sábado, 23 de febrero de 2019

La batalla de Asencio


La embarcación llevaba media hora de trayecto, el viento comenzó a soplar con fuerza. Las nubes opacas descendieron atraídas por la inquietud del mar. La tripulación estaba muy ocupada con las velas, el capitán ordenó que se retiraran los objetos de cubierta que pudieran caer al mar. El casco había sido reparado y relucía chocando con las agitadas olas. La proa comenzó a picotear la superficie del océano sumergiéndose hasta las amuras, la agitación y balanceo producían vértigo hasta en el más intrépido de los marineros. Resistían con valor porque sabían que su misión era trascendental para el nuevo rumbo que tomaría la humanidad. Solo el abogado Fuentes parecía indiferente a los fuertes silbidos y estrepitosos empujones de la inclemencia del tiempo. Estaba analizando uno de los artículos del código penal que podría ofrecerle una salida a su contrincante en el juicio. Ya había encontrado todas las salidas y con astucia había pegado en cada agujero una adherente consigna o acusación. Asencio no podía resistir las embestidas del barco, ya desde el puerto las arcadas lo torturaban, ahora con el estómago vaciado se aferraba a lo que podía. Su camarote estaba cerca de la batería de toldilla, por eso sufría como en un parque de atracciones los prolongados vaivenes de un carro de la montaña rusa.  

“Esto durará bastante, muchacho—le dijo el capitán asombrado de verlo tan blanco, casi sin tonalidad humana—, tendrás que ser fuerte. Las pruebas duras te esperan en tierra firme”. Asencio ni siquiera lo miró, temía que lo viera un riguroso hombre acostumbrado a los peores ataques de las bestias marinas. Lo había abandonado la determinación, esa señora rica y astuta que lo engatusó y animó, con su aspecto soberano, a que declarara en contra del Cardenal obispo. Lo conoció en el catecismo cuando el supuesto Isidoro Santo le echó el ojo. “¡Serás iluminado, hijo mío!”—le dijo abrazándolo como si fuera un enviado del cielo. Asencio se lo creyó, se imaginó vestido de héroe salvando la casa del señor. Uno era el portador de la fe y la esperanza en la salvación del espíritu y el otro, un niño entrando en la adolescencia que tenía ganas de creer. Fue engañado y desviado por muchos años del camino correcto. Le fue mostrada la autoridad de Dios y sus grandes amenazas a la desobediencia, la voz de Jesús era débil en aquel entonces porque el estudio era del génesis, de los profetas, los reyes y la migración del pueblo elegido. Con ellos, Asencio salió hecho un esclavo, sufrió el hambre, la sed y el abuso de los poderosos que cada vez se encontraban con él vestían atuendos muy lujosos y extravagantes. Isidoro subió como la espuma de simple religioso a diácono, luego sacerdote, después obispo y si no se lo hubieran impedido sería un cardenal pretendiendo el lugar del Papa.

