lunes, 25 de julio de 2016

La flor de la campana

Cruzan los cielos como danzantes espirales
 todos los viajeros cometas y estrellas fugaces
en fuegos pirotécnicos de las fiestas siderales
 propiciando ambientes para sublimes romances

                                                              Mortaliss.



La flor de la campana

 Siempre había sentido curiosidad por la belleza eslava. La causa de tal interés eran Pedro y Mariano, sus compañeros del trabajo, quienes habían estudiado en la desaparecida URSS y siempre comentaban las agradables experiencias que habían compartido con algunas mujeres de aquellas tierras. —¿Te acuerdas de Diana? —le preguntaba el uno al otro—. ¡Cómo no me voy a acordar sí estuvimos juntos en Kishiniov, en el campamento donde recolectamos frutas todo un mes, ¿qué no te acurdas? —¡Ah! !Pues, claro! Era por eso que andabas con los ojos de borrego ese verano del 88, ¿verdad? —comentaban riéndose con gesticulaciones y manoteos muy obscenos.
Así eran la mayor parte de las conversaciones entre sus dos compañeros del trabajo y cuando no era Anna, era Larisa, y sí no, entonces las Mashas, Lenas y Natashas.

 Era tanta la algarabía que armaban los dos amigos, que Andrés se prometió a sí mismo que un día se iría, sin avisarle a nadie, a San Petersburgo o Moscú y se casaría con una mujer muy guapa. “Para que aprendan”—se decía muy quedo como si estuviera apuñalándolos con sus palabras—. Empezó a tomar nota de las cosas que sus colegas comentaban con respecto a la forma de vida y la cultura moscovita, luego buscaba información en la embajada, en las guías de turistas y en los periódicos. Un día asaltado por la curiosidad les preguntó a sus amigos si la comida era rica. Ellos lo miraron con ojos de rana y le contestaron con una pregunta: “¿Qué no sabes que hay un restaurante ruso en el centro de la ciudad? ¿No? Pues te vamos a llevar para que conozcas la música, los bailes y las delicias rusas”.

 Un viernes se reunieron a la hora de la salida y se fueron al Acorazado Potemkin, que era como se llamaba el restaurante. Cuando llegaron estaba un grupo de músicos interpretando una pieza muy popular y comenzaron a cantar. El camarero los reconoció y con una amable sonrisa y un abrazo muy efusivo los invitó a que se sentaran en una mesa que se encontraba al lado de otra donde había una gran cantidad de rusos. —¿Ves qué popularidad tenemos aquí, Andrés? A ver si aprendes un poquito y te conquistas una muchacha para sentar cabeza, que ya te hace falta—. De nuevo se alegraron y al recibir su botella de vodka, el enorme platón con ensalada de pepinos, tomates y rebanadas de pan negro comenzaron a brindar. Andrés estaba encantado porque no sólo le gustaban las melodías, sino algunas de las muchachas que se levantaban a bailar y gritaban a coro cuando reconocían un acorde que les accionaba un detonador en la garganta y el corazón.
 Mira, nada más qué cara tienes Andrés, estás en babia, cierra la boca no se te vayan a meter las moscas—le decían entre risotadas y fuertes golpes en la espalda—. Andrés se sonrojó y les pidió con la mirada que lo dejaran tranquilo, sin embargo, sus amigos aprovecharon la ocasión para llamar a una conocida que no era muy guapa, pero podía comunicarse en español con gran soltura. ¿Cómo se llama este hombre tan serio con quien vienen? —les preguntó María analizando con curiosidad y deseo al invitado—. Es nuestro compañero Andrés, no conocía este magnífico lugar, ¿te lo puedes imaginar, Masha? —Ella sonrió y saludó a Andrés dándole un beso en la mejilla. Así comenzó una larga conversación en la que el agasajado supo que su nombre en ruso era casi igual y que terminaba en una i muy reducida, o sea Andrej o Andrey; que María tenía una tía en Moscú; que ésta le ayudaría si un día se decidiera a viajar a la capital rusa; que ella no tenía novio y que estaba dispuesta a darle unas clases del idioma si lo deseaba. Seis meses después, Andriusha, como le decía María, hablaba y escribía un poco en el idioma extranjero, tenía el dinero suficiente para hacer un viaje y permanecer dos semanas alojado en el piso de Anna la tía de María.

 Llegó en el mes de julio, la señora Annia lo recibió, le dijo que se iba a trabajar en su huerto en la casa de campo y que volvería dos semanas después, es decir, cuando él estuviera en vísperas de su regreso. Fue muy amable y le dio todas las instrucciones necesarias para que no tuviera ningún problema, luego se fue cargada de bolsas con retoños de tomates, pepinos, ajos y cebollas. Los primeros días Andrés se dedicó a ver las cosas interesantes de la ciudad y a probar los platillos de comida que le habían recomendado sus amigos, pocos platos le gustaron en realidad, pero lo poco que le satisfizo el paladar se le quedó grabado para siempre, fuera por su aspecto y sabor o la elaboración del guiso. Cosas como el borsh, las tortas de carne, los panecillos rellenos, el kvas (bebida fermentada de pan negro) y algunas ensaladas le parecieron manjares de dioses. En cuanto a los sitios de interés, lo impresionó La Plaza Roja y las iglesias del interior del Kremlin, La Cámara de armas y la catedral de San Basilio, la cual le pareció que estaba hecha de merengue, y el teatro Bolshoi. A parte de la arquitectura, le sorprendía que cada vez que veía a una mujer guapa, se le aparecía una mejor unos pasos más adelante, y luego, otra más bella y así sin parar. Nunca había visto tantas mujeres con los ojos claros y la piel blanca reunidas en tan poco espacio. Se quedaba boquiabierto en el metro y cuando paseaba en las calles daba la impresión de que estaba buscando con desesperación a alguien porque no dejaba de mover la cabeza de un lado para otro.

 Por la noche salió a dar una vuelta cerca del centro y descubrió un bar en el que había mucha gente. Entró y se sentó cerca de la barra. Pidió un tarro de cerveza y se puso a fisgonear a las personas. Pronto calló en la cuenta de que había muchas mujeres solas, muy bien vestidas, pero con gusto un poco vulgar, que se acercaban a los hombres para conversar. Andrés estaba mirando embelesado a una mujer morena de ojos azules cuando escuchó una voz muy potente y aguda a sus espaldas. Se volteó y vio a una chica de ojos grises con un flequillo rubio y cara gatuna muy agradable. ¿Estás solo? —le preguntó la mujer, más con la intención de proponerle su compañía que por lo que era evidente—. Sí, es la primera vez que vengo a Rusia y este lugar lo encontré por pura casualidad. “¿Cómo te llamas?” —le preguntó sin poder separar la vista de sus ojos—. Soy Sveta, ¿y tú? —Andrés—contestó sin atreverse a pronunciar su nombre en ruso.
 Estuvieron conversando media hora y luego se les unió Lera, una chica muy atractiva con enormes senos, pelo castaño y rostro de niña. Era de Moldavia y tenía una voz melosa y aguda pero no era muy comunicativa. Con la música, el ajetreo y las mujeres que lo acompañaban, Andrés se sintió muy relajado y feliz, bailó un poco con sus guapas acompañantes, quienes insistían todo el tiempo en que las abrazara o comprobara la firmeza de sus partes más eróticas. Se estaban divirtiendo mucho, Andrei se desinhibió tanto que, incluso, les contó a sus nuevas amigas chistes en ruso, muy tontos, que se había aprendido de memoria en las clases con Masha, más tarde se sorprendió cuando notó que estaba fumando unos cigarrillos muy fuertes de tabaco húngaro. Se disculpó y fue a orinar.

Cuando volvió, ya estaba algo borracho y, al mirar a sus conocidas que le sonreían con picardía y provocación, se repitió sus nombres, les miró las rechonchas piernas, pues las dos iban en minifalda, las acarició con la mirada y al acercarse las besó con efusividad. No opusieron ninguna resistencia, por el contrario, lo abrazaron y festejaron con caricias muy intensas su decisión. Él se tomó de un tirón la cerveza que tenía hasta la mitad y unos minutos después se sintió haciendo piruetas en el cielo como si fuera un ave, pero el vuelo intenso lo hacía sentir mareos y náuseas, estaba fuera de sí y sin fuerzas para caminar, rápidamente les dijo a sus dos novias que ya estaba demasiado ebrio y que era la hora de marcharse. En realidad, le estaba haciendo demasiado efecto la bebida y cuando oyó que las chicas le habían pedido un taxi se alegró mucho, les dijo la dirección a la que tenía que ir y se desconectó al sentir el golpetazo de aire tibio de la calle.

 “¡Despierte! ¡Despierte!” —Oyó esas palabras como si vinieran de un túnel y abrió los ojos—. “Menos mal que ha vuelto en sí, lleva tres días durmiendo cómo un lirón. ¿Se siente bien?”. Andrei sintió dolor en la cabeza y vio a una mujer de unos sesenta años de edad que lo escudriñaba con sus ojos de gata montés. Era Marina, la vecina de la señora Annia, que escuchó las voces de dos mujeres en el piso contiguo y se interesó, dos días después, un poco tarde, por el destino del supuesto inquilino extranjero de su amiga. Estaba acompañada de un policía y decidieron llamar a la ambulancia porque Andreí casi no podía hablar y parecía un muñeco de trapo al que tuvieron que acomodar en la cama para que se pudiera sentar apoyándose en la cabecera.
 Estuvo dos días en tratamiento. Le explicaron que había tenido mucha suerte y que había perdido el conocimiento por una sobredosis de escolopamina o belladona, lo cual lo había sumido en un profundo sueño del que despertó sólo después de haberle hecho el tratamiento intensivo de desintoxicación con lavativas y suero intravenoso.

 Un poco más y no lo habría contado, amigo mío—le comentó el doctor levantando la vista e interrumpiendo su activa e intensa escritura en unos papeles que llevaba cinco minutos rellenando, y luego siguió—, si las mujeres que conoció en el bar, porque creo que fue así como lo adormilaron, ¿verdad?, le hubieran agregado un poquitito más de polvo, usted no lo habría contado jamás, ¿sabe? !Tenga mucho cuidado! La próxima vez que vaya a los bares a conseguir prostitutas no deje sus bebidas al alcance de esas vampiresas. Por favor, cuídese.

 Cuando salió del hospital trató de recordar lo que le había pasado en el bar, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Le pesaban mucho las palabras del doctor y la duda de no saber qué había hecho la noche en la que lo adormilaron. Volvió a su piso y descubrió que se había perdido su pasaporte, el dinero, sus cosas de valor y se alarmó. La señora Annia, quien le había llamado a la ambulancia y lo había visitado en el hospital, le recomendó que denunciara el robo y lo acompañó a la policía, luego Andrés se fue a su embajada para tramitar un nuevo pasaporte. Gracias a los sabios consejos y la buena voluntad del cónsul fue posible tramitar una visa y un pasaporte nuevo, además le proporcionaron una cantidad de dinero que obtuvieron, intercediendo por él en su empleo, dirigiéndose directamente al director de la empresa en la que laboraba él.

 Resolvió todo sin contratiempos y, cuando ya le faltaban sólo tres días para volver, su memoria se despertó. Vio claramente la imagen de una puerta grande de madera resguardada por un hombre muy alto de traje negro. Luego el interior con poca iluminación, la larga barra del bar y los bancos; después dos mujeres, una morena y otra rubia, con faldas cortas, largos escotes, peinadas con caireles y sonriéndole con picardía. ¡Eran ellas! Sí, lo sabía perfectamente porque oía un eco, unas palabras muy alejadas y pronunciadas con prisa. Sintió ese desfallecimiento que experimentó después de beberse la cerveza, al final se vio en la cama con mareos y sin fuerzas para incorporarse, ellas se iban con todas sus cosas y el taxista les servía de cargador. Largo rato discutió consigo mismo la posibilidad de vengarse, pero fue sólo la curiosidad la que lo guió de nuevo al antro. Reconoció todo, se fue a pedirle una cerveza al barman y buscó a sus dos amigas, no las encontró y pidió referencias de ellas. Le dijeron que Sveta y Lera iban de vez en cuando y que tenían fama de ladronas, que el dueño no las quería ver dentro del local y por eso se aparecían cuando el administrador y el dueño no estaban. Un poco decepcionado se regresó a su piso y se durmió profundamente.

