miércoles, 29 de noviembre de 2017

La mujer que viajó para convertirse en gata

I
Preparó con mucha anticipación sus maletas. Tenía la lista de cosas pegada en la cabecera de su cama y todas las noches revisaba mentalmente las cremas, las prendas interiores, el cepillo de dientes, los cosméticos y todo tipo de accesorios necesarios para soportar la inclemencia del clima del país al que se dirigía. En realidad, no había nada de qué preocuparse porque haría el viaje en verano y tendría unos meses para adaptarse a las nuevas condiciones climáticas. Le faltaban tres días y por las noches la despertaba algún olvido que se enmendaba cuando salía de su apacible mundo onírico y la vigilia le devolvía la tranquilidad necesaria para conciliar otra vez el sueño. Durante sus horas de ocio paseaba por su barrio y conversaba con las vecinas que con mucha curiosidad le preguntaban si no le daba miedo hacer un viaje tan largo. La respuesta, acompañada de una condescendiente sonrisa, era una negativa. Las señoras la veían con admiración y con unas bolas esféricas en la cara levantaban un enjambre de murmullos. Ágata tenía un novio con el que había cortado, se lo encontraba de vez en cuando, pero él fingía no verla. Cuando Felipe la distinguía desde lejos, suspiraba, hacía de tripas corazón y disimuladamente giraba los pies, impulsaba la cadera y se retiraba con paso lento. No había solución, la infidelidad en una noche de embriaguez había derribado las paredes de la fortaleza en la que Ágata se sentía segura. Los añicos de su corazón roto le dieron la fuerza para tomar la importante decisión.

En algo habían influido la suerte o, el erudito destino, para reservarle un sitio en otra nación, que tal vez le ofrecería todo lo que no le podía proporcionarle su madre patria. Se decía que así era mejor, que lejos de todos sus problemas y la incomprensión familiar encontraría el sendero que la llevaría a la cordura y, por qué no, a un feliz matrimonio. Comía poco y se sentaba paciente a que las manecillas de reloj le acercaran la hora de la partida. Llamó a sus amigas y les prometió mantenerse en contacto enviándoles cartas una vez por semana. Francisco, su padre, mostraba seguridad y se paseaba arisco por la casa, gruñía en ocasiones y ya no le deseaba las buenas noches a su hija con un beso y se limitaba a pronunciar un simple “que duermas bien”. Luego se quedaba en el salón, sacaba una botella de ron, se servía chorritos que se bebía de un trago y salía a la ventana para regar las plantas con sus lágrimas. Llegó el momento de la despedida y a todos se les cayó el disfraz de valentía que habían llevado confiados hasta el último momento pensando que no los delataría. En un mar de buenos deseos y lamentaciones la única hija de la familia León salió hacia Europa. La señora Gertrudis se quedó mirando el avión con sus hermosos ojos glaucos. Lloró en silencio y su estómago parecía emitir el gimoteo que ella ocultaba. Su marido la rodeó con el brazo y le ayudó a sacar las lágrimas con un berrido infantil. Se enlazaron en una actitud solidaria y se miraron como el día en que les habían informado que eran padres de una hermosa hija.


Ágata no pudo sobrellevar la severidad del vuelo, anduvo caminando por el corredor durante varias horas y se encerró en el baño para vomitar la sosa comida precalentada de las bandejitas de aluminio. A pesar de que el viaje parecía el de un tren que recorría una vía recta sin baches, ella se aferraba a la cabecera del asiento delantero enterrando con mucha fuerza las uñas. Casi no hubo turbulencias, pero las pocas sacudidas que experimentó la enorme aeronave le pusieron los pelos de punta. Dieciocho horas de vuelo fueron un vía crucis en el que se prometió hacer una gran penitencia para limpiar todos sus pecados. Estuvo a punto de besar el asfalto del aeropuerto en un gesto episcopal, pero no le alcanzó el valor para ponerse en la posición de los musulmanes en plena oración, por eso, arrastró como pudo sus maletas y salió del aeropuerto. Vio un letrero con su nombre y apellido, suspiró y caminó con determinación. 

