martes, 31 de octubre de 2017

Desprevenido

Recostado en la cama, Ricaldo, comenzó a salir de su sueño. Había visto detrás de sus párpados, cómo una mujer morena con olor a canela y rosas lo complacía en sus caprichos. Jamás se había sentido tan satisfecho. Pensó, incluso, que ya no tendría necesidad en lo futuro de luchar contra sus problemas internos. De pronto las mujeres de las que se había tenido que despedir, para siempre, desaparecieron como una nube de vapor dejándole un paisaje hermoso.

Con esta última acompañante había sido fantástico. Por lo regular, él era quien les hablaba y las engatusaba con su preciosa labia. La experiencia le había permitido siempre convencerlas sin dificultad. Les hacía ver que todo era un problema social, que la pobreza y las malas condiciones en las que vivía la gente eran una zanja profunda de la que no se podía salir. Ellas alarmadas afirmaban con una sonrisa nerviosa. Luego empezaba un juego peligroso y tenso de intercambio de opiniones. No tenía la razón, pero a sus clientas no les quedaba otra más que aceptarlo todo hasta que terminara el trayecto. Después, en ese laberinto de calles y casas bajas y pobres, se veían descampados; luego se apagaban los faros del coche y él abandonaba a sus pasajeras a la buena de dios.

Le donaban recuerdos que el guardaba en una gran caja de cartón. Tenía blusas, brasieres, medias, peinetas y todo tipo de pertenencias femeninas. Elegía lo más característico. Si la mujer se pintaba mucho, se quedaba con el lápiz labial; y si se preocupaba mucho por su peinado, cogía su cepillo. Llevaba mucho tiempo en su oficio y, por la gran facilidad con la que le resultaban las cosas, comenzó a arriesgarse, dejó de frecuentar terrenos baldíos, permitió que ellas eligieran las reglas del juego con sus conversaciones superfluas. Fue creando más estrategias y se sentía orgulloso de poder hacer lo que se le pegara la gana fingiendo.

La noche anterior tenía hinchado el pecho y su corazón se ablandó un poco, por eso cuando vio a Rita con su vestido negro, su rostro cadavérico pintarrajeado y, sobre todo, sus rechonchas piernas aprisionadas en sus medias de cabaretera, no pudo resistirse a jugársela de verdad. Ganó, ella resultó ser una excelente contrincante. Tan curtida por la intemperie de la vida como él, parecía leerle los pensamientos. Le gustaron los acertijos que le fue presentando. Le puso las adivinanzas como si fueran cartas de menor a mayor nominación. La contienda fue dura y las apuestas subieron hasta que se quedaron sin ropa. Pagaron su deuda con carne. Metieron todo al asador. No fue mala la comilona y toda la noche gozaron del banquete.

Era el momento de separarse. Ricaldo oyó la regadera y la voz polvorosa de su compañera. No había tregua. Sufriría, él lo sabía bien, pero era mejor así; quizás toda su vida había estado buscando esa solución. Se juró cambiar, ser respetuoso y no enloquecerse por la desesperación, ni la obsesión, ni la maldad, ni el rencor, ni nada. Iluminaría sus días con la esperanza de volver a encontrar a Rita. Al final, se decidió y comenzó a ver las paredes sucias de color naranja, el olor era una mezcla renal sudorosa que provenía del incienso, las frutas estaban podridas. Su compañera seguía pintarrajeada como la noche anterior. Notó que ningún maquillaje podría darle tanta naturalidad.

Lo miró con sus enormes ojos negros y sonrió. Tembló la tierra por efecto de los gritos que provenían del subsuelo, el aire comenzó a arrastrar escarcha y la espalda se le encorvó, su cuerpo se comenzó a llenar de agua espesa, como si le circulara en las venas fécula de maíz con leche, por último, el fuego en forma de serpiente se le comenzó a meter por las piernas, se le subió hasta el abdomen y formó una bola de brasas. Apretaba los dientes con fuerza, como aquellos héroes revolucionarios que resistían el dolor de las balas. Quiso imaginarse un sombrero de paja sobre su cabeza, una carabina en sus manos, una canana en su cintura, vestido con barato percal blanco —¡Ser por fin un hombre, qué carajos! — No le resultó. Tenía enfrente un espectro con trenzas como látigos, vestida de negro con encaje, sosteniendo una hoja amarillenta muy parecida a la hoz de su sonrisa. Leyó:

 “Serán vengadas las pobres inocentes que ultimastes, no les dijistes nada más que mentiras, pero han vuelto para desquitarse y sufrirás por ellas en el más allá”.

