martes, 29 de septiembre de 2015

Registro 220/160

Sístole y diástole habían sido para él dos términos para crear poesía en los ratos de ocio, sin embargo cuando se le convirtieron en adjetivos su vida cambió porque afectaron su tensión arterial. Se lo había dicho el doctor varias veces.

 “¡Hombre! Sr. García, usted se quiere matar. Tómese unas vacaciones, en caso contrario, va a terminar con una apoplejía”.

 Fue el inútil consejo que le dio el doctor antes de que perdiera la razón en un ataque de nervios sufrido por su estrepitoso ritmo de vida.

Celerino García era un egresado de la facultad de gestión y dirección de empresas, tenía un gran futuro y ya había conseguido su primer empleo en una empresa nacional. Su novia Agatha Mercado, una chica muy perspicaz que gozaba de un único atractivo, que no era físico sino de actitud y determinación, había conseguido permanecer al lado del inquieto muchacho especialista en marketing y se había convertido en su mujer. Así, el joven matrimonio empezaba su primer capítulo de la vida conyugal con una estabilidad económica, un futuro prometedor y una relación amorosa estable.

 Celerino siempre había sido una persona rápida de reflejos y pensamientos, era muy previsor y planificaba todo con detalle, podía trabajar mucho, pero si se ejercía demasiada presión psicológica sobre él se bloqueaba y empezaba a dejarse martirizar por los nervios. En los demás aspectos era una persona con muchas cualidades: guapo, alto y con una educación excelente, pues sus padres se habían encargado de proporcionarle todo lo necesario para convertirse en un hombre ideal. Había en su personalidad un aspecto que podría tener dos valoraciones: una buena y otra mala. La primera era que le gustaban mucho las mujeres y dicha característica sería lo que le acarrearía el problema del que no se pudo librar; la segunda era que, cuando hacia un compromiso, lo tomaba como algo irrefutable y mientras no cumpliera con su obligación no descansaba.

El día en que tuvo una relación sexual con Agatha ella le preguntó si se casaría con ella, pero por la forma de la pregunta y la respuesta, hubo un no de parte de Celerino, el cual se convirtió en un sí, según la lógica de la astuta novia. A los tres meses, cuando se hizo público que Agatha estaba embarazada, se celebró una boda subvencionada por la familia Mercado que se empeñó en solventar todos los gastos. Como no hubo más remedio que aceptar, los García se resignaron a la imposición del elegante e influyente padre de la joven consorte.

Celerino presintió que su vida matrimonial tendría algunos inconvenientes. El primero de ellos se le presentó en la despedida de soltero, en la que una colombiana, de cualidades exquisitas, le proporcionó los fundamentos de su duda; ya que al comparar las piernas, pechos y caricias de la caribeña con las de su futura esposa supo que nunca tendría un lecho a la altura de sus necesidades. Se prometió a si mismo que trataría por todos los medios de compensar lo que le hiciera falta para realizar sus fantasías eróticas.

La primera noche de bodas fue dedicada a los sueños y la ternura. Agatha se comportó como una sumisa geisha y complació todas las peticiones de su marido. Conforme iba pasando el tiempo y el vientre de la señora de García iba creciendo, las relaciones sexuales iban aminorando. Celerino decidió que era el momento más propicio para consolidar su carrera profesional, así que le empezó a dedicar doce horas al trabajo. Con ese nuevo régimen descubrió que evitaba los empalagos con su mujer y se desprendía de cualquier fantasía que lo pudiera asaltar por la noche, ya que terminaba muerto de cansancio. El trabajo excesivo le trajo el progreso esperado.

Uno de los socios más importantes de la empresa en la que trabajaba Celerino se fijó en la eficiencia del promotor de ventas de equipo hidráulico y le propuso que creara su empresa propia. Que pidiera un préstamo al banco y que se dirigiera a él para darle una lista completa de clientes que estarían dispuestos a comprarle su maquinaria y equipo.

 “Es usted una persona muy buena para las ventas, Celerino, no eche en saco roto lo que le digo. Mire, por lo regular no doy consejos, pero si se queda aquí no llegará nunca a ser director y cuando ya no sirva o consigan a otro más joven que usted, lo echarán sin ni siquiera darle las gracias. Piénselo y llámeme”.

 Como Celerino era por naturaleza muy emprendedor se puso en contacto con el señor Márquez y le pidió consejo para empezar su proyecto. En cuestión de tres meses ya tenía organizada una pequeña firma en la que volcó todo su interés y cuidado. Progresó y empezó a recibir ganancias en un periodo muy breve. Su mujer estaba feliz y se sentía orgullosa, su hijo ya tenía un año de edad y le daba infinidad de satisfacciones cuando lograba mostrar algún progreso en su desarrollo. Agatha era una madre disciplinada que respetaba todos los horarios de las comidas, los masajes, los paseos y las siestas que necesitaba su hijo. 

Todo iba viento en popa y los abuelos estaban encantadísimos.
Un día la señorita Patricia, secretaria de Celerino, le comunicó que renunciaba porque tenía planeado irse de la capital y vivir con su marido en el estado de Veracruz, donde sus familiares tenían una empresa de venta de café y azúcar. Él la felicitó y le pidió que le recomendara a una amiga para que la sustituyera en el trabajo.

 “No es necesario que tenga mucha experiencia” —le dijo Celerino—. ”Lo importante es que tenga ganas de aprender y sobre todo que sea una persona de absoluta confianza”.

La señorita Patricia envió a una amiga con la que tenía buenas relaciones pero que evitaba porque cada vez que se la presentaba a alguien, a ella, la pasaban automáticamente al segundo plano. Era porque su amiga Nereida tenía un atractivo especial. No era muy inteligente pero las personas, en su mayoría los hombres, se sentían atraídos por su voz, su forma de moverse y su áurea magnética que causaba una fuerte sofocación en el estómago. Era suficiente tenerla de adorno en algún lugar para atraer cualquier cosa. 
Cuando la vio Celerino quedó encantado, pero en ese momento no la vio como mujer, sino como la persona que le solucionaría los desórdenes de su horario de entrevistas y de toda su agenda. Fue el primer gran error que cometió, pues más le habría valido rechazarla porque la imponente Nereida era como una enfermedad. Aunque le habría sido imposible dejarla ir porque la atractiva mujer, con su sumisión y belleza, era un misterio por descubrir para todos los hombres. Si la rechazaban, los atormentaba la duda y, si se relacionaban con ella, les era imposible prescindir de su presencia. Así que el destino quiso que se enrollara con su secretaria.

Fue una tarde muy especial en la que se anunció la devaluación de la moneda y Celerino explotó porque sabía que su deuda con el banco se había triplicado en dólares. Pasó media tarde consultando a sus amigos con los que discutía la forma de presentar una reestructuración de su adeudo, o una rescisión de contrato, o una tregua. Le faltaba muy poco para liquidarla pero con el nuevo tipo de cambio los trecientos mil dólares restantes, se habían convertido en casi un millón, lo que hacía desaparecer el dinero que había pagado con anterioridad. Otra cosa que lo tenía de muy mal humor era que los intereses también subían y que en el país empezaría una crisis que le impediría saldar lo que debía.

 Maldijo mil veces al señor Márquez por haberlo metido en aquel laberinto sin fin. Se acercó a su escritorio y por descuido derramó sobre la falda de su secretaria la caliente taza de café que ella le ofrecía. Apenado se disculpó y Nereida, que tenía una piel muy delicada y no podía resistir el agua cafeinada hirviendo, se despojó de la falda allí mismo. Celerino no pudo evitar verla semidesnuda y comenzó a sudar. De pronto, desaparecieron todos los problemas y las fantasías más intensas de los sueños del guapo Celerino comenzaron a estrellársele en los ojos. Nereida se sobaba las piernas en un intento inútil de mitigar el ardor.

 “Lo siento mucho, Nereida, déjeme ayudarle”. —Le decía con voz exhausta y apasionada. Ella se calmó y se quedó mirándolo con una actitud sensual. Se había transformado por completo en un objeto de deseo que ocasionó que Celerino perdiera el control. Se le lanzó y la llevó en vilo al diván donde los clientes habitualmente lo esperaban, la acarició hasta la saciedad, se unieron sus labios y continuaron por el sendero vertiginoso de la pasión.

 Cuando Celerino llegó a su casa. Agatha estaba temblando de terror. Había hablado con su padre y sabía que una tormenta de desgracias económicas se avecinaba sobre su tejado. Se sorprendió de sobremanera cuando vio a Celerino tan contento y sonriente.

—¿Pero que no te has enterado?

—¿De qué?

—¡De la devaluación! ¡¿Qué vamos a hacer?! ¡Nos vamos a morir!

—Cálmate, ya se encontrará una solución.

—Pero mi padre dice que es impagable. Nos va a carcomer a todos esta deuda.

—Eso ya lo veremos.

Celerino se fue a dormir y Agatha recobró el control porque, al ver la confianza que tenía su marido, pensó que tal vez las cosas no fueran tan graves y que su brillante esposo tenía una puerta para escapar en caso de urgencia. Cenó y se fue a dormir con él.