viernes, 10 de noviembre de 2017

Premiado


I
Después de ganar un famoso concurso de televisión, Mauro, se hizo famoso. Lo habían conchabado para que se aprendiera las respuestas, ganara y se llevara un porcentaje del famoso premio. Iba caminando por la calle cuando un hombre de traje lo llamó para hacerle la propuesta. Quedaron de preparar el plan en tres sesiones. Les resultó muy bien y los televidentes quedaron convencidos de que Mauro Germán era un hombre bastante capaz. El cobro se hizo a través de una transferencia de banco y cuando llegó la suma acordada. El afortunado ganador se cambió de casa y se cortó el pelo, cambió su apariencia y la de su esposa para no ser reconocido. Adelina sí que sufrió una transformación, pues sus harapos viejos, su pelo descuidado, su rostro gris y, sobre todo, su delantal, desaparecieron. Había llevado una vida muy modesta, sostenida por el raquítico sueldo de repartidor que recibía su marido. Le había tocado soportar las mentiras de Mauro, ya que éste, se dedicaba a salir con los amigos y a encontrarse con mujeres de forma clandestina. Como ella era la última de la fila le habían tocado las migajas. 
De vez en cuando, hacía trabajillos que le dejaban unas monedas. Sabía coser, tejer y cocinar bien, por eso aprovechaba que algunos vecinos se vieran en penurias para ofrecerles su ayuda. La gente la quería bastante por su buen carácter. El optimismo era lo que la mantenía a flote en las aguas agitadas en las que mantenía su barca. A pesar del peso de su marido, ella sabía cómo dirigir los remos y las cosas iban bien gracias a su clara visión. Con un monto de dinero suficiente para vivir unos años sin trabajar, Mauro pensó poner una pequeña tienda de abarrotes, que sería atendida por su mujer, mientras él se encargaría de mantener el abastecimiento.

Se llevó a cabo el negocio. Compraron en un mercado un pequeño local. Lo resanaron, lo pintaron y lo decoraron para que llamara la atención. Trataron de ocultar su identidad por unos meses, pero una anciana que tenía una memoria fotográfica envidiable comenzó a llamar a Mauro “El afortunado”, la gente no se decidía a creerlo, pero la vieja no tenía reparo en afirmarlo durante sus largas tertulias vespertinas en la plaza donde se reunía la gente todos los días. Así fue como sin querer se le denominó para siempre. —Ahí viene “El afortunado”—decían los niños señalándolo con el dedo. Al final, hasta tuvo que ponerle a su negocio su apodo. Se acostumbró con el tiempo a su mote y ya no reaccionaba cuando lo llamaban por su nombre. Esto fue un hecho maléfico, pues en una ocasión lo vio una de sus ex amantes y lo llamó por su nombre, pero él no hizo caso de la mujer que se alejó en su destartalado coche pitándole con el claxon. Un día otra dama se presentó cuando Mauro estaba atendiendo porque Adelina se sentía un poco mala y lo había llamado para ocuparse de las ventas. Tenía ocho meses y medio de embarazo y la pesadez de la condición de madre primeriza y no muy joven le había causado estragos. Se había mareado mucho y estaba sentada tratando de recuperarse.

Mauro no pudo cerrar porque apareció la clienta. «Mira ¡Qué casualidad!!Dónde te vengo a encontrar! Hacía tanto que no te veía, cuéntame qué tal todo, ¿por qué dejaste de llamarme?» La voz era de Dolores, una de las más extravagantes conocidas de Mauro. La había conocido cuando estaba entregando unas mercancías en un supermercado. Intercambiaron algunas palabras y el interés que sintieron fue mutuo. Él presentía que tenía enfrente a una mujer sin prejuicios y ella pensaba que un tipo como Mauro era lo que necesitaba para extrovertirse en todos los sentidos. Lola era muy abierta, pero tenía un enorme defecto que la aislaba de los demás. Era su insensibilidad ante lo moral y ético. 

Estaba inmunizada contra la conciencia de la cual desconocía su existencia. Esa tarde no pudo contener sus recuerdos y empezó a comentar los magníficos encuentros que habían tenido, las pasiones desbordantes que los habían consumido y, al entrar en detalles, las palabras le causaron tal dolor a Adelina que empezó a parir en la silla en la que se encontraba. Un mar de gritos desesperados llamó a Dios y a la ambulancia para que se llevaran a la parturienta a la clínica de maternidad. En un arrebato de sorpresa, Lola se subió junto con los demás en los coches para ver el final de la historia. Siguió, como era su costumbre, hablando de todo al mismo tiempo. Había personas que no la podían soportar por su agnosia topográfica en el terreno sentimental. Podía decir sin ningún recato cosas que herían la dignidad de las personas. Lastimaba o elogiaba de la misma forma. Por esa condición tan extraña, la gente la rehuía y pensaban, en cierto grado, que era un virus. En efecto, se convirtió en un veneno para la Familia de Mauro, quien lamentó con gran pesar haberse relacionado con ella. La primera manifestación de inmoralidad fue la comparación del bebé con un nativo de Asia. Resaltó con lujo de detalle los defectos del niño que, en realidad era normal, y sólo tenía una cara hinchada y las piernas un poco más cortas de lo habitual. Adelina sentía que las palabras de la mujer eran como piquetes de clavos. Cada vez que Lola abría la boca una contracción en la bilis le ponía la saliva de color de sapo a la pobre madre que ya tenía suficiente con los dolores del parto.