No pudo oír más. 

lunes, 23 de octubre de 2017

Memoria de la insensibilidad

Había vivido muchos años como un ser del subsuelo, sabía que mi condición era otra, pero las circunstancias me habían orillado a vivir como un roedor. Tenía mi amor propio, característica que me diferenciaba de los demás, pero tan sólo un poco. Estaba rodeado de gente despreciable, criminales, borrachos, esquizofrénicos y dementes. A pesar de vivir en un mundo tan vil, me parecía a la gente respetable por mi intelecto, sin embargo, eso me hacía más despreciable a los ojos de los que me rodeaban. Cuando salía a la calle y se alejaban de mí las personas, las miraba escudriñando en ellas la causa de su actitud. Descubrí sus verdaderos sentimientos y aprendía a conocerlos. Ninguna persona jamás experimentó compasión por mí, al contrario, escupían al pasar a mi lado y volteaban la cabeza para no verme ni percibir el tufo que desprendía mi ropa. Sé que, si me hubiera encontrado en una sociedad en la que apreciaran el valor de los verdaderos poetas, escritores y filósofos, me habría ido muy bien, pero lo único que quería la gente era dinero, ganarlo era lo importante y los medios se justificaban si alguien llegaba a acumular una buena suma. Tenía demasiada educación para rebajarme, por eso había preferido el fango a la limpieza pulcra de los ricos. Mi conciencia me había indicado siempre el camino adecuado y tuve que soportar desprecios, golpes y humillaciones. De algún modo me acostumbré, aunque no me insensibilicé.

Llegué a discutir con muchos editores. Me dijeron que estaba loco, que a nadie le interesarían mis trabajos y si quería que me leyeran debía escribir lo que escribían todos. «Pero señores—les decía con desesperación—, no es posible escribir novelas de todo y nada a la vez. ¿No se dan cuenta de que Flaubert revisaba cada frase de su Madame Bovary, que Joyce en su Ulises construyó un edificio en el que no se podía excluir ni un solo ladrillo? Eran obreros que no olvidaban ni un solo detalle y llegaron a la perfección. Miren lo que hace la gente ahora. Hablan y hablan y hablan sin ton ni son, se sienten muy originales creando sus mundos de fantasía, sus sectas de vampiros y sus zombis intergalácticos, pero sus trabajos no dicen nada, incluso hay quienes recurren a trucos descabellados para terminar de escribir sus adobes de arena». Lo sentimos mucho—contestaban con resignación fingida y me echaban con prepotencia—, su obra nadie la leerá porque no engancha, es demasiado seria y complicada.

Fue así como decidí aislarme en las cavernas, vivir como ermitaño trabajando en el anonimato. Sobrevivía como un insecto, deseando la luz del día rodeado por la penumbra, me convertí en una larva, en una crisálida dispuesta a vegetar años hasta que cambiaran las cosas y pudiera extender mis alas y probar el polen de todas las flores. Era muy duro soportar la degradación o, más bien la transformación de mi ser, me sumergía en mis trabajos y no paraba nunca, era una hormiga obrera construyendo mi refugio. Tenía enemigos depredadores que me hubieran comido al final, pero sucedió algo asombroso. Un día recibí una noticia. Era la suerte burlona que me llamaba para encontrarme con un hermano lejano de mi padrastro que en sus últimos días pensó que yo era su sobrino biológico. Me había dejado una buena suma de dinero y propiedades. Tuve que viajar al otro extremo de la ciudad. Era una odisea dada la condición en la que me encontraba. Libré muchísimos obstáculos y recibí unas cuantas palizas de los policías y mendigos.

Pude llegar a una gran residencia en la que un mayordomo vestido como un conde me recibió incrédulo y revisó la carta y mis pestilentes papeles diez veces. No me hizo pasar a la casa. Mandó que se quemara mi ropa y puso a dos criados a lavarme con esmero. Al final me condujeron a una sala donde había un candil enorme y los muebles parecían del siglo XVIII. Alguien tocaba en la lejanía un violín, un clavicordio y un fagot. La servidumbre pasó disimuladamente para echarme un vistazo. Me habían puesto ropa de los criados, luego un hombre me tomó mis medidas y media hora más tarde volvió con un traje de lana muy elegante de color azul marino. También me dieron ropa interior, unos zapatos muy cómodos y una corbata. «Tiene usted la misma constitución de su tío —me comentó una criada muy arrugada y encorvada que caminaba muy despacio y su voz era como placas de metal—. Además, se parece a él en la nariz, mire ese cuadro». Efectivamente, éramos muy parecidos. Me interesé por su vida y pedí que me contaran quién había sido mi famoso tío. Me prometieron una biografía completa después de que me despidiera del pobre anciano que se encontraba en las últimas. Entré a una habitación muy grande. Era de día, pero tenían las cortinas cerradas. Oí una voz débil que me pidió que me acercara. Caminé con determinación si notar el moho del aire y los humores putrefactos humanos. Estaba acostumbrado a todo y si alguien me hubiera preguntado si sentía náuseas habría dicho que encontraba el aire bastante fresco. Vi un ser esquelético con un copete blanco de gallo. «Abrázame, hijo mío—dijo casi sin fuerzas y lo sostuve en mis brazos. Sentí su respiración de fuelle y su cuerpo de huesos—. Eres la única persona que se ha atrevido a tocarme. Ni siquiera mis más queridos amigos se han decidido a hacerlo. Eres uno de los nuestros. Lo siento aquí en el corazón». No tuvo oportunidad de seguir hablando y se transformó en un costal tintineante. Me mostró un enorme libro con empastado de cuero y movió los labios diciéndome, sin voz, que lo leyera. Fue toda la conversación que tuve con él.