 Al día siguiente, cuando todo el mundo estaba enloquecido con los nuevos precios y las noticias alarmantes sobre el futuro de la economía, Celerino se ocultó todo el día en un hotel para gozar de la compañía de su secretaria. El único tema relacionado con el trabajo que trataron fue el del horario. Les preocupaba más no sobrepasar la hora de salida que el desmoronamiento financiero de toda una nación. Cuando Celerino salió por fin de su letargo, se tuvo que enfrentar con las facturas de los servicios que había contratado. Le llegó un nuevo contrato de su deuda reformulando las condiciones de pago. Supo que su suegro estaba a punto de suicidarse y que sus padres no sabían qué hacer con los gastos de su casa. Empezó a tomar fuerza un torbellino de locura que fue mermando la felicidad de Celerino. 
Se sentó un momento para razonar y decidió que saldría adelante y que pagaría todo hasta el último centavo. Se trazó un plan de trabajo y puso manos a la obra.

Fue al banco a informarse de las nuevas condiciones de pago, presentó una prórroga y trazó su línea de ataque. Habló con todos su clientes y les proporcionó la posibilidad de hacerle los pagos con bienes inmuebles, a sus acreedores les propuso un plan liquidación más cómodo y seguro, habló con su mujer para economizar hasta el último quinto. Todo resultó a pedir de boca, pero Celerino tuvo que trabajar más de trece horas diarias incluyendo el fin de semana porque uno de sus mejores amigos le había recomendado meterse a la bolsa de valores y especular con las divisas y las acciones. El resultado fue positivo pero requirió de una atención constante de las fluctuaciones de todo tipo de paridad del dólar, la compra y venta de acciones y las variaciones en los precios de las materias primas.
 La relación conyugal se vio muy afectada por las actividades de rescate económico que realizaba Celerino. Agatha sentía que la atención de su amado cónyuge era mínima y se encerraba a llorar a solas su abandono. La desgracia le acentuó ese sentimiento de infelicidad. Un día llamaron muy de madrugada para anunciarle el fallecimiento de su padre. El pobre hombre no había sido tan fuerte ni tan ingenioso como su yerno y había perecido bajo la presión de todos los cuervos que le sacaron los ojos.

“Es tu padre, Agatha, no resistió la presión”. Le había dicho su madre berreando de dolor. Agatha se desmayó y se pudo recuperar solo cuando se disponía a asistir al sepelio. Ese mismo día Celerino recibió una llamada de urgencia y no pudo acompañar a su mujer a ver a su madre, pero le prometió asistir al velorio más tarde. Por circunstancias inexplicables de la naturaleza humana, y en particular la femenina, Nereida no había podido dormir porque añoraba la compañía de Celerino del cual se había enamorado desde el primer momento y estaba más que satisfecha con la relación con su amante. Sólo que la cercanía y la dependencia que se había acentuado en los dos, la obligaba a luchar con todas sus fuerzas por él. Así que una vez que ya había decidido separarlo de su esposa, se preparó para matar de placer al agitado Celerino que apenas podía sobre llevar toda la carga de su economía insana.

—Celerino, te necesito. No he podido dormir. Quiero tenerte ahora mismo.

—Pero cómo es posible. ¡Mire no, no, no puedo…!—dijo Celerino actuando porque había notado la mirada sangrienta de Agatha que era como un aviso de que ni se le ocurriera faltar al entierro de su padre.

—No finjas, mi amor, nos vemos donde siempre.

—Bueno, pero solo estaré con usted unos minutos, ¿Sabe? Se ha muerto mi suegro. No puedo faltar…

Agatha colgó el teléfono con mucha violencia y soltó sus sentimientos en un cordel de gritos:

—Eres un miserable. Después de todo lo que mi padre hizo por nosotros. Ni se te ocurra irte porque te mato.

—Mi amor, de este encuentro depende todo nuestro futuro, si no voy nos quedaremos en la ruina.

—No me salgas con historias. Ve otro día. ¡Eres un miserable!

Celerino abrazó a su esposa, la tranquilizó estimulándola para que sacara todo el dolor y con voz suave le dijo que se tardaría muy poco y llegaría a tiempo para recibir las condolencias de todos los familiares y conocidos. Después se fue.

Tuvo un encuentro inolvidable. Descubrió los secretos más ocultos del placer. Nereida le hizo ver el paraíso. Abrazada en su regazo le juró fidelidad eterna y prometió nunca dejar de complacerlo. Celerino se dirigió al velorio de su suegro y al llegar caminó con determinación hasta el ataúd y permaneció cinco minutos inclinado balbuceando cosas que nadie acertó entender. Se dio la vuelta y fue directamente a ver a su suegra y a sus padres. Llevaba una sonrisa esplendorosa, producto de los eróticos recuerdos de su encuentro con Nereida, los cuales no se borraban de su mente y parecían continuar un desarrollo independiente.

—Era un hombre excepcional. Inteligente, noble, bondadoso y con mucha personalidad. Tenía siempre lo que uno necesitaba, es más, adivinaba los deseos de sus seres queridos, se desvivía por ellos. ¡Fantástico! ¡Un hombre así merece un altar!

Agatha lo cogió con fuerza y lo sacó a un patio para hablar con él.

—¿Qué te pasa idiota? ¿No sabes que mi padre siempre golpeaba a mi madre? ¿Cómo se te ocurre? ¡Eres un imbécil!

Celerino estaba embelesado por los recuerdos de Nereida y con voz tierna calmó a Agatha que estaba fuera de control. Volvieron a la sala y Celerino recibió con una actitud positiva y de agrado los pésames.

Después del trágico funeral, Agatha, comenzó a sospechar de su marido. Hasta ese día Celerino había hablado por teléfono con toda libertad y nunca había tenido que darle explicaciones a Agatha, sin embargo, el sexto sentido de su mujer se despertó con ansias de científico. Una mañana Celerino vio a su mujer revisando sus documentos, teléfono, notas, correo electrónico y demás medios de comunicación que usaba. Lo comprendió rápido. Estaba buscando a Nereida. Por fortuna, no se conocían en persona y Celerino había evitado en sus conversaciones mencionar a su secretaria, sin embargo ahora estaba impregnado tanto de ella que su mujer la olía en su piel.

—¿Tienes una amante desgraciado?

—¿Cómo dices?¿Estás mal de la cabeza o qué? ¿No te prometí amor eterno en el altar? ¿No me esmero por sacar a nuestra familia adelante? ¿Cómo voy a estar con alguien? Si ni siquiera tengo fuerzas para satisfacerte, ¿Crees que voy a andar por allí buscando problemas? ¿Para qué?

—Pues, ten cuidado porque si te encuentro algo te mato.

Celerino sabía que su mujer sí era capaz de matarlo porque era descendiente directa de revolucionarios y su abuela había sido como una de esas famosas Adelitas de armas tomar. Lo sobrecogió el miedo porque sabía que no iba a poder divorciarse de ella y la famosa frasecita lapidaria “Ni conmigo ni sin mí” sería su condena si lo intentaba. Pensó que sería mejor convencer a Nereida, pero en cuanto pensaba en ella su deseo crecía sin control y le importaba muy poco lo que pudiera pasar. Por eso empezó a ocultar a su amante a toda costa. Nereida estaba acostumbrada a contactarse con él con libertad. A cualquier hora mandaba mensajes y llamaba sin escrúpulos, incluso cuando Agatha cogía el teléfono ella cambiaba la voz para que pareciera la de una mujer tonta, no se limitaba en su esfuerzo por robarse a Celerino.

 Para Celerino cambió la vida. Tenía la presión de la deuda, la opresión de su mujer que lo seguía como investigador privado y, además, lo arrebataba de la realidad la ensoñación en cuanto oía la voz de su amante.

—Quiero que dejes a tu mujer.

—Pero, Nereida, ¿A qué viene eso? Se supone que estaba todo muy claro. ¡Somos sólo amantes!

—No. No. Para ti yo soy tu amante, pero tú para mi eres mi esposo. ¡Déjala y vente conmigo!

Hasta ese momento, Celerino, había superado todas las presiones habidas y por haber. Muchos de sus amigos se habían suicidado por el impago de su deuda. Otros se habían escondido como ratones y sólo él había podido sobresalir gracias a su trabajo incansable. Ahora afrontaba el peligro más grande que jamás hubiera imaginado.
 Dos fuerzas titánicas se habían unido para destrozarlo y así fue. Por un lado, estaba la amenaza real de sucumbir apuñalado a manos de su esposa, quien no descansaba día y noche en su afán por descubrir a la amante de su marido y, por otro lado, estaban el deseo y el placer inevitables que le imponía su secretaria.

 Lo primero que perdió fue esa sonrisa de satisfacción sexual que lo acompañaba a todos lados, producto de la imagen de Nereida desnuda gritando por causa del placer compartido, después extravió su frialdad y certeza en las decisiones, luego despareció la potencia física y el control de sus supuestos nervios de acero, por último, se esfumaron los consejos de su doctor que no había querido seguir. Se levantaba por las noches temblando a la espera de que su mujer pudiera coger su teléfono móvil que no paraba de engordar con los mensajes de Nereida. Tenía que ocultar cualquier huella que delatara su relación con la mujer fatal e insaciable, mientras ésta, se esmeraba en complicar las cosas armando escándalos y exigiendo su compromiso total. Celerino perdió rápidamente el pelo, encaneció de un día para otro y soportó con valor el acechó de sus dos mujeres.

