escribirla a la altura necesaria—. ¿Lo ves?
—¿Qué cosa?
—¿No te has dado cuenta de que ibas a escribir la letra de, un poco más debajo de lo habitual y luego has rectificado?
—¿Y eso que tiene que ver?
—Eso quiere decir que si fueras el asesino no habrías dudado o, mejor, que si fueras el asesino con veinte años más, habrías hecho lo mismo. Rectificar la altura para escribir la palabra al mismo nivel. A ver, ¿Dónde tienes los pies? —Germán se acerca y nota que Néstor está parado exactamente sobre las huellas que el criminalista había marcado con gis—. Oye, Néstor, ¿Al pararte aquí pusiste atención en pisar el lugar exacto de esas huellas?
—No. Germán, ni siquiera las había notado.
—Pues, da la casualidad de que encajan perfectamente con tus zapatos, son de la misma medida y tienen el mismo dibujo en la suela. Mira, escribe otra vez desde esa posición. ¿Lo ves?
—Ya me estás sacando de mis casillas, Germán, ¿ahora qué?
—¡Qué has hecho otra vez el mismo movimiento de rectificación! Y, además, al escribir has visto tu frente y por eso te has distraído, lo que quiere decir que el criminal está perdiendo la sangre fría y tiene problemas existenciales.
—¿De dónde sacas todas esas locuras, Germán?
—No son locuras. Es teoría de criminalística analítica. Vayamos a la oficina a entregarle el reporte a don Alfredito a ver qué cara nos pone.

Durante el trayecto de vuelta a la oficina, Néstor se empezó a sentir un poco mal porque el inesperado razonamiento de Germán lo había hecho dudar de su capacidad como agente de homicidios y pensó, que en todos los casos que había llevado, nunca había recurrido a planes alternativos porque desde el principio ya tenía el camino claro y sabía a la perfección lo que buscaba. La descabellada idea de que tal vez, en algún caso cerrado hubiera cometido un error, le produjo un escalofrío igual al que se experimenta cuando alguien raspa un metal de forma inesperada. Se le erizaron, por una fracción de segundo, todos los vellos del cuerpo.

Llegaron a la oficina y Néstor le pidió a su ayudante que hiciera el reporte. Se despidió y se fue a comer los tacos que lo habían estado esperando más de tres horas. No lo satisficieron porque le cayeron mal a la barriga. Tuvo una mala noche y después de tomar una botella de leche de magnesia, decidió echarlo todo fuera y sólo de esa forma concilió el sueño.
A la mañana siguiente se puso un traje limpio y se fue a la oficina para revisar el informe de Germán. En la entrada lo recibió Alfredo Lara con un abrazo muy efusivo.
—Enhorabuena, Campeón. Creo que ahora si se ha ganado su jubilación. Un estironcito más y le echaremos el guante a ese miserable mataputas. Oiga, fue una excelente idea quedarnos con El Pingüino, es decir con su colaborador. Hace cinco años Germán no era nadie y ahora es posible que lo suplante a usted. Y, por cierto, se ha tomado unas vacaciones, no volverá antes de un mes.
—Sí, sí, es genial el chico.

Néstor bajó la cabeza y se fue a su despacho para revisar el informe. En el resumen que había hecho Germán se repetía punto por punto lo que habían escrito todos sus predecesores. No había absolutamente nada nuevo. Las fotos eran ahora menos nítidas y a diferencia de las primeras se acompañaban de una tarjeta de memoria en lugar de un negativo de cinta de película fotográfica. De pronto, Néstor quiso comparar la información de lo que se había escrito sobre el letrero de sangre que dejaba siempre el asesino en el baño. Se fue al archivo general y sacó uno por uno los expedientes de los casos y empezó a comparar la letra de la leyenda “Para que aprendas”.

Tenía un manual de caligrafía criminalista y siempre lo consultaba para tratar de determinar el carácter de los criminales que buscaba. En el caso de El invisible, ya tenía todo escrupulosamente analizado. Hombre inteligente, audaz, con encanto y seductor. De actitud amable, pero indiferente al sufrimiento humano. Frío y calculador. Los prolongados y largos rabitos de las emes, las pes, las cus y las tes lo decían todo. Psicópata, asesino serial.