Ya no pudieron quitársela de encima y, empeñada como estaba, a reanudar sus relaciones con Mauro, aprovechó la primera noche de ausencia de Adelina para meterse en la cama con el ex repartidor a quien había complacido, sin sopesarlo, en todas sus perversiones durante algunos meses. Los vecinos se enteraron, gracias a la impaciente lengua de la nueva vecina, que había declarado que se quedaría para ayudar al matrimonio con el niño. Se vestía de forma muy vulgar y no paraba de moverse en todo el día. Las personas más recatadas de la cuadra comenzaron a evitarla, sin embargo, ella siempre encontraba un motivo para hacer comentarios o entablar conversaciones que más parecían monólogos. El problema surgió cuando se convirtió en la vocera de las intrigas e infidelidades de los vecinos. Ella misma era partícipe de las traiciones, pues no encontraba ninguna dificultad para revolcarse con los incautos que se sentían atraídos por sus redondas caderas. Era como una trampa para conejos. Muy simple pero mortal. Las señoras vigilaban con asedio a sus maridos. Los niños se habían convertido en espías efectivos que cada cinco minutos delataban la posición del enemigo.

Por su inmunidad a las críticas, su resistencia a los castigos de Dios y los juicios morales, Lola era una especie de enfermedad que le causaba dolencia a todas las personas. Una sinceridad cruda e hiriente salía de su boca con una forma tan natural que el efecto era fulminante. Quienes habían pensado que la verdad no pecaba, pero incomodaba, se arrepentían de haber inventado tal frase, pues en la vida real, esa verdad era como puñaladas asestadas a bocajarro. Pronto se terminó la paciencia y, aunque todos comprendían que era malo atentar contra la salud de una persona, todos estuvieron de acuerdo en desmejorar la condición física de Lola. Así fue como le empezaron a dar quesos rancios, pan con moho, leche en mal estado y, hasta porciones pequeñas de veneno para ratas. No hubo ningún efecto. La Lola seguía sin mostrar mejoras, a pesar de los esfuerzos de la comunidad que ya trabajaba como un equipo unido en una competencia olímpica.

 Los oídos sordos de la intrusa, las críticas y las arremetidas imprevistas de sinceridad tumbaban a todos de las sillas. Como no se podía encontrar una solución adecuada para retirar de la competición a Lola, alguien tuvo la genial idea de asesinarla. Al principio, la idea fue como un sordo estruendo provocado por la caída de un enorme muro, pero al sopesar las cualidades de la víctima aceptaron la resolución. Primero, pusieron cera en el tramo por donde salía Lola para comprar los víveres. No sucedió nada, pero todos escucharon el “¿No podían haber limpiado este sitio? —que a los cuatro vientos gritaba Lola— Alguien podría matarse”, después pusieron un falso escalón, pero por desgracia no se obtuvo ningún resultado. Le tiraron cosas al pasar fingiendo descuidos, pero la providencia se negó a ayudarles. En las discusiones que tenían por las tardes se decían que era imposible rebajarse a la condición de Lola, que la religión no les permitía cometer un pecado capital, los moralistas decían que era anti social lo que se proponían hacer, sin embargo, estaba la urgente necesidad de todos. La tranquilidad y la convivencia dependían de la desaparición de la desagradable intrusa.

Para justificar el acto se hizo una lista de defectos que ameritaban el castigo. “Es pervertida, inmoral, viperina, desconsiderada, imprudente, soez y mal educada”, cada persona aportó una palabra y la hoja en la que se apuntó la prueba contundente era un pliego de cartulina. No hubo más remedio que contratar a un profesional. Se reunió el dinero y se buscó a uno de los más fiables. Volvieron todos felices con la promesa de la ejecución. Sabían que el sábado por la tarde cuando Lola saliera a hacer la compra se encontraría con un individuo que le impediría ir hasta el mercado. Llegó el momento. Apareció un hombre macizo con un bate y la siguió, detrás de él iban los encargados de confirmar que el acuerdo se cumpliría. Vieron con asombro cómo Lola se detenía para acomodarse la falda y después el seco sonido de un hueso roto, luego otro y varios más. Con terror y alegría corrieron en dirección contraria para avisar de los hechos. Se formó el grupo de mujeres vestidas de negro que salieron en auxilio de la pobre mujer que había sido ultimada en un asalto.