El letrado Fuentes llamó a Asencio, le dijo que lo protegería de los truenos que en ese momento comenzaron a estallar en el cielo. Eran las vociferaciones del mismo Señor, que, dada la imposibilidad de demostrar la inocencia de sus emisarios, rezumbaba en el firmamento. La amenaza era una condena al infierno en el reino de Poseidón. Sonaron los cánticos del coro formado por las voces de Nietzsche, Tolstoi, Schopenhauer y Hegel en defensa del pobre joven que quería enfrentar al ejército de la fortaleza del Todopoderoso. “El reino del verdadero Dios está dentro de nosotros, no es más que la filosofía de la bondad y el amor que nos dejó Jesucristo. No le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti, no generes la violencia, ama sin intereses personales y libera tu cuerpo de los malos deseos, mata esos demonios con la paz del espíritu”. Esa era la novena sinfonía de los rezos de los hombres de la embarcación, fuera, la lluvia torrencial era la fuerza del Clero secular cuidando sus intereses. La voz del Papa canonizaba para inmunizar a sus demonios. Isidoro Santo había ocultado su cuerpo lobuno debajo de las sotanas y casullas. El lobo del hombre, la bestia pervertida tendría que organizar a sus soldados de infantería para recibir a estos argonautas improvisados que iban al laberinto de Dédalo a matar al minotauro. No tenía las armas de Ariadna, no tenía la fuerza y determinación de Teseo, pero ya había visto su muerte y la de sus compañeros en sueños mitológicos. Era para salvarse y salvarlos a ellos, para tomar una venganza que no era la guillotina, ni la horca, ni el fusil, solo destaparle la cara al Anticristo que se había ocultado junto con miles de sus cómplices en la casa de Yahvé. El Mesías usó el látigo dijo el licenciado Fuentes, tú usarás la voz como arma, tu lengua será afilada, desgarrará la hipocresía, desnudará a los traidores y mutilará discursos episcopales y, tal vez, derribe la guarnición de arcángeles; pero debes ir hasta el final.

Oscureció el cielo diurno y la nave avanzó como una pequeña hoja otoñal en un río brumoso. Se evitó la luz de los quinqués y se dejó el faro de la esperanza. El corazón guió el camino de los pasajeros. Nadie cayó al mar. Las fauces de los tiburones se confundían con las crestas de las olas. Salieron las grandes serpientes del fondo del mar, endemoniadas mantarrayas, cíclopes de tentáculos se dejaban arrastrar por la embarcación en su intento de hundirla. No lograron aplacar la fuerza de la justicia, que con una bandera pulcra se mantenía firme ante los ataques del viento. “¿Recuerdas lo que vas a declarar?—preguntó Fuentes con los oídos fijos en el oscuro silencio y los ojos abiertos a la respuesta—. Es importante que lo declares todo, en caso contrario fallaremos y esta oportunidad se perderá para siempre, nos mandarán al infierno por calumnia. Sabes que no tenemos testigos y es tu palabra contra la de él. Nadie más se atrevió a enfrentar la ira de los sermones, los pasajes del Antiguo Testamento, pero la voz del hijo del hombre saldrá por tu boca y dirás la verdad. Será como El Espíritu Santo con alas blancas que destellarán en esa sala de ignorancia. No será un juicio eclesiástico, habrá civiles y militares, se presentará el emperador y habrá crucificados. Atestiguarán contra ti los filisteos, te querrán cambiar por un criminal en las Pascuas, pero tendrás nuestro apoyo, nadie te venderá por treinta monedas. No habrá ilusos colgándose de las ramas de los robles.

Tres semanas duró el viaje y al final vieron la costa. ¡Tierra! ¡Tierra!—gritaba el vigía que se había dejado las fuerzas enredadas con los rayos de luz de las estrellas—. La brisa llegaba con las voces de las sirenas. Todas estaban fuera del agua con vestidos blancos y pancartas. Pedían justicia. Asencio recobró el color, se le calentó la piel y se puso moreno, le brillaron los ojos con pupilas de zafiro. Quiso hablar, hacer promesas y recoger denuncias, pero Fuentes le pidió modestia. Se bajó con prudencia del barco, sus altas botas se mojaron y se tuvo que enredar la capa para no empaparla. Su sombrero con pluma y enfundada espada le valieron las palmas. Lo subieron en un corcel y lo escoltaron con una peregrinación, parecía un paso de trono en Semana Santa, los ojos lo miraban por las celosías de la curiosidad. La gente lo tocaba esperando un milagro. No duró mucho la magnificencia de la acogida porque aparecieron los verdaderos encapuchados. Estaban ordenados en filas con sus túnicas blancas, sus capirotes y crucifijos. Sus ojos echaban fuego y algunos se desenmascararon los capuchones para mostrar su gesto amargo.

