jueves, 2 de noviembre de 2017

Maleantes

Su destino viajaba a ciento diez millas por hora en el lado opuesto. Si le hubieran dado el problema de aritmética, habría sabido que era suficiente reducir la velocidad un poco y eso le evitaría una gran pérdida, pues no convergería con el psicópata que le cambiaría la vida. Había discutido con su novia y la furia lo incitaba a pisar con más fuerza el pedal. Marisa estaba enfadada, no podía entender la obstinación de su novio. Había empleado una semana entera para organizar un viaje a Europa, se había ilusionado con la idea de conocer París y Venecia, pero sus planes se derrumbaron cuando recibió la negativa de Alberto. Tenían pocos conflictos y la relación, a pesar de tener sus altibajos, era buena. Sólo había una cosa que no encajaba. Era la terquedad con la que Alberto defendía sus ideas. Tal vez no fueran malas las resoluciones de su pareja, quizá fuera mejor ahorrar y pensar en el futuro, pero y ¿el presente? Había que vivir el momento porque el futuro es muy incierto e impredecible. La prueba estaba en que, desde que habían comenzado la relación, todos los augurios habían fallado. La bilis le agriaba la cara. Puso música y la mirada reprobatoria de Alberto la alegró. ¡Jódete, cabrón! —pensó ella, mirándolo de reojo.

En otro coche azul, se lo habían robado para asaltar un banco, iban tres locos. Las cosas habían salido bien. No habían dejado heridos. Nadie les había visto la cara y estaban en la carretera con poca gasolina y medio millón de dólares en el maletero. James se había metido mucha coca y estaba eufórico. Sus compañeros John y Garry le pedían que bajara la velocidad, pero era inútil. Necesito que cojamos impulso, tarados—gritaba James como si fuera montado en un caballo—. ¿No ven que ahí está la gasolinera? Si tomamos vuelo, el coche llegará por inercia. Era verdad, apenas pudieron acercarse hasta el surtidor y meter el dispensador en la boca del depósito. Empujaron el auto unos metros. Estaba un chico atendiendo, su padre se había ido a comer y lo había dejado de encargado pensando en que no pasaría nadie por allí a esa hora. Garry, al darse cuenta de que el sitio estaba sin resguardo abrió el refrigerador y les repartió cervezas a sus compañeros. Exhalaron satisfechos los tres y se miraron con alegría. ¿Están pensando lo mismo que yo? —preguntó John dibujando unas curvas en el aire. Los tres gritaron eufóricos. En ese momento llegó otro coche y sus miradas se dirigieron hacia él. Vieron salir a una chica rubia bajita, pero con buen aspecto. Tengo una idea—susurró James— ¡Tráiganla para acá!

El chico había terminado de repostar el coche de los maleantes y se dirigió a Alberto para pedirle que le diera las llaves de su coche. En ese momento se acercaron a Marisa Garry y James mientras que John le asestó un fuerte puñetazo a Alberto, quien casi perdió el sentido por el impacto, después las patadas se encargaron de desconectarlo. Arrastrándolo lo metieron en un armario con herramientas y cerraron el viejo candado que colgaba de la cadena. Le habían puesto cinta adhesiva en la boca y le ataron las manos. Estaba adormilado y el dolor lo atosigaba. La posición en la que se encontraba era muy incómoda por la estreches del mueble. Le era imposible tratar de ponerse en pie. Escuchó las voces de los compinches. Oyó claramente las malas intenciones que tenían, cerró los puños y apretó los dientes. Hizo un esfuerzo sobrehumano para separar las paredes del armatoste metálico, pero fue inútil. Llegaron los gritos de Marisa, imploraba misericordia. Se oyó un chillido del gasolinero a quien hicieron callar con un golpe.

Pasaron unos minutos horrendos de impotencia, lujuria, perversión y crueldad. Después risas y aullidos de la horda de delincuentes que salió alegremente para montarse en su vehículo. Se oyó el rugido de un motor, luego una orden y la música de una radio que se fue alejando con rapidez. No había mucho ruido y Alberto alcanzó a escuchar los sollozos de Marisa que estaba tirada en el piso. Pidió ayuda y después de unos minutos se dio cuenta de que alguien estaba metiendo la llave en el candado. Vio al chico. Tenía un cardenal en el ojo y su rostro inocente estaba blanco. Le ayudó a incorporarse y librarse de las ataduras y el scotch. Alberto clavó su mirada en el cuerpo que yacía desnudo y se acercó.

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