Nadie sabía nada. Nadie había visto al asesino y las cosas habían sucedido tan rápido que las descripciones de los testigos eran confusas. Pronto volvió todo a la normalidad, lo único que hacía el aire pesado e insufrible era la presencia del eco de las palabras crudas de Lola que le producían escalofrío a los habitantes del vecindario.

II

La ves tirada, temblando todavía por el dolor de los golpes recibidos. Su cabeza está partida en dos, parece un coco envuelto en mechones dorados y la sangre forma un charco en la acera gris pálida. La has venido siguiendo junto con los otros cómplices, incluso has visto con parsimonia al asesino huyendo y has tenido ganas de detenerlo, empujarlo para que lo atropelle uno de esos autobuses que pasan como demonios por esta calle, pero te has quedado inmóvil, congelado. ¿Se merecía Lola esta muerte? No, no. Es imbécil la pregunta, lo malo es que los demás desconocen los detalles de tu relación. Su falda blanca y su blusa con estampados de leopardo ahora te recuerdan el día que la conociste. Llevaba la misma ropa, claro, ya sabes que es su estilo, las otras prendas eran más vulgares, pero da lo mismo, su imagen jamás se borrará de tu mente.

 Estaba ahí parada, inmutable, como retándote a que le hablaras. Se te hizo un nudo en la garganta y decidiste acercarte. Conforme se reducía la distancia tu vista aguda se iba cerciorando de que tus cálculos habían sido correctos. Sus rechonchas piernas estaban cubiertas del vello de melocotón que percibiste al notar sus excitantes movimientos, luego su mirada sincera, sin complejos, y la pregunta que te puso en jaque “¿Te gusto?”. Sí—le respondiste acercándote a ella para sentir su olor—, claro que me gustas, mira cómo me tienes—, y le mostraste el tamaño de tu deseo. Te cogió, de la mano, ¿lo recuerdas? y te llevó a su casa. Entraste a un cuarto pequeño que recibía la fuerza del sol con una manta amarilla muy bronceada. Miraste su cuerpo como si fuera Galatea y tú la acariciaste como un experto Pigmalión para dejarla sin defectos. Le preguntaste si tenía fantasías y te dijo que la única era la complacencia. Sus palabras sonaban ásperas, sin embargo, eran puras, limpias de segundos sentidos y decían las cosas como eran. Te dejó realizarte en su cuerpo. Jamás habías experimentado nada parecido. Su actitud dócil, a pesar de sus palabras, te volvió loco. Ya no pudiste prescindir en unos meses de su compañía. Sentías lástima por Adelina y te maldecías por ser un cabrón, pero llegó el día que cambió tu suerte. Fue el momento más inesperado de tu vida. La existencia se te estaba viniendo encima como una capa de plomo imposible de sostener, tenías una fuerte depresión y querías suicidarte, según decías, la inflación el poco empleo y las deudas te estaban arrinconando y Luis Ballesteros venía a tu encuentro. No te gustó nada. Con su sonrisa falsa y su peinado ridículo, pero te sorprendió que no se inmutara ante tu uniforme sucio. Habló con mucha confianza y no tardó ni un minuto en despertar tu curiosidad. ¡Qué forma de hablar tenía el muy hijo de…! Caíste redondito, ese mismo día te fuiste a los estudios y, aunque temías no poder dar el ancho por las malas experiencias en la secundaria, todo salió bien. Tres días con sus noches te tardaste en recordar todas las respuestas del concurso. Te maquillaron, te dieron ropa decente, ¿te acuerdas de que descompusiste la tele para que Adelina no te viera salir en el concurso? Sabías que esos días tenía un trabajal y que no hablaría con nadie.