Un día salió decidido a liberarse de sus males. Se levantó pronto, le dio un beso a su hijo que seguía dormido. Se midió la tensión arterial con el manómetro. Tenía 220 de sistólica y 160 de diastólica, su hipertensión iba más allá de los límites humanos y por eso su cabeza explotó e hizo saltar en añicos la conciencia y la razón. Salió sin rumbo fijo. Lo único que dejó fue una estela de frases imperativas que lo urgían hacia algún lugar que la gente desconocía, pero que se podía adivinar por la repetición contante de dos frases:

¡Rápido, vayámonos, tenemos que escondernos! ¡Rápido, te digo, tenemos que desaparecer!








miércoles, 23 de septiembre de 2015

El odio de Ate


Natiela Stkaya tenía treinta y cinco años de edad cuando descubrió que su nombre no figuraba en los archivos de la casa de maternidad en donde había nacido. La causa no se debía a ningún suceso imprevisto o a alguna catástrofe, ni mucho menos al descuido de las enfermeras. Cuando preguntó por el doctor que le había atendido el parto a su madre le dijeron que efectivamente el partero Khlapov había anunciado, a las tres y cuarto de la madrugada, el nacimiento de un niño el día 17 de abril del año 1989. El nombre de los padres figuraba, pero por desgracia no coincidía con los suyos, hecho que descartaba que, por alguna razón, hubiera nacido como niño y se hubiera convertido después en mujer. A pesar de que le dedicó muchas horas a las pesquisas fue imposible obtener algo que le aclarara la confusión.

Natiela era una mujer de apariencia habitual e, incluso, guapa, pero quiso la naturaleza que fuera excepcional físicamente. Tenía una deformación, o mejor dicho, una inversión de algunos órganos de su cuerpo que la diferenciaban de todos los demás seres humanos de toda la historia de la humanidad. Era por eso que tenía tantas ganas de aclarar su caso y, por eso, había empezado por escudriñar en la clínica dónde había nacido. 
Cada mañana desde hacía unos años se miraba al espejo y trataba de darle una explicación lógica a la distribución de sus órganos. Había hecho miles de hipótesis, pero al fina,l decidió que los ángeles del cielo se habían equivocado con una ecuación y por eso se habían invertido los planos en la acomodación de las partes de su vientre.
Fue a ver a los especialistas en la materia. La respuesta que obtuvo fue un término indefinido que se expresaba como “sobre posición rectal invertida anómala o retroflexión anal”
Los médicos le dijeron que no se tenía conocimiento de algo parecido, pero Natiela insistió en que en algún manual debería haber información sobre dicho fenómeno. Ante la necia negativa de las eminencias, decidió investigar por su parte y, después de terminar su trabajo, se iba a las bibliotecas para buscar en los archivos alguna pista que pudiera mostrarle el origen de su disformidad.

Por lo regular, tenía buenas relaciones con sus jefes pero a parte de ellos, nadie podía enorgullecerse de contar con su aprobación, lo que era un descanso divino porque de haber satisfecho las exigencias de tal mujer, las personas se habrían convertido en sus más íntimas amigas o confidentes y eso sería terrible. Natiela desde la infancia había desarrollado un sentimiento de odio contra todo lo que era ideal, bello, armónico o simplemente estético. En cuanto a su apariencia, Natelia, no podía quejarse. Era un poco rubia, tenía unas facciones que producían curiosidad y excitación en los varones, sus piernas estaban bien formadas y tenía un busto grande que atraía a los hombres ambiciosos, amantes de la abundancia en el cuerpo femenino. Pero en cuanto se desnudaba y trataba de tener una relación sexual con alguien, el resultado era decepcionante y solo algún depravado o experto gimnasta, habrían sido capaces  de inventar una forma para copular con ella sin destrozarle la espalda o lastimarle la cadera. En su primer noviazgo sufrió la decepción que alimentaría su sentimiento misándrico, luego éste se transformaría en misógino y por último en misantropía y una especie de zoofobia.

 ¿Pero qué es eso? ¡Coño! ¿Por qué lo tienes ahí?— le preguntó su novio cuando la vio desnuda, después salió de prisa, de la habitación de un hotel barato en la que se encontraban, echando pestes.

Natiela volcó todo su odio hacia las personas normales y buscó la forma de ser superior a ellas en todos los aspectos. Leía día y noche para demostrarles a sus colegas que eran muy ignorantes, criticaba las decisiones de la gente y planteaba con lujo de detalles las próximas consecuencias de dichas resoluciones. Llegó a rodearse de un halo impenetrable que la protegía de cualquier mala actitud. Empezó a ser temida hasta por el director de su empresa, quien nunca quiso recibirla en su oficina y tenía un empleado que se dedicaba a diseñar horarios y rutas para que no se le cruzara en su camino.
 El desprecio y la aversión se fueron transformando en una necesidad diaria. Para Natiela era habitual maldecir y criticar cualquier cosa. Sin embargo, no sólo se limitaba a criticar lo que detestaba, también decía en voz alta la forma en que se podría destituir a una persona de su puesto y eliminarla bajo un sistema de presión psicológica. Había ocasiones en que simplemente decía que debían ser quemados como en los crematorios fascistas. No se salvaba nadie. 

Terminó aislada y la gente que tenía la desgracia de trabajar con ella o la requería para prestarle un servicio, lo lamentaba por el resto de su vida. Al parecer el sentimiento de aversión hacia los demás la alimentaba porque entre más odiaba, mejor se sentía. Las únicas dos cosas que le impedían blasfemar eran las que se relacionaban con su deformación física y el pánico a desnudarse frente a alguien. Su deshabiliofobia era tal que se había hecho un traje de licra de cuerpo entero sólo para que nadie pudiera verla desnuda en caso de que se decidiera a comprar ropa interior. Se podría pensar que la deformación que tenía por nacimiento la obligaba a usar ropa holgada o blusas larguísimas, pero no llegaba a tanto el problema de su aspecto, pues con solo ponerse unos vaqueros y una camisa se solucionaba el asunto. 
Con respecto a los vestidos, una prenda un poquito ampona, ocultaba por completo su desperfecto. Otra cosa era el olor. Para eso sí era necesario ingeniárselas mejor porque regularmente las flatulencias se le adelantaban y la envolvían en una nube desagradable de sabor pútrido.
 Si las emisiones de gases hubieran sido descargadas por el conducto, o mejor dicho, por el escape habitual, habría podido hacer lo que la gente común hace cuando se echa un pedo y, que es, alejarse lo más posible de la zona contaminada. Natiela no podía hacerlo, puesto que en el momento en que sus intestinos se liberaban del gas, cosa que las personas aprovechaban para identificarla y alejarse de ella, siempre llegaba segundos después de que sus humores les habían dado la voz de alarma a sus posibles interlocutores. Era por eso que se perfumaba sin cesar. Gastaba enormes cantidades de dinero en los frasquitos de aromas de flores y sándalo.

Sucedió que un día que se encontraba hojeando un libro de la antigüedad sobre las malformaciones en seres humanos y monstruos, se encontró un libro sobre los personajes literarios más asombrosos de la literatura. Leyó sobre Gregorio Samsa, Frankenstein, Mr. Hyde, Pinocho, Jean Baptiste Grenoille, Quasimodo, Gollum y muchos más. Cuando ya casi terminaba de leer el libro encontró un personaje interesante que le hizo ponerse tensa porque llevaba su propio apellido.

Tskaya N. Heroína de un cuento fantástico de finales del siglo XX, que lleva el nombre de "El odio de Ate".

No había más información y eso la puso de mal humor. Al día siguiente, empezó a buscar algunas antologías o críticas que la pudieran acercar al susodicho personaje literario que llevaba su apellido y, tal vez, su mismo nombre y, que con seguridad, sería de un autor anónimo porque en caso contrario figuraría el nombre del escritor. 
Pasaron varios meses y sus esfuerzos no se vieron recompensados. Para entonces se le había formado la idea de que tal vez ella misma no existiera pero le pareció una tontería, sin embargo, trataba todo el tiempo de confirmar que no era una aparición ni mucho menos. Se pellizcaba, se hacía masajes, saludaba a algunas personas y les estrechaba la mano con fuerza, olía y tocaba las cosas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para pasar las barreras que le imponía el odio. Al final, hasta logró hacer amistad con una señora emigrante que hacía la limpieza en los baños. Se llamaba Zhuldetz. No tenía familia y había salido de su país para encontrar mejores condiciones de vida. Natiela compartía con la mujer sus impresiones, la comida y las preguntas que la atosigaban cuando empezaba a dudar de la realidad.

— ¿Qué le han parecido las manzanas, Zhuldetz? ¿Verdad que están ricas? ¡Cómase otra, mire que rojas y maduras están! —con esa actitud aprovechaba para tocar, oler y morder la fruta que por fracción de segundos desaparecía de su campo visual.

— ¡Qué barbaridad— decía la encargada de limpieza —, pero si están recién cortadas del árbol!