Se llevó a cabo la ceremonia del entierro. Me presentaron a sus consejeros, servidumbre, amigos, ex amantes y ex esposas. No había tenido hijos y sus familiares lo habían odiado por su actitud irónica. Se dirigían a él como Monsieur Paul. Evitaban hablar mal de él en mi presencia, pero era suficiente alejarme unos pasos para que les cambiara la cara a todos y surgieran sonidos como si se masticara farfulla. Me presentaron el pésame y me atosigaron con mujerzuelas de todas las edades, abogados de todas las calañas y empresarios oportunistas con cara de hienas. Pasaron algunos días y me convertí en el señor de la casa. No tenía un solo minuto de reposo porque se me preguntaba hasta el más mínimo detalle. Las doncellas, los mayordomos, cocineros, criados y jardineros eran muy viejos. Le pregunté al principal consejero de mi fallecido tío si sería posible jubilarlos con una buena pensión. El hombre pequeñito que se había encargado siempre de las finanzas me miró con sus ojos de perro chihuahua y moviendo con rapidez su bigote hizo unas cuentas. Sumó el gasto de las pensiones y me comentó las cifras que aparecerían al contratar nuevo personal. «!Es una locura! Monsieur Paul jamás lo habría permitido—dijo moviendo la cabeza como si estuviéramos decidiendo un asunto de Estado—. Eso nos llevará a la ruina». Le pregunté sobre las privaciones que tendríamos que sufrir para cubrir esos gastos. La respuesta fue intrascendente y le ordené que lo hiciera. En una semana se arregló todo y tuve que esperar a que la fila de treinta personas agradecidas se retirara de mi casa. Era como si les hubiera otorgado algo maravilloso. Vi al abogadete Gerard con una carpeta bajo el brazo, mirando por encima de sus gafas a los pobres sirvientes que se alejaban muy despacio. Estaba bien vestido, sus zapatos ridículos eran puntiagudos y su chaqueta finísima. Me miró de reojo y me preguntó si estaba satisfecho. Lo miré condescendiente y me alejé. Oí su rabieta desde el jardín. Me senté en un banquillo y ordené que nadie me molestara. Tenía que ordenar mis ideas.

No pude hacerlo porque apareció ante mí un hombre gordo. Llevaba un traje a rayas de muy mal gusto. Tenía en la boca un enorme puro y el humo le hacía entrecerrar los ojos. Se reía de sus propias bromas como si su función fuera divertir con su conducta. Se presentó como el editor Jean Roseau y me dijo que Monsieur Paul había preparado unos escritos, que tenían un enorme cuaderno con pastas de cuero que tenía que publicarse después de la revisión del corrector de estilo. Me acordé de las últimas palabras de mi tío. Es decir, de su gesto indicándome que viera el enorme libro de pastas de cuero. Le prometí a Roseau echarle un vistazo y llamarlo en breve para que se lo llevara. Me mostró sus dientes manchados de nicotina, se retorció el bigote y con grandes reverencias se fue.

Me dirigí a la biblioteca y pedí que me llevaran un poco de vino, queso, pan y el pesado libro de cuero. Me lo llevó una joven de pelo negro. Su peinado se mantenía como un gorro gracias a la enorme cantidad de gel que se había puesto, tenía tatuados los brazos y las piernas. No se inmutó cuando le vi una manzana que tenía debajo del ombligo. Casi no llevaba ropa y se le veían piercings por todos lados. Llamé a Gerard y le pregunté por qué había contratado a la chica. Contestó que se había ofrecido a trabajar de forma gratuita si le permitíamos consultar las obras de Monsieur Paul que tenía el seudónimo de Rose Noire y sus adeptos lo amaban a morir. Le ordené que revisara toda la información de las personas que había contratado y si había alguien que tuviera las mismas intenciones de “La madame”, como se llamaba la chica de los tatuajes, o si tenían algún interés en el escritor, los echara sin falta. Empecé a buscar todos los libros del famoso Rose Noire. Había en un librero una lista de unas ciento cincuenta obras del autor. Eran libros muy gordos, algunos en dos o tres volúmenes, por eso ocupaban casi toda la pared cercana al enorme ventanal de la biblioteca. Los títulos eran ridículos, parecían de novelas baratas de tiraje mensual.