Había reservada para el valiente comandante una casa de adobe con techo de paja. No era un pesebre, pero lo parecía el mobiliario. Había puertas marcadas con estrellas de David. Se culpaba la ineficiencia de Moisés y sus tablillas petrificadas. El día era hermoso, la gente comía pan ácimo y vino joven. Algunos no se retractaron de hacer los sacrificios y quemaron corderos para satisfacer el hambre de El Creador. Por recomendación de Fuentes, Asencio no salió a la calle, guardó ayuno y se dedicó a meditar. En realidad, estaba repasando sus declaraciones. Dejó que los recuerdos surgieran como pequeños tallos de legumbres. “Ve cómo aparecen, Asencio—le dijo al oído el experimentado abogado—, guárdate en la mente esos gérmenes y describe tus sensaciones para que puedas describirlos ante un juez”. Asencio con los ojos cerrados lloraba porque los recuerdos le nacían del vientre y se estremecía. Al final reconstruyó todo el pasado y se quedó dormido. Llegó el día esperado.

El día decisivo. Asencio salió con el pelo ungido de aromáticos aceites, tenía puesta unas sandalias viejas, su atuendo era humilde y las sortijas de su pelo habían creado una corona espinosa en su cabeza. Decidió hacer el camino a pie. Era como un viacrucis, sufría amenazas, era acusado de blasfemo, las lenguas le lamían la espalda como latigazos. Los ojos furibundos lo hacían sudar sangre. No se hincó, ni pidió ayuda. Alguien se compadeció de él y le dio de beber. Caminó por una pendiente hacia la cima de la montaña donde estaba el capitolio. Ya lo esperaban las togas y un martillo. El murmullo llegaba hasta él, se le metía en el tuétano y le impedía avanzar, sin embargo, los rostros conocidos de sus seguidores le dieron fuerza. No habrá gallo que cante al amanecer, todos estarán fuera de la suprema corte, nadie te negará tres veces y saldrás resucitado sin morir en la cruz.

En la entrada. Había monjas y sacerdotes vendiendo trozos de La Sábana Santa, crucifijos de leña y biblias traducidas y corregidas por Dios. Los limosneros miraron al osado joven y se curaron de la lepra. “Existe—dijo un hombre que había comprado, con ruegos y clemencia, cientos de botellas de alcohol—Es de verdad”. Claro que existe, idiota—le dijo un hombre más joven que reconoció la bondad de Asencio y se arrodilló—. Asencio, cuando estés en el reino del Señor, acuérdate de mí, confiésalo todo. Él lo cogió de las manos y le dijo que esa misma tarde estarían los dos sentados declarando en nombre de la verdad. Se abrieron unas enormes puertas y brilló el piso de mármol. Avanzó Asencio sigiloso como un gato en una casa nueva. Le señalaron su sitio, quedaba frente al juez. La sala estaba llena y las personas enmudecieron. Solo sus ojos parecían tener vida. El aire se quedó inmóvil. Esperando que alguien lo exhalara. Fueron unos niños que no sabían lo que pasaba quienes lo inhalaron, pero su intuición les decía que ese hombre con rostro amargado les salvaría. “Dejad que los niños se acerquen a mí—exclamó una voz que descendió de la cúpula más alta— y quien se atreva a manchar su pulcra alma con manos sucias se retorcerá en el infierno”. La voz inundó con un eco ferroso la atmósfera y Fuentes se presentó ante el juez.