Con la seguridad que le proporcionaba su amiga, Natiela, podía seguir con su búsqueda en las bibliotecas e Internet. Una ocasión encontró un pequeño ejemplar de unos cuentos de La Charca, grupo literario de autores desconocidos, y lo que vio le provocó un desmayo. El librito tenía en el empastado la palabra Fiambrera. No había índice ni prólogo, en la última página decía, escrito con lápiz, que la tirada había sido de 200 ejemplares y se habían repartido entre los mecenas que auspiciaron la publicación. Con mucho temor, Natiela, abrió el libro en la página treinta y cinco y leyó:

Natiela Stkaya tenía treinta y cinco años de edad cuando descubrió que su nombre no figuraba en los archivos de la casa de maternidad en donde había nacido. La causa no se debía a ningún suceso imprevisto o a alguna catástrofe, ni mucho menos al descuido de las enfermeras. Cuando preguntó por el doctor que le había atendido el parto a su madre le dijeron que efectivamente el partero Khlapov había anunciado, a las tres y cuarto de la madrugada, el nacimiento de un niño el día 17 de abril del año 1989…

¿Cómo es posible?— se preguntó. Leyó con rapidez el cuento hasta llegar al final y cuando se dio cuenta de que estaba precisamente en el momento de la narración dio un grito aterrador que nadie escuchó. Salió a la calle y le preguntó a los transeúntes si la conocían y si pensaban que era una persona, nadie le hacía caso. Perdió el control y comenzó a golpear a la gente, entró a una tienda donde vendían herramientas y se robó un hacha. Por fortuna, la policía llegó antes de que pudiera herir a alguien. No hubo más decisión que la de meterla en un manicomio. Fue aislada por un tiempo pero su agresividad no disminuía. Nadie se atrevía a llevarle comida y dejaron de alimentarla con el fin de que se muriera, sin embargo, no fue así porque un día, en el que alguien recordó su nombre, se abrió de nuevo la cámara donde se encontraba Natiela, pero no se halló nada. Lo único que había en el piso era un empastado de color verde olivo y arrugado en el que había una fiambrera dibujada.



lunes, 21 de septiembre de 2015

El burócrata


Se levantó a la misma hora de todos los días. Durante quince años había llevado el mismo modo de vida. Estaba soltero y por eso no se planchaba la ropa, no la lavaba ni la zurcía, su aspecto era grasoso y desaliñado. Se desayunaba y compartía su abundante piscolabis con los comentadores de las noticias que, aunque día a día le informaban sobre la situación en el país, él no los atendía por su hábito profesional, es que para un empleado como él, lo mejor era aislarse de la influencia externa. Comía con lentitud porque no vivía lejos de su trabajo y aprovechaba hasta el último minuto para saborear el café, sus deliciosos huevos fritos, los grandes bocadillos de embutidos con mantequilla y los bollos con mermelada. En cuanto terminaba su ritual matutino se ponía uno de sus tres lustrosos trajes que por causa del sebo y el sudor acumulado en años, casi brillaban.

 A lo largo del trayecto hacia el ministerio, su buen semblante y humor se iban transformando en sequedad y despotismo para llegar a tono a su oficina. La enorme sonrisa de satisfacción con la que se miraba en el espejo por las mañanas, mientras se peinaba acomodando el pringue del pelo, se iba transformando en un gesto agrio y repulsivo. De lunes a viernes cumplia las mismas funciones y tenía automatizados los gestos, la actitud y las palabras. Estaba a cargo de la revisión de documentos en una casilla en la que las personas obtenían permisos de residencia, licencias de trabajo y otro tipo de salvoconductos que evitaban, en su mayoría, la deportación.
 Era un trabajo duro y requería de una actitud un poco inhumana porque tenía prohibido recibir más de tres o cuatro solicitudes al día. Así que su tarea era buscar excusas para mandar a los solicitantes a conseguir más comprobantes, títulos y sellos. Como la cola de solicitantes era muy larga, en la sala siempre había discusiones, riñas y todos se inventaban argucias para adelantar a los que estaban en los primeros lugares, lo que ocasionaba que la atmósfera fuera muy tensa.

 Había una norma establecida por el sistema administrativo que se había conservado en el tiempo y era la única condición que no se había cambiado, a pesar de que en todos los demás aspectos de la vida habían sido modernizados de forma vertiginosa. Por dicha razón, Lope, recibía inmensidad de insultos cuando alguna persona se veía impedida de su trámite, pues mientras para el encargado de las gestiones era algo rutinario, para la persona solicitante podía representar la pérdida de dinero, esfuerzo, trabajo, familia y muchas cosas más.
Cuando comenzó a trabajar tenía sólo veinticinco años y gozaba de un poder de abstracción envidiable que le permitía resistir cualquier embiste, sin embargo, a los cuarenta y cinco ya no tenía mucha paciencia para soportar a los demandantes que con el paso de los años se habían hecho más agresivos. Desde hacía mucho tiempo se había cubierto con una capa protectora de indiferencia para no pensar en nada que no fueran fórmulas o excusas para rechazar los documentos. Se inventaba con ingenio procedimientos inexistentes en el código civil y, como nadie podía demandarlo o presentar quejas ante sus superiores porque simplemente era imposible, su decisión era imparcial e irrevocable.

 Las quejas a los jefes eran improcedentes y quien se atrevía a declarar ante ellos sus inconformidades, corría el riesgo de perder todos sus derechos ante dicho organismo y jamás volvía a ser recibido. Cuando las personas lloraban angustiadas por no poder resolver sus problemas, Lope, se taponaba los oídos con chapas de insensibilidad y le ordenaba a su mente olvidar el desagradable suceso. Su procedimiento había sido infalible durante dos décadas, pero un día pasó algo que le cambió por completo la existencia.
Estaba revisando los documentos de una mujer, de unos sesenta años, que había cambiado su apellido después de casarse y algunos títulos y comprobantes no coincidían con su situación civil actual, ya que había enviudado a los cincuenta años y, unos años después, había contraído nupcias con otro hombre para separarse de él un poco después.

A pesar de que los documentos eran muchos, pues cada uno tenía una copia certificada, factura, traducción, sello, registros de vivienda y autorizaciones, Lope los rechazó. Es cierto que haciendo un pequeño esfuerzo hubiera sido posible deducir que los certificados evidenciaban que la mujer era la misma persona que figuraba con distintos nombres en los papeles y que tenía todo el derecho de realizar el trámite, pero Lope se negó.

—Lo siento mucho, señora, su acta de nacimiento no coincide con sus partidas matrimoniales.
—Pero si allí están todos los comprobantes. Mi primera partida de matrimonio, el certificado de defunción de mi primer marido, el comprobante de cambio de apellido, la segunda partida de matrimonio y mi segundo comprobante de divorcio. Mis registros de propiedad, las partidas de nacimiento de mis hijos donde figura el nombre de sus padres y abuelos maternos y paternos, ¿Qué más quiere?
—Señora, por favor. Es necesario que traiga un comprobante de que es usted realmente usted. ¿Tiene algún documento de sus padres? Las actas de nacimiento, por decir algo.
—Mire, ellos nacieron en una ciudad que está en un pueblo a cientos de kilómetros de aquí. Eran campesinos socialistas y sus padres, mis bisabuelos, habían sido liberados de la esclavitud que todavía persistía en esa zona a pesar de que la ley se había abolido cincuenta años antes. Apenas sabían escribir. En su época el país era socialista y muchos registros se perdieron con los cambios que ha habido. Considero que con mi partida de nacimiento es suficiente para realizar mis trámites.
—Es una lástima que no pueda recibirle nada hasta que no traiga algún documento de sus padres o abuelos.
—¡¿Cómo dice?! ¿Está usted en su sano juicio? Mire este tablón en donde se enlistan los requisitos para mi trámite. Tengo todo lo que dice aquí. Acta de nacimiento, comprobante de teléfono y predio, comprobantes y más comprobantes. Por el amor de Dios, hágame el favor de recibir mi solicitud. Si no lo hace, tendré que hacer de nuevo los análisis de sangre, del SIDA, de la tuberculosis, de los antecedentes penales, etc. ¿Qué no sabe que cada documento tiene una vigencia de tres meses y que si uno caduca tendré que volver a empezar? Esta es mi última oportunidad. ¡He venido ya cinco veces, llevo un año y medio haciendo esta maldita cola!
Lope, cogió la carpeta y se la entregó a la mujer para que se retirara y llamó al siguiente prospecto.
—Pero, ¿Cómo puede ser tan inhumano? ¡Púdrase, muérase! ¡Maldito perro sarnoso! ¡Que quede en su conciencia lo que ha hecho!
—¡Retírese! ¡Retírese o la sacaremos de aquí a la fuerza! ¡El siguiente, por favor!

La mujer tuvo un colapso y fue víctima de un infarto. Lope escuchó el sonido sordo de la caída del cuerpo inerte, se levantó para ver que las personas auxiliaban a la mujer, cerró la ventanilla y se retiró. Luego, llegó una ambulancia y recogió el cadáver.

En la vida de Lope habían pasado muchas cosas, había sido testigo de los más fuertes escándalos, recibió constantes amenazas que nunca se cumplieron, pero nunca se había muerto nadie por su culpa o, al menos, en su presencia. A lo largo de tantos años de servicio se había hecho indiferente al dolor humano, ayudado siempre de su capacidad para olvidar y aislarse de los sucesos desagradables de su empleo. Le resultaba tan fácil abstraerse de las cosas desagradables que nunca sintió el más mínimo remordimiento.