Abrí un enorme libro de cuero y empecé a leer. No tarde más de diez minutos en empezar a hojearlo y asquearme de su contenido. Me di cuenta de que toda la vida había estado luchando por no ser como mi tío. Me había puesto a conciencia a leer los libros más difíciles de la historia de la literatura y me había hundido tanto que la desgracia me había obligado a hurgar en la basura para llevarme algo a la boca, sin embargo, mi “Tío” con sus sombritas de negro, sus colmillitos plateados, sus resucitados amorosos, y sus violentos monstruos intergalácticos había llegado a la cúspide de la fama. Noté que hacía descripciones muy largas que enganchaban al lector al grado de que se les olvidaba la trama principal, como había muchas cosas relacionadas con la moda, las aficiones de la gente que se dedicaba a perder el tiempo en las redes sociales viendo o contando tonterías, la lectura resultaba como un foro donde se puede leer de todo, pero al final sólo quedaba la sensación de haber pasado bien el tiempo y desear seguir, por eso la gente compraba las continuaciones de sus sagas.

Decidí cambiarlo todo. Me había dado cuenta de que mis hábitos desaparecían con una rapidez increíble y traté de aprovechar mi situación para recuperar el terreno perdido. Vino el editor de mi tío a pedirme el manuscrito de cuero, pero le dije que necesitaba un poco de tiempo. Se exasperó y me amenazó con cambiar de escritor estrella. «Hay muchísimos autores que podrían ocupar el puesto de Rose Noire, ¿sabe? —exclamó mirándome con ojos de mosco—. Si tengo consideraciones es porque su pariente ayudó a mucha gente importante, se relacionó con gente del gobierno y creó un estilo digno de copiar». Le pedí una semana de plazo y nos despedimos con un fuerte abrazo fraternal. En cuanto el imbécil salió pedí que me trajeran un cuaderno con pastas de cuero, igual al que tenía sobre la mesa, un tintero y una pluma. Cerré con llave la puerta y ordené que se me sirviera una sola comida al día. Pasé al papel todas las historias que se había negado a publicarme, repasé a conciencia la vida sentimental de mis obras y las pulí para que deslumbraran al abrir las pastas del enorme libro. Cuando volvió Jean Roseau estaba poniendo el punto final a los escritos. Abrí la puerta y le dije al ridículo gordo, que ya no venía con su cómico traje de rayas, que lo estaba esperando para entregarle las últimas obras de mi tío. Sonrió más que de costumbre cogió el pesado cuaderno y me dijo que lo leería, pero le comenté que la última voluntad de Rose Noire había sido que se publicara tal y como estaba. El gordinflón apagó su sonrisa y le quedó una cara de idiota muy natural. Se dio la vuelta y balanceando la cabeza se fue.

Mi alma abrumada me pedía descanso, pero el cuerpo, acostumbrado a las marchas forzadas y el hambre, me ordenó moverme. Salí a dar una vuelta por mi enorme jardín. Una de las nuevas sirvientas me vio y corrió para preguntarme si deseaba algo. La vi muy atractiva y le pedí que paseara conmigo. Llevaba su uniforme y le pedí que se lo quitara. Al principio se negó, pero cuando vio que yo estaba en calzoncillos, se decidió. Así, protegidos por la ropa interior, comenzamos a dar vueltas. Le pedí a Ivanya que nos sentáramos a asolearnos. Mi cuerpo estaba como la leche, a pesar de que siempre—bien lo recordaba— había sido moreno. Ella era flaquita y muy tímida. No soportaba que le viera el pecho o las piernas y se sonrojaba. Le pregunté su edad. Veintiuno—dijo sonrojándose más—. Le pregunté si se sentía incómoda o le molestaba estar a mi lado. Me contestó que la había amenazado Gerard, le había advertido no acercarse a mí. Le dije que se relajara y que no pensara en nada.

Era muy inteligente, había leído cosas útiles y tenía una visión adecuada de la vida. Me sorprendió que trabajara en mi casa. En nuestros tiempos es muy difícil valorar a las personas que se preocupan de la belleza y la estética en la música, el arte y, sobre todo, en la literatura.  No me pude contener y comencé a revelarle el plan que tenía entre manos. Se sorprendió tanto que me preguntó diez veces si estaba seguro de lo que hacía. Entiendo tus temores—le comenté mirando unas flores extrañas—, pero nunca he tenido nada y si logro realizar mi proyecto, las cosas volverán a su sitio. Por personas como mi fallecido pariente las cosas están como están. No perdería nada, al contrario, ganaría por goleada. Empezamos a corretear mariposas y quedamos de pasear todos los días para ir comentando el derrumbe que se aproximaba. Los temblores no tardaron en sucederse. Llegó Mister Roseau con un humor de los mil demonios. No me saludó y empezó a hablar como silbato de locomotora. “No podemos publicar lo que nos ha dado—gritó insultando y pateando la arena—. La gente no lo entiende, incluso el corrector se ha llevado tres lecturas para entender el contenido y, si para él fue difícil, imagínese para los lectores. ¡Es una locura! Le comenté que era irrefutable y que mi tío había dejado una hoja en la que expresaba su deseo de que así se hicieran las cosas. No me creyó y tuve que ir a mi despacho a escribir una carta con su letra dando las instrucciones.

