martes, 29 de septiembre de 2015

Registro 220/160

Sístole y diástole habían sido para él dos términos para crear poesía en los ratos de ocio, sin embargo cuando se le convirtieron en adjetivos su vida cambió porque afectaron su tensión arterial. Se lo había dicho el doctor varias veces.

 “¡Hombre! Sr. García, usted se quiere matar. Tómese unas vacaciones, en caso contrario, va a terminar con una apoplejía”.

 Fue el inútil consejo que le dio el doctor antes de que perdiera la razón en un ataque de nervios sufrido por su estrepitoso ritmo de vida.

Celerino García era un egresado de la facultad de gestión y dirección de empresas, tenía un gran futuro y ya había conseguido su primer empleo en una empresa nacional. Su novia Agatha Mercado, una chica muy perspicaz que gozaba de un único atractivo, que no era físico sino de actitud y determinación, había conseguido permanecer al lado del inquieto muchacho especialista en marketing y se había convertido en su mujer. Así, el joven matrimonio empezaba su primer capítulo de la vida conyugal con una estabilidad económica, un futuro prometedor y una relación amorosa estable.

 Celerino siempre había sido una persona rápida de reflejos y pensamientos, era muy previsor y planificaba todo con detalle, podía trabajar mucho, pero si se ejercía demasiada presión psicológica sobre él se bloqueaba y empezaba a dejarse martirizar por los nervios. En los demás aspectos era una persona con muchas cualidades: guapo, alto y con una educación excelente, pues sus padres se habían encargado de proporcionarle todo lo necesario para convertirse en un hombre ideal. Había en su personalidad un aspecto que podría tener dos valoraciones: una buena y otra mala. La primera era que le gustaban mucho las mujeres y dicha característica sería lo que le acarrearía el problema del que no se pudo librar; la segunda era que, cuando hacia un compromiso, lo tomaba como algo irrefutable y mientras no cumpliera con su obligación no descansaba.

El día en que tuvo una relación sexual con Agatha ella le preguntó si se casaría con ella, pero por la forma de la pregunta y la respuesta, hubo un no de parte de Celerino, el cual se convirtió en un sí, según la lógica de la astuta novia. A los tres meses, cuando se hizo público que Agatha estaba embarazada, se celebró una boda subvencionada por la familia Mercado que se empeñó en solventar todos los gastos. Como no hubo más remedio que aceptar, los García se resignaron a la imposición del elegante e influyente padre de la joven consorte.

Celerino presintió que su vida matrimonial tendría algunos inconvenientes. El primero de ellos se le presentó en la despedida de soltero, en la que una colombiana, de cualidades exquisitas, le proporcionó los fundamentos de su duda; ya que al comparar las piernas, pechos y caricias de la caribeña con las de su futura esposa supo que nunca tendría un lecho a la altura de sus necesidades. Se prometió a si mismo que trataría por todos los medios de compensar lo que le hiciera falta para realizar sus fantasías eróticas.

La primera noche de bodas fue dedicada a los sueños y la ternura. Agatha se comportó como una sumisa geisha y complació todas las peticiones de su marido. Conforme iba pasando el tiempo y el vientre de la señora de García iba creciendo, las relaciones sexuales iban aminorando. Celerino decidió que era el momento más propicio para consolidar su carrera profesional, así que le empezó a dedicar doce horas al trabajo. Con ese nuevo régimen descubrió que evitaba los empalagos con su mujer y se desprendía de cualquier fantasía que lo pudiera asaltar por la noche, ya que terminaba muerto de cansancio. El trabajo excesivo le trajo el progreso esperado.

Uno de los socios más importantes de la empresa en la que trabajaba Celerino se fijó en la eficiencia del promotor de ventas de equipo hidráulico y le propuso que creara su empresa propia. Que pidiera un préstamo al banco y que se dirigiera a él para darle una lista completa de clientes que estarían dispuestos a comprarle su maquinaria y equipo.

 “Es usted una persona muy buena para las ventas, Celerino, no eche en saco roto lo que le digo. Mire, por lo regular no doy consejos, pero si se queda aquí no llegará nunca a ser director y cuando ya no sirva o consigan a otro más joven que usted, lo echarán sin ni siquiera darle las gracias. Piénselo y llámeme”.

 Como Celerino era por naturaleza muy emprendedor se puso en contacto con el señor Márquez y le pidió consejo para empezar su proyecto. En cuestión de tres meses ya tenía organizada una pequeña firma en la que volcó todo su interés y cuidado. Progresó y empezó a recibir ganancias en un periodo muy breve. Su mujer estaba feliz y se sentía orgullosa, su hijo ya tenía un año de edad y le daba infinidad de satisfacciones cuando lograba mostrar algún progreso en su desarrollo. Agatha era una madre disciplinada que respetaba todos los horarios de las comidas, los masajes, los paseos y las siestas que necesitaba su hijo. 

Todo iba viento en popa y los abuelos estaban encantadísimos.
Un día la señorita Patricia, secretaria de Celerino, le comunicó que renunciaba porque tenía planeado irse de la capital y vivir con su marido en el estado de Veracruz, donde sus familiares tenían una empresa de venta de café y azúcar. Él la felicitó y le pidió que le recomendara a una amiga para que la sustituyera en el trabajo.