Un día se paró frente a él una mujer que deseaba entregar sus papeles. Lope, sin levantar la vista, como era su costumbre, revisó la carpeta con los comprobantes y no encontró en primera instancia ningún motivo para rechazar a la mujer. Cuando se disponía a comunicarle a la interesada que se realizarían las gestiones de forma habitual, Lope, levantó la vista y vio el rostro de la demente, que se había muerto frente a él por una deficiencia cardiaca, hacía unas semanas. No lo podía creer. Hojeó los documentos y puso atención en el nombre y fotografías de la persona que tenía enfrente. Se tratará de un error—se decía—, no puede ser que la mujer hubiera resucitado. Cerró su ventanilla y fue con su superior para cerciorarse de que no había un error. Era la primera vez, en casi quince años, que se dirigía a su jefe para pedirle consejo.
—¿Qué le pasa. Lope? ¿A qué viene esta consulta tan absurda. Mire, los documentos están en regla y todavía no ha cumplido con la norma de hoy. Acéptelos y dígale a la señora que venga en seis meses por su cartilla.
—Pero, es que hay un problema. La mujer está usurpando la personalidad de otra.
—Pues, compruébelo y si es verdad eche a esa zorra de aquí.
Lope, salió y miró con atención a la mujer y le preguntó si no había cambiado su nombre o había enviudado. De ninguna manera—le dijo la señora con asombro—. Siempre me he apellidado así. Lope la miró y empezó a sentirse mal porque aunque la voz de la señora era diferente, su rostro era exactamente el mismo de la colapsada. Al final, aceptó los papeles y citó a la mujer para que, dentro de seis meses, recogiera su acreditación. Esa noche cenó como lo hacía habitualmente pero sin apetito.

Al día siguiente, se levantó y ya no pudo sonreír, había perdido de buenas a primeras su capacidad de alegrarse por las mañanas. Durante su jornada de trabajo evitó mirar a las personas que se le acercaban y cumplió con su norma lo más pronto posible. Eso le resultó contraproducente porque fue mirado con odio y victimado con insultos que por increíble que parezca le dejaron una pequeñísima huella en su recuerdo.

La molestia se fue agudizando. Goteando de sudor trataba por todos los medios de deshacerse de las palabras ofensivas y las expresiones desagradables de los solicitantes, pero no lograba borrar los malos sucesos de su recuerdo. Al salir del trabajo, un día caluroso de verano, dio un pequeño paseo y se le olvidó cenar. A la mañana siguiente no desayunó y tampoco comió por la tarde. Después, perdió tanto el apetito que bajó diez kilos de peso y sus compañeros comenzaron a murmurar que se había enamorado y que por fin encontraría la forma de crear una familia.

 El tiempo les demostró que estaban equivocados, pues Lope se fue demacrando con mucha rapidez. Por lo regular no hablaba con nadie, pero ahora parecía más mudo que nunca y faltaba al trabajo con bastante regularidad. Estas anomalías decidieron su futuro. Cuando entró a la oficina y se disponía a abrir su casilla, vio una carta de despido. La leyó sin asombro y, con cierto alivio, la firmó. Se la dio al jefe farfullando una excusa y después desapareció. Nadie se interesó mucho por su paradero porque en cierto grado todos presentían que su renuncia estaba próxima. Como nunca había hecho amigos, nadie le llamó ni se preocupó por saber su estado. Así como Lope había podido aislarse del odio de los individuos con los que trataba, así se habían aislado sus compañeros de él.
Al no tener que asistir a la oficina cada mañana, decidió organizar su tiempo ordenando su piso y dedicándose a sus aficiones que eran sólo los paseos y la comida. Lo primero que descubrió, y le causó una gran sorpresa, fue que había una capa de polvo del grosor de un mantel en todos los muebles de la casa. No tenía ni plumero ni aspiradora. Había muchas cosas sucias e incluso carcomidas por las polillas.

Escondidos en algunos rincones había ropa que no se había lavado nunca y zapatos viejos que habían quedado arrumbados para convertirse en bolas retorcidas de piel disecada. De pronto, Lope, se sintió más ligero y con más predisposición para el trabajo y se hizo a la tarea de tirar las cosas inservibles o poco útiles.

Tiró una máquina de escribir pesadísima que no sabía cómo había llegado hasta su habitación, pero que había sido utilizada durante la época de la revolución para escribir los nombres de las personas deportadas a Siberia, tenía el rodillo perforado de tantos golpeteos y le faltaba la letra d, por eso, en muchos documentos apareció la palabra _eporta_o, la cual después se rellenaba a mano por un jefe del Servicio Secreto de Inteligencia. 

Echó a la basura una lámpara de pie a la que fue imposible quitarle el polvo porque se había petrificado por la humedad del piso. Miró la alfombra y reparó su atención en los hoyos que había en una franja, la cual era el sendero que habían marcado sus pasos durante los largos paseos realizados durante las tardes ociosas del fin de semana. Lo que lo dejó sin habla, fue el descubrir unas columnas enormes formadas de carpetas abandonadas que las personas le habían lanzado a la cara, en sentido figurado, y que ahora era como tres torres de yeso gris y que las había tomado toda la vida por partes aledañas al muro de una habitación pequeña que le servía de cuarto para los cacharros. Al despojarse de todo el papelerío que tenía acumulado, el cuarto quedó casi vacío. Solo había unos cuantos objetos inservibles que también arrojó al contenedor de basura.

 Tiró la alfombra y limpió el piso de parqué de pino que estaba impecable pero se marcaba la calca de sus eternos pasos de los días de asueto. Se tardó más de un mes en dejar su habitación y el salón con aspecto presentable.

Un día, que recordó las palabras de una mujer a la que había sometido para que le sirviera como compañera y esclava sexual, sintió mucho malestar.
 “Aunque me obligues a humillarme chantajeándome con la entrega de mis papeles, nunca podrás dominar mi espíritu y en cuanto me libere de ti nunca más encontrarás la felicidad y la desgracia te sorprenderá en el momento en que menos te lo esperes”.

 Eso no pasará nunca —le había dicho con sarcasmo—, porque soy insensible a los problemas de los demás. Es mi trabajo y lo hago a la perfección. En cuanto a ti, mientras no me harte de tu cuerpo, no te irás. Ya sabes lo que hacen los policías con los indocumentados prófugos.
 Lope no sabía por qué razón había recordado algo que había quedado muerto en su mente, incluso el suceso real se había diluido en su cabeza antes de concluir.

Decidió que lo mejor que podría hacer sería buscar refugio en la lectura. Nunca había cogido ningún libro de su pequeña biblioteca y no sabía qué títulos había, pues la elección le había sido dictada por el azar, ya que en el atrio del edificio los vecinos siempre dejaban libros inservibles o releídos que heredaban a los demás y el cogía algunos.
Era por un lado, un acto de solidaridad y, hasta una forma de compartir opiniones, pero por otro lado mucha gente sentía remordimiento al tirar los libros y sólo dejaba allí lo que no necesitaba.
Así que, era suficiente pasar cerca de los buzones empotrados en la pared, para coger la inusual literatura.

Una criada, que le había servido durante tres meses, puso en un librero los desgastados y desahuciados ejemplares huérfanos de encuadernaciones.
Lope cogió un libro de Goncharov y lo hojeó, paró pronto porque, en la página donde empezaba la historia de Oblomov, se hablaba del polvo y, al instante, lo devolvió a su lugar porque le pareció que un lagrimeo alérgico, surgido del libro, estaba a punto de asaltarlo.

Probó con uno de Chejov y al abrir el tomo cuatro, único con el que contaba, de las obras completas, dio en la página del cuento “La muerte de un funcionario” y sintió náuseas.

Cogió otro libro y se dio cuenta que tenía en las manos una crítica a la sociedad del siglo XIX, redactada en forma de novela por Saltikov Shchedrín, era “Historia de una ciudad”, se le amargó un poco la boca.

Por último cogió una encuadernación impecable sin un solo rasguño, sintió curiosidad y lo abrió. Era “Por el camino de Lenin” de Leónidas Brezhnev, lo trió a un cesto de basura que tenía al lado, después tomó un libro “Siberia tierra de bayas” de Yevgueni Yevtushenko e hizo lo mismo. Al final reunió un gran saco con la mayoría de los libros que había guardado tanto tiempo y que habían sido inútiles tanto por su falta de uso como por el contenido.
Su aspecto empezó a empeorar estrepitosamente y las pocas ocasiones en las que comía con apetito no le proporcionaban la cantidad de grasa necesaria para llenar el uniforme de piel holgada que llevaba y que parecía cinco tallas más grandes de lo que necesitaba.

Miró una foto de sus mejores años en la que estaba festejando el cumpleaños de uno de sus compañeros de trabajo, quien no era su amigo, sino su vecino de casilla. Le asombró que no supiera nada del hombre con el que había estado sentado tantos años. Por casualidad entró en el cuadro. Estaba parado de medio perfil y se veían sus eternos pantalones de casimir, que tenían una apariencia menos marchita que en la vida real.

 Además se notaba su presencia gracias a los bien acumulados kilos, unos ciento veinte, por lo menos. Su pelo, como siempre sin lavar, brillaba por el efecto del flash.

 Sintió un poco de desagrado porque nunca más volvería a recuperar esa forma saludable y, el simple hecho de saberlo, le marcó más su gesto reacio que antes había sido amenazante y ahora parecía más de dolor que de intimidación.
Decidió salir a tomar un poco de aire y sintió que caminaba más rápido que antes, pero la gente lo evitaba a su paso. Un niño le hizo saber la causa. “Mamá, mira ese señor tan feo, huele mal y parece un cachorro de Shar Pei”. La madre le dijo al pequeño que no fuera irrespetuoso y se alejaron rápidamente. No volvió a salir por las tardes porque aparte del incidente con el niño, una mujer que había padecido infinidad de problemas por su causa lo reconoció a pesar de los cambios y transformaciones tan asombrosos que había padecido.
“¡Maldito, imbécil! ¿Sabe cuántas cosas tuve que soportar por su culpa? Mire, cómo quedé. Estoy tísica y este maldito tic nervioso me da la apariencia de una alcohólica y todo por usted. ¡Lo odio, miserable!” En seguida, la mujer le escupió a la cara y se marchó vociferando.