Sobre la mesa de trabajo tenía colocadas las fotos, con sus respectivas fechas, de los espejos manchados con sangre. El primer asesinato databa del año noventa del siglo veinte. El último terminaba en dos mil diez y la extensión de la frase era el mismo, además el espacio entre las palabras era milimétrico. Incluso la última frase, en la que Germán había indagado una alteración o rectificación en el momento de la escritura. Repasó los demás detalles y no encontró absolutamente nada nuevo. La ropa de la mujer doblada en una silla y debajo, bien acomodadas, las zapatillas. En el piso el bolso cerrado, los muebles en la misma posición, las cortinas, recogidas con las risibles abrazaderas y las paredes de color beige. Las pantaletas y el brassier de la víctima secándose en la bañera y los contornos dibujados con tiza de las huellas de los zapatos debajo del lavabo.

 ¿Cómo era posible que el asesino eligiera para el crimen departamentos en los que la decoración era la misma? La única hipótesis que había era la de que el hombre se hacía pasar por albañil y decorador y acondicionaba con cuidado las habitaciones donde mataba, un poco después, a sus víctimas. Eso ya lo habían pensado e incluso habían investigado en todas partes sobre los servicios de mantenimiento y reformas en departamentos, casas y oficinas. Habían buscado a todos los albañiles de la ciudad sin éxito alguno. El caso tenía características ridículas, pero existía. Todo estaba registrado en los archivos de la policía y las treinta fotos de los espejos eran tan reales como la vida misma.
Durante la ausencia de Germán, Néstor trató de ocuparse de otras cosas. Evitaba a toda costa lo que se relacionara con el caso de El Invisible, no quería continuar con la investigación mientras no llegara su compañero. Un domingo por la mañana, Néstor se despertó muy nervioso. Había concebido, en sus sueños, la idea de que Germán podía haberlo implicado en los asesinatos, sin embargo, en la vida real no lo había hecho. 

¿Era porque no tenía las pruebas suficientes o porque su mente brillante y escrupulosa estaba destejiendo todos los falsos cabos que se habían atado con anterioridad? Por un lado, estaba a salvo de cualquier implicación, puesto que era, desde el principio, el comisionado para esclarecerlo; pero la pura coincidencia que su ayudante le había hecho distinguir, al pararse exactamente sobre las huellas del asesino pintadas en el baño, ahora le había despertado muchas dudas. ¿Y si tuviera un desdoblamiento de personalidad y fuera como Mr. Hyde y el doctor Jekyll? Le pareció absurda la idea, pero de manera inconsciente, buscaba en su casa algún hilo que lo sacara de ese manicomio de razonamientos falsos. Conforme pasaron los días, Néstor se fue sintiendo peor, era como si la ausencia de Germán lo hubiera sumido en un abismo donde su conciencia lo mortificaba día y noche. Dejó de comer y sólo le apetecía tomar café y uno que otro pan o, como mucho, una torta de jamón con queso que dejaba medio mordisqueada. Néstor estaba en su oficina cuando apareció de nuevo Germán.