Empezó la sesión y el cardenal Isidoro Santo fue interrogado. Respondió con los ojos aposentados en la nada, esperaba que las fuerzas del mal, con las que había pactado la venta de su alma, lo salvaran dándole los recursos para engañar, pero no había nada. No acudían las fuerzas demoníacas, solo tenía ante si a la depravación con cara lujuriosa tirada, abierta de piernas; el deseo estaba de cuclillas entumecido, temblando con escalofríos; el valor que lo había ayudado a dormir con la conciencia tranquila salió de forma imperceptible. Entonces le comenzaron a vibrar las piernas, gritó pidiendo la intervención de Dios, pero rápido comprendió que estaba solo. Nadie lo secundó cuando justificó sus actos. El dolor se le escurrió por las piernas cuando oyó que sería condenado a la cárcel de por vida. Escuchó sin levantar la cara una lista de nombres que le llenó la cabeza con hoyos de alfiler. Minutos después se le detuvo la respiración y quedó tan tieso que lo sepultaron sentado y de cabeza.    

miércoles, 20 de febrero de 2019

Libertad


El infierno es líquido— se dijo Francisco, mientras esperaba que lo liberaran del cuarto oscuro en el que había pasado una semana—. No diluye las penas y la sal te carcome, ¿a quién se le ocurrió ponerle a este archipiélago el nombre múltiple de Vírgenes y pecadoras arrepentidas? Para los reclusos es el abandono y para los custodios el exilio. Ya habían recorrido la isla los rumores de que nos iban a liberar, pero nadie se lo tomó en serio. Ese murmullo se paseaba por todas partes en forma de cangrejo, al final, creció y ahora aplasta los arbustos, deja su rastro en la arena en forma de zanjas y crea desconsuelo en los condenados. Nos recorre un escalofrío ácido por la espalda. El tatuaje imaginado de criminales peligrosos lo llevamos en la frente, mancha las páginas de los periódicos y la legislación nos aparta como leprosos. Nos condenan y critican sin mirarnos a la cara. En estos años nos convertimos en animales de cautiverio, sufriendo a conciencia las transformaciones que indica la teoría de Darwin. Las piernas se nos hicieron zambas, la piel se nos engrosó con capas oscuras, nos cambió el pelaje y algunos hasta lo perdieron. Nuestro cerebro se redujo y se adaptó a las condiciones de animal preso. ¿Qué tan fiables son los resultados del experimento? ¿Cuál es el grado de veracidad en los datos que arrojan las pruebas, hechas con ratones de laboratorio? ¿Qué tan reales son esos roedores que ya no gozan de sus capacidades naturales?

Tenemos siempre miedo ante lo desconocido, la liberación es un gran logro. Algunos de nosotros no podremos regresar a la vida normal, incluso si se nos deja ir con una preventiva, Raúl, por ejemplo, que en un arrojo de demencia ultimó a un policía en los guateques que organizamos. Se te pasó la mano, cabrón—le dijo Meche con la cara blanca por el reflejo de la muerte—, por eso si nos van a refundir. No solo nos refundieron, nos mandaron al infierno de las enceguecedoras tinieblas. Nos han maldecido o nos han maldito, no lo sé, el caso es que hemos reprimido la esperanza, nadie quiere ver destruida su ilusión. Cómo estará mi mujer, me dice Alfonso que dejó a Susana hace veinte años con una barriga de seis meses. Cabrón, hubieras pensado en tu hijo, antes de hacer tus pendejadas. Esta frase lo volvió loco, le vedó la facultad de ver las letras y se imaginaba las palabras en la arena de la costa. Mira, nos decía alegre, la Susi le puso mi nombre al chamaco. Ya tiene cinco años, luego diez, quince y ahora lo veré hecho un hombre. Seguro que no es como yo, es una persona de bien. Lo veo como arquitecto, doctor o abogado, eso sí, feo hasta la cachas, como yo cuando era más joven. Se pone a llorar en silencio y hace penitencia, le dura tres o cuatro días el ayuno. No habla con nadie y después de la crisis nos empieza a saludar. Nos ha atiborrado de preguntas estas últimas semanas. Por su intransigencia estoy aquí. Espero que cuando me saquen pueda resistir el peso de las nuevas buenas.