En la intimidad, el retirado burócrata se dedicaba a luchar contra sus alucinaciones, ya que cuando se encontraba sano olvidaba con prontitud cualquier calamidad, sin embargo, ahora le había dado con fuerza la esclerosis.
El endurecimiento patológico de los tejidos de su cuerpo, en particular, los de la fibra nerviosa ocasionaron que los recuerdos, que habían quedado atascados en algún lugar del cerebro donde se conserva la memoria, salieran disparados directamente a sus ojos estrellándosele con imágenes sugerentes de hechos extinguidos.

Su vida se convirtió en una reclusión en la que lo molestaban las alucinaciones que podían surgir a cualquier hora del día y en cualquier lugar. Nunca más pudo olvidar nada y cada vez los fantasmas de su pasado lo oprimían más. Conforme pasaba el tiempo le era más dificultoso arrastrar su recubrimiento de piel holgada y se hizo nudos con los pellejos colgantes para no tropezarse y caer.

Para su desgracia los martirios y el hambre no lo mataron, sólo agudizaron sus recuerdos, finalmente con la vejez prematura y acelerada que lo desbastó, fue perdiendo la concepción de la realidad y se quedó atrapado en sus infortunios. Murió exactamente el día y mes en que cumplía su quincuagésimo aniversario.

Diez rostros de vesania.

Próximamente. Diez rostros de vesania, una colección de narraciones fantásticas con carácter psicológico que nos dan un punto de vista diferente sobre los motivos de la locura.

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jueves, 17 de septiembre de 2015

Regreso a la condena.

Está parado mirando el cielo. A pesar de que es otoño, el firmamento está limpio de nubes y el sol ha salido con gran fuerza. Siente la tibieza del aire que por momentos permanece estático. Ve con curiosidad la extensa plaza en la que se encuentra y le asombra la semejanza con una pintura realista, pero las cosas son de verdad. La gran iglesia que está frente a él no le oculta nada, se le presenta como una gran construcción de piedra labrada, curtida por los años con su majestuoso peso celestial. Suenan los cascos de unos caballos que arrastran una carreta. El golpeteo de las grandes ruedas del vehículo con el empedrado semeja un fondo musical para los relinchidos y bufidos de los caballos que agotados de andar detienen su marcha.

Comienza a percibir los fuertes olores que lo enrollan como serpentina. Le pica la nariz el aroma acre de sus vecinos que evitan mirar su sonrisa boba y cruel. Levanta sus manos para verlas y mueve sus dedos macizos como zanahorias. Es grande y fuerte, cobra conciencia de su ser. No recuerda cómo ha llegado ni para qué está ahí, pero no le importa, prefiere deleitarse con lo que ve. Hay una chica rubia, muy linda, con una cesta llena de flores. El color rojo de las rosas y el rosa de las peonias le crean una sensación rara. Es como si sintiera amor y se le despertara el apetito, las petunias lo hipnotizan con el color lila, no puede despegar la mirada y, haciendo un esfuerzo enorme por sentir el olor, no lo logra ni tampoco desprender la mirada de las florecitas. Lo saca de su letargo un ruido de pasos precipitados. Una mujer de aspecto aristocrático con una capa de terciopelo, sombrero y falda ampona ha bajado del carruaje y avanza hasta el centro de la plaza dónde se encuentra un armazón raro de madera.

Unas palomas revolotean haciendo torpes piruetas y aterrizan para picotear el piso en busca de migajas o semillas. Se da cuenta de que le gustan las palomas, a pesar de su simpleza. Las ve caminar como señoras gordas pavoneándose y corriendo de un lugar a otro como si estuvieran en una fiesta de bailes. Lo invade una felicidad infantil, cree que todas las cosas tienen un nuevo color y aparentan ser nuevas. La oleada de voces que lleva unos minutos moviéndose a su alrededor le trae un torrente de palabras revueltas, algunas ásperas y otras molestas y finas, se siente como sí tuviera arena en los oídos. No entiende mucho el significado de lo que se dice. Se serena y se pregunta cómo ha podido aislarse tanto tiempo del insoportable barullo de su entorno. Prueba de nuevo abstraerse pero le resulta imposible porque en ese momento ha aparecido en el entablado, una jovencita de unos dieciséis años de edad.

Desde donde él se encuentra es imposible escucharla, pero ve cómo entrelaza las manos, se inclina en pose de oración y dirige plegarias al cielo. Luego, sale un hombre corpulento, casi tan alto como él mismo; algo le dice en su interior que lo conoce pero no puede ver su rostro porque lleva una máscara. Es el sayón que espera pacientemente a que la joven termine de berrear, se ponga en postrado e incline la cabeza. Al final, algunas palabras de la desgraciada han llegado hasta él gracias al eco de los curiosos que continuamente repiten:

 “Le pide a Dios que se apiade de ella, que es creyente y cayó en la tentación. Que la guarde en su seno porque reconoce su error, pero que nunca ha negado al Señor y quiere que la reciba en su reino, ya que nunca le ha faltado con ningún pecado. !Dios, apiádate de ella, por favor, pobre niña!”.

La muchedumbre repetía de forma desordenada el mensaje de la joven y por eso era imposible saber qué había dicho exactamente. De pronto, el hombre que tanto se parecía a él, levantaba una enorme hacha, esperaba a que la adolescente pusiera la cabeza en un madero y con gran fuerza soltó un golpe seco que hizo volar algunas astillas por el aire. Casi lo tumba la impresión porque no entendía porque había decapitado a la pobre e indefensa jovencita.

Se puso a llorar con amargura sin emitir ni un solo gemido y se agitó tratando de buscar una respuesta. Los rostros despectivos que encontraba en su incesante búsqueda, lo repudiaban. Vio a su lado a una decrépita mujer. Era muy bajita, tenía la cabeza muy pequeña y una gran nariz en forma de gancho, su espalda estaba muy arqueada y su cara era una careta de arrugas. Ella volteó de pronto y sonrió mostrando su dentadura con hoyos y caries.

“Hola, te llamas Jean Baptiste, y yo soy tu esposa Antonieta— le dijo con voz chillona y vibrante—. Tenemos un hijo, por eso hemos venido a la plaza para verlo trabajar”. La mujer señaló hacia el armatoste de madera junto al que había unos hombres con aspecto diplomático. “Mira —continuó con voz tierna—. Esta es tu máscara”.  Él la mira con cara de bobo y no consigue articular ninguna palabra, entonces la vieja lo coge de la mano y se lo lleva hacía una callejuela por la que se internan y desaparecen.

“Tú eras el verdugo, Luego, por los años, perdiste la memoria y dejaste de trabajar. Le has heredado a tu hijo el oficio y es un excelente representante de la justicia. Ahora que has recordado quién eres vamos a volver a la casa donde vendemos artesanías de madera”.

Hicieron el trayecto hasta que llegaron a una modesta casa de una planta y muy vieja. Durante el trayecto Jean Baptiste trató sin resultado alguno de recordar más detalles de su vida porque en cuanto trataba de recapitular los pasajes de su vida, aparecía la vetusta mujer para contarle cosas que sonaban a viles patrañas. Al final, llegaron a su hogar y se dispusieron a comer. Después, por la tarde, estuvo analizando todas sus pertenencias y unos cuadernillos en los que había escrito datos e información que siempre había considerado importante.

 Eran los nombres de los condenados y las fechas en las que habían muerto. Junto a algunos nombres había pequeñas notitas en las que se explicaba la causa del castigo. Por lo regular, se hacía hincapié en aspectos como el motivo de la condena, que iban desde la traición a la patria y la evasión de impuestos hasta la posesión diabólica o la resistencia a convertirse a la religión. En realidad todos esos apuntes no le decían nada porque no podía relacionar los nombres de las personas con algún rostro o voz que le diera una pauta para materializar a los que supuestamente habían sido sus víctimas.

Cayó la noche y después de cenar se acostó satisfecho por haber podido reconocer a su hijo. Se durmió en cuanto cerró los ojos y fue cuando su memoria se despertó. Estaba en un calabozo manejando algunos instrumentos ensangrentados, frente a él estaba inerte una mujer a la que había martirizado sin obtener su confesión. Enfadado se levantaba y llegaba a una habitación húmeda en la que había cientos de cabezas que lo saludaban y le decían quiénes eran. Después, aparecía un gran entarimado donde él se encargaba de subir y descargar el hacha, con fuerza brutal, sobre los cuellos de los inmolados. La sangre comenzaba a anegar todo el espacio y le era imposible salir porque se lo impedía una reja. En el momento en que estaba a punto de ahogarse en la tibia y medio coagulada sangre, se despertó.

“Hola, te llamas Jean Baptiste, y yo soy tu esposa Antonieta”— le dijo con voz chillona y vibrante una mujer que tenía la cara como si fuera una careta de arrugas.

lunes, 14 de septiembre de 2015

En busca de una respuesta.