—¿Qué tal van las cosas Néstor?
—Hola, Germán, te he extrañado mucho este mes, en verdad. Me da mucho gusto que te encuentres aquí de nuevo.
—Lo mismo digo, Néstor.
—Oye, mira, necesito tu ayuda porque estos últimos días me han invadido infinidad de ideas infundadas. ¿Te imaginas que he llegado a pensar que soy El Invisible?
—Pues, me da gusto que lo hayas adivinado, Néstor. Esa era la razón de mi ausencia. Quería que lo entendieras por ti mismo.
—¿Cómo dices? ¿Estás diciendo que yo maté a esas inocentes mujeres? ¡Te has vuelto loco!
—No, Néstor, en realidad sí has sido tú, pero eso no le afecta a nadie.
—¿Cómo que a nadie? ¿No te das cuenta de que son treinta, treinta víctimas?
—Sí, sí, eso lo sé a la perfección, pero hay muchísimos errores.
—¿Te has vuelto loco? Regresas de tus vacaciones y me culpas, me dices que todo está mal. Seguro que te diste un golpe en la cabeza y estás amnésico.
—No, Néstor, mira, para que me entiendas mejor, ve respondiendo a mis preguntas. La primera es la siguiente, ¿te parece lógico que haya un mismo escenario del asesinato?
—Sí, eso precisamente es lo más patético. Porque en la realidad eso no puede suceder.
—Bien, Néstor la segunda pregunta es ¿te parece adecuado el nombre de Néstor para un inspector de homicidios?
—Pues, eso no importa, ¿cuáles son los nombres apropiados para un inspector? Lo más importante es que tenga personalidad y carácter.
—¿Te parece adecuado ese nombre de Néstor? Yo ni siquiera sabía lo que significaba hasta que lo he visto en el diccionario de nombres y he leído que es “El que llega hasta el final o el inolvidable”.
En este momento se le descompone la cara al inspector y voltea a ver a Germán, en primer lugar y, en segundo, a los lectores que están allí detrás de una cortina o una pantalla blanca y opaca.
—A ver, Germán, ¿Estás diciendo que todo esto son puras invenciones de… no se sabe quién?
—Sí, Néstor, todo esto no existe, allá detrás— y señala con el dedo índice hacia acá donde estás tú—, en lo que tú llamarías la vida real, allá no existimos. Por otro lado, yo soy tu autor y lo he hecho fatal.
—Mira, voy a llamar al loquero para que te dé dos martillazos en la cabeza y termines en el manicomio. ¡Ya está bien de bromas! !Resuelve lo de El Invisible de una vez por todas!
—Lo siento mucho Néstor, eso es imposible porque voy a dejar las cosas hasta aquí. Si quieres puedes salir por esa puerta y enfrentarte a la realidad tú sólo, yo me lavo las manos y me voy.

Germán desaparece y Néstor desesperado lo busca en la pequeña habitación dónde lo único que ha quedado es una mesa vacía y dos sillas que rechinan. Se levanta y sale muy desconcertado.
Bueno, lo primero que voy a hacer es buscar información sobre mí mismo. No veo a nadie por aquí y las oficinas están vacías. La gente parece artificial y el mismo Alfredo Lara suena a leyenda porque en su puerta está sólo una marca y la placa con su nombre ha desaparecido. Su oficina está vacía y su mesa de caoba que tanto cuidaba parece más vieja de lo que ya era. Las personas de este departamento ni siquiera me miran y no sé si sean reales. Tengo que irme a mi departamento.
Bueno, ya estoy aquí en mi casa. ¿Qué olor es ese? Parece que algo está estropeado por allí. Ah, sí son las pechugas que eché a la basura y luego no saqué el cubo. ¡Qué horrible olor, parece el de un cadáver humano! Ahora mismo echo eso al contenedor de desechos orgánicos en la calle y subo a descansar.

¿Qué es esto? Mi cuarto está igualito al descrito por Germán del escenario del crimen. No puede ser. ¿Y esto? Me lleva su puta madre, son muñecas de goma y son mulatas, castañas y rubias, hay un montón. ¿Qué hacen arrumbadas en esta habitación? ¿Y el baño? ¿Por qué está ese letrero pintado en el espejo con esa maldita frase? “Para que aprendas”. Pero si esto no es sangre, está escrito con barniz para uñas. ¡Germán, Germán, ¿Dónde estás cabrón? Ya sal. Está bien la broma, pero ya sal de donde estés. ¡Pinche loco! ¡Ya párale cabrón! ¡Ya está bueno, guey! Haré lo que me digas, pero ya párale, guey.