Mi futuro seguirá siendo gris y dudo que a mis amigos les cambie en algo. Estamos mutilados de la vida, nos castraron el deseo, nos hicieron una ablación forzada. Ya nadie es quien era y no queda tiempo para cambiar. La que se merece un pedestal es la pobre Meche. Llegó bien chamaca. La prostituyeron, la usaron de paño de perversiones y ya no le queda nada. Volverá para trabajar de criada, en una casa de ricos. Tendrá que negar su identidad. No será esa mujer inteligente que se sabía las obras de Mar y Lenin. Pasará como una provinciana ávida de empleo. Ella fue quien nos lo adelantó. He oído las noticias, dijo mostrando los canales de sus dientes, esas reformas van en serio. Ese cabrón va a liberarnos. ¡Qué Dios lo bendiga! Y en efecto, vinieron de la capital los ingenieros, hicieron un reconocimiento del campo, los topógrafos comentaron que se construiría un albergue, sitios de esparcimiento y que será un sitio cultural. Creímos que era para nosotros y se iluminaron nuestras caras, pero resultó que no. Se abrirán los casos, se revisarán los procedimientos, las condenas, el Poncho se trasladará a otra cárcel en tierra firme, eso lo acabó de chingar. Le dijimos que se esperara hasta que empezaran las inspecciones, pero se alarmó, prefirió volverse loco. Traté de detenerlo, pero llegué tarde, ya había usado las armas. Repetí mil veces que no era su cómplice, me costó este castigo y cuando salga sabré que pasó con los demás.

No aguantó, el pendejo, es lo primero que me dice Meche al salir. Tantos años con una voluntad de hierro y se nos vino a quebrar cuando ni hacía falta. Estaba poroso por dentro, le sacaron la esperanza muy rápido, quedó allí, de alimento para las pescadas, insípido les va a saber. Tú, mejor come bien, Paco, no sea que te pase lo mismo y ya no llegas al final. Según nos anunciaron se llevará menos de seis meses. Ya están dispuestas las comisiones y han mandado barcos. ¿Te imaginas? Hay algunos idiotas que no se quieren ir. Les digo que es mejor estar en tierra, aquí somos náufragos a la deriva, acompañados de puros changos maliciosos y desgracias hambrientas. Que no van a soportarlo, dicen angustiados. Mejor aquí abandonados que rodeados de ratas. Ya no somos metropolitanos. Ha pasado un cuarto de siglo, quién nos va a necesitar. Mejor ser enterrados aquí, ya nos falta el último tirón. Pero los van a obligar, les dice Meche, si no lo hace la justicia, será la chota. Se ponen tristes y se van a llorar por los castigados rincones. Meche se acongoja porque siente el mismo dolor. Cálmate, mi Meche, algo podremos hacer para sobrevivir. Me mira con lástima, con esa mirada que reconstruye nuestro pasado. Con esas ilusiones en añicos que dejan mirar nuestro amor perdido, nuestras riñas, nuestra resignación y el amor desinteresado. La vuelvo a ver joven cantando a Roberto Carlos, recitando los versos de amado Nervo, caminando bajo las estrellas para que nos miraran con envidia.

La vida se ha puesto más colorada, menos fría y la esperanza se pasea ataviada. Hay gente que no lleva más de cinco años, son los últimos que llegaron y nos dan una imagen contradictoria con lo que arguyen los políticos de hoy. Ya nos dejan leer las noticias. Ponen la radio, parece otro país, otro mundo. Se acabaron los partidos institucionales, sus representantes sí que deberían estar aquí, pero les ha tocado venir a jugar al baloncesto, a pintar marinas y hacer teatro. Bonito destino, las acciones nacionales son otras. Las dirige, según dicen, la democracia. El pueblo es la voz. Le pregunto a Meche con los ojos si nosotros también somos el pueblo. Me dice que sí, pero el reprimido, el pueblo cansado de las inútiles consignas, el pueblo de los olvidados. Se nos escurrió el tiempo entre el aburrimiento y los estúpidos trabajos forzados. No lo vamos a recuperar nunca. Mañana ya no toca irnos. Seremos libres Meche y yo, pero qué nos espera. Una ausencia de seres queridos que de encontrarlos serán tan ajenos como un pato corriendo con los avestruces. A los que siempre odié por exceso de amor ya no están y los que me comprendieron por compasión me recibirán con remordimientos. La vida es absurda y los hombres no la instruimos con nuestra experiencia, la solventamos con nuestro silencio, con esas caritas de risa mustia y ojos de rana.