La hoja de papel tenía escrito lo siguiente:

 ¿Está usted ahí? ¿Podría responder a la pregunta que le he hecho, o se va a quedar callado? No crea que podrá deshacerse de mí porque tengo todo el tiempo del mundo para esperar su respuesta. Sea tan amable de decir, al menos, lo que está pensando en este momento. Incluso, le propongo que venga más tarde e intente aclarar este embrollo. No sea descortés anímese, tendremos una conversación amena.

El día en que encontré ese papel debajo de una taza de café frío que alguien no se había tomado, intenté dárselo al camarero para que se lo llevara. Le pedí que limpiara la mesa y me sirviera lo que le había ordenado; pero por más intentos que hice de que cogiera el trocito de hoja, él se las ingeniaba para cambiarlo de sitio y devolvérmelo, era como si el pequeño mensaje le quemara las manos. Se lo puse en la bandeja cuando se alejaba con la vajilla sucia que había dejado el cliente anterior, sin embargo, volvió unos minutos después, me sirvió mi café y depositó junto con una servilleta la horrible nota. Después de que terminé de tomarme el café y puse en el plato con las migajas del cruasán el recorte de papel hecho bolita, pensé que lograría engañar al joven que me atendía, pero él, desarrugó la bola de papel, la alisó con la palma de la mano y me la devolvió. Por último, pedí la cuenta y le dije al camarero que no quería la vuelta y que se la quedara como propina. El chico se puso contento, cogió el dinero junto con el apunte que iba escondido dentro del billete y se fue. Aproveché para salir en ese mismo instante creyendo que ya no tendría el desagrado de recibir de nuevo el papel. Estaba a punto de salir cuando me cogió por el hombro el administrador de la cafetería. “Disculpe, señor, se le olvida esto”. Volteé y vi a una joven guapa y muy amable que me mostraba el pedazo de celulosa arrugado en actitud de espera. Quise negarme a recibirlo pero ella insistió en que sería de muy mala educación llevarle la contraria cuando me lo pedía de una forma tan cordial. Me resigné y me llevé el papel. Por fortuna a unos cuantos metros encontré un cubo de basura y lo tiré ahí. Me sentía muy aliviado por haberme liberado de aquella misiva insignificante y sin destinatario que me había causado tantos disgustos con el trabajador del café.

Pasaron unos cuantos días y empecé a notar algo raro en mi conducta. Había empezado a encontrarles similitud, a las personas que veía, con personajes famosos. Al principio lo tome como el resultado de mi buen descanso y mi optimismo. Creí que inconscientemente trataba de imaginar que había personas importantes a mí alrededor. Todo habría terminado bien si no me hubiera encontrado a un cantante de un grupo de rock del cual yo era admirador. Cuando lo vi parado en la puerta de un supermercado creí que mi imaginación había llegado bastante lejos y traté de pasar frente a él sin mirarlo, pero por alguna razón, el dio un paso a la izquierda y chocamos. “¡Oh, perdone!” —le dije un poco aturdido—. “No se preocupe, no pasa nada” —me contestó. Y cuando ya estaba a punto de irme me dijo: “¿No estuvo usted hace unos días en la cafetería Cafemanía en la calle Nikitskaya?” Sí, efectivamente, ¿Cómo lo sabe? “Pues por la forma en que se quiso deshacer del papelito ese” No podía creerlo. ¿Y a usted le ha pasado?—le pregunté con voz chillona. “No, nunca, pero he visto a muchas personas que lo han padecido”. Ah, ¿Sí? —Perdí en ese momento los estribos y comencé a gritarle. Estaba consciente de que era una imprudencia enorme desgañitarme frente a una persona tan respetable y temí que la gente empezara a curiosear, por eso decidí controlarme y pedirle una disculpa—. “No se preocupe, le entiendo a la perfección y permítame decirle que de ahora en adelante su vida cambiará. Tendrá la oportunidad de ver otro aspecto de la realidad, la misma moneda, pero del otro lado”. Quise preguntarle algunos detalles porque no entendía nada, pero se fue a grandes zancadas agitando la mano y deseándome la mejor de las suertes.

Unos días después encontré a una deportista que me fascinaba. La vi de espaldas en una tienda de zapatos. Ella se estaba probando unas zapatillas deportivas de moda. Cuando vi su perfil se me contuvo la respiración, luego se volvió hacia el dependiente y le pidió que le mostrara el otro par. Me acerqué un poco, temeroso de que ella me viera rojo como un tomate y sin poder respirar, pero levantó la cabeza y sus preciosos ojos me apuntaron como rifle, le hice una seña con la mano y ella se sonrió.

“Disculpe, disculpe ¿es usted el hombre que estaba sentado en la mesa de la terraza tomando un café con cruasanes en la cafetería?” — me preguntó con una alegre sonrisa.
—Perdone, ¿A qué se refiere? 
 Yo estaba fuera de sí, no podía concebir que el día fatídico de la notita de papel hubiera sido un acontecimiento tan importante como para recordarlo, y mucho menos que personas a las que sólo había visto en fotografías o en la televisión, de pronto, comenzaran a resaltar precisamente ese inútil suceso.

“Sí, era usted, lo recuerdo porque llevaba los mismos pantalones y zapatos, además sus gafas extravagantes olvidadas por la moda son únicas”. Ante tal evidencia no pude más que asentir con la cabeza.
“¿Y cómo le ha ido desde entonces?”—me dijo.

Sin entender lo que pasaba me quedé mirándola como si fuera un ser de otro planeta y ella me aconsejó que no me preocupara, que lo tomara con calma, y que me acostumbrara a mi nueva realidad porque día a día iría encontrando personas destacadas. Y así fue. Los siguientes días me choqué con un director de cine de origen polaco, luego le ayudé a recoger unas latas que se le habían caído en un supermercado, nada más y nada menos que a la esposa del director del consorcio más grande de gas, quien me aconsejó que diera un paso decisivo en mi situación.

Durante una semana permanecí en mi piso sin atender a las llamadas ni encender el ordenador ni enchufar la televisión para asegurarme de que mi malestar pasaría pronto. Cuando ya no tenía nada para comer, bajé a la tienda de al lado para comprar alguna chuchería que me engañara el hambre y encontré a dos de mis amables vecinos con quienes mantengo amistad y en ocasiones he llegado a tratar con ellos temas de literatura o arte. Estaban discutiendo sobre la escenificación de la obra de Tolstoi: “Ana Karénina”. “Es un horror” —decían sin parar de criticar al director que había estropeado el film llevando a la pantalla una obra de teatro mal hecha.
“Es que no refleja en absoluto, la pena que sufría Anna, y del mensaje de Tolstoi, menos”. —argumentaba mi vecino. “¡Es verdad. ¿Qué diría Tolstoi si pudiera opinar?”  “Pues, se persignaría y mandaría a todos al demonio. ¡Además pondría una demanda por estropearle su obra! — gritó la señora de la última planta.

Quise darles mi opinión sobre el tema, pero en ese momento se apareció un viejo barbudo, de unos sesenta años de edad pero de complexión fuerte y mirada sabia.
Era el mismo autor de la Guerra y la Paz salido del cuadro de Repin. “¿Qué pensarían si les dijera mi opinión?”. Miré a mis vecinos para comprobar que veían al anciano pero seguían metidos en su viciada discusión, por eso me dirigí al famoso escritor.
—Pero, ¿Es que le ha gustado? “La verdad, no está mal. ¿Sabe? Con el paso de los siglos me he dado cuenta de que algunas cosas sólo se pueden entender en la época en que surgen. Por desgracia, los que se adelantan a su tiempo son capaces de comunicar en el futuro, pero los que critican su época se quedan para los especialistas que rescatan los mensajes del pasado. Pushkin, Lermantov, mis contemporáneos y muchos más son poco comprensibles en la actualidad. La única esperanza es que nuestras ideas transmitan algo. Siempre fui un hombre con fe y traté de difundir esa concepción en mis obras, ya sabe: “El reino de Dios está en vosotros”. He de reconocer que con la llegada del socialismo tuve rencillas con Gorki, y luego, con todos los demás comunistas, pero de cualquier forma hice lo que debía. Nadie se ocupa de eso ahora, lo más importante es la carrera, el dinero, la fama, los viajes y el progreso. El hombre será siempre un ser débil que se dejará arrastrar por la mediocridad y lo cómodo. A propósito, ¿Cómo le ha ido con su intento de curarse del mensaje de su papelillo?

Era el colmo de lo ridículo. No podía creer que lo que me había pasado fuera real, pero que el mismo Tolstoi me trajera a colación el tema era demasiado. Me enfadé y comencé a gritar reclamando que se me liberara de esa pesadilla. Por un momento, deseé preguntarle al brillante escritor qué me sucedería después. Cuando lo hice, ya no estaba el viejo sabio y mis vecinos me miraban muy desconcertados. “Necesita usted trabajar menos o tomarse unas vacaciones. ¡Está llegando al límite de sus facultades!” Los dejé hablando solos y me refugié en mi habitación el resto del día. Para no pensar nada me dormí con la esperanza de escabullirme de mis males.

Desde la aparición de Tolstoi había pasado una semana y, en cierta medida, me había acostumbrado a las apariciones de todo tipo de individuos que iban desde los grandes científicos hasta las personas más simples de la antigüedad. No es que me hubiera resignado, en cierta medida, trataba de solucionar mi dilema, pero cada vez me era más agradable entablar amenas charlas con personas inteligentes que perder el tiempo con chismorreos, falsos juicios y todo tipo de estupideces que decía la gente a mi alrededor.