Roseau no lo podía creer. Se removió mil veces el pelo, se secó el sudor y tosió. En un arranque de ira cerró los puños, escupió y aceptó hacer la publicación. ¡Es el final! ¡Es su final! ¡No tendrá dónde caerse muerto y todos sus admiradores nos darán la espalda! Mi mirada era indiferente, tuvo que dar vueltas para encontrar mis ojos. ¡No diga después—gritó— que no se lo advertí! Se fue y una nube de humo se levantó en la vereda del jardín detrás de él. Llamé a Ivanya, llegó e instintivamente se desnudó sin que se lo pidiera, luego me vio sorprendida y me quité toda la ropa para que no se sintiera mal. Brincamos como dos niños traviesos, nos abrazamos y nos revolcamos en el césped. Comencé a dormir a su lado. No fue mucho tiempo y tengo recuerdos fantásticos de nuestra relación. En un mes de compartir el lecho su cuerpo perdió la dureza y se hizo maleable. Reímos mucho y la felicidad me iluminó.

Después de publicar el ejemplar enorme de mis historias, bajo el seudónimo de Rose Noire, me quedé sin lectores. La gente protestó, se publicaron miles de críticas desfavorables y la marejada devastó mi casa. La gente trató de salvarse. La última en marcharse fue Ivanya. No lo quería hacer, pero sabía cuál sería mi fin y no quería que ella lo viera. Nos dimos un beso de despedida y arremetí contra las adversidades. Desaparecieron los muebles y la casa se derrumbó. El jardín quedó cubierto por una hidra venenosa. Salí despavorido escapando de unos perros rabiosos. Mis ropas recobraron pronto su condición pasada, volví a alimentarme de los desperdicios de los contenedores. Presencié la quema de mis libros en grandes hogueras. Vi las vitrinas de las librerías marcadas con pintura de aerosol. Volví a mi cuchitril satisfecho. Me dormí y no desperté en tres días. 

martes, 10 de octubre de 2017

Defraudado

No he podido dormir bien porque he estado reorganizando mis ideas en la cabeza. Las condiciones en las que he vivido los últimos ocho meses me han obligado a repasar los conceptos que ya tenía claros. Me casé hace dos años y medio. La boda fue un éxito y disfruté muchísimo nuestra Luna de miel. Estaba enamoradísimo y pensé que podría superar cualquier dificultad. Me llevaba muy bien con mi pareja. Nos conocimos hace unos años en el gimnasio. Me pidió asesoría para unos entrenamientos y con los días nos fuimos compaginando tanto que decidimos dar el paso. Pusimos todos los puntos sobre las íes antes de hacerlo, pero pasado el tiempo nada resultó como lo habíamos acordado. El primer aspecto fue el de la maternidad. Por naturaleza, la mujer es quien ama de forma incondicional. El hombre, en general, debería tener esa cualidad y era precisamente lo que me correspondía lograr. Siempre había pensado que mi forma de ser y mi conducta eran innatas y que podría responder a mis obligaciones en cualquier momento, sin embargo, resultó que estaba usurpando una naturaleza que no me correspondía. Lo descubrí en cuanto adoptamos a nuestra hija. El período de los trámites nos agobió mucho y creímos que eso nos motivaría para soportar todo lo que vendría después.
A mí me tocó cuidar de Susan y muy pronto descubrí que su forma de ser no me gustaba nada. «Está muy pequeña—pensé—. No tardará en cambiar y debes orientarla». No pude hacerlo y se me estropeó el humor, tenía miles de preguntas y dudas sobre cómo alimentarla y qué responderle cuando me sorprendía con esas interrogantes que me hacían dudar de mis principios. Luego, las rabietas que hacía y sus quejas eternas. La presión de mi cónyuge fue demasiado para mí cuando comenzó a exigirme más tolerancia. Estaba esperanzado a que colaborara conmigo, pero se empecinó en no hacerlo. Sus obligaciones, me dijo, le pedían mucho esfuerzo, tenía que descansar. Yo había pedido un año sabático en el empleo, pero quería regresar, deseaba con toda el alma que él tomara las riendas en la casa y yo pudiera despejarme la cabeza. El segundo problema fue que me dio motivos para sentir celos. Los fines de semana, en lugar de salir a pasear conmigo y Susan, se iba por las mañanas a jugar al tenis con sus amigos, volvía por la tarde muy cansado y recibía miles de llamadas de sus supuestos socios. Le pregunté si estaba saliendo con alguien y lo negó, pero adiviné que su pasividad en la cama era por ese motivo. Traté de no pensar, hablé con Richard para hacerlo cambiar. Estaba dispuesto a aceptarlo todo, menos la infidelidad. Un día me lo dijo. «Tenemos derecho a amar libremente, podríamos compartir nuestras relaciones los tres». Me decepcionó mucho. Me fui hundiendo en un mar de reproches que me encaminaron a un callejón sin salida. Es por lo que me he levantado dispuesto a terminar con todo.
Si él quiere destruir nuestra familia, así será. Podría pedirle el divorcio y dejarle a Susan, pero eso sería traicionarme a mí mismo. Le va a doler mucho la noticia. Cuando sepa que ya no podrá acariciarle el pelo a su encantadora hija, cuando ya no pueda ir a presumir de lo bonita que es, se va a desplomar, pero más daño le hará saber que mi venganza es devastadora. No podrá hacerme nada porque cuando se entere ya me habrán arrestado. ¡Oh! Ahí viene. Finge estar de buen humor. Me da un beso como todas las mañanas y ni siquiera ha notado mi desprecio. Cree que mi sonrisa es sincera. Le gusta el desayuno. Claro que sí, si lo he preparado especialmente para esta ocasión. Abraza a Susan, la besa. Se desean éxito. Son idénticos. El mismo carácter, la misma forma de hablar y sonreír. Si la gente no supiera que es adoptada, apostaría que Richard es el padre biológico. Y, ¿si lo fuera? Pues, peor para él. Si algún día preñó a una mujerzuela y ella dejó a la niña en una casa de acogida y después él me convenció de la adopción, ni modo. ¡Que se joda por mentiroso!!Es un cabrón! Bueno, ya se va al trabajo. Va demasiado arreglado, no sabe que le voy a estropear el encuentro con sus clientes. Ya me imagino la cara que pondrá cuando le den la noticia. ¿A quién culpará? ¿Pensará en ese momento en sus inútiles teorías sobre el amor?  