Llegaste como si fueras un conquistador que ha librado duras batallas sabiendo que tenías en el banco un dineral. Se lo confesaste y no te lo creyó ni siquiera cuando la sacaste de la vecindad para llevarla a vivir a un barrio más seguro. ¿Recuerdas los ojos que puso cuando la llevaste a comprar? Te detenía la mano para que no gastaras. ¡Qué inocente, la pobre! Después empezó tu proyecto. Conseguiste cobrar una nueva apariencia y por eso te rebajaron el local del mercado, pagaste mucho menos de lo que costaba haciéndote el chillón. ¡Cómo sufrió Don Paco! ¡Cómo lamentó haberte hecho esa oferta! Lo bueno es que supiste compensarlo después. Cuando todo mundo se enteró por doña Jesusa que tú eras el premiado. “Ese es el afortunado del concurso”—menuda vieja, pensaste, que se la trague la tierra—. Pero no fue así, incluso tuviste que cambiarle el nombre a tu charcutería. Bueno, pero eso te trajo fama. ¿He dicho fama? No, no es verdad. Ese cambio de nombre tal vez fue la razón de que te encontrara Lola. Si se hubiera conservado el nombre “Carnes frías El ardiente”, tal vez no habría pasado nada. Jamás se habría detenido ante un nombre tan estúpido, pero con el que tenía era casi como un imán. Llegó en mal momento. Su sexto sentido le despertó el recuerdo de tus perversiones. Lo sintió en la entrepierna y habló con la voz del pasado. Por desgracia, Adelina estaba retorciéndose por el dolor de estómago y esas palabras la hicieron parir. Viste un río de líquido pegajoso en el piso y saliste despavorido en busca de ayuda. Luego la caravana hacia la clínica. Dolores haciendo comentarios impropios, hablando sin cesar, haciendo predicciones, parecía como si le estuviera rascando las costras a un leproso.

No dejó a nadie en paz. Luego su grito de alegría al oír el chillido del chamaco. “Llora como una niñita preciosa”—dijo enseñando sus torcidos dientes—, pero la desmintió la enfermera y se armó la trifulca en el espíritu de los presentes. Tenías una cara de limón. Albergaste la esperanza de que se fuera, pero se adhirió a ti como una sanguijuela. Te engatusó en la soledad de tu casa. Se quitó la ropa y fue tan convincente que no pudiste resistir la tentación. Lo malo es que no fuiste el único que cayó en sus redes. Empezó a salir con los maridos de todas tus vecinas. Decía cosas que le ardían a unos y otros. Hizo de conocimiento público la impotencia de Don Jorge, la porquería de Doña Pepa y muchas otras cosas más. Le decía cosas indecorosas a los niños y los adolescentes le temían como si fuera una bruja o una hechicera maldita. Causó tanto daño con su falta de discreción que empezaron a fraguar su muerte. Ahora, está aquí, con los ojos perdidos, tratando de decir algo para despedirse del mundo, pero no le salen las palabras. Se le esfumaron por el cráneo partido. En cierto grado es una lástima porque decía las cosas como son. A nadie le gusta eso y, como todos tenemos algo que ocultar, saber que ella lo dirá tarde o temprano produce pánico. Por ejemplo, lo del accidente de la vecina del tercero. En realidad, había tirado a su hermana por la escalera. Lola lo intuyó o lo escuchó por confesión propia de doña Petra y lo dijo sin tapujos cuando las señoras estaban discutiendo en el patio. Hasta las paredes se resquebrajaron al sentir la fuerza del odio que sintió la asesina anciana. Por cierto, que doña Petra fue quien dio la idea de contratar a un matón para deshacernos de Dolores. Eso demuestra sin duda alguna que es culpable de dos asesinatos y, tal vez, haya más. En fin.

La vida vuelve a la normalidad, pero seremos capaces de vivir con la conciencia tranquila. Tu por el momento sabes que no. Que te despertarás las noches sudando, recordando las caricias de Lola y su imagen actual, Se te combinarán en los sueños y tendrás terrores nocturnos. ¡Qué desdicha! Bueno, aparenta que no ha pasado nada y vuelve a tu casa. No es propio que te vean aquí. Deja que sean los demás los que enmugren su alma. 