Una tarde que me encontraba en la casa de mi hermano, mi cuñada dijo una cosa que no entendí y por inercia le pedí que repitiera lo que había dicho. Lamenté haberlo hecho porque se había referido a unos cosméticos de baja calidad que se vendían por catálogo y ella, en lugar de limitarse a responder mi pregunta, se puso a convencerme de que comprara mi mochilita de artículos de belleza y me fuera a venderlos de casa en casa. No quería entrar en discusiones absurdas porque para mí las visitas a la casa de mi hermano son muy importantes, ya que con él comparto muchas cosas en común y era la única persona que mejor me comprendía hasta ese instante. No recuerdo exactamente en qué momento apareció un hombre delgado, muy cuidado, pero con un aspecto entre obsceno y afeminado. — ¿Quién es usted? “¿Cómo que quién soy?” —preguntó, enfadada, Larisa, mi cuñada—. “Soy Larisa, ¿Estás tonto o qué?” —Tú no. El hombre que está a tu lado—. “Aquí no hay más hombre que tu hermano ¿No ves?” —Pues entonces dígame cómo se llama, por favor—. Larisa estaba perdiendo la paciencia porque pensó que me estaba haciendo el loco para no continuar conversando con ella. Entonces decidí dirigirme al hombre refinado que estaba en ese momento mirándose las uñas. — ¿Me va a decir, por fin, su nombre?  “Soy Fredric Brandt el famoso cosmetólogo y he venido para decirle que su cuñada tiene razón en lo que dice. Difiero sólo en el aspecto de la forma en que ella recomienda usar las cremas exfoliantes y en los estilos de aplicar la sombra en los ojos, pero por lo demás no tengo inconvenientes. Además, usted no tiene buen aspecto, sus párpados están demasiado hinchados, la barbilla muy descuidada y mire nada más ¡Qué cutis! ¿Por qué no se cuida? Discúlpeme, pero está fatal. Hágase una cirugía pero de urgencia. —Mire, no me importa lo que dice y la cosmetología me la paso por el arco del triunfo. “Pero, ¿Estás bien? Dices incoherencias y no has bebido ni una gota de alcohol. Alberto, ven a mirar a tu hermano que está rarísimo”. —Por si no lo sabe. Un hombre es atractivo por lo que sabe y por lo que gana. Usted será muy profesional y conocerá a media constelación de estrellas en Hollywood pero aquí está de más así que se puede ir yendo a su estética y ponerse maquillaje por donde mejor le parezca. “Ricardo, ¿Te sientes bien? ¿Quieres que te llame al doctor?”. —No quiero nada, lo único que no soporto es a este patán miserable. Maniquí ridículo, lárgate de aquí. ¡Momia! ¡Eres una piltrafa! ¡Momia! ¡Momia!

No recuerdo en que situación quedé con mi hermano y mi cuñada. Cuando desperté estaba en una amplia habitación y había seis camas en las cuales descansaban algunas personas con aspecto de enfermos. Apareció una enfermera y me dijo que ese día me darían de alta, que si necesitaba un justificante para el trabajo se lo pidiera al doctor Andrei. Recogí mi ropa, me cambié, guardé el justificante firmado por el psiquiatra Andrei Pavlovich Pavlov y me fui a mi dulce hogar. Al día siguiente salí al trabajo y tuve un día habitual. Los siguientes fueron parecidos y tenía la impresión de que nunca había sufrido por ninguna figuración ni conversación con los seres que se me habían aparecido. A los tres meses de dedicarme en cuerpo y alma a mis proyectos atrasadísimos de ventas, vino a verme el jefe.

“¿Ya se le olvidó que tenemos una reunión, Ricardo?” Era verdad, teníamos que cerrar el trimestre y hacer una nueva propuesta de encuestas para un nuevo producto que nos habían encomendado. Fui con mi cuadernillo de notas a la sala de conferencias, saludé a mis compañeros y pedí mi café con leche y unas pastas. Durante la espera cogí una botella de agua mineral y bebí unos tragos. El jefe empezó repasando los puntos importantes de la sesión. Habló de los beneficios de la empresa, del duro periodo por el que estábamos pasando y, poco a poco, nos fue repitiendo la misma perorata de todas las reuniones que habíamos tenido hasta ese día. Dos horas después de estar discutiendo sobre los aspectos más importantes de nuestra labor, sentí que uno de mis compañeros me llamaba. Creí, al principio, que se trataba de Armando porque él es quien siempre me consulta cuando tiene dudas o requiere de alguna explicación especifica. ¿Ahora qué te pasa, Armando? “No soy Armando. Me llamo Steve y vengo a dejarte sólo un consejo para que le des pautas a tu jefe para su campaña publicitaria y, de paso, te asciendan. Pronto necesitarás de una buena suma de dinero porque dejarás de trabajar”. Era el fundador de la empresa más fuerte en multimedia. No lo podía creer. Quería tocarlo pero se esfumó en cuanto hice el intento de extender el brazo. Hubo una pausa, ocasionada por una pregunta que había hecho el jefe, entonces sin pensarlo, comencé a hablar.

Escuche, por favor. El marketing — exclamé con una risa pícara—, es como el sexo. Todos dicen que son buenos haciéndolo pero en cuanto los meten en una cama, puras lágrimas. Si queremos vender hay que recordar que no vamos a inventar de nuevo la rueda, tampoco vamos a competir ni buscar los más altos resultados. Ya hay un ejemplo de un grupo que vendió un libro basura y ganó muchos millones de dólares. ¿Cuál fue la clave? Pues, atacar los instintos más bajos del deseo y manipularlos con anuncios que crearon la duda desde el principio. Les propongo que analicemos ese programa de ventas y lo adaptemos a nuestro producto. Nadie objetó nada, pero tampoco hubo ovaciones. El jefe permaneció unos segundos estupefacto pero luego se rió. “! Genial! ¡Genial! Tiene razón, Ricardo. Vamos a ver en qué consiste ese programa y vamos a adaptarlo a nuestras necesidades. Muchas gracias, Ricardo, Tiene garantizado su ascenso, eh”.

Esa misma semana me convertí en el jefe de departamento de ventas, sin embargo conforme pasaban los días mi apatía era como la bola de un escarabajo pelotero y al final ya no pude soportarla y fui directamente con el jefe para renunciar. Trató de convencerme, por todos los medios, de que me quedara pero rechacé todas sus ofertas. Cogí la indemnización que me entregó el contable y me despedí de todos.

Los días comenzaron a hacerse interesantes porque podía llevar a cabo sesiones intelectuales con infinidad de personajes célebres, incluso fue posible invitar a algunos protagonistas de las mejores obras de la literatura como: Don Juan, Ulises, Madame Bovary, etc. Había ocasiones en las que realizaba las tertulias en los restaurantes, en los puntos de reunión de los periodistas, en universidades, incluso en las mismas conferencias a las que asistí, tuve la oportunidad de invitar a mis amigos. 
Recuerdo la fuerte impresión que le causé a Carlos Fuentes cuando en su conferencia sobre su obra, llamé a Artemio Cruz y le transmití al autor todas las palabras e ideas del personaje. El éxito fue tan rotundo que Carlos me regaló una colección completa de sus libros y me hizo una invitación para que discutiéramos aspectos de la novela moderna.

Habría ido a la cita pero me fue imposible porque un accidente me lo impidió. Habíamos quedado de vernos en cuanto Fuentes volviera de Francia, donde le entregarían un premio por su trayectoria. Por alguna rara razón, que queda fuera de mi competencia, comenzaron a materializarse personajes malos y criminales. En una ocasión tuve un conflicto con Ted Bundy que me trató de obligar a raptarme a algunas mujeres para violarlas y asesinarlas. Me puse como energúmeno y grité como poseído, fue tanta la algarabía que provoqué que fue necesario llevarme a la comisaría, sin embargo, cuando llegué con la policía para hacer mis declaraciones me encontré a un hombre muy flaco con bata blanca que llevaba un cigarrillo sin filtro en la boca y que comenzó a interrogarme con tanta persistencia que me vi obligado a invocar a Freud, Jung, Vygotski, Piaget, Fromm y a Chomsky, como moderador, claro.
 La discusión duró más de tres horas y al final el doctor pidió que me sacaran inmediatamente y me mandaran a mi casa.
 Me subieron en un taxi y por el trayecto el taxista, cansado de mi dominio del lenguaje popular, que no eran más que las palabras que me decían Cantinflas, Cachirulo y Piporro. Ocasionó que nos estrelláramos contra un muro de contención en una vía de gran velocidad. El imprudente chofer falleció y yo quedé sordo por un mal golpe que me bloqueó la parte del cerebro responsable de percibir los sonidos.

Me fue muy difícil adaptarme a la nueva situación porque tenía el poder de invitar a los personajes famosos de siempre, pero no los escuchaba y cuando les pedía que me escribieran algo, la mayoría se negaba argumentándome cosas con las manos y la cara, pero no los entendía. Por fin, me resigné a mi destino y comencé a buscar una solución a mi problema solicitando ayuda. Todos los días escribía notitas en hojas de cuadernos viejos y las dejaba en las mesas de los cafés para ver, si de pronto, se apiadaba de mi algún genio sordo y me hacía partícipe de sus brillantes ideas.