Qué raro. Está todo en silencio, ni siquiera escucho mi propia respiración, ojalá y no sea cierto lo que me dijo ese cabrón del Germán. Mejor me tomo algo para calmarme. A ver, sí ahí está la botella de ron, me lo voy a echar a pelo, sin nada de refresco. ¡Brrrr! ¡Qué horrible está esta madre! Bueno, dónde estará Germán. ¿Qué es eso? ¿Un libro? ¿Qué dice? A ver, cómo empieza.

El increíble caso de Germán Montes.
Eran las dos de la tarde y el inspector Germán Montes estaba acomodando unos papeles para irse a comer con su ayudante Néstor Ochoa. Habían cerrado un caso y su jefe, el comandante Alfredo Lara, les había dado el día libre para que descansaran y recuperaran las fuerzas, pues se habían dedicado un mes y medio a seguirle los pasos a un estafador que tenía planeado robarse unos cuadros del artista mexicano José Luis Cuevas, valorados en varios millones de dólares, y por la eficiencia de su trabajo, el par de sabuesos había frustrado el atraco. Les habían concedido unos días de descanso y una suma de dinero para que se aislaran, al menos físicamente de la oficina de homicidios en la que servían. Germán Montes, en realidad, lo que quería era obtener su jubilación. Había dedicado un cuarto de su vida a la búsqueda de criminales y nunca había fallado en el momento preciso…


Código de registro: 1512105982543


domingo, 6 de diciembre de 2015

La mesa con una pata rota en la que resulta imposible escribir.

Después de haber hecho un recorrido en un autobús de segunda clase durante ocho horas, Roberto Longuera llegó a la Academia, modesto restaurante en el estado de Guanajuato, donde la comida era pésima pero la gente se amontonaba para entrar y ocupar un sitio mientras se desocupaba la mesa principal. Había todos los días tertulias y las personas que podían pagar el elevado precio del afamado sitio desembolsaban hasta tres mil pesos por el derecho de sentarse ahí. La mesa se encontraba frente a un gran ventanal y los transeúntes que pasaban por la calle podían ver sin dificultad al afortunado embrión de escritor que en breve crearía una increíble historia.
 Roberto, como muchos otros aspirantes a escritores, había leído un cuento de autor anónimo en el que se contaba que el gran genio ruso ucraniano Nikolai Gógol había escrito una de sus más famosas obras sentado a la mesa de una famosa cafetería de la avenida Nievski y que, después, otros grandes autores habían creado obras de arte sentados en el mismo sitio.

Por alguna razón, se corrió la voz de que cualquier persona que se pusiera a trabajar en ese sitio podría sin dificultad alguna narrar las historias más increíbles jamás pensadas. Como muchos aficionados prosistas no podían darse el lujo de viajar hasta San Petersburgo para plasmar sus sueños en el papel, se habían puesto a buscar sitios en los que habían escrito otros autores. Lo anterior provocó que surgiera una estratagema de los hosteleros que ofrecían en sus locales los sitios donde había trabajado personalidades famosas en el ámbito literario. Por ejemplo, la taberna El Caballo Blanco tenía un tablón en la calle que indicaba que el dramaturgo y cuentista Dylan Thomas había estado ahí y había creado obras maestras en un sitio del bar, estaba la Cervecería Alemana en la calle Plaza Santa Ana Nº 6, elegida por Hemingway. Les Deux Magots en la que habían estado Jean Paul Sartre y su esposa, La Floridita en la Habana y muchos sitios más. Era por eso que en todo el mundo se podían encontrar sitios que habían visitado las grandes personalidades de la literatura. Los había desde Buenos Aires hasta la 5ª Avenida de Nueva York y los precios iban desde tres dólares por ocupar la mesa de Cortázar, pasando por los cien de la mesa de Borges y Casares, o los doscientos de Vargas llosa en Perú.