 El tiempo se le pasó muy rápido y supo que sus vacaciones se habían terminado cuando oyó que alguien abría la puerta e inundaba con gritos el espacio silencioso que había mantenido hasta ese momento. Andriusha, Andriusha, perdona que no haya venido a cuidarte cuando estuviste enfermo —le decía la gruesa y rubicunda mujer— y que no haya velado por ti cuando estuviste enfermo, pero mi casa de campo está a trecientos kilómetros y no siempre hay trenes. ¿Cómo estás, hijo mío? ¿Qué le voy a decir a Masha?!¡Oh, dios mío, dios mío! Pasadas las emociones del encuentro Andrei y la señora Annia cenaron, tomaron un poquito de vino para encaminar al huésped, como era la costumbre rusa en vísperas de un viaje largo, y desearse buena suerte en todas sus empresas. A las dos de la madrugada llegó el taxi y se llevó a Andrei con una maleta de mano y sus documentos. No tuvo ningún problema en el aeropuerto y entró al avión a las cinco menos diez.
Se sentó en el lugar que le correspondía cerca de la ventana. Entrecerró los ojos y trató de dormirse un rato. Despertó cuando el avión llevaba media hora de vuelo. A su lado estaba una mujer muy atractiva leyendo un libro en inglés. Andrei se levantó para ir al baño y pidió permiso en ruso para cerciorarse de que su compañera no era americana o inglesa. Como el lugar del corredor estaba vacío no le fue difícil salir al pasillo. Volvió del servicio, se sentó y permaneció un momento callado mirando el amanecer anaranjado a través de su ventana.
 La mujer seguía leyendo. ¡Qué hermosa es! —pensaba Andrés—cualquiera estaría dispuesto a dar lo que fuera por tener una esposa así. Estuvo dándole vueltas a esta idea, se imaginó que él podría conquistarla y ofrecerle una vida tranquila y llena de amor, fantaseó con la idea de mantener una fuerte contienda con el hombre con el que ella estuviera comprometida, salía triunfador, vencía con descomunal esfuerzo al tipo atractivo, rico y fuerte, ganándose el amor de ese portento de mujer joven que lo tenía embelesado. Miró el libro que ella leía y se dio cuenta de que era la novela “If tomorrow comes” de Sidney Sheldon de la cual no sabía nada, por eso le preguntó si era interesante. No lo sé todavía—contestó con una voz muy dulce—, es que más la compré para practicar mi inglés que por la misma obra, además estaba de oferta, mire costó sólo 350 rublos. ¿Y habla usted español? —inquirió temiendo que sus raquíticos y escasos conocimientos de ruso e inglés le impidieran comunicarse—. Sí, tengo unos parientes en la embajada de Rusia en Argentina, estudié unos años en Buenos Aires, pero voy a trabajar en México y después viajaré a Los Ángeles para desarrollar un nuevo sistema de distribución de partes y piezas hidráulicas de una empresa rusa. — Y… ¿le gusta su trabajo? —Sí, claro, soy ingeniero y mi especialidad es la mecánica y la hidráulica, además, está es una gran oportunidad para mí. ¿Y usted? —Pues, yo sólo soy un abogado en derecho fiscal, trabajo con declaraciones de impuestos, contratos y esas cosas, ya sabe...
 De esa forma Andrés conoció a Anastasia Chejova o simplemente Nastia, como ella le pidió que la llamara cuando empezaron a tutearse. Le pidió su número de teléfono y quedó de invitarla al restaurante ruso para que no sintiera la nostalgia de su tierra. Ella le agradeció mucho su amabilidad y también escribió sus datos. Se despidieron con un abrazo y se fueron cada quien por su lado.

 Cuando Andrés volvió a la oficina, un lunes por la mañana, se sorprendió mucho al no encontrar a Carlos y Alfonso, pensó que no habían ido a trabajar y se fue a su oficina. No encontró su ordenador y su mesa, que había cambiado mucho, estaba llena de carpetas amarillas y en su silla estaba sentado un hombre calvo con cara muy sería. No lo quiso importunar y se fue a la oficina del jefe. No lo encontró tampoco y dejó el recado de que se sentía muy mal y que volvería al trabajo al día siguiente. En su casa comenzó a atar cabos e intentó de disipar las dudas que lo mantenían tenso. Primero, sacó de la gaveta del escritorio su pasaporte, leyó con mucha atención su nombre, Andrés Pérez Ruíz, vio su foto y hojeó el documento hasta encontrar la visa que le habían pegado en una hoja de en medio. Confirmó que había estado en Rusia dos semanas, estaba el sello del registro de pasaportes tanto de su país como del otro. Después buscó sus documentos del trabajo, leyó el contrato y verificó las fechas, todo estaba en orden. Se tranquilizó y comenzó a ver la tele.
Por la tarde salió sin prisa a comer algo, llegó a la pequeña cafetería donde siempre se comía algo ligero para no cargar el estómago por las noches. Pidió un bocadillo de jamón con queso y una cerveza oscura. Permaneció meditando sobre su viaje y su deseo frustrado de tomar venganza contra las dos golfas que lo habían adormecido. Reconoció que seguía un poco raro y que no se había recuperado del todo. Cerró los ojos y decidió imaginar algún sitio de los que había visitado. Recordó una terraza en la que se había sentado para ver a los paseantes en una calle no muy lejana al Kremlin, abrió los ojos y tuvo la impresión de que estaba recibiendo los rayos del sol directamente en la cara, las mujeres llevaban puestos unos vestidos blancos con flores rojas y amarillas en forma de bigotes de Dalí, escuchó cómo la gente se comunicaba en ruso y sonrió alegre porque les entendía muy bien todo lo que decían. De pronto apareció la imagen de Anastasia Chejova, vestida también con un hermoso vestido de flores invertidas semejantes a pequeñas campanitas. Decidió que la llamaría al día siguiente para invitarla a cenar, por arte de magia desapareció la imagen que tenía ante sus ojos y empezaron a moverse los hombres trajeados y las mujeres de pelo negro clavando sus tacones en la acera. Pidió la cuenta y se fue a su casa.

 Al salir del ascensor le asaltó una pequeña duda que lo dejó frío. Se había preguntado si él era él en realidad, o su yo verdadero, se había quedado en Moscú, se lo preguntó varias veces y la única respuesta que obtuvo fue el silencio húmedo de su edificio. Entró a su casa y se quitó el jersey y los zapatos, se aproximó al espejo y se empezó a tocar para comprobar que sentía cosquillas y dolor. No pasa nada—dijo en voz alta—. Voy a llamar a Masha para pedirle que me traduzca el reporte médico que me dieron en el hospital ruso y me explique si los medicamentos que tomé o la escolopamina que me dieron esas brujas me afectó el coco y ahora estoy mal de la cabeza. A la mañana siguiente, se fue a mediodía a buscar el restaurante Potemkin. No estaba, dio tres vueltas contando los pasos exactos, pero en lugar del célebre lugar encontró una oficina de seguros. Se fue a llamar a María y una grabación con voz de robot le dijo que el número no existía. Le dio una fuerte patada a una farola que tenía cerca. Enfadado decidió llamar a Nastia para pedirle ayuda, pero no se decidió. Estaba demasiado desconcertado y no sabría qué decir. Volvió a su piso y comenzó a buscar todas las referencias que había sobre él. Estaba su acta de nacimiento, sus certificados de secundaria y bachillerato, su título profesional. Miró sus fotos y fue ordenándolas para ver cómo había evolucionado los últimos años. Tenía el pelo más corto, había perdido la cara inocente que tenía el primer año de su trabajo en la oficina. Había ganado unos cuantos kilos y sus músculos habían cobrado mayores dimensiones. Antes de acostarse preparó su traje y planchó una camisa, lustró sus zapatos y eligió una corbata nueva muy bonita que nunca se había puesto. Mañana será un gran día—se dijo sonriendo y poniendo las manos en una posición como si estuviera abrazando a alguien—. Nastia será mi mujer, lo juro. ¿Cómo se llamarán mis hijos? —pensó—. Bueno, todos serán Pérez Chejov. Logró conciliar el sueño muy tarde y tuvo pesadillas. A la mañana siguiente ya no encontró su oficina, ni siquiera el edificio y se regresó preocupado a su casa. Empezó a comunicarse con sus familiares, pero tenía cortado el teléfono, fue a ver a los vecinos y nadie lo reconoció. Por último, volvió a mirarse en el espejo y no pudo recordar su nombre. Se quedó inmóvil viendo cómo se desvanecía en forma de humo y apareció ante él una calle empedrada, pasaron unas chicas rubias que le sonrieron con coquetería y le guiñaron el ojo, él las siguió con la mirada y escuchó una canción que lo alegró mucho.

jueves, 21 de julio de 2016

El Nobel

Empezó a escribir su gran novela, tenía un proyecto muy ambicioso que, según pensaba, le traería la gloria. Terminó el primer capítulo y lo colgó en la red para saber qué tanto impacto tenía en el área de la narrativa. Buscó blogs, talleres de escritura, páginas de cultura y se dio cuenta de que podía obtener un poco de popularidad ganando seguidores, aplausos o manitas like. Entró a varios sitios y se hizo muy popular, recibía comentarios para su obra como respuesta a sus amables peticiones de apoyo. Con la gran cantidad de visitas que hacía a los sitios donde se le iba valorando cada vez más, no le quedaba mucho tiempo para continuar con su obra, sin embargo, gracias a las observaciones de sus admiradores pudo corregir y terminar el primer capítulo de su trabajo.

 Un día entró a un concurso en el que era muy importante obtener votaciones a través de Internet para ganar el primer premio, así que colgó su obra; se dirigió a todos los contactos que tenía y se puso a llevar el conteo minuto a minuto. Por desgracia, había gente que obtenía votos en grandes cantidades y eso lo desanimaba mucho. Buscó miles de formas para adelantar en su clasificación y, por fortuna, descubrió que había una manera de votar desde diferentes ordenadores y perfiles en diversas páginas, blogs y todo tipo de redes sociales, no obstante, eso no era suficiente para llevarlo a los primeros sitios y se pasaba las noches en blanco tratando de idear alguna estratagema que le permitiera elevar su popularidad.
 Un buen día, un golpe de suerte lo llevó hasta la página de un ingeniero en informática que explicaba la forma de saltarse las normas de seguridad de las páginas y obtener cifras estratosféricas de votos con sólo oprimir constantemente una tecla. Ni tardo ni perezoso se puso a concursar en cuanto certamen encontraba, seguía con escrupulosidad los consejos del programador y lograba ponerse a la cabeza de los certámenes con rapidez. Así, ganó su primer galardón. Después, con la experiencia que había adquirido, pudo anexar comentarios a su obra con la ayuda de seudónimos y nombres falsos, de tal forma que los grandes críticos de inmediato pusieron atención en esa oleada de halagos que hacían referencia a la obra de un gran escritor por quien todo mundo votaba en la red. Salieron artículos en las revistas y periódicos que ensalzaban el escrito, fue tanto el impulso que tomó aquella primera parte de la novela que ya ni siquiera fue necesario terminarla, pues leer las críticas y comentarios ocupaba tanto tiempo que dos años eran insuficientes para abarcarlo todo, además cada día aparecía algo nuevo referente a la magnífica obra.