 “No es necesario que tenga mucha experiencia” —le dijo Celerino—. ”Lo importante es que tenga ganas de aprender y sobre todo que sea una persona de absoluta confianza”.

La señorita Patricia envió a una amiga con la que tenía buenas relaciones pero que evitaba porque cada vez que se la presentaba a alguien, a ella, la pasaban automáticamente al segundo plano. Era porque su amiga Nereida tenía un atractivo especial. No era muy inteligente pero las personas, en su mayoría los hombres, se sentían atraídos por su voz, su forma de moverse y su áurea magnética que causaba una fuerte sofocación en el estómago. Era suficiente tenerla de adorno en algún lugar para atraer cualquier cosa. 
Cuando la vio Celerino quedó encantado, pero en ese momento no la vio como mujer, sino como la persona que le solucionaría los desórdenes de su horario de entrevistas y de toda su agenda. Fue el primer gran error que cometió, pues más le habría valido rechazarla porque la imponente Nereida era como una enfermedad. Aunque le habría sido imposible dejarla ir porque la atractiva mujer, con su sumisión y belleza, era un misterio por descubrir para todos los hombres. Si la rechazaban, los atormentaba la duda y, si se relacionaban con ella, les era imposible prescindir de su presencia. Así que el destino quiso que se enrollara con su secretaria.

Fue una tarde muy especial en la que se anunció la devaluación de la moneda y Celerino explotó porque sabía que su deuda con el banco se había triplicado en dólares. Pasó media tarde consultando a sus amigos con los que discutía la forma de presentar una reestructuración de su adeudo, o una rescisión de contrato, o una tregua. Le faltaba muy poco para liquidarla pero con el nuevo tipo de cambio los trecientos mil dólares restantes, se habían convertido en casi un millón, lo que hacía desaparecer el dinero que había pagado con anterioridad. Otra cosa que lo tenía de muy mal humor era que los intereses también subían y que en el país empezaría una crisis que le impediría saldar lo que debía.

 Maldijo mil veces al señor Márquez por haberlo metido en aquel laberinto sin fin. Se acercó a su escritorio y por descuido derramó sobre la falda de su secretaria la caliente taza de café que ella le ofrecía. Apenado se disculpó y Nereida, que tenía una piel muy delicada y no podía resistir el agua cafeinada hirviendo, se despojó de la falda allí mismo. Celerino no pudo evitar verla semidesnuda y comenzó a sudar. De pronto, desaparecieron todos los problemas y las fantasías más intensas de los sueños del guapo Celerino comenzaron a estrellársele en los ojos. Nereida se sobaba las piernas en un intento inútil de mitigar el ardor.

 “Lo siento mucho, Nereida, déjeme ayudarle”. —Le decía con voz exhausta y apasionada. Ella se calmó y se quedó mirándolo con una actitud sensual. Se había transformado por completo en un objeto de deseo que ocasionó que Celerino perdiera el control. Se le lanzó y la llevó en vilo al diván donde los clientes habitualmente lo esperaban, la acarició hasta la saciedad, se unieron sus labios y continuaron por el sendero vertiginoso de la pasión.

 Cuando Celerino llegó a su casa. Agatha estaba temblando de terror. Había hablado con su padre y sabía que una tormenta de desgracias económicas se avecinaba sobre su tejado. Se sorprendió de sobremanera cuando vio a Celerino tan contento y sonriente.

—¿Pero que no te has enterado?

—¿De qué?

—¡De la devaluación! ¡¿Qué vamos a hacer?! ¡Nos vamos a morir!

—Cálmate, ya se encontrará una solución.

—Pero mi padre dice que es impagable. Nos va a carcomer a todos esta deuda.

—Eso ya lo veremos.

Celerino se fue a dormir y Agatha recobró el control porque, al ver la confianza que tenía su marido, pensó que tal vez las cosas no fueran tan graves y que su brillante esposo tenía una puerta para escapar en caso de urgencia. Cenó y se fue a dormir con él.

 Al día siguiente, cuando todo el mundo estaba enloquecido con los nuevos precios y las noticias alarmantes sobre el futuro de la economía, Celerino se ocultó todo el día en un hotel para gozar de la compañía de su secretaria. El único tema relacionado con el trabajo que trataron fue el del horario. Les preocupaba más no sobrepasar la hora de salida que el desmoronamiento financiero de toda una nación. Cuando Celerino salió por fin de su letargo, se tuvo que enfrentar con las facturas de los servicios que había contratado. Le llegó un nuevo contrato de su deuda reformulando las condiciones de pago. Supo que su suegro estaba a punto de suicidarse y que sus padres no sabían qué hacer con los gastos de su casa. Empezó a tomar fuerza un torbellino de locura que fue mermando la felicidad de Celerino. 
Se sentó un momento para razonar y decidió que saldría adelante y que pagaría todo hasta el último centavo. Se trazó un plan de trabajo y puso manos a la obra.