No llevamos equipaje. Rescatamos lo más elemental. Un reloj de la época de la Revolución, heredado del abuelo. Unas cartas y fotografías polaroid amarillentas, unos libros rojos que se han percudido por el desarrollo de la humanidad, han caducado. El frío nos recorre la espalda. ¿Comunista? No me chingues—nos dirán todos—eso ya desapareció de la historia, hasta los miembros del politburó ruso lo renegaron, eso se acabó. Es por eso la mala sensación. Meche y yo nos hemos dado cuenta de que fue una lucha inútil. Se devaluó la protesta en la bolsa de valores de la existencia. Hubo reformas y las doradas acciones se convirtieron en papeletas sucias. Se postergaron los grandes tratados de igualdad y justicia y ahora la sábana del populismo cubre las camas de los desamparados. Nos resistimos, nos negamos la verdad. Los tiempos perdidos están esparcidos por el mar y ahora que volvemos a la patria nos persiguen los fantasmas de Revueltas, esos que vio por primera vez aquí en el Alcatraz de mentiritas. Nos rodean ahora esas víctimas del otoño permanente que secó las articulaciones de las personas. La lluvia de escamas nos cae como brisa de pescado. El bello mar es triste, su movimiento es un arrullo de pena, las lágrimas lo han formado. Hay luto, el silencio lo respeta hasta el sol, escondiéndose detrás de las nubes. La llegada no es la imaginada, no hay más que unos cuantos policías impacientes y unas camionetas azules en el puerto. Se niegan a vedarle la existencia al océano y han raptado a las sirenas, pero no se parecen a las de verdad, sus chillidos no encantan a los argonautas, les causan malestar. 

Meche no lleva esposas, los demás sí. Poncho ánima las lleva imaginarias, son dos Susanas, la real que abortó al chamaco y no se lo dijo nunca y, la otra, la de las películas que él se imaginó, la mujer romántica, emprendedora, la que luchó para darle una buena educación a su hijo. Raúl será acomodado en su suite por asesinato premeditado. Mario, con sus gafas de Orozco, llenas de cataratas se irá conmigo con la condicional. Tendremos que portarnos bien para que no nos metan en jaulas, para no convertirnos en macacos de circo. La mirada de Meche es inquisidora, me hace pensar en la promesa que le hice cuando nos embarcamos un martes trece, fue hace tres décadas y fue rumbo a lo que llamamos Hawái. Si salimos de esta—le dije con la verdad desnuda apoyándome—nos casaremos, te lo juro. En realidad, sí llevamos una vida marital. El matrimonio es el compromiso, no el papel. Ella me fue infiel por circunstancia, lo hizo en contra de su voluntad. Pensé en ti—me dijo antes de salir del archipiélago—, te juro que dolió, pero mi alma estuvo a tu lado en esos duros momentos. Te lo creo—le dije—, te lo creo más que nadie porque el dolor no se mide y nos arroyó a los dos, a ti con las piernas apretadas y a mí con bilioso rencor de pegamento. Se esfuman los pestilentes humores. Se desvanecen los fantasmas de nuestros compañeros que ya no verán este nuevo país. Hay un atrevido caudillo que está liberando a los castigados sin crimen, con culpas de cristal. Los otros fueron verdugos ciegos y sordos, temerosos de un mal inexistente. Hay que ser optimista, el futuro es luminoso y no llevará pronto al regazo del Señor.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Travel