 En una ocasión su candidatura apareció en la academia sueca y el jurado lo eligió para condecorarlo con la medalla de Alfred Nobel. Lo llamaron y le pidieron que preparara su discurso para el momento de la premiación. Llegó el mes de octubre y se anunció el ganador en la categoría de literatura. El mundo lo festejó con agrado y desde miles de ordenadores se empezaron a descargar los comentarios, críticas y ensayos relacionados con el gran manuscrito del maestro de la narrativa. Un mes después salió el primer capítulo de la novela acompañado de catorce tomos con todo lo referente al magistral  trabajo que tenía un principio tan destacado. Desde entonces no hay nadie que ignore la importancia de ese gran clásico que seguirá dando mucho de qué hablar.

martes, 19 de julio de 2016

El Justiciero Solitario

Soy el Justiciero Solitario. Siempre he tratado de seguir mis principios y lo haré hasta que me llegue el momento del final, el cual no está muy lejos, además he de aclarar que es una cuestión de ética. Para que me entiendan mejor les diré que si leemos la definición de bondad en algún libro o diccionario, veremos que la bondad es hacerle un bien a alguien, o sea liberarlos de su mal. ¿La eutanasia se podría considerar una cosa buena? Pues…, desde mi punto de vista, lo es, porque si una persona no puede gozar de la vida a causa de los dolores que le infringe una enfermedad terminal y, la existencia deja de representar algo para dicho sujeto, entonces la mejor opción es liberarlo, ofrecerle lo que tanto necesita pues, tal vez, no tenga la fuerza para realizarlo él mismo.

 Muchas personas se van rodeando de condiciones imposibles de soportar y terminan envueltos en un infierno que los hace ponerse de mal humor, incluso, germina en ellos el sentimiento del mal, éste les obliga a cometer locuras como asesinar a sus hijos, quemarlos, o descuartizar a su esposa, lo ideal sería que lo incitara al suicidio, pero eso pasa pocas veces. Estoy convencido de que la mejor manera de evitar todo ese tipo de cosas sería ofreciéndoles unas nuevas condiciones para que se salgan de su claustro infernal y conozcan la vida sin martirios y de forma plena. Parece muy sencillo hacerlo, ¿Pero lo es en realidad? Seguramente que todos me contestarán que no lo es y tienen razón. Un golpeador de mujeres, por citar algún ejemplo burdo, podría obtener un buen empleo, dedicarse a practicar algún deporte y salir de vacaciones a la playa con sus hijos, además de realizar todos sus sueños gracias a su solvencia económica, pero aun dándole todo eso, el hombre sentirá la necesidad de seguir golpeando a su mujer porque el problema está enraizado, es decir, que hay que buscar los antecedentes de su conducta en la infancia. Hay que volver al momento en que su padre lo empezó a golpear y humillar, al instante en que lo violaron y le dieron una paliza para destrozarle su integridad psíquica, sólo de esa forma se podría impedir que creciera odiando a la gente y dejara de buscar la venganza por lo sufrido en los primeros años de su vida.

Creo que todos entendemos en un alto grado los problemas de los demás, pero nunca estamos dispuestos a perder nuestra energía, tiempo y dinero por una causa que consideramos, de antemano, ya perdida. Es por eso que nos encogemos de hombros y decimos que la persona no quiere cambiar. Se lo repetimos constantemente a los pordioseros: “!Hombre, tío, ponte a trabajar!” ¿Pero quién podría darle un empleo? Seguro que nadie. Así, en esa misma situación, está el drogadicto, el psicópata, el alcohólico y muchos seres endebles más.

 Podríamos pedirle al gobierno que pusiera manos en el asunto y resolviera el problema, pero entramos en política y esa disciplina ha demostrado que sirve sólo para complicar más las cosas y defender los derechos de los que tienen el poder. Lo vemos día a día en las películas, lo leemos en los diarios y lo sufrimos en la vida cotidiana. “No hay presupuesto—nos dirán con cara de payasos fingiendo pena—, mejor, ¿qué les parece si cambiamos un poco la ley y permitimos cosas como la tolerancia o la ayuda económica a los emigrantes y abolimos la pena de muerte? —Sí, sí, de acuerdo—respondemos con credulidad, pero lo único que logramos con eso es evitar que contraten psicólogos para determinar quién es pederasta y no debería trabajar como educador en un jardín de infancia o en una primaria, ellos mismos tendrían que pasar por una consulta y, tal vez, algunos políticos tendrían que dejar su puesto por problemas de conducta, tendencias a la violencia o demencia en primer grado. Voy a ir al grano porque me queda poco tiempo y no quiero que se queden sin saber el motivo de mi perorata. Hay cosas, que los otros nos hacen creer que son buenas, pero son mentiras que usan para controlarnos y someternos como ovejas mansas, es por eso que un día decidí hacer el bien. Sí, sí, ríanse, piensen en mí como en un tío loco que se siente el llanero solitario o un héroe justiciero de los cómics como Batman o El Capitán América. Eso no me importa, sé reírme y sé, también, compartir la alegría de los demás. No hay mejor cosa en el mundo que una sonrisa sincera como la de los niños.

 Empecé a ayudar a la gente hace mucho tiempo. El primer afortunado que recibió mi ayuda fue mi mismo padre. Tenía deudas por nuestra culpa, éramos una familia de siete personas contando a dos abuelos que vivían con nosotros, pero su sueldo no alcanzaba para nada, trabajaba de sol a sol en una fábrica, su sueño dorado era tener dinero para irse con las prostitutas, beber una copa de whisky y fumarse un puro, pero no conoció a ninguna puta, según sé, y nunca compró su botella de Chivas Regal cuando estaba en oferta y fumaba sólo de gorra. Su vida era un infierno. No nos levantaba la mano, pero discutía con mi madre, por cualquier fuga de dinero que había en la casa, mientras ella le decía que era un tacaño empedernido. A parte, estaban los celos y la incompatibilidad de caracteres en el matrimonio. Padre era delgado, pero bastante fuerte, un poco introvertido, honesto y muy serio, es decir, responsable. Mi madre, por el contrario, era parlanchina, locuaz, olvidadiza y optimista. A lo largo de unos años de convivencia mis padres tenían el infierno ideal, reñían a diario, mi madre lo celaba y él perdía todo deseo sexual por ella y le crecía la apatía. Mi padre estaba encadenado a la casa por unos eslabones llamados principios, atado sin poder coger unos cuantos billetes y comprar su botella de alcohol y la entrada al burdel. Mi madre tenía su autoestima por los suelos, sentía que su belleza se marchitaba y, que pudiendo ser la reina de un palacio, tenía que vivir con el más pobre de los plebeyos en una pocilga. Cuando cumplí los quince años encontré a mi padre solo, parado en un puente con las firmes intenciones de tirarse. Le pregunté qué le pasaba, no se sorprendió al verme y no me dijo nada, su mirada era impasible, parecía que ya estaba muerto antes de saltar. Me dijo que fuera bueno y que lo perdonara, que me tocaría a mí ser un aguamanil donde muchas personas lavarían sus desgracias y encontrarían la felicidad. “Frente a ti, las personas harán borrón y cuenta nueva—me dijo pidiéndome que lo empujara al precipicio—ayudarás a quien te lo pida y serás compensado por eso”.

Sí, lo empujé, no me arrepiento, papá me dijo que con ese empujón me convertía en el portador de las desgracias de los demás; que adquiriría los compromisos de las personas en cuanto las ayudara, pero que era mi sino, el destino que me había preparado el cielo. Vi en sus ojos el agradecimiento de la liberación, noté en su mirada las alas de los arcángeles y supe que descansaría en paz. Cuando nos comunicaron que padre había muerto yo estaba en la casa estudiando filosofía. !El tema de ese día era sobre el mal! ¿Sorprendente? Sí, creo que fueron las palabras de mi padre diciéndome: “Recuérdalo, hijo mío, harás valer la justicia y la bondad sobre todas las cosas, tendrás que cargar con el peso de las penas que te herede la gente a la que ayudarás”. Esas palabras siempre están presentes en todos mis actos. Soy consciente de que debo liberar de su carga a los débiles. Pronto llegará el momento en el que tenga que heredarle yo mismo mis penas, mi infierno, a alguien que lo merezca. Creo que será el inspector Johnson, Steven Johnson.  Él y yo llevamos varios años siguiéndonos el rastro, al parecer yo sé más de él, que él de mí. Eso se lo debo a mi capacidad de camuflarme, puesto que, cuando el inspector todavía no me conocía yo iba a la policía, le llevaba pizzas, les preguntaba a sus colegas por su vida personal, conocí a sus amigos y me relacioné con ellos, incluso le envié un regalo a su esposa, por el día de su cumpleaños, antes de que se divorciaran. He permanecido a su lado como una sombra y estoy seguro de que es el hombre más capacitado que podría elegir, sin embargo, no está convencido por completo, tendrá que combatir contra locos dementes como yo y nunca castigará a los, supuestamente, buenos hombres que deberían ser condenados.