A veces sucedía que había coincidencias irracionales como la de encontrar en dos bares diferentes una mesa donde un célebre escritor había escrito su obra maestra, esto no impedía que hubiera creatividad en los clientes y al final el resultado era el esperado, por eso no había quejas ni críticas. Nos ocuparía mucho tiempo hablar de las particularidades de cada bar y las argucias de sus dueños por complacer a todos sus adeptos, por eso volveremos al restaurante la Academia a la que había llegado Roberto Longuera en busca de “La Mesa”, el reconocido trabajo de Marcelino Corrales Dorantes, quien, por cierto, había escrito en el empastado de su obra cumbre, una nota en la que se prohibía de manera rotunda publicar su novela, puesto que en caso de hacerlo se rompería la cadena de la cuarta dimensión en la que estaban contenidas todas las historias de la humanidad. La Mesa, contenía los secretos de la narrativa de todos los tiempos. Los afortunados lectores que tenían la suerte de sostener, el afamado bonche de papeles amarillentos en sus manos, se sumergían en un fantástico plano multidimensional en el que encontraban su sino y después redactaban su trabajo. Era un requisito indispensable traer papel y plumas con un tintero. Una particularidad del establecimiento era que en los muros había retratos de los más famosos visitantes en el proceso creativo de sus obras. Estaban Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska. Entre las fotos más recientes estaban las de Haruki Murakami, quien había llegado a este sitio por recomendación de Mo Yan, el cual se había aparecido por allí, gracias a un comentario que le hizo Gabriel García Márquez.

Sobre la mesa en lugar del menú había una hoja enmicada con unas instrucciones que había que seguir al pie de la letra. Dichos consejos se podrían transcribir de la siguiente forma:

Primero, pida una taza de café;
 Segundo, si el café le ha sabido amargo piense en un género que se asocie con dicho gusto, por el contrario si ha tenido un sabor dulzón, escoja un género adecuado; 
Tercero, cierre los ojos y pida un deseo; 
Cuarto, si al cerrar los ojos ha concebido alguna idea, no los abra durante diez minutos; 
Quinto, empiece a leer la novela “La Mesa”; 
Sexto, una vez leída la obra proceda a escribir lo que ha inventado o descubierto en su interior; Séptimo, si ha venido en colectivo a este sitio y ha leído en voz alta la obra, cada uno de sus compañeros debe escribir individualmente sin hablar ni hacer preguntas a sus colegas;
 Octavo, al término de su trabajo, pídale al mesero que traiga el libro de registros de obras imaginadas en la mesa de Marcelino Corrales Dorantes y apunte el título de su obra y su nombre o seudónimo, si es el caso.

Roberto efectuó los pasos según se indicaba en el enmicado papel y abrió la primera página del libro de hojas rancias. Experimentó algo increíble y tuvo desde el primer momento la sensación de que por sus dedos se transmitía el tacto de Rulfo, la fuerza poética de Octavio Paz, el ingenio lingüístico de José Revueltas, la fantasía de GG Márquez y fue caminando por esa cadena de eslabones plateados de belleza indescriptible y perfección poética. Pasó a otra dimensión y vio lo que jamás había imaginado, usaba sus ojos como red para cazar las palabras que tenían forma de mariposas. Sintió la tibieza y las caricias de las palabras más bellas, su rostro reflejaba la ilusión, veía paisajes maravillosos y en ocasiones un pequeño estremecimiento lo obligaba a abrir la boca que dejaba salir la sorpresa en una exhalación. Pasaron por sus venas las pasiones humanas y sintió la lucha del bien y del mal dentro de sí mismo, derramó las lágrimas más amargas y dulces de su vida. Terminó de leer la novela y la colocó a un lado de su taza de café. Tenía la vista perdida en el aire como si las imágenes del libro se hubieran escapado y estuvieran revoloteando a su alrededor. Empezó a escribir. Trabajó sin parar cuatro horas seguidas y cuando terminó, soltó la pluma exhausto y se tomó un vaso de agua con una sonrisa deslumbrante de gozo.

Llamó al encargado que le atendía y le pidió el libro de registros. El joven volvió con una fuente de plata en la que descansaba un libro gruesísimo con empastado de cuero. Tendría unas dos mil páginas y estaba lleno hasta la mitad. Roberto Longuera buscó el sitio donde le correspondía poner el título de su obra y escribió:

“Vicisitudes sufridas por un escritor novel mientras trabajaba en una incómoda mesa con una pata coja”.