III

Desde pequeña mostré cualidades poco comunes. Podía distinguir entre las cosas buenas y malas. Si alguien por algún motivo injustificado golpeaba a alguien, yo criticaba esa conducta. Era tal mi visión de las cosas que siempre incomodé a mis padres, hermanos, familiares, amigos y, toda la gente que me rodeaba. Crecí en un círculo de gente pobre, honesta y trabajadora. Siempre valoré la cualidad en mí, de expresar las osas tal y como son. A muchos no les gusta que les digan cuáles son sus defectos. Mi abuela, por ejemplo, siempre ocultó sus piernas zambas desde la adolescencia y nunca se quitó sus faldas, incluso para dormir. No sé cómo pudo mi abuelo vivir sin nunca verle las piernas. Cuando le preguntaban por qué llevaba falda siempre, decía que tenía unas manchas y que no le gustaba mostrarlas. En realidad, yo sabía que sus huesos arqueados estaban más limpios que el agua filtrada, pero estaban muy arqueadas. Un día casi se nos muere de un infarto porque mostré una foto que le había tomado cuando ella se estaba cambiando en su habitación. Siempre consideré que las cosas, por más que se oculten, siempre salen a relucir. Además, el esfuerzo de mantenerlas ocultas es inútil y no merece la pena. Así lo he entendido siempre y por eso no pierdo el tiempo en tonterías. Es mejor la crudeza dicha a tiempo que muchos años después. Mucha gente tendría una vida más tranquila si reconociera que no tiene voluntad o capacidad para ciertas cosas. Eso ayudaría a encontrar otros métodos de ayuda. Recuerdo el caso de mi tío que se fue al ejército y para no entrar en batalla en infantería, dijo que era ingeniero aviador. Lo mandaron a una fábrica a ayudar con los diseños de aviones de guerra, pero no pudo ni con los primeros cálculos. Terminó en un regimiento de ataque del cual no quedó un soldado vivo. Si hubiera reconocido sus deficiencias y hubiera dicho cuales eran sus verdaderas capacidades, le habrían reservado un buen puesto en la artillería o en la marina. Pero no quiso el destino que sus mentiras quedaran sin castigo. Podría citar muchos casos y describirles a cientos de personas que no quisieron reconocer sus defectos. Uno de ellos fue el que ha provocado mi muerte. 

Se llama Mauro Germán. Un buen hombre, en principio, pero estropeado por su enorme cantidad de mentiras que se le acumularon hasta ponerlo en una situación peligrosa. Nos conocimos cuando repartía artículos de oficina. Me gustó por su físico y su energía, se le notaba que gozaba de un sentido común excelente y era práctico. Se me acercó y me hizo proposiciones, le comenté que estaba sola, no tenía urgencias económicas y deseaba complacer algunas necesidades físicas. A él le encantó la libertad que se pudo tomar conmigo. Me contó infinidad de cosas reales de su vida y me propuso cosas indecorosas en la cama. Mi respuesta fue la apropiada, él dijo que no sentiría remordimientos y que su conciencia lo podría dejar dormir. De inmediato adiviné que mentía y se lo dije, le previne de las consecuencias del futuro, pero se sentía demasiado confiado. Gracias al alcohol me confesó infinidad de cosas. Me enteré de sus malos actos, de sus traumas, me convertí casi en su confesora, pero un día desapareció sin decir ni pio. Viví tranquila por un tiempo, pero vi en la televisión el programa de concursos y el premiado era Mauro Germán, me dio gusto verlo y pensé que no sería mala idea buscarlo. No fue fácil porque conseguí la dirección en la que había vivido veinte años y la nueva nadie la sabía allí. En una ocasión pasé en mi cafetera cerca de una calle y lo reconocí, lo llamé por su nombre, pero ni se inmuto, siguió su camino muy tranquilo. Volví unos días después y estuve andando por la zona. 

Cuando ya me había dado por vencida entré en un mercado para buscar algún refrigerio. La casualidad quiso que pasara cerca de un establecimiento de fiambres en el que estaba Mauro acomodando unos quesos y unos chorizos. No pude evitar hablar de nuestra relación, de los gratos recuerdos que tenía de él. Noté que se ponía rojo, pero seguí hablando, luego resultó que su mujer estaba sentada en una silla y yo no la podía ver desde donde me encontraba. Ya no podía ocultar nada y me sorprendí de que la mujer empezara a echar agua, era porque se le había reventado la fuente. Me ofrecí a ayudar de inmediato, vino una ambulancia y llegamos a la clínica varias personas, entre las cuales, iban muchos incultos e inútiles que sólo molestaban. Me quedé unos días para apoyar a Mauro que se encontraba en una situación difícil. El parto había sido duro y había estado a punto de perder a su mujer. En el piso, Mauro se desplomó, me confesó que había cambiado, que trataba de llevar una vida familiar, pero que las tentaciones lo obligaban a mentir. Eran como los resortes de un viejo colchón que le interrumpían el sueño por la madrugada. Me ofrecí a ayudarle y él me pidió compasión, era sincero y accedí. Lo echaba, también de menos, por eso empezamos a copular. Luego fuimos a recoger a Adelina con el niño, pero los rumores ya se habían propagado como una plaga. Andábamos en boca de todos. No lo negué y muchos hombres me comenzaron a cortejar como si fuera una mujer de la calle. Les dije sinceramente lo que pensaba de ellos y lo único que logré fue hacerme de enemigos. Las mujeres empezaron a verme con malos ojos. 