 El paso por la vida es muy corto y hay que ponerse un objetivo. Ese fin debe ser conseguido a toda costa porque en caso contrario se pierde la vida en inutilidades. Johnson tiene un infierno cómodo. Le satisface su sueldo, su mujer no lo molesta porque no tienen hijos, carece de tiempo para las relaciones sentimentales, es apático en el sexo y le interesa más su trabajo que cualquier otra cosa. Lucha contra las injusticias y castiga a los malhechores. Lo único que lo atormenta es que, en realidad, habría querido tener una vida diferente. Si hubiera optado por las carreras de contaduría o abogacía, como era su deseo, ahora sería muy buen especialista en cualquiera de las dos, pero, por necesidad, se metió a trabajar de ayudante en una comisaría para colaborar en su casa con el sustento; luego, ya en departamento de homicidios, en un caso complicado dio una opinión y relucieron sus aptitudes de investigador, así que le fueron dando tareas, al principio muy sencillas, después más complejas. Como resultado, el gusano de la curiosidad le fue engrandeciendo la necesidad de saber más sobre las causas del crimen y terminó con un ayudante a su lado y como jefe del departamento de homicidios. 
Me cae muy bien y siento que es para mí como un primo o un amigo con el que convivo continuamente y riño, río, discrepo. La primera vez que me vio, fue cuando maté o, mejor dicho, ayudé a un estafador a librarse de su infierno. El amparado era un hombre que había creado unas condiciones muy favorables para vivir con lujo y confort. El único problema era que su esposa lo satisfacía cada vez menos y su amante lo chantajeaba, por lo que empezó a fallar en el trabajo y comenzó a endeudarse. Se llamaba Christopher Lee, no era muy alto, ni fuerte a pesar de practicar deportes, su carácter era un poco voluble y padecía a menudo de estreñimiento. Lo vi por primera vez en un café y al verme no pudo controlar su risa que, por franca, me pareció como un llamado de ayuda. Le pregunté a la camarera por el hombre y me proporcionó sus datos.
 “Es abogado, señor—me dijo con una sonrisa amarillenta—, trabaja cerca de aquí y viene por las tardes a almorzar”. Desde ese día comencé a seguirlo a discreción, pero mi uniforme de vaquero, con mis pistolitas de juguete y mi sombrero me impedían esconderme por eso siempre me hacía el loco, fingía que estaba jugando a los indios y vaqueros. Un día, cansado de verme cerca de él a menudo, me enfrentó con algunas preguntas tontas y le dije que no se preocupara, que le quería hacer una consulta jurídica. Lee no quiso atenderme y me tomó como un payaso. Me recomendó que fuera al psiquiatra y se marchó. 
A Lee no le habría sido difícil resolver su problema, pero tenía un fuerte compromiso moral con su esposa y una confrontación sentimental con su querida, las dos cosas juntas lo estaban hundiendo con rapidez, era como una barca a la que se le ha hecho un hueco al chocar contra una afilada roca. Empezó a beber y el alcohol entorpeció a Christopher. Una afortunada noche, cuando él iba saliendo de un bar, chocamos. Como siempre se burló de mí y yo le seguí el juego motivando su risa con frases ingeniosas, por desgracia para Lee, yo llevaba una pistola de verdad de bajo calibre y la saqué en el momento en que entramos en un callejón oscuro y solitario. En la oscuridad cambié mi tono de voz y le dije a mi protegido que por fin se liberaría de su martirio y de su estúpida amante. Sonrió por la incredulidad, pero los tiros le demostraron que era verdad, que todo iba en serio. No sufrió mucho y se fue feliz al otro mundo. Llamé en busca de ayuda a un hombre que vi, después de haberme deshecho de mi sombrero y mi canana con una pistola de juguete y balas de plástico.
 Minutos más tarde llegó Johnson, me encantó desde el primer momento y decidí que seríamos colegas. Él haría el papel de clérigo tratando de demostrar la santidad de los asesinados y yo como una especie de abogado del diablo demostrando su dependencia infernal y culpabilidad. Declaré lo mismo que el hombre al que había acudido, Steven Johnson nos creyó y lo empecé a seguir para saber si algún día podría servirme para liberarme de mi propio infierno. ¿Qué? ¿Qué les pasa, queridos amigos? ¿A caso pensaban que yo estaba exento de mi propio paraíso infiernal? Pues, no. Yo como todo ser humano, sin excepción, tengo las condiciones de mi averno y requeriré la ayuda de mi estimado amigo Johnson, de hecho, les he invitado el día de hoy para que presencien mi final. He santiguado a muchos fieles que siguieron al pie de la letra sus normas para caer en el más horripilante de los precipicios morales. Aclaro que he asesinado sólo a las personas que no tenían salida en su laberinto de tinieblas y la única solución era la muerte.
 A todos los que pudieron encontrar una salida los perdoné, incluso les di pistas para que encontraran la luz y el sentido de la vida. Únicamente me he ocupado de los casos irresolutos, así que no me juzguen injustamente. Sé cuáles son las consecuencias de mis actos y estoy dispuesto a pagar con mi propia vida. Esta tarde he cometido…, es decir, he asistido a mi última paciente. Es, bueno, era una mujer de mediana edad, siempre luchó contra sus demonios y nunca se pudo recuperar de los abusos de su padre. Fue derrotada por su carácter contradictorio, heredado de una de sus parientas esquizofrénicas lejanas, y por la lucha constante con los hombres que no podían satisfacerla. La he liquidado desnuda y despatarrada. Se encabritó cuando le dije que no me apetecía follármela de forma tradicional y comenzó a insultarme cuando me negué a salirme de la habitación. Le expliqué el motivo de su muerte, es decir, de su liberación, pero se rió de mí, me insultó, dijo que no había visto nunca en su vida un tipo más infantil y ridículo, que mi pene era de niño y yo me avergonzaba de mostrárselo a las mujeres porque al verlo les daba un ataque de risa. Le di toda la razón y le ayudé a encontrar palabras ingeniosas que la motivaran más en su burla. Logró carcajearse por el fino sarcasmo y cuando se privó por la falta de aire. Saqué, desabrochándome la bragueta, la pistolita hswn 1180 que es pequeñita y, como es dorada, ella creyó que era un encendedor. Se revive la imagen y veo como le disparo y cae tendida sobre la cama, su carne holgada y sus gordas piernas rebotan en el colchón. Aprieto el gatillo dos veces más para llamar la atención de las otras putas del burdel, llega corriendo el padrote al cual no tengo motivo para matar porque se merece su infierno, pero le meto dos plomos vengando a las mujeres que ha martirizado. Le ordeno a la matrona que llame a la policía. 
Me queda sólo una bala en el cargador y no sé qué hacer porque tengo dos personas que bien podrían merecérsela, la primera es la desagradable madame que se ha ido a llamar a Johnson, y la segunda, como podrán adivinar soy yo. Podría bajar y terminar con la maldita madama que apesta a tabaco y alcohol, pero eso me quitaría la posibilidad de amenazar a Steve con un tiro fallido y me apresarían. No quiero ir a la cárcel, ni ser sentenciado, tampoco soy partidario de contar públicamente mis actos de buena voluntad, ni quiero que una tipógrafa inútil tome mis declaraciones. Es mejor que venga mi héroe Steve Johnson y me ordene tirar el arma, que se prepare en el momento en que lo tenga en la mira y que dispare mientras yo desvío el cañón de mi dorada mini Veretta y acierto al techo. Él no fallará, me dará en el pecho o en la frente. Eso dependerá del tiempo que tenga para apuntar. Le daré todo el tiempo del mundo. ¡Chissst!!Chisst! Ahí viene.

 Hola, Steve, ¿qué tal? Ja,ja,ja..No me esperabas aquí, ¿verdad? Ah, ¿no te sorprendes? Perdona que te haya hecho venir a esta hora, pero necesito confesarte algo. No, no es para atestiguar, eso ya lo he hecho dos veces, ¿recuerdas?!Espera! !No, no te muevas! ¡Si avanzas un paso más te disparo! ¿Que me calme, dices? Oye, ya nos conocemos y lo único que te pido es que me escuches. ¡Así está mejor! Seré breve. Te apunto sólo para que no te muevas mientras hablo, no voy a dispararte, tu mantén el arma lista por si cambio de opinión, ¿vale? Bien así está bien. Bueno, pues soy el asesino de Christopher Lee, de John Adams, de Louisa May y todos los que tienes en tu archivo de casos abiertos. No era tan difícil encontrarme, Steve, no te dejé muchos rastros porque tenía que cumplir mi misión, seguro que sabes cuál es, ¿no? Me sorprendes, Steve, eres muy perspicaz, es por eso que te escogí. Mira, no me culpes, esas personas tenían que morir para ser libres, yo sólo les ayudé a salir de su infierno en vida y les mostré la salida. Fui su mesías, su salvador. Ahora descansan en paz, ya no sufren. Ahora, ha llegado tu turno Steve, tú también debes salir de tu penumbra inmisericorde, prepárate, Steve, vas a morir…!Bang! ¡Bang! ¡Oh, dios, gracias al cielo…! ¡Aghggg! !Adiós, Steve!

Purgatorio

 Cuando te enfrentas a este tipo de locos no sabes qué hacer. Al principio se te aparece para desconcertarte, como lo hizo cuando fungió de testigo en el hallazgo de la víctima que él mismo había matado. Luego su constante rondar por la comisaría preguntando si puede ayudar en el caso de Lee, lo ves con su sombrero texano, sus pistolitas de juguete y su placa de sheriff robada a uno de sus nietos y te dices que está más loco que una cabra, pero que jamás le haría daño alguno a la gente por causa de su infantilismo. Prosigues con las investigaciones de los asesinatos y, aunque vas descubriendo al anciano cowboy con cada pista y en cada rastro, te dices a ti mismo que es imposible que una persona tan carente de maldad asesine a empresarios, obreros, borrachos perdidos, mujeres desconsoladas y enfermos mentales. Aplicas el método deductivo y no encuentras un móvil definido para los crímenes. Razonas todas las tardes, te pasas horas enteras cotejando las estrategias del homicida y no sabes por qué ha matado a hombres con un estatus económico, a borrachos perdidos, a mujeres fieles a su marido y ahora a una prostituta. Se te va metiendo el gusano de la curiosidad y lo investigas. Interrogas a sus conocidos que sólo critican su aspecto exterior y nunca han convivido con él de forma seria. Te da lástima que lo tomen por un payaso, sobre todo, cuando sabes que lee libros muy complejos de filosofía, de inmediato saltan como un resorte las palabras del dependiente de la librería: “Ah, se refiere al Justiciero Solitario. Sí, sí que viene por libros, que qué compra, pues no lo va a creer, pero se ha leído “Crimen y castigo”, “Los hermanos Karamazov”, “A puerta cerrada”, “El complejo de Sísifo” y un montón de libros sobre el bien y el mal, por cierto, él mismo dice que es el emisario de la libertad”. Después de esa noticia no sabes qué hacer porque tienes al sospechoso e intuyes la razón de sus crímenes, sin embargo, su aspecto exterior de niño con cuerpo de viejo te bloquea y descartas la posibilidad de que esté inmiscuido en los aberrantes actos de los cuales lo culpas. Empiezas a seguir sus pasos y algo dentro de ti te dice que estás haciendo el ridículo persiguiendo a un hombre inofensivo que a lo único que se dedica es a transportar costales de cemento y todo tipo de materiales de construcción. Lo ves sonriente con una paleta recubriendo con yeso los muros, te saluda con una sonrisa franca. 

Al final de la jornada te ocultas y lo persigues hasta su casa sólo para constatar que se pondrá a ver la tele o leerá alguno de sus libros de filosofía. Por un lado, comprendes que bien podría ser un criminal, pero si lo comparas con los dementes homicidas su cuadro psicológico no encaja y empiezas a romperte la cabeza buscando un fantasma. Por último, dejas todos los prejuicios a un lado y te pones a seguir sus huellas como un verdadero sabueso, olfateas todo, metes las narices en todos lados y descubres lo que está debajo del disfraz. Hay un hombre que se siente libertador, es un idealista tonto al que la economía ha quebrado. Está roto por el peso de las deudas y sus principios no le permiten soportar tal humillación. No culpa a nadie de su desgracia porque la comparten todos a su manera; todos somos víctimas de la mala administración pública y de la economía global. Aparecen día a día personas que no pueden satisfacer sus necesidades y, mucho menos, sus sueños. Te parece escuchar sus palabras cuando te decía que él era una víctima de la mala economía, que le había tocado el penúltimo escalón y que cuando bajara el peldaño que le faltaba se mataría sin remedio, que se quitaría el uniforme de vaquerito que se había inventado en el momento en que dejara de ser un pobre diablo pidiéndole limosnas a sus jefes y suplicándole a los banqueros que le perdonaran su deuda. Y, ahora, ya lo ves está ahí tendido, inerte, con sus botas viejas, su sombrero aplastado y su estrella de sheriff agujerada por el disparo que le diste. Al verlo así te remuerde un poco la conciencia y piensas que tal vez habría sido mejor que él acertara y siguiera matando gente muerta en vida. ¿Qué a que me refiero? Pues a sus palabras. A eso que decía el librero cuando me contó sobre sus conversaciones con el solitario justiciero. ——¿Sabe? —decía el encargado con acento cubano— ese hombre sería un buen profesor de filosofía en la Habana. Yo se lo propuse un día, pero me dijo que su misión la tenía que cumplir aquí. Un día me citó a Kierkegaard, dijo esa frase de que el tirano muere y su reino termina; el mártir muere y su reino comienza—. Después de escuchar algo así lo único que puede suceder es que empieces a atar cabos y sepas a la perfección lo que quería decir ese hombre. Te preguntas a ti mismo si no serían los mártires de su propio infierno esos seres asesinados que alcanzan la paz con una bala minúscula de pistola de “juguete”. Entonces lo sigues y cuando ya lo vas a capturar te llega una llamada para que acudas urgentemente a un prostíbulo donde el anciano te espera para morir. Comprendes que has sido usado como una pieza de su tablero de ajedrez y que te toca aceptar el mate haciendo el reporte judicial en el que sólo exhibes tu ineficiencia y tu falta de sentido común.

Conciencia.