Por curiosidad, Roberto leyó los títulos de las obras que le antecedían y vio los siguientes nombres: La mesa más transparente de CF, La mesa en su laberinto de soledad de OP, Cien mesas en la soledad de GGM, Hasta no verte mesa mía de EP y La mesa y la silla me están matando de MY.

Roberto se levantó, acomodó sus folios y los metió en una carpeta. Respiró con gran satisfacción y sacó el dinero y lo puso en la mesa, se dio la vuelta. Al salir le agradeció al dueño su amabilidad y se encaminó a la central de autobuses para volver a la ciudad.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Chicos de cincuenta con título incluido.

















 1. El cadáver
— ¿Por qué lo habrá hecho?
—Por odio o celos.
— Pero, ¿cuánto tendría que odiar para arrancarle a su pareja las partes más íntimas a mordidas?
—No lo sé, inspector. La naturaleza humana es impredecible.
— ¿Tenemos algún sospechoso?
—Sí, jefe. No ha sido el perro, sino el marido.
—Lástima.

2. El no infiel
Un hombre conoció a una mujer que le imploró acostarse con ella. La rechazó y esa misma tarde la desdichada se suicidó. La mujer del individuo también se encontró a alguien que le pidió fornicar, ella temiendo que el sujeto cometiera una locura accedió. Salvó una vida.


3. The american solution
Para reducir el índice de mortalidad se comenzaron a decomisar las armas de fuego por orden del gobierno estadounidense. Por el ajetreo la gente dejó de tomar y comprar coca cola. El resultado fue increíble: No bajó la mortandad en lo más mínimo, pero aumentó la natalidad.

4. Vida inútil
Se pasó toda su existencia, trabajando en su único fin, criticando y educando a su familia. No escatimó nunca los esfuerzos, incluso no dormía con tal de conseguir el objetivo que perseguía. En sus últimos años descubrió algo que lo terminó de matar. Se había equivocado de teoría.

5. Sueño de grandeza.
Encontró una fantástica historia en medio del bosque. Era pequeña, sorprendente y amena. La leyó y releyó; la analizó y reanalizó. Quiso convertirla en algo grande. Pensó y pensó. Y, finalmente, decidió ampliarla. La estiró y la estiró hasta que de tanto jalearla, la pobre se rompió.

6. El vendedor
Tenía gran poder de persuasión, no había quien se escapara de su influencia y por más resistencia que se opusiera, al final, hasta el más recatado algo le compraba. En su casa nadie lo quería por su más grande defecto, pues era demasiado tacaño y todo lo fiaba.

7. Libro de cabecera
Seguía con mucha atención y cuidado los consejos del manual. Cuando un problema lo acongojaba consultaba de inmediato con la almohada y al día siguiente, borrón y cuenta nueva. No se pudo morir. No por las certeras recomendaciones, más bien fue por la falta de dichas instrucciones.

8. Armas
Para combatir la delincuencia se hizo una prueba. Les dieron a los niños una pistola, quienes le dispararon a sus hermanos fueron a tratamiento. Años después, quienes no habían disparado en la prueba cometieron atrocidades. Se tomó la decisión: todos a tratamiento. Siguieron los crímenes. La humanidad es así.

9. Muertes.
La guerra le arrebató a sus descendientes. Murieron como valientes, defendiendo sus principios humanos de justicia jaspeados. No obtuvo de vuelta sus gélidos cuerpos, no recibió un sólo pésame porque ganaron los oponentes. Una jubilación recibió como pago a su legado, fue la mísera recompensa a su maternal aportación.
Feliz aniversario.

10. Cincuenta años de matrimonio. Infinidad de riñas y reconciliaciones pactadas, aparte de los tres hijos educados, casados y con buenas profesiones. Buen resumen de la vida de aquellos dos que decidieron casarse. De no haber sido por las consultas al psiquiatra, no habrían llegado a esta feliz celebración.