Oí cosas en la iglesia, en las calles, en la plaza, centro de reunión de las chismosas del barrio, y no pude callarme. Respondí a sus intrigas con la evidencia de sus defectos y se enfadaron tanto que no me pudieron perdonar. Al final, supe antes de ser asesinada, que el hombre que me perseguía a discreción había sido contratado para eliminarme. Le iba a decir hasta de lo que se iba a morir, pero un golpe seco en la cabeza me lo impidió.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Maleantes

Su destino viajaba a ciento diez millas por hora en el lado opuesto. Si le hubieran dado el problema de aritmética, habría sabido que era suficiente reducir la velocidad un poco y eso le evitaría una gran pérdida, pues no convergería con el psicópata que le cambiaría la vida. Había discutido con su novia y la furia lo incitaba a pisar con más fuerza el pedal. Marisa estaba enfadada, no podía entender la obstinación de su novio. Había empleado una semana entera para organizar un viaje a Europa, se había ilusionado con la idea de conocer París y Venecia, pero sus planes se derrumbaron cuando recibió la negativa de Alberto. Tenían pocos conflictos y la relación, a pesar de tener sus altibajos, era buena. Sólo había una cosa que no encajaba. Era la terquedad con la que Alberto defendía sus ideas. Tal vez no fueran malas las resoluciones de su pareja, quizá fuera mejor ahorrar y pensar en el futuro, pero y ¿el presente? Había que vivir el momento porque el futuro es muy incierto e impredecible. La prueba estaba en que, desde que habían comenzado la relación, todos los augurios habían fallado. La bilis le agriaba la cara. Puso música y la mirada reprobatoria de Alberto la alegró. ¡Jódete, cabrón! —pensó ella, mirándolo de reojo.

En otro coche azul, se lo habían robado para asaltar un banco, iban tres locos. Las cosas habían salido bien. No habían dejado heridos. Nadie les había visto la cara y estaban en la carretera con poca gasolina y medio millón de dólares en el maletero. James se había metido mucha coca y estaba eufórico. Sus compañeros John y Garry le pedían que bajara la velocidad, pero era inútil. Necesito que cojamos impulso, tarados—gritaba James como si fuera montado en un caballo—. ¿No ven que ahí está la gasolinera? Si tomamos vuelo, el coche llegará por inercia. Era verdad, apenas pudieron acercarse hasta el surtidor y meter el dispensador en la boca del depósito. Empujaron el auto unos metros. Estaba un chico atendiendo, su padre se había ido a comer y lo había dejado de encargado pensando en que no pasaría nadie por allí a esa hora. Garry, al darse cuenta de que el sitio estaba sin resguardo abrió el refrigerador y les repartió cervezas a sus compañeros. Exhalaron satisfechos los tres y se miraron con alegría. ¿Están pensando lo mismo que yo? —preguntó John dibujando unas curvas en el aire. Los tres gritaron eufóricos. En ese momento llegó otro coche y sus miradas se dirigieron hacia él. Vieron salir a una chica rubia bajita, pero con buen aspecto. Tengo una idea—susurró James— ¡Tráiganla para acá!

El chico había terminado de repostar el coche de los maleantes y se dirigió a Alberto para pedirle que le diera las llaves de su coche. En ese momento se acercaron a Marisa Garry y James mientras que John le asestó un fuerte puñetazo a Alberto, quien casi perdió el sentido por el impacto, después las patadas se encargaron de desconectarlo. Arrastrándolo lo metieron en un armario con herramientas y cerraron el viejo candado que colgaba de la cadena. Le habían puesto cinta adhesiva en la boca y le ataron las manos. Estaba adormilado y el dolor lo atosigaba. La posición en la que se encontraba era muy incómoda por la estreches del mueble. Le era imposible tratar de ponerse en pie. Escuchó las voces de los compinches. Oyó claramente las malas intenciones que tenían, cerró los puños y apretó los dientes. Hizo un esfuerzo sobrehumano para separar las paredes del armatoste metálico, pero fue inútil. Llegaron los gritos de Marisa, imploraba misericordia. Se oyó un chillido del gasolinero a quien hicieron callar con un golpe.

Pasaron unos minutos horrendos de impotencia, lujuria, perversión y crueldad. Después risas y aullidos de la horda de delincuentes que salió alegremente para montarse en su vehículo. Se oyó el rugido de un motor, luego una orden y la música de una radio que se fue alejando con rapidez. No había mucho ruido y Alberto alcanzó a escuchar los sollozos de Marisa que estaba tirada en el piso. Pidió ayuda y después de unos minutos se dio cuenta de que alguien estaba metiendo la llave en el candado. Vio al chico. Tenía un cardenal en el ojo y su rostro inocente estaba blanco. Le ayudó a incorporarse y librarse de las ataduras y el scotch. Alberto clavó su mirada en el cuerpo que yacía desnudo y se acercó.