Siempre estuve a su lado y traté de inculcarle los mejores principios, eso no quiere decir que tratara de imponérmele, más bien fui yo quien siempre tuve que recluirme a la soledad para meditar sobre las cosas que él me planteaba. El Justiciero Solitario, como lo llaman, era mi mejor interlocutor, conversé con él toda la vida, estuve presente hasta el último momento cuando me preguntó que qué pasaría si en lugar de fallar el tiro lo dirigiera al pecho de Johnson. Vino en nuestra ayuda el sentido común quien nos dijo que eso era absurdo y que el juego terminaba de esa forma, eran las reglas. Así que convencidos acordamos hacerlo de esa manera. Yo no tengo ninguna queja contra el al principio le ponía muchas trabas para que no hiciera lo que quería, pero de inmediato me echaba un rollo filosófico que me tranquilizaba. Luego empecé a mirar las cosas como él, hablé con todos los sentidos, el alma, la justicia y la fe. Todos me dijeron que hacía lo correcto, por esa razón pasé a segundo plano y en lugar de gritar cuando algo no me gustaba, me ponía a meditar sobre el bien y el mal y comprendía lo profundo de sus actos, así que con toda razón puedo decir que estoy tranquila y libre de remordimientos.



domingo, 17 de julio de 2016

El saltamontes Rodrigo Garza

¿Cuál es el recuerdo más amargo que tienes, abuelo? —con esta pregunta banal mi nieto me sorprendió cuando estaba dormitando en el salón mientras veíamos una película de aventuras de Indiana Johns—. No sé cómo contestarte a esa pregunta, hijo mío, pero déjame recordar…Ah, sí, recuerdo el caso de un jovencito, un amigo mío, porque si no lo sabes yo también fui joven, se llamaba Rodrigo, le decíamos el saltamontes, y practicaba conmigo las artes marciales. Era muy delgado, pero su entusiasmo y perseverancia le permitían vencer a sus contrincantes, que eran muchas veces, más pesados que él. Tenía la ilusión de que lo llevaran a competir al Japón. Entrenaba como ninguno de nosotros, su amor por el kempo era tan intenso como el amor que le tenía a su madre o a sí mismo. Un buen día llegaron las eliminatorias para elegir a los combatientes que irían a Tokio.
 Los aspirantes eran más de cincuenta y se elaboró el calendario para las confrontaciones en tres etapas. Rodrigo ganó con cierta facilidad sus primeros encuentros y pasó a las eliminatorias. Entre los mejores combatientes estaba Adolfo Suarez un pesista que se había decepcionado de los levantamientos de pesos y había encontrado mejores posibilidades en la lucha oriental. Se cruzaron los caminos de Adolfo, quien pesaba más de noventa kilos y medía un metro con ochenta y cinco, y Rodrigo que era muy flaquito, tan sólo un adolescente de quince años. Aún me preguntó por qué no se dividieron las categorías de peso y se dejó una división única. El caso es que Rodrigo peleó con Adolfo y le iba ganando en puntos por la rapidez, sin embargo, Adolfo logró cogerlo y lo levantó con facilidad, luego lo azotó contra el piso y se tumbó sobre él con gran fuerza. No te puedes imaginar el horror con el que todos los presentes vieron la escena, ni mucho menos, la reacción de los espectadores y los padres del pobre chico cuando vieron que había perdido el conocimiento. Adolfo estaba como una fiera y al ver que había ganado el encuentro se puso eufórico, tenía el puesto para irse a Japón y gritaba como loco.
¿Pero qué pasó con Rodrigo, abuelo? —preguntó Arielito con lágrimas en los ojos—. Pues se quedó en una silla de ruedas y tardó muchos años en volver a andar, nunca se recuperó del todo y sólo caminaba con una armazón de hierro que le ponían en la espalda. Entonces —me dijo Arielito abrazándome con mucha fuerza—, a Rodrigo le pasó lo mismo que a ti, ¿verdad? —Sí, Arielito, exactamente lo mismo, le pasó exactamente lo mismo, pero lo logramos superar gracias a la voluntad y la perseverancia.

lunes, 11 de julio de 2016

Coincidencias.

Es una tarde muy tranquila, he terminado mi trabajo una hora antes y estoy aprovechando que mi mujer va a ir de compras para dar una vuelta por el centro de la ciudad. Me llamó hace tres horas y me dijo que comiera en la calle porque en la casa no iba a encontrar nada, así que me he venido aquí para ir a la Casa de los azulejos y comer en el Sanborns. Me encanta el Zócalo porque siempre se puede ver algo de interés mientras uno se pasea por las bellas calles de estilo colonial, es impresionante ver cómo se mezclan los tiempos pasado y presente con las culturas antigua y moderna. Es un placer ver, al mismo tiempo, un edificio del siglo XVIII y, a unos cientos de metros, construcciones súper modernas.

En esta bella zona se disfruta no sólo de la arquitectura sino de los espectáculos callejeros que nunca faltan. El ingenio de los artistas urbanos no tiene límite. Claro que da lástima que gente tan talentosa pierda su vida intentando ganarse unas cuantas monedas para vivir casi como la gente normal sin lograrlo nunca. Me encantan los danzantes que se reúnen a un lado de la Catedral Metropolitana me infunden su ritmo de tambores y flautas de arcilla, los sonidos de los cascabeles me hacen sentir como si fuera un guerrero águila de la antigüedad. Sus penachos de plumas de colores me recuerdan bellos arco iris o alegres pavorreales. Creo que el mismo Carlos Fuentes se camuflaba para venir a verlos porque esa musicalidad de vientos agudos, pieles de tambor y cosquilleo de maracas se filtraban por las rendijas de las ventanas de su casa y lo influyeron tanto que los plasmó, a través de sus palabras, en algunas de sus obras.

 Veo a un hombre haciendo malabarismos con un cubo de tubos muy delgados de aluminio, gracias a su habilidad y el efecto visual que crea, parece que hace plateados heliogramas en el aire, lo acompaña una música de banda zacatecana que surge de una grabadora vieja y sucia, los cornos de la melodía bufan mientras los clarinetes hacen correr sus notas apresuradas por los bordes de las aristas del cubo hueco. Es muy ágil el hombre y maneja el artefacto como si fuera una bastonera del Súper Bowl, pero en lugar de su minifalda blanca y sus charreteras está vestido de payaso, lleva un pantalón bombacho de color naranja muy ajado, unos mocasines de pato y una ajustada camisa rayada de mangas largas. Su rostro parece alegre, gracias a la enorme sonrisa pintada al estilo de José Manuel Vargas, más conocido como Bozo, sin embargo, es muy diferente porque lleva una peluca afro de color negro que lo hace perecerse más a Tom Jones, Roberto Jordán o, a Roberto Carlos cuando eran jóvenes. En fin, hay mucha gente con miradas curiosas apretando sus pertenencias para que no se las roben por estar de bobos mirando el espectáculo. El malabarista ha terminado con el cubo y su siguiente número es en un monociclo. El payaso de melena africana de pelo sintético da vueltas, se detiene, finge caerse y amenaza a todos con atropellarlos, la gente no se inmuta porque se da cuenta de la gran habilidad del cirquero urbano. Por último, sus dos ayudantes, seguramente sus hijos, hacen un número de pantomima en el que imitan ser unos pescadores que atrapan un gran pez, pero para sujetarlo necesitan la ayuda de los espectadores, quienes entienden rápidamente que la colaboración es con algunas monedas, y empiezan a espulgarse en los bolsillos. Los que tiene algo de morralla la entregan gustosos y ven como el furioso pez se va durmiendo mientras se guarda el dinero en la barriga. Al final, el tiburón se duerme y los niños se lo comen.

Después de alegrarme un poco y haber dejado las monedas que me sobraban en el vientre del payaso, cruzo la plaza y entro en la calle 5 de mayo, recuerdo que el lugar al que voy está en una calle paralela, intento cambiar de dirección, pero la imagen de una mujer me detiene en frío. Un pequeño punzón en el hígado me hace caminar hacia el frente, se repite el piquete, pero esta vez lo siento en el corazón. La razón es que he reconocido a mi esposa Araceli, es inconfundible su forma de andar, el vestido que lleva se lo compré hace unos meses para que pudiéramos asistir a una fiesta importante de mi trabajo. Logro ver su perfil chato y me llega un pequeñito silbido de su voz aguda. Va del brazo de un hombre fornido que parece fisiculturista. No sé cómo reaccionar, me siento el tipo más idiota del mundo. Pienso que si me acerco a ella me dirá que es un amigo de no sé dónde, tal vez un ex compañero de la universidad, incluso hasta un primo. Sería estúpido acercarme. Prefiero, con todo el dolor de mi corazón, comprobar que es el instructor de aerobics de quien me ha hablado algunas veces y con quien me pone los cuernos. Me siento fatal es como si me estuvieran vaciando por dentro, quiero golpearlos a los dos, pero de esa forma estropearía todo, aunque desde ahora ya está todo perdido y el saberlo me irrita todavía más. Veo que entran a un lugar, me acerco y veo que es la pequeña entrada del hotel Zamora, veo la estrecha puerta con el austero anuncio y el número cincuenta en un azulejo de la edad del caldo. Ese lugar tiene la particularidad de crear el efecto de que la gente se ha metido a la cafetería El Popular o al restaurante del mismo nombre porque está entre los dos negocios, que al final son el mismo.
Veo a mi mujer de espaldas, se contonea mucho, tengo la sensación de que se burla de mí provocándome para que tome una decisión. Me quedo inmóvil porque ha llegado hasta mis oídos su risita burlona en forma de eco. Sus palabras suenan como alfileres. En lugar de correr y alcanzarla me quedo petrificado mirando el corredor, los miro subir las escaleras y desaparecer. Trato de urdir algo, pero solo me vienen recuerdos, por desgracia, buenos. Aparece Araceli el día en que me la presentó Vicente, un colega de la facultad de economía, llevaba un vestido azul entallado, se notaba a leguas que tenía un cuerpo hermoso, con las caderas anchísimas, las piernas largas y el tronco fino con un pecho pequeño y muy bien formado. Sus bucles rizados le colgaban por los lados dándole una apariencia de diosa griega, y sus ojos melosos, sensuales y astutos, brillaban como si fueran de ámbar. “Yo no la he podido conquistar, Miguel—me dijo Chente, sintiendo una gran pena de verdad—, pero ya le he hablado de ti y ha sentido mucha curiosidad”. La traté en la fiesta con mucho tacto y me di cuenta de que le gustaba mi sentido del humor, además yo tenía una situación económica mucho mejor que la de todos sus pretendientes, así que me convertí, en primera instancia, en el partido perfecto. Aceptó salir conmigo y no hubo un solo detalle que se me fuera de las manos.

 Me pude acostar con ella tres meses después de conocernos y dos antes de casarnos. Podría decir que fue un flechazo, pero en realidad ella sintió bastante interés por mi dinero y yo por su cuerpo que es muy tibio, fértil e insaciable. Firmamos un pacto sin revelar nuestras verdaderas intenciones. A mí me satisfacía la idea de que ella estuviera conmigo en la cama en los momentos de más excitación y a ella, seguramente, que yo no le negara ninguno de sus caprichos. Llegamos a la iglesia felices, rodeados de nuestros amigos, la ceremonia fue excepcional y en el restaurante se desbordaron los ríos del mejor champagne y la gente degustó los platillos más selectos. Después pasamos una orgiástica luna de miel y regresamos de Zihuatanejo sumamente satisfechos y con la piel pálida por pasar todo el tiempo en la cama ocultándonos del sol. Al volver a la vida normal le dije a Araceli que, si no deseaba trabajar, podía quedarse en casa; que con que comiéramos juntos y estuviéramos uno al lado del otro siempre me sentiría feliz. Aceptó y al poco tiempo empezó a buscarse todo tipo de actividades para no aburrirse en la casa. Nunca se había dedicado a la aeróbica y sólo salía a correr un rato conmigo por las mañanas. Pasaba el tiempo ocupada en las tareas de la casa y las visitas a la casa de su madre y sus hermanas. Le propuse que hiciera un máster en la universidad, pero me dijo que estaba harta del estudio que se conformaba con la lectura de sus novelitas románticas. En la vida íntima nunca tuve ninguna queja porque Araceli es de ese tipo de mujeres que se entregan por completo en el sexo y están dispuestas a probar cosas atrevidas o, incluso, a pervertirse con tal de complacer a su pareja. No quisiera entrar en detalles, pero para que se den una idea les diré que es incansable en la cama. El recordar esto me ha dejado de nuevo aquí en esta acera, petrificado. Miro hacia arriba y trato de adivinar en qué maldita habitación están fornicando. No puedo soportar la idea de que esté montada en ese imbécil, me corroen los celos y me cuesta trabajo respirar. El hotel tiene tres plantas y las habitaciones son muy pequeñas, no hay muchas.