El telón de la sorpresa se abre para darme la bienvenida. Siento que todas mis palabras, convertidas en crisálidas grises, se estrellan contra el piso, enmudeciéndome, ahogándome en un mar de licor amargo. La imagen del hijo pródigo que repasé mil veces se ha desvanecido como una foto alejándose a pasos agigantados. Estupefacto, espero firme a que alguien quiebre el silencio, pero la esperanza está depositada en mí. Entonces reconstruyo mi viaje pasado. Me veo enano, chamaco, incomprendido, rodeado de reproches y prejuicios. “No llegarás nunca a ser nada—me dicen mis hermanos resucitando del vacío—, te convertirás en sal”.

Hace mucho emprendí la marcha por un camino lleno de espinas y, por más atentas que fueran mis pisadas caían siempre en el terreno de la desgracia. “Lo que no te mata, te fortalece— me repetía Nancy mi amiga más cercana animándome a luchar—, resiste hasta el final, cabrón”. Libré la batalla entre turísticos bloques de hormigón, entre rojo iluminados terrenos de asfalto y callejones culturales empedrados. No supe si Dios me lo reconoció, pero los parroquianos así lo afirmaron. No quise que atestiguaran hechos concretos. La vida se hizo de palo. Habría querido que fuera menos dolorosa la prueba. El hado fue castigo cruel.

Primero excursión de explotación infante, me molían el cuerpo a golpes por incumplimiento. Luego, el escape glorioso y enceguecedor. Convencido de que las alimañas que me adoptaron eran fieles hermanas, seguí sus pasos sin saber que me tenían de carnada. Por último, tuve que comerciar con lo que tenía a mano. Fatalidad total, carecía de aptitudes, me subasté y fui a parar a una celda, tres veces reincidí y de tanto comer cosas que no mataban me hice casi inmune.

Anestesiado del dolor propio y sensibilizado por el ajeno, decidí torcer por el buen rumbo y encontré la paz. Las empinadas colinas me guiaron en picada hacia la salvación. Las bellas franjas coloridas de las montañas de ensueño hicieron que olvidara mis innumerables pérdidas. Ya no lamentaba lo del ojo, ni las tres hernias, ni la pata coja, ni el alma rota. Me tomaron declaración cuajada de lamentaciones. “Cuéntamelo todo— dijo la reportera retirándose los caireles—, es para el país”.

Lo conté todo, señalé lugares, revelé nombres, describí uniformes, pistolas, fachas vandálicas, navajas, alzacuellos y sotanas. No medí mi desgracia en la escala del infortunio. Las cosas se habían acomodado así. Me echaron de mi casa, vagué sin rumbo fijo, fui un desgraciado principito de Exupery visitando mundos desbordantes de maldad. Ya ha pasado todo. Soy el soldado después de la guerra: sobreviviente admirado por su heroísmo, pero inútil para la sociedad. Escríbelo, me dijo el sentido común, y con ayuda de mis compañeros de desgracia lo sacamos todo a la luz.

Estoy rodeado de cámaras, los espectadores esperan mi mensaje. No sé si el viaje termina aquí o esto es una escala. ¿A dónde me guiará la vida después? No me lo imagino. Por el momento, debo recuperar el habla.

jueves, 7 de febrero de 2019

La ofensa


Fue un golpe duro que dejó desnudos a todos los empleados ante su remordimiento. Fue tanta la vergüenza que el aire se llenó de olor a muerte. Fue así como Dorotea enfrentó la más desagradable prueba de toda su vida. Lo paradójico era que ella misma le había puesto a su jefe, en bandeja de plata, las armas para destruirla. La pobre sabía que la guillotina decapitaría todas las cabezas muy pronto. Seguía nadando a contracorriente, se mantenía a flote con todas sus fuerzas, pero se sentía desfallecer. 