Gafe

Hacía un calor infernal. El sol era abrumador, sobre todo, a mediodía. Pasaban pocos coches por la carretera y José estaba leyendo los apuntes que le había prestado Francisco en la universidad. Tendría pronto su examen de filosofía y pensaba que sería mejor morirse de una vez por todas. Será sencillo—se repetía—, sólo me dejaré desecar por el sol y me convertiré en un cuero seco.
No podía hacerlo porque llevaba la carga de su familia. Había decidido trabajar todo el verano para sacar algunas monedas y curar a su madre que padecía una enfermedad peligrosa. No todo es tan malo—pensó mirando el horizonte, tratando de distinguir si la nubecilla que se levantaba a unos kilómetros era por causa de un automóvil y no por un pequeño torbellino de los que lo distraían siempre con la esperanza de ver gente. Tenía un deseo enorme de conversar con alguien que no fuera Mario, el dueño de la gasolinera, quien nunca estaba allí, pero había decidido pasar dos meses vigilando a su nuevo empleado.

José sabía que se iría pronto y cuando las tardes eran más frescas, se imaginaba que era el gasolinero de la película “El cartero siempre llama dos veces”. Se imaginaba a una mujer que era un híbrido de Lana Turner, elegante y sensual a la vez, con la imagen de su adorada Jessica Lange de sonrisa excitante y enormes piernas blancas. Él no era Nicholson ni John Garfield. Prefería ser él mismo en su pantalla imaginaria. No tenía mala pinta y hacía deporte. Su único problema era la timidez. Cuántas chicas en la universidad le habían insinuado cosas, cuántas, aunque no las más bellas, lo habían besado en las fiestas de su amigo Paco, cuántas no estarían dispuestas a todo por conquistarlo; sin embargo, él se avergonzaba y, hasta la mujer más fea, le hacía temblequear las piernas. Deseó ser un caradura para poder escudriñar en la intimidad de las mujeres y poseerlas, pero le era imposible. 
Notó que la estela de polvo era de un coche. De buena marca, descapotable, rojo y, para colmo de males, de línea deportiva excepcional. Se detuvo ante las bombas de gasolina y una chica con el pelo escondido bajo un sombrero y gafas le ordenó llenar el depósito. José la miró con cordialidad y le indicó que el baño estaba a la derecha de la gasolinera. La chica se fue meneando las caderas y balanceando su bolso. Volvió cuando José estaba limpiando el coche. Se encontraba de cuclillas y al levantar la vista se estrelló con una falda ajustada y unas piernas regordetas.

—Este sitio está más solo que un huérfano en el día de la madre, ¿verdad?
—Sí—contestó José sin levantar mucho la cara—, así parece.
—No trabajaría aquí por nada del mundo.
—Bueno, por fortuna estoy yo para eso, ¿no crees? —Ella se quitó las gafas y lo miró con atención, quiso decir algo, pero movió la cabeza para sacudirse la pregunta.
—A decir verdad, preferiría esto a ir a ver a mi amiga.
—¿Por qué? Si es tu amiga, deberías estar contenta, ¿no?
—No te creas. Todo ha sido un pequeño error. Hace poco salí del closet, o el plascard, o como le digan aquí.
—Querrás decir del armario.
—Sí, así es. Embriagada y, al lado de Marisa Cardenale—al oír este nombre, José vio la imagen de una famosa millonaria del cine—, tuve la fantástica idea de declarar que me gustaban las mujeres y ya ves…
—¿Quieres decir que la Cardenale es tu amante?
—Sí, sí, pues qué otra cosa. Es famosa por eso, ¿no? Es de suponer que en este rincón del infierno no te enteres de nada.
—Pero, tendrás solvencia…—La chica dejó con las palabras en la boca a José interrumpiéndole con el índice en los labios.
—¡Para qué carajos me sirve!
—Bueno, no tienes que trabajar en lugares míseros como yo.
—No, claro, pero no soporto mi conciencia.
—¿Por qué? No tiene nada de malo.
—No es por eso. Lo que pasa es que he descubierto que me gustan más los hombres. Y ¿sabes…? —José movió las manos indicándole que no se lo imaginaba—. He recorrido estos cincuenta kilómetros pensando en mi venganza. Necesito acostarme con alguien me haga odiarla.

José se puso rojo y cuando ella le preguntó si había un cuarto, él afirmó. Se imaginó su cuerpo desnudo, pero al llegar a la caja la chica le hizo la proposición al asqueroso Mario.