 Creo que lo más probable es que hayan pedido una habitación en la parte de arriba para estar más alejados de las miradas indiscretas de los mirones del edificio de enfrente. La administración está en el primer piso y me decido a entrar, pero me detengo en el largo pasillo, llego a la escalera y me quedo varado. Recuerdo que yo mismo he venido aquí con algunas mujeres. Se preguntarán cómo es posible que teniendo una esposa tan atractiva y ardiente tenga el descaro de reservar habitaciones aquí para fornicar con otras mujeres. Lo que pasa es que uno se aburre de comer todos los días lo mismo, aunque se trate de un manjar de dioses, y de vez en cuando se siente la impetuosa necesidad de comerse algo diferente. Acepto que he tenido bastantes amantes en el transcurso de mis cuatro años de matrimonio. No sé por qué la sociedad se empeña en limitar la capacidad sexual del hombre a una sola mujer. La monogamia es la peor aberración del hombre. Creo que eso se lo debemos a la iglesia católica. ¿Quién fue el estúpido que dijo que un hombre debe serle fiel a su esposa hasta que la muerte los separe? ¿Acaso no saben cómo está diseñada la naturaleza masculina? Un macho, para que lo sepan, no puede excitarse y luego irse a descansar como si nada hubiera pasado. A los hombres, después de tener fantasías eróticas o ver una mujer sensual y provocadora, se nos acumula el semen y si no lo sacamos, entonces sentimos una inflamación del vientre y un dolor horrible en los huevos y, si por desgracia, eso sucede a menudo y nuestra mujer está en el período, tenemos que aguantarnos o estarnos masturbando en el baño. Es por eso que nos ponemos de mal humor y hasta que no nos exprimen la leche no podemos calmarnos, es una cuestión práctica y natural.
 Con Araceli es muy cómodo, ya he dicho que es una mujer sin complejos, ella me deja hacer lo que le pida, incluso si es necesario metérsela por detrás, lo acepta sin reparos y lo goza de verdad. Un día, no sé por qué, me cansé un poco de ella. Serían la rutina de mi trabajo y nuestra relación por lo que deseé conocer a otras mujeres. En gran medida, han sido mis compañeros de trabajo los que me han inducido a la infidelidad porque todo el tiempo hablan de las secretarias, me preguntan si tengo una amante y me presentan amigas dispuestas a acostarse conmigo sólo por mi calidad de jefe. A cualquier varón le resulta muy difícil rechazar los encuentros sexuales que surgen de forma inesperada. Es obvio porque no tienes ningún compromiso y te dejan satisfecha la curiosidad, esa sensación desagradable que molesta como la comezón y que por las noches nos quita el sueño cuando pensamos qué se sentirá hacerlo con otras. Muchas veces esas experiencias te hacen valorar a tu pareja y vuelves al matrimonio con más ímpetu. Todo lo que he argumentado hasta ahora me parece justo, pues en la naturaleza un león aparea a sus leonas y pocos animales permanecen fieles en sus relaciones de pareja.

El hombre es tan animal como cualquier homínido o mamífero, ¿por qué habríamos de limitarnos a tener una sola mujer? En fin. ¿Y qué hay de ellas? Una mujer normal, se supone que no puede acostarse con otro por razones obvias. Si está enamorada y siente la seguridad en su lecho, jamás será infiel. Para hacerlo tiene que dejar de amar. Para una mujer la infidelidad es el cambio de hombre por falta de amor. Ninguna puede estregarse a otro mientras ame a su media naranja, se volvería loca luchando contra sus propios sentimientos. La única excepción son las putas y las ninfómanas a quienes les tiene sin cuidado el amor y aun así siempre están preguntándote si sientes algo por ellas. ¿Por qué Araceli ha venido con ese cabrón? Eso es lo que me está mortificando. Le he dado todo: dinero, atención, seguridad y placer. ¿Qué más necesita la hija de puta? Es imprescindible subir ahora mismo para aclararlo. Voy a coger a ese cabrón, instructorcito de pacotilla y lo voy a tirar por el balcón para que se le quite, al puto, andar conquistando mujeres ajenas. Ahí está la encargada de recepción. Me mira con indiferencia y espera a que me acerque para preguntarme qué deseo. Yo la miro en silencio y noto que me pone más atención. Me vuelve a preguntar que qué deseo. No le respondo y repite muy lentamente pronunciando la pregunta silaba por silaba. Mientras me interroga trato de contar en el tablón, donde cuelgan las llaves de las habitaciones, cuántas faltan. El hotel está vacío porque sólo se han llevado dos llaves, una de la segunda planta y la otra de la tercera. Otra vez, la mujer morena con ojos de rana me pregunta lo que quiero, pero de forma muy imperativa. Le digo que no se altere, que tengo un problema y que me gustaría saber si se ha alojado la señora Araceli Maldonado de Gómez. Dice que no ha registrado a nadie con ese nombre. Es lógico, la habitación la pagó el imbécil del instructor. Me siento como un idiota. Me decido a contarle mi problema a la mujer. Me escucha indiferente y me dice que ella no quiere meterse en problemas, que no sabe nada y que no puede decir nada. Me mira fijamente invitándome con su entrecejo fruncido a que me retire. A mí me recorre un escalofrío porque pienso que me ha reconocido, pues a ella precisamente, le pedí un cuarto en la planta de arriba hace unas tres semanas, pero entonces venía con una compañera de la oficina y le hablé con bromas y coqueteos que ahora ella debe recordar y su mirada me dice claramente que si yo engaño a mi esposa por qué no lo habría de hacer Araceli también. Le explico que es mi mujer la que ha entrado con un tipo atlético.
 Ella sigue negándose a darme información, miro de nuevo el tablón de las llaves y le pregunto si están en la tercera planta. No hay respuesta, pero un parpadeo pasajero la delata. Me advierte que si subo llamará a la policía y que no responde por las consecuencias. No le pongo atención y salgo corriendo hacía las escaleras.

 Al llegar al tercer piso me flaquean las piernas, jadeo y tengo que ponerme en cuclillas para no caerme. Siento los ojos húmedos porque en los pocos peldaños que he subido se ha quedado todo mi rencor y el peso del engaño me saca las lágrimas. Recapacito y pienso que perder a Araceli sería una tragedia. He comprobado que es la mujer más buena, en el sentido sexual, que he tenido. Jamás conseguiré una igual. Estoy dispuesto a compartirla, ya me las ingeniaré para que no vuelva a ver a su fisiculturista. Trato de convencerme de que es mejor tenerla compartida que dejarla ir para siempre. Está en su mejor momento, me digo a mí mismo, ya habrá ocasión para dejarla cuando esté celulítica y gorda. Mi orgullo se me planta enfrente, no me deja dar la vuelta, me reprocha por cobarde me ancla los pies en el piso y me mira como un juez antes de dictar la pena capital. No tengo la suficiente cordura para dar marcha atrás y me asalta el coraje. Camino por el corredor y unos fuertes jadeos me atraen como un imán, llego a una puerta y oigo claramente los rebuznos del animal que está montando a mi mujer. Ella se queja como si la estuvieran pellizcando. Es el sonido que emite cuando está loca de pasión. Parece que él es mucho más complaciente que yo. Gritan, tiembla el piso y ella se desploma sobre la cama, me parece ver cómo se le doblan las patas a la cama después de haber soportado la presión de los salvajes embistes del atleta. Toco la puerta, luego la golpeo con los pies y grito enfurecido. Abre el hombre, está en calzoncillos y lo empujo, veo a mi mujer desnuda agotada y sin fuerzas. Tiene las patas abiertas mostrando descaradamente la vulva, ni siquiera voltea a verme. El instructor me coge del cuello y me empieza a ahorcar. No puedo respirar, escucho muy lejos la voz de Araceli implorándole al monstruo que me libere el cuello. Es imposible todo intento, se me nubla la vista y siento que pierdo el conocimiento. Ya no respiro, no logro ser consciente de mi cuerpo, ya no puedo pensar está oscureciendo…