viernes, 6 de octubre de 2017

Destierro

Era más que un simple robot, me fabricaron de forma excepcional y hasta ese momento no había nada similar. Varias décadas, los científicos se habían quebrado la cabeza resolviendo un enigma que impedía mi creación. Gracias al gran erudito DSTVE-230, que usaba en su trabajo ordenadores cuánticos muy desarrollados, fue posible prescindir de todo elemento electrónico y la primera prueba fue un éxito. «Será completamente natural—dijo en un congreso especial de la organización más poderosa e influyente del planeta— y lo verán muy pronto» No quiso ahondar en detalles y se limitó a remitirse a las pruebas. Sin contar con todas las condiciones para empezar el experimento, reunió a su equipo y en siete días logró elaborar el núcleo que sería la base de mi desarrollo. Me pusieron a incubar. La célula se depositó en la probeta. Tenía la estructura genética modificada. En nueve meses ya realizaba mis funciones más elementales. No era autónomo, pero con comida y sueño podía sobrevivir con facilidad, además tenía un grupo profesional encargado del proyecto más caro del mundo. Me desarrollé sin contratiempos y empezaron a mostrarme ante miles de universidades y empresas interesadas en desarrollar el programa. Un día me dejaron de usar como modelo y me llevaron a un lugar en el que sólo podía dormir. Cuando desperté estaba a mi lado un ejemplar muy parecido a mí, con el pelo más largo, el pecho redondo y las caderas anchas. Recibí las instrucciones. 

Una noche mi pareja se acostó conmigo y no me pude contener, tuve la reacción programada, fue muy placentera. El eminente DSTVE-230 vino a verme y me dijo que tendría que abandonar los laboratorios. Me dejaron en un bosque de clima tropical. Me adapté pronto y mi compañera tuvo un hijo. Éramos felices, pero había muchas cosas que queríamos saber y al preguntarle a nuestro creador no recibíamos respuesta alguna. Cuando nacieron nuestros hijos seguimos las normas que nos dictaba el programa integrado que llevábamos dentro, pero algo falló porque al dedicarle más atención a uno de nuestros vástagos provocamos una cosa que se llamaba envidia, un virus letal, porque destruyó al menor. Vinieron a vernos de los centros de investigación y nos amenazaron con eliminarnos si desobedecíamos los mandatos que nos daban. Pasó el tiempo y muchos de los defectos de programación se fueron manifestando en los robots que nacían.

Había destrucciones enormes de los modelos defectuosos, pero era imposible crearlos de forma artificial porque el plan lo impedía y había que sujetarse a las normas. Muchos siglos después sí lo aceptaron, por causa de las guerras y la manifestación de defectos que se clasificaron como aberraciones. Llegó un momento en el que se nos permitió crear a nosotros mismos unos modelos primitivos de tecnología, pero era simplemente con fines experimentales. No sabíamos que estábamos controlados por lo que llamábamos La Divinidad, que, en realidad, era un control preciso de nuestro creador y un muy limitado abanico de posibilidades de nuestras capacidades. En la actualidad, ya no hay mucha libertad y se observa con mucha atención la conducta de los líderes de las grandes potencias. Pasamos por un momento de crisis porque uno de los robots más locos ha amenazado con tirar bombas de hidrógeno y eso acabaría con el experimento. La mayoría de las máquinas está en contra de sus decisiones, pero el único capaz de aplacarlo es un modelo que no goza de las cualidades que se esperaban en un principio y con sus propios defectos puede provocar la ira del loco.