Las olas de intrigas y abusos la habían dejado a la deriva en el ancho mar de la soledad y, ahora, que ya estaba tocando la orilla de la salvación, el silencio le anunciaba un estruendoso castigo mortal. Cuál era la afrenta—se preguntarán todos ustedes—qué cosa tan terrible había dicho o hecho esa pobre mujer para que una avalancha de rocas la sepultara en su empleo. Nada del otro mundo, solo le había dicho al Gorila, el encargado del almacén, que deseaba más trabajo, ni siquiera le pidió un aumento de sueldo solo mas labores para enderezar el curso del negocio que se estaba hundiendo como una enorme barcaza en medio de dos galeotas que se disparan una a otra. La niebla de la ignorancia impedía el buen curso de las ventas y Tea vio sus ilusiones desparramarse por los bordes de la cruda realidad.

«Pero si yo solo quería que me dejaran tranquila—se repetía Dorotea sin saber si era su propia voz o la de la falsa Tea—, no quería que siguieran abusando de mí, ¿qué pasó? Nada, míralos. Ahora sí, esos cabrones se sienten ofendidos porque le he dicho la verdad al inspector, pero qué querían. Que siguiera soportando sus vejaciones. Todo tiene un límite en la vida y el mío lo sobrepasaron hace mucho. Recuerdo la primera vez que se me acercó el animal. Era mi primera semana de trabajo. Estaba en el período de prueba y me faltaban tres meses para firmar el contrato. Me metió la mano bajo la falda, me bajó las pantaletas, abusó de mí lo que quiso y le dijo a sus pinches compañeros: “Mírenla nomás, cómo le gusta que se la chinguen”. Me prometí que me vengaría y el día ha llegado y ¿ahora qué? Nos vamos todos a la chingada”.

Dorotea estaba sola en el escritorio del imbécil Anguiano. Allí había pasado los peores momentos de su existencia. Las torpes y rasposas manos del depravado le seguían recorriendo la cadera y las piernas. Esta vez en silencio porque su imaginación estaba aturdida y sorda. En su cabeza las imágenes eran borrosas como si las viera a través de un plástico semitransparente. Tembló de ira como lo había hecho mil veces. Vio acercarse a los secuaces, les escupió con desprecio y los insultó. Ningún insulto la alivió de todas sus penas y comenzó a derramar sus angustias con lágrimas de salmuera. Sus muslos también se mojaron y se sacudieron temblando. Se tuvo que poner de rodillas para enfrentar el recuerdo. De pronto, se oyó una voz.

—Me imagino que fue muy duro soportar tantos años, ¿no?
—Sí, licenciada, fue un verdadero infierno.
—Bueno, ahora ya podrá descansar de eso. Le proporcionarán asesoría. Tendrá un psicólogo a su disposición para que pueda superarlo pronto.
—No lo dudo, licenciada, pero ¿quién me va a borrar las cicatrices del alma?
—No lo sé, Dorotea, debe tener fe y olvidar. Recuerde el mensaje del Padre Nuestro…
—No sé si tenga la fuerza suficiente. No he actuado por venganza, he perdonado, pero no me siento en paz. Ahora me arde peor. Me imaginaba que descansaría si delataba los abusos, pero lo único que siento es asco de mí misma.
—He visto personas en situaciones peores y lo han superado. Usted es fuerte. Saldrá de esta y se olvidará sin duda. Tenga fe.
—Lo intentaré, pero no le aseguro nada.

Se vieron rodeadas por el silencio y no les quedó ningún deseo de continuar la conversación. La licenciada cogió a Dorotea de las manos y mirándola fijamente a los ojos sonrío con resignación. Se desprendieron y Dorotea se quedó mirando los zapatos de tacón que se alejaban produciendo sonidos sordos. No pensó nada, se quedó inmóvil esperando que pasara el tiempo y su cuerpo recobrara fuerzas para levantarse y caminar. Contuvo la respiración y cerró los ojos. 

“Es hora de comenzar de nuevo, Dorotea—le dijo una voz familiar—. Sé valiente.