11. Nada de cita a ciegas
Llegaron puntuales al encuentro. Al mirarse se enamoraron más uno de otro. El era mudo desde la infancia. Ella habría querido escucharlo, pero había nacido sorda. Entonces Sor Dina escuchó las miradas de Don Discreto y, al unísono, conectaron sus aparatos y empezaron a chatear.

12. Desaparición
Se había esfumado sin dejar rastro. Los expertos detectives habían desistido y no hubo más remedio que llamar a un investigador con poderes extrasensoriales. “Deme su cartera—dijo, y minutos después agregó—, este hombre necesitaba dinero con urgencia”. ¿Dónde está? —preguntó la esposa. “Señora, sería un pecado delatarlo”.

13. Paraíso perdido
En un país, con la economía desvencijada por sus vecinos, había un príncipe y una princesa. Una bruja los hechizó al nacer, los condenó a vivir luchando no contra dragones y monstruos, sino contra la delincuencia, la droga y la pobreza. Vivieron muchos años, pero nunca comieron perdices.

14. Deseos
Cerró los ojos y dijo: Quiero ser reina— los abrió, estaban los congresistas exigiéndole firmar la declaración de guerra al país vecino—. No quiero ser reina— abrió de nuevo los ojos, estaba presa e iba a ser fusilada—. Quiero paz—se le concedió su petición y murió.

15. Estatura
Miró siempre la vida desde sus dos metros veinte. Las cosas estaban hechas con mesura porque no cabía en los coches ni en los asientos de avión. Realizó lo que los demás no podían, sin embargo, siempre pensó que el mundo no estaba a la altura de sus sueños.

16. Urbanidad.
Entró un hombre de 60 años al vagón, por cortesía le quise dejar el asiento. Se sorprendió muchísimo, contestó que yo me veía más demacrado y necesitado. Yo no pensaba así, pero evité el conflicto y callé. Al final, se lo cedimos a una abuela. Nos agradeció la cortesía.

17. Criminal honesto.
—¿A qué se dedicaba antes, señor Warlow?
—Era soldado.
—¿Por qué con ese honorifico estatus llegó a esto?
—No lo sé. La vida cambia, señor comisario.
—¿Cuántos homicidios cometió?
—Dos.
—Y ¿Cómo soldado a cuántos mató?
—Unos mil.
—¿Sabe que ha cometido un delito?
—Sí, eran mil inocentes.

18. Falta de respeto
Una mujer, muy desmejorada y ebria, se ha caído en un montículo de nieve. Un trolebús le aplastará la cabeza, la jalo de las piernas, se salva de milagro; luego, con esfuerzo, se levanta y me asesta un bofetón. ¡¿Qué falta de consideración es esa?!—me grita.

19. ¿Mera confusión?
Juan y Yoan, dos amigos, frecuentan un bar. Están enamorados de la mesera y la visitan diferentes días. Juan la seduce, le hace el amor, ella, apasionada, repite: Joan, Joan. Por curiosidad, Juan le pregunta ¿por qué me dices Joan? Porque estoy enamorada de él—responde con alegría.

20. Cómicos fieles.
Ya habían pasado vergüenzas, se burlaban de ellos, pero no se inmutaban, le pedían a la Virgen de Guadalupe, ingenio, tolerancia y éxito. Aunque el evento era circunspecto, lo tomaban con humor, las bromas respetuosas eran las plegarias. A la Basílica llegaban, entre chascarrillos, los payasos en procesión.

21. Sabiduría.
¿Por qué lloras? —le preguntó un sabio al hombre—. ¡Nadie me lee! El viejo, cogió los apuntes y exclamó “Tus lectores no han nacido o ya murieron. Ten esto, lo escribí a tu edad”. El individuo leyó muy impresionado y fue a buscar autores fracasados, contemporáneos del erudito.

22. Cambio.
Se cansó de su marido y se casó con otro. Al poco tiempo, el segundo esposo le pareció demasiado bueno, trabajador y comprensivo. Se aburría mucho llevando una vida ideal, decidió transformar al nuevo cónyuge. Lo volvió perezoso e incomprensivo, cuando ya había logrado su objetivo, él la dejó.