 —¡Suéltalo, cabrón! ¡Vas a matar a mi marido!
 —¡Quítate de aquí!!Ya verá este hijo de su puta madre quién soy yo!
 —¡Apártate!!Apártate!!Mira nada más cómo está! No se mueve. No respira. ¿Qué has hecho, imbécil? —No aguanta nada este idiota.
 —Mario, eres un animal. Ya lo mataste cabrón, ¿qué vamos a hacer ahora? Dime, ¿Qué madres vamos a hacer ahora?
 —¡No está muerto! Échale un vaso de agua en la cara y ya verás cómo se despierta el maricón.
 —Te digo que no. Esta azul, no se mueve, no respira. ¡Haz algo pendejo! ¡No me dejes así con esta puta bronca!
 —Si crees que ya se petateó, hazle la respiración boca a boca. Tápale la nariz, inclínale la cabeza hacia atrás y échale aire soplando.
 —No reacciona, cabrón. Está muerto, te digo.
 —Estúpida. Sólo eso nos faltaba, que por coger una vez tengamos que cargar con este guey. ¡No mames!
 —¿Qué haces, cabrón?
 —Ya me voy, de nada sirve que esté aquí. Ese puto cadáver es tuyo. ¡Arréglatelas sola, pendeja!
 —¡No, no! ¡No te vayas, Mario! ¡Ayúdame! ¡Te lo imploro, no me dejes aquí! Hay hijo de puta, ya me apachurraste los putos dedos…Me lleva la chingada, ¿qué voy a hacer ahora diosito?!Me va a llevar la chingada! ¡Toc, toc! ¿Quién es?
 —¡Abre, pendeja! ¡Ábreme ya!
 —¿No que ya te ibas, culero?
 —¡Cállate, imbécil!?No ves que dejé mi nombre al registrarnos? ¡Ahora no me puedo ir! Todo por tu culpa, cabrona.
 —¿Sabes qué, pendejo? !Tenemos un pedo y si no nos calmamos, nos va a llevar la chingada, guey! Para coger si estás puesto, ¿no? Pues, para resolver esto, también. ¡Cálmate y vamos a pensar con la cabeza, cabrón!
 —¡¿Y qué propones que hagamos?! Dilo, si es que eres tan lista.
 —Lo primero que tenemos que hacer es inventarnos una cuartada. Vamos a decir que se ahogó con una pastilla que tría en la boca. Saca una pastilla halls y métesela en la boca. Después, decimos que se nos ahogó mientras hacíamos el amor, que se le atoró la pastilla y que mientras tú y yo nos estábamos viniendo, él se ahogó solito.
 —O sea que seremos como unos swingers, ¿no? Pero ni siquiera sé cómo se llama tu cabrón.
 —Miguel. Se llama Miguel. Bueno, se llamaba así. Les dices a los policías que nos invitaste a comer y luego pagaste la habitación y que mientras él nos veía como culeábamos no nos dimos cuenta de lo que le pasaba.
 —¿Estás segura de que eso servirá? Además, se te olvida que está la mujer de la recepción que nos vio llegar solos sin tu marido.
 —Pues, diremos que él, o sea Miguel, llegó después y que lo esperamos para comenzar.
 —Bueno, pero si algo nos falla te mato. ¿Lo oyes? Yo no tenía ninguna necesidad de meterme en semejante bronca. Hablarás todo el tiempo tú y yo sólo les diré que nos encontramos en el restaurante, comimos algo ligero y nos venimos tú y yo primero, mientras tu marido iba al servicio y se daba una vueltecita por allí para prepararse. ¿Está bien? O.K. Voy a decirle a la recepcionista que llame a la policía, pero antes tú métele la puta pastilla hasta el fondo para que parezca que si se la tragó.
 —¡Ya está! Ve rápido y no te tardes, por favor.
 —Ya voy, déjame terminar de vestirme y salgo. ¿Para qué hice esto, cabrón? Pero si seré imbécil. !Huy! ¡Puta madre! Y todo por una pinche vieja. Bueno, está culona la hija de la chingada, pero me va a salir carísimo el pedo, ¿eh? A ver si no me meten al tambo y ya valió madre todo.
 ¡Toc, toc!
 —Ya está. Dice la señora que ya los llamó hace quince minutos. No tardarán mucho en llegar. Oye, vamos a repetir lo que planeamos. ¿Tú quién eres?
 —Soy Araceli Maldonado, mi esposo me llamó a mediodía para acordar nuestro encuentro con Mario, mi instructor de aeróbics que estuvo de acuerdo en invitarnos a Miguel y a mí a comer y luego compartir parejas. Mi esposo y yo somos swingers y, por lo regular, organizamos este tipo de encuentros cuando él siente la necesidad de reavivar nuestra relación, dice que cuando ya me está fastidiando en el sexo y las cosas se convierten en rutina, lo mejor es hacer este tipo de cosas. Para mí la primera vez fue muy difícil, pero como él me lo imponía lo tuve que aceptar. Como les decía, hoy habíamos quedado todos: Miguel, Mario y yo, para un encuentro sexual. Todo salió bien, pero no contábamos con que esto le iba a pasar. Es todo lo que puedo decir. Creo que está bien, ¿no? ¡Ahora tú!
 —Soy Mario Rodríguez, instructor de aeróbics. Tú y tu marido me contactaron para un encuentro de intercambio de parejas. Fuimos a comer y nos venimos para acá. Él, o sea Miguel, llegó más tarde y se unió a nosotros, se metió una pastilla sin que nos diéramos cuenta y se ahogó por la excitación. Nosotros no nos dimos cuenta porque no esmerábamos haciendo lo que a él le gustaba ver y sus gimoteos los interpretamos como algo habitual. Así que cuando nos dimos cuenta de su situación, ya era demasiado tarde. ¿Está bien?
 —Sí, sí, me parece que entre menos hablemos y menos detalles le proporcionemos a la policía, las cosas irán mejor. Limitémonos a decir lo que hemos acordado. Si hay algún imprevisto no inventes nada que yo no pueda deducir con la lógica, ¿estamos?
 —Estamos.
 ¡Toc, toc!
—¡Ya están aquí, cabrón! ¡Ábreles tú!
 —¿Quién es?
 —La policía, abra la puerta, por favor.
 —Sí, claro pase, pase.
 —Buenas tardes. ¿Este es el muerto?
 —Sí señor policía, es mi marido. Se llama…
 —Un momento. Espere hasta que yo le haga las preguntas, por favor. Miren este es mi ayudante Gonzalvo y yo soy el teniente Noé. Me pueden llamar por mi nombre. Un momento, por favor. Gonzalvo revisa el estado del cadáver y llama a los forenses que ya deben estar abajo. Hazlo rápido y no te tardes mucho.
 —A sus órdenes, jefe.
 —Bueno, ¿cómo se llama usted señora?
 —Soy Araceli Maldonado de Gómez y…
 —Sí, siga, dígame, ¿qué hace aquí?
 —Pues, resulta que mi esposo me llamó a mediodía para acordar nuestro encuentro con Mario, o sea, él, mi instructor de aeróbics que estuvo de acuerdo en invitarnos a Miguel y a mí a comer y luego compartir parejas. ¿Sabe? Mi esposo y yo somos swingers y, por lo regular, organizábamos este tipo de encuentros porque, cuando él, mi marido, sentía la necesidad de reavivar nuestra relación amorosa… Decía que cuando ya me estaba fastidiando en el sexo y las cosas se convertían en rutina, lo mejor era organizar este tipo de encuentros. Para mí fue muy difícil la primera vez que lo hicimos, pero como él me lo imponía lo tuve que aceptar. Como le decía antes, hoy habíamos quedado todos: Miguel, Mario y yo, para un encuentro sexual en este hotel. Todo salió bien, quiero decir en la relación sexual, pero no contábamos con que esto le iba a pasar a mi marido.
—Veo que se le atoró algo en la garganta y se asfixió, ¿no es así Robles?
 —Sí, inspector. Le he sacado una pastilla que tenía en la garganta y estoy revisándolo y tomando notas para el informe forense.
 —Bien, ¿Y usted quién es?
 —Yo soy Mario Rodríguez, instructor de aeróbics. Miguel, el marido de Araceli, me contactó para que tuviéramos un encuentro de intercambio de parejas. Ya sabe, soy partidario de los swinger que comparten a sus mujeres con otros hombres, por lo regular me llaman muchos caballeros casados para que tenga relaciones con sus mujeres. Araceli y yo Fuimos a comer y nos venimos para acá. Él, o sea Miguel, llegó más tarde y se unió a nosotros, luego se metió una pastilla en la boca sin que nos diéramos cuenta y se ahogó por la excitación. Nosotros ni lo notamos porque nos esmeramos haciendo lo que a él le gustaba ver y sus gimoteos los interpretamos como una reacción sexual, no como una asfixia. Así que cuando nos dimos cuenta de su situación, ya era demasiado tarde. Es por eso los hemos llamamos a ustedes.
 —Bien, está claro. ¿Fue usted quién reservó la habitación?
 —Sí, por supuesto, es una norma obligatoria que el swinger no pague nada y que su huésped, o sea quien tendrá la relación con su mujer, en este caso yo, cubra todos los gastos.
 —¿Y por qué eligió usted un hotel tan barato? Aquí cerca hay muchos hoteles de cuatro y cinco estrellas. Creo que esta mujer se merece más que una cama estrecha llena de pulgas. ¿Le hizo usted algún regalo?
 —No, inspector, no le regalé nada porque las reglas de los swingers son estrictas y eso está prohibido en el primer encuentro. Se puede mal interpretar, ¡sabe? Y con respecto al hotel, fue el marido, o sea Miguel quien nos citó aquí. Yo habría ido a otro sitio, pero él insistió.
 —Pues, entonces bien merecido se lo tiene el muy cabrón por…Disculpe, señora, no es mi intención ofenderla, pero está usted muy guapa para andar por estos sitios tan rascuaches.
 —No se preocupe, señor inspector, por desgracia no es la primera vez.
 —Señor inspector, he hablado con la mujer de administración. Dice que ya había visto una vez al difunto por aquí con una mujer rubia, y que luego, revisó los registros y vio que el muy mustio venía algunos lunes por la tarde y como ella no trabaja ese día, pues simplemente no le puso mucha atención al tipo.
—Bien, Gonzalvo, muchas gracias. Da las órdenes para que se lleven este fiambre. En un momento termino y nos vamos. Investiga algo más de este señor Miguel Gómez.
—De acuerdo jefe.
 —Pues, al parecer todo está más claro que el agua. Mientras no tengamos un informe completo de la autopsia no podremos decidir nada, por esa razón les voy a pedir que me proporcionen sus datos y no salgan de la ciudad. ¿Tienen algún documento de identidad? A ver, es usted instructor de aeróbics, tiene especialidad en artes marciales y cinturón negro en jiu jitsu, trabaja en el gimnasio Rogers. ¿Me podría dar su teléfono y dirección por favor, Mario?
 —Calle Uxmal, número quince. Colonia Roma, Mi teléfono es 5534289000.
 —¿Y usted, señora?
 —Calle Lucerna nº 12, colonia Juárez. Teléfono: 55856328100
—Este es su permiso de conducir, señora Araceli ¿tiene cartilla nacional de elector? Gracias. Bueno, señores, creo que no hay más que hacer aquí. Vámonos. En lo que respecta a ustedes señora Araceli y don Mario se les mandará un citatorio para que se presenten a declarar en la delegación Cuauhtémoc. Que pasen un buen día, si es que es posible que lo tengan. Hasta pronto.
 —Hasta pronto inspector.
 —Bueno, ya vámonos. ¿Quieres que te lleve a tu casa?
 —Sí, Mario, me están dando náuseas y si seguimos aquí voy a vomitar.
 —Bueno, coge tus chivas y nos largamos.
 —Oye, ¿sabes qué estoy pensando?
—No, dime, ¿qué pasa?
 —Creo que vamos a tener que quedarnos juntos y empezar una relación.
 —¿Estás loca? Yo, por si no lo sabías, tengo una novia con la que me voy a casar y la boda será pronto. Además, ¿para qué te necesito? Lo único que has hecho es meterme en un puto lío.
 —Pues, lo siento mucho, cabrón, pero tu mataste a mi marido, ojete, ¿ya se te olvidó? ¡Qué poca madre tienes! A penas, ha pasado una hora y ya no quieres saber nada del asunto y me sales con lo de tu noviecita. ¿Sabías que somos cómplices y que si te denuncio te van a meter al tambo?
 —Oye, tu no serías tan hija de puta como para irles a contar a los polis la verdad, ¿no? Eso sería la peor estupidez que podrías cometer. Te advierto que si lo intentas te mato. Te juro que antes de que me enfrasquen te mando al otro barrio, cabrona. Te lo adelanto para que no te pases de verga. Eso es lo único que me faltaba, que después de engatusarme, todavía me chantajearas. ¡Inténtalo y ya verás cómo te va!
 —¡Óyeme, cabrón, piénsalo bien! Primero, me quitas el medio de sustento y luego me amenazas. Ten mucho cuidado porque si me decido, en menos de lo que canta un gallo, te meten a la cárcel, cabroncito, y vas a lamentar toda tu puta vida no haberte quedado conmigo. Soy mucha vieja y cualquiera estaría dispuesto a casarse conmigo. Así que no te pongas tus moños y piénsalo, pendejo, que yo no te dejaré tranquilo hasta que aceptes. Y que conste que no lo hago porque me gustes mucho costal de anabólicos, sino porque quiero estar segura de que no me vas a meter en pedos, guey…

Epílogo.

 Dicen que las palabras se las lleva el viento, pero eso no es verdad. Lo que en realidad sucede es que las palabras flotan con dificultad en el aire, yo las impulso para que lleguen a sus destinos. Algunas alcanzan la orilla sin dificultad, pero otras se desvanecen y no dejan huella. Recuerdo miles de frases, algunas se han repetido miles de veces, han sido pronunciadas con diferente entonación y con originales estructuras sintácticas. En el caso de Araceli, por ejemplo, las frases:
 “Tú sólo me usas como si fuera una muñeca inflable”. “Te odio y el día que te mueras te voy a enterrar boca abajo, maldito”. “Debí denunciarte a la policía para que te pudrieras en la cárcel”. “Es la última vez que me tocas, cabrón”. Fueron repetidas a menudo. Por su parte, Mario pronunció mucho las siguientes:
 “Si hubiera sabido que por tu pinche culo se me iba a estropear la vida, me habría hecho una puta chaqueta”. “Ahora, aprenderás maldita puta, hija de la chingada”.

El caso es que fui testigo de la tortuosa relación de estas dos personas. Mario obligó a Araceli a que se acostara con otros hombres y la golpeaba. Araceli lo odiaba por esa razón y un día se las ingenió para que se repitiera el suceso que la había unido al instructor de aeróbica. Contrató a un tipo astuto, citó con engaños a Mario y lo estrangularon entre los dos. Le pusieron una pastilla halls en la boca y esperaron que llegara el inspector de policía para hacer sus declaraciones. Las últimas palabras de Mario, por extraño que parezca, fueron las siguientes:

 “Ya no respiro, no siento mi cuerpo, ya no puedo pensar… está oscureciendo…” Pero, desaparecieron muy rápido, ya que más que pronunciarlas, las pensó.

viernes, 8 de julio de 2016

Juanola (Confesiones de un cambio de nombre)

Uno, a veces, se pregunta a sí mismo si ha vivido correctamente o si ha tomado un camino equivocado. Creo que yo elegí la ruta correcta, aunque tuviera una edad muy corta para tomar la decisión, pues cuando sólo tenía tres años, les dije a mis padres que era hermafrodita, bueno, no exactamente así, más bien les dije que quería ser hombre y mujer a la vez. Claro que se sorprendieron y no supieron cómo actuar ante mí: mi padre se encerró más en su trabajo y mi madre les dedicó más tiempo a las faenas de la casa. Mi hermano mellizo tampoco entendía mi deseo y siempre me preguntaba: ¿Por qué quieres ser las dos cosas a la vez? ¿Para qué te serviría ser mamá y papá a la vez?