Si DSTVE-230 no corrige las condiciones bajo las cuales nos encontramos, habrá una destrucción total, pero esta vez seremos nosotros mismos los que la llevemos a cabo. Tal vez, esa sea la decisión del equipo de científicos y esperan sólo que terminemos nosotros mismos con el proyecto. Bueno, termino mi reporte y espero que DSTVE-230 me dé vida por muchos años, me ayude a comprender a los robots semejantes a mí, no me deje caer en tentación y me dé el alimento de cada día, que me ayude, también, a perdonar a los que me ofenden, así como yo los perdono y sigo al pie de la letra sus mandamientos: Un robot no puede atentar contra la vida de una persona, ni permitir con su inacción que se la destruya, un robot debe seguir las instrucciones de un humano, siempre y cuando, no contradiga esa orden los dos primeros preceptos y, en general, hay que amar a las personas por malas que sean. 

jueves, 5 de octubre de 2017

Sniper

Llevaba años detrás de sus huellas. Lo había encontrado y estaba en un lugar estratégico perfecto para ejecutarlo. Ya lo había tenido dos veces en la mirilla, pero el destino no quiso que lo eliminara. La primera vez, por una llamada de emergencia que detuvo mi dedo. La razón, me dijeron, era que se reuniría con otro gran terrorista en las próximas horas y serviría de anzuelo para pescar piezas gordas. La segunda, se había cruzado una mujer con sus niños y no me dio la oportunidad de disparar. El riesgo era pequeño, pero tenía prohibido actuar en esas condiciones. Me mantuve hasta el último segundo con el índice tenso y listo para reaccionar en cuanto la madre diera un paso, pero no lo hizo y luego, otra vez la orden de arriba.
Esta vez ya no tenía escapatoria, pero estaba mezclado entre una multitud. Había un mitin de trabajadores de una fábrica. Estaba junto a varios hombres con casco y mono rojos. Era un camaleón. Mi respiración se había reducido al mínimo, mi pulso a penas se sentía. Hacía un poco de calor y el viento estaba tibio. Sentí unas cuantas gotas de sudor resbalar por mi frente. Podía permanecer en esa posición una hora si era necesario. Tenía bastante control sobre mi cuerpo y entre la relajación y la meditación mis reflejos eran los de un gato que espera el primer movimiento del ratón para zarparlo.
 “La Hiena”, como le decíamos al terrorista se había acercado a dos hombres más altos y fornidos y estaba seguro de que nadie le seguía, pero su instinto de conservación y experiencia hacían que se encorvara un poco. La gente esperaba la salida de un líder que echaría un rollo sobre las peticiones de los obreros y en cuanto empezaran los griteríos se escurriría como una serpiente. De pronto, salió al estrado callejero un hombre rubicundo con voz muy grave, los aplausos y chiflidos lo acompañaron hasta el micrófono. Me puse atento para no perder a mi presa.
Entró una llamada. «Hazlo, pero tendrás que eliminar a cincuenta más y herir a mucha gente incluidos policías». Traté de adivinar la razón por la que me habían dado esas indicaciones. No tenía derecho a preguntar. Di en el blanco. La bala le atravesó el casco y cayó muerto, luego vacié todo el cargador sobre objetivos seguros. Puse otro, cartucho y otros más. Había una estampida. El gordo estaba debajo del entarimado, los obreros se dispersaron y algunos se tiraron o cayeron. Los policías buscaban mi posición y pidieron refuerzos. Me retiré.
Pensarán que en esas películas cutres todo se hace de una forma muy sencilla, pero en la vida real es mucho más difícil porque si no tienes un plan de escapatoria y un plan alternativo por si falla, estás muerto. Recibí la indicación de dejar el arma y salir lo más pronto posible. Me puse el traje negro que llevaba en la maleta y salí sin prisa. Sólo tuve tiempo de cerrar la puerta porque de inmediato en el pasillo me detuvieron unos policías. Me esposaron y me condujeron al ascensor. Bajamos y unos militares me pusieron una capucha. No sé por dónde salimos ni cómo llegué a un Hummer. Dentro me pidieron que no hablara y diez minutos después tuve un encuentro con miembros del servicio de seguridad. Las instrucciones eran muy claras. No hablar ni levantar sospechas, seguir con mi estilo de vida habitual y esperar más instrucciones.