 Nadie entendía lo que yo quería, pero no me desanimé y seguí insistiendo cada vez más en que se me hiciera justicia. Lo primero que exigí fue que me pusieran un nombre masculino y otro femenino, yo mismo propuse los de Juan y Dolores, luego les pedí que unos días me vistieran de niña y otros de niño y por último que en las vacaciones me llevaran con la tía Mercedes que tenía dos niñas hermosísimas de mi edad, eran mis primas Laura y Raquel, y que además, en las fiestas de Navidad y Año Nuevo me dejaran ser yo mismo.

 Así comenzó mi desarrollo como persona. Ahora que recuerdo esos años tempranos de mi vida, creo que estaba empeñado en complacer los deseos de mis padres y quería, sobretodo, parecerme a ellos. Lo de ser hermafrodita era sólo una actitud de niño encariñado que quería complacer sus deseos y sentir el cariño de la familia. Con mi hermano siempre llevé relaciones de varón, para él siempre fui Juan y jugamos a las luchas, al fútbol y demás juegos en los que participábamos. Con mis dos primitas, Laura y Raquel, siempre fui la hermanita menor porque ellas eran unos años mayores.
Quien me quiso más fue Laura, éramos muy compatibles y nos entendíamos con una simple mirada. Con el tiempo Raquel se separó de nosotras por causa de los celos. A los quince años hice mi primera comunión y me presentaron en sociedad. Mi padre se negó por completo a asistir a la fiesta, mis familiares llegaron casi todos y me felicitaron de forma muy cordial, bueno, hablo de las mujeres de la familia, los hombres lo tomaron como un insulto, sin embargo, eso no impidió que me sintiera muy feliz.
Ya tenía mi acta de nacimiento con mis dos nombres y la especificación de que yo era de los dos sexos. Habíamos logrado, gracias a una asociación de defensa de los derechos humanos y una de minorías con orientación sexual diferente, que se pusiera en mi partida de nacimiento un circulito con la palabra hermafrodita. A los dieciocho años hice mi servicio militar y conseguí hasta una conmemoración al valor después de haber salvado a un compañero que había estado a punto de ahogarse. Luego trabajé en una oficina como secretaria para independizarme y sacar un poco de dinero. Terminé mi carrera y me hice enfermero, luego estudié para anestesiólogo y me casé.
 Nacieron mis hijos Anastasia y Jorge a los cuales eduqué lo mejor que pude, luego seguí progresando en un matrimonio feliz, la gente llegó a admirarme por mi capacidad de ser al mismo tiempo hombre y mujer, padre y madre, procreador y nodriza. Al final tuve a mis nietos y morí feliz sin reproches ni remordimientos.

 —¿Queda bien así la historia? —me pregunté a mí mismo—. ¡Fantástico! No podría ser más utópica tu ridícula e irónica vida contada en una carta póstuma, pero ¿crees que la gente la podrá entender? —No, no lo creo. Dirán: “Pobrecito hombre, tanto sufrió en vida que se volvió loco”. Eso es lo que dirán. Mejor contemos la verdad, a ver que dice la gente. ¿Empiezas tú o yo? —¡Va! ¡Da lo mismo quien lo haga! De todas formas, vamos a morir. —Está bien, comencemos y cuando se te olvide algún detalle yo te lo recordaré—. De acuerdo. Nací acompañado de un hermano mellizo, éramos completamente iguales y mi madre nos adoraba. A mi carnal le pusieron Raúl, que era el nombre de mi padre, y a mí Juan, que era el del abuelo. Crecimos y comenzamos a hablar, lo primero que dije fue que yo era nena. Mi madre se sorprendió muchísimo y me corrigió de inmediato: “Tú no eres una nena, Juanito, eres un nene”. Lo que no sabíamos ella, mi padre, mi hermano y yo, era que en mi inconsciente había pasado una cosa muy rara, algo que no les sucede a los niños de esa edad por falta de raciocinio. Era que yo la tenía larga, mi pájaro era un ganso. Veía la diferencia de la mía con la de mi hermano y decidí que yo no era un nene, sino otra cosa. A falta de un calificativo apropiado dije que yo era una nena porque la tenía enorme. Los adultos, alarmados por sus prejuicios morales y demás frustraciones, pusieron el grito en el cielo y comenzaron a convencerme de que yo era nene.

Mi obstinación, característica heredada del abuelo, me hizo tratar de imponer mi falsa opinión a toda costa; pero repito de nuevo, no era razonable, era más bien algo instintivo, algo salvaje y primitivo. Tuve la desgracia de recibir, al poco tiempo, la visita de un psicólogo que me mostró dos fotos de niños desnudos y alternándolas me preguntaba con cuál me identificaba más. “Mira, Juanito, ésta foto es de un nene, ¿tú eres nene?” —No, era la respuesta que le daba de inmediato. Entonces sacaba una foto de una niña y preguntaba: “¿Entonces eres una nena?” —Yo le decía de inmediato que yo era un neno, pero la letra “o” sonaba reducida, por algún defecto en mi pronunciación, y él lo interpretaba como la letra “a”. De esa forma, y después de repetir mil veces la pregunta, decidieron que yo quería ser mujer. Desconocían por completo que yo no sabía decir las palabras dotado, súper macho, vergetas u otra por el estilo, y la única forma de expresarlo era esa estúpida palabra n-e-n-o.

 Mi necedad trajo como consecuencia que mi padre se alejara cada vez más de mí y de mi madre. Tal vez, no podía soportar la idea de que tuviera un hijo con un instrumento que crecía sin descanso y, que el dueño de tan generoso falo, o sea yo, se empeñara en ser nena. A mí me daba mucha vergüenza que me vieran desnudo, supongo. Quizás fuera porque mi vara era tan enorme que se me atoraba entre las piernas cuando hacía determinados movimientos. Mi madre decidió que yo me sentía mal por ser hombre y que por eso escondía mi pene, pero no era así y ante la pregunta clásica de las madres del qué te pasa mi niño, yo escondía más el enorme trozo colgante. Empezaron a ponerme pantaloncitos y ropa muy incómoda, para mí lo más propio hubiera sido llevar batas griegas como Aristóteles o Sócrates porque no soportaba los calzoncillos. Hacía sufrir a mi madre negándome a vestirme con ropa de niño y una ocasión descubrí la forma de romper los shorts para que mi aparato estuviera menos presionado. Cuando mi padre me vio vestido con una especie de falda mal corta, o pesimamente diseñada, se enfadó, le gritó a mamá y se fue de la casa. No regresó jamás y nos mandó puntualmente el dinero suficiente para que no nos faltara comida.

 Mi madre tenía una amiga que era activista en un grupo de minorías y defendía los derechos de los niños. —¡Maldita la hora en que apreció esa bruja! ¿Te acuerdas lo que no hizo sufrir la desgraciada? —¡Cómo no!!Si es por su culpa que estamos aquí al borde del suicidio!!Maldita perra!!Ojalá se achicharre en el infierno! —¿Pero, por qué no cuentas lo que pasó? —Déjame recuperarme del berrinche y ahora sigo. Es que no tiene perdón la tal Lola esa. Mira que eso de convencer a mi madre de que yo quería ser niña y que por dicha razón me conducía así, fue lo peor que pudo haberme hecho en su perra vida. ¿Te acuerdas de que les llevó el caso a sus colegas y que todos decidieron apoyarme para que me cambiaran el nombre argumentando que yo era una niña con un enorme falo que no le había pedido a dios? —Claro que me acuerdo, si fue por eso que nos pusieron Dolores, lo peor es que ella se llamaba así. Hasta eso tuvimos que soportar. — Además, en el juicio hubo tantas confusiones con ese maldito nombre que al final la taquígrafa puso las palabras de esa bruja como si fueran mías y el resultado ya ves cuál fue. —Sí, lo he vivido contigo todo el tiempo. Primero, nos tuvimos que vestir de niña. Luego, fuimos objeto de todas las burlas en el colegio. Por último, tuvimos que resignarnos a la vida de mujer sin saber un bledo de cómo se hacía. Lo peor es que con tanto vivirlo y practicarlo durante años, se transformó en una convicción; un hábito del cual no nos pudimos liberar nunca. —Exacto, es por eso que cuando me llegó la adolescencia y el pájaro se me levantaba cuando estaba excitado me sentía fatal. Imagínate a un hombre entrando en la edad fértil en la que era capaz de aparearse con cualquier número de hembras y yo tenía que pintarme la cara, usar medias y oprimirme el sexo para que no se murieran de un infarto quienes lo notaran debajo del vestido o la falda. Fue la peor época de mi vida —¿Y qué hay de nuestras amigas? ¿Te acuerdas de Susana? —¡Cómo no me voy a acordar! Sí fue por ella que me violaron en una fiesta. —¿Te acuerdas que estábamos bien borrachas y que el Manolo estaba molestándonos? Le diste un bofetón que casi lo noqueas, pero eso sólo lo calentó más y luego nos la metió y estuvo fornicándonos media hora el hijo de puta—. Ya no me recuerdes esas cosas porque esa fue la razón de que después cometiera dos crímenes imperdonables: el primero, matar al Manolo y el segundo, castrarnos. Fue así que terminé siendo Lola la prostituta, la que complacía a los hombres por remordimiento y por poca paga porque era la más fea en el garito. Fue mi cruz, la soporté muchos años hasta que me llegó esta enfermedad incurable. —Pero, ya lo sabíamos, ¿te acuerdas que te lo dije? Fue en el burdel de Doña Marga, te lo dije sin tapujos: “Manita, aquí nos van a joder, viviremos jodidas y hasta que no salgamos con las patas por delante no dejarán de jodernos”. ¿Y fue así o no? —Sí, claro. Lo único que siempre me salvó fue tu compañía, tu comprensión y los ratos de tu buen humor que me alegraron los días grises.

Después me dejé dominar por el alcohol y el cigarro—. Bueno, pero amamos alguna vez, ¿no? —Claro, ¿recuerdas a Liliana? Tan hermosa tan dulce y tan comprensiva. Fue el paño de lágrimas que nos consoló en los momentos más duros de nuestra estancia en ese chiquero. Era moldava y tenía familia en Rumania, ¿la recuerdas? Con esas caderas tan redondas y su rostro de muñeca de piel cobriza y su pelo ondulado y castaño. Lo que más me gustaba era su olor cuando salía del baño, olía a eucalipto fresco, estaba tibia, vaporosa y dócil ¿y a ti? Ya, ya lo sé. A ti te volvía loco besarle la entrepierna. Al final, la amamos como hombres y hacíamos el amor con ella como mujeres. Éramos a la vez tres lesbianas y un trío formado por dos machos castrados y una mujer ardiente que nos provocaba el orgasmo a través de sus contorciones y gritos. Lástima que no teníamos ningún líquido que derramar porque la habitación, sucia y maloliente, se habría purificado con los jugos de la pasión más ardiente del mundo. Se habría convertido en un mar de leche, un baño seductor para Cleopatra, Nefertiti o Mesalina, ¡Qué más da quién lo viera, cualquiera hubiera sentido la necesidad de ahogarse en él! —Sí, tienes razón. El único motivo de mi existencia fue ella. La única diosa que me llevó al templo de Afrodita para que prostituyera mi cuerpo complaciéndola. Le di todas mis ganancias sin saber que eran para que se fugara. De cualquier forma, no la habría detenido, pero me dolió que no se despidiera. Que despertáramos tú y yo solos en la cama.

Ha pasado tanto tiempo, pero su imagen y sus muslos apretándonos siguen presentes en la memoria de nuestro cuerpo, la memoria de nuestros sentidos y sensaciones. Podría recordar más cosas buenas de mi existencia, pero ya no hay tiempo para sumirse en los recuerdos. No hace falta sacar de nuevo lo malo, ahora que esta magnífica imagen de Liliana viene desnuda a proporcionarnos el arma letal por la que falleceremos. Será ella quien nos ejecute. Nos pondrá el cañón de la pistola en la sien, apretará suavemente el gatillo, saldrá la bala y nuestro espíritu entrará al paraíso de los eunucos donde contaremos historias y oiremos la crónica del mundo desde que apareció el primer castrado. Adiós. !Bang!