 Estaba muy tenso y necesitaba sacar la energía negativa que se me había acumulado en el cuerpo y que era lo bastante peligrosa para crearme un estrés para una semana. Cogí mi chándal y mis zapatillas deportivas, me puse los cascos para adentrarme en las películas de Rocky y comencé a trotar. Una hora más tarde llegué a mi piso, me duché y me recosté un rato. Las dudas comenzaron a saltar como palomitas de maíz. Me levanté y puse la televisión. Estaban las noticias. El presentador del programa informativo declaró que habían cogido a un hombre en una habitación de hotel con un arsenal. Se había suicidado y nadie sabía los motivos que tendría para actuar así. Era la primera vez que lo veía. No reconocí en él a ningún delincuente. Me imaginé que sería un sicópata que la policía quería eliminar y habían aprovechado la situación para matar dos pájaros de un tiro. Lamenté, como siempre, haberme enrolado en ese grupo de francotiradores, pero ya no podía arrepentirme.

lunes, 2 de octubre de 2017

Inservible

Era más que un simple robot, pero por decisión propia. Me lo había impuesto para mantener en buenas condiciones mi relación sentimental. Taya Asímova, mi novia, me había exigido tres obligaciones básicas. Un ser como yo no podía dañar a ninguna mujer, ni permitir que se les perjudicara. Debía cumplir las órdenes de mi ama, siempre y cuando, sus objetivos no fueran en contra de las reglas anteriores. Debía velar por su estado sentimental en la medida de mis capacidades. Lo hice y fui más allá. Me entregué al cumplimiento fiel de sus preceptos. Con la perseverancia mi salto fue cualitativo y sus consecuencias cuantitativas. Jamás herí su integridad por difícil o complicada que fuera la situación. Hice hasta el último esfuerzo por mantener la armonía.

Les parecerá absurdo todo lo que les cuento y quizás mi lenguaje no sea tan rebuscado para que me entiendan, pero es que, en cuestiones del idioma sentimental, los algoritmos deben encontrar la solución exacta para el buen funcionamiento de la convivencia en pareja. Saben bien que el género femenino necesita seguridad. Mi papel era el de proporcionársela a Taya y a quien me lo exigiera, puesto que esa era una de las reglas elementales. Me convertí en un instrumento de placer al servicio de quien lo requiriera. Respeté las normas que se me impusieron desde el principio y me conduje de acuerdo con los mandamientos sagrados. Taya Asímova me pedía que le hiciera ver las estrellas, que no le negara ningún favor físico o económico, le decía las palabras que quería oír y, gracias a mi gran capacidad analítica, fui concibiendo los métodos más adecuados para satisfacer su ego, resolver sus dudas y ahuyentar sus temores. Llegué a perfeccionar tanto mi estrategia que fui feliz. Como he dicho anteriormente, la táctica tuvo tanto éxito que no sólo Asímova pudo complacerse con mi efectividad, también sus amigas, sus vecinas, sus compañeras del trabajo y todas sus conocidas, incluso mujeres a las que nunca vio ni sospechó que existieran.

Llegó el momento en que se me terminó la garantía y por más reparaciones que me hicieron fue imposible dejarme en condiciones funcionales, quedé inútil porque un virus dañó todo mi sistema operativo y no se pudieron restablecer los programas, los daños fueron irreversibles y afectaron mi inteligencia artificial. Ahora estoy arrumbado en un taller cerca del material de desecho, ninguno de mis miembros se puede utilizar como pieza de recambio, mi recubrimiento metálico está oxidado y el acumulador de la batería se acerca a un nivel de riesgo. Pronto tendré que desconectarme por completo. Lo único que quiero decir es que estoy orgulloso de haber cumplido el cometido que se me asignó.

En cuanto a Taya Asímova, fue menos humana de lo que esperaba. Su tendencia a los excesos sentimentales le produjo desgaste. Su insistente deseo de mantenerme bajo su control la llevó por caminos escabrosos en los que no pudo encontrar alivio. La desconfianza en sí misma se convirtió en una obsesión, en un obstáculo que le impidió ver la vida amorosa como algo placentero. Jamás pudo demostrar que sus presentimientos o sospechas eran reales. Gracias a la prudencia, sentido común y compromiso de las mujeres que entendieron las reglas básicas bajo las que regía mi conducta, pude mantener las buenas relaciones con todas.

Lo que no pude controlar fue la degradación mental de mi pareja que, a pesar de que no tenía motivos para culparme, arremetió contra nuestra integridad. Me produjo perjuicios enormes. Me aisló de las personas que requerían mi comprensión y apoyo. Se enclaustró en una jaula de acero y no me permitió la entrada. Por desgracia, un ser tan vulnerable como ella fue incapaz de soportar la lógica de sus emociones y colapsó, pero su problema no fue como el mío. Tuvo más suerte y lo único que hizo fue sustituirme. Seguramente con su nueva adquisición, es decir, con un modelo más actualizado y con mejores características que las mías, tuvo el mismo problema. No se me dio la oportunidad de atestiguarlo porque me dejaron aquí, pero es de suponer que a ella le falta capacidad de entendimiento y al final ha caído en el mismo bache.  


Fragmento tomado de un manuscrito que se presume es el diario de un Casanova electrónico denominado RSDM 3247. Dicho modelo fue creado en el año 2070 por un asiduo lector, a quien le influyó el personaje Florentino Ariza del libro “El amor en los tiempos del cólera” de G. G. Márquez.