Fue al banco a informarse de las nuevas condiciones de pago, presentó una prórroga y trazó su línea de ataque. Habló con todos su clientes y les proporcionó la posibilidad de hacerle los pagos con bienes inmuebles, a sus acreedores les propuso un plan liquidación más cómodo y seguro, habló con su mujer para economizar hasta el último quinto. Todo resultó a pedir de boca, pero Celerino tuvo que trabajar más de trece horas diarias incluyendo el fin de semana porque uno de sus mejores amigos le había recomendado meterse a la bolsa de valores y especular con las divisas y las acciones. El resultado fue positivo pero requirió de una atención constante de las fluctuaciones de todo tipo de paridad del dólar, la compra y venta de acciones y las variaciones en los precios de las materias primas.
 La relación conyugal se vio muy afectada por las actividades de rescate económico que realizaba Celerino. Agatha sentía que la atención de su amado cónyuge era mínima y se encerraba a llorar a solas su abandono. La desgracia le acentuó ese sentimiento de infelicidad. Un día llamaron muy de madrugada para anunciarle el fallecimiento de su padre. El pobre hombre no había sido tan fuerte ni tan ingenioso como su yerno y había perecido bajo la presión de todos los cuervos que le sacaron los ojos.

“Es tu padre, Agatha, no resistió la presión”. Le había dicho su madre berreando de dolor. Agatha se desmayó y se pudo recuperar solo cuando se disponía a asistir al sepelio. Ese mismo día Celerino recibió una llamada de urgencia y no pudo acompañar a su mujer a ver a su madre, pero le prometió asistir al velorio más tarde. Por circunstancias inexplicables de la naturaleza humana, y en particular la femenina, Nereida no había podido dormir porque añoraba la compañía de Celerino del cual se había enamorado desde el primer momento y estaba más que satisfecha con la relación con su amante. Sólo que la cercanía y la dependencia que se había acentuado en los dos, la obligaba a luchar con todas sus fuerzas por él. Así que una vez que ya había decidido separarlo de su esposa, se preparó para matar de placer al agitado Celerino que apenas podía sobre llevar toda la carga de su economía insana.

—Celerino, te necesito. No he podido dormir. Quiero tenerte ahora mismo.

—Pero cómo es posible. ¡Mire no, no, no puedo…!—dijo Celerino actuando porque había notado la mirada sangrienta de Agatha que era como un aviso de que ni se le ocurriera faltar al entierro de su padre.

—No finjas, mi amor, nos vemos donde siempre.

—Bueno, pero solo estaré con usted unos minutos, ¿Sabe? Se ha muerto mi suegro. No puedo faltar…

Agatha colgó el teléfono con mucha violencia y soltó sus sentimientos en un cordel de gritos:

—Eres un miserable. Después de todo lo que mi padre hizo por nosotros. Ni se te ocurra irte porque te mato.

—Mi amor, de este encuentro depende todo nuestro futuro, si no voy nos quedaremos en la ruina.

—No me salgas con historias. Ve otro día. ¡Eres un miserable!

Celerino abrazó a su esposa, la tranquilizó estimulándola para que sacara todo el dolor y con voz suave le dijo que se tardaría muy poco y llegaría a tiempo para recibir las condolencias de todos los familiares y conocidos. Después se fue.

Tuvo un encuentro inolvidable. Descubrió los secretos más ocultos del placer. Nereida le hizo ver el paraíso. Abrazada en su regazo le juró fidelidad eterna y prometió nunca dejar de complacerlo. Celerino se dirigió al velorio de su suegro y al llegar caminó con determinación hasta el ataúd y permaneció cinco minutos inclinado balbuceando cosas que nadie acertó entender. Se dio la vuelta y fue directamente a ver a su suegra y a sus padres. Llevaba una sonrisa esplendorosa, producto de los eróticos recuerdos de su encuentro con Nereida, los cuales no se borraban de su mente y parecían continuar un desarrollo independiente.

—Era un hombre excepcional. Inteligente, noble, bondadoso y con mucha personalidad. Tenía siempre lo que uno necesitaba, es más, adivinaba los deseos de sus seres queridos, se desvivía por ellos. ¡Fantástico! ¡Un hombre así merece un altar!

Agatha lo cogió con fuerza y lo sacó a un patio para hablar con él.

—¿Qué te pasa idiota? ¿No sabes que mi padre siempre golpeaba a mi madre? ¿Cómo se te ocurre? ¡Eres un imbécil!

Celerino estaba embelesado por los recuerdos de Nereida y con voz tierna calmó a Agatha que estaba fuera de control. Volvieron a la sala y Celerino recibió con una actitud positiva y de agrado los pésames.

Después del trágico funeral, Agatha, comenzó a sospechar de su marido. Hasta ese día Celerino había hablado por teléfono con toda libertad y nunca había tenido que darle explicaciones a Agatha, sin embargo, el sexto sentido de su mujer se despertó con ansias de científico. Una mañana Celerino vio a su mujer revisando sus documentos, teléfono, notas, correo electrónico y demás medios de comunicación que usaba. Lo comprendió rápido. Estaba buscando a Nereida. Por fortuna, no se conocían en persona y Celerino había evitado en sus conversaciones mencionar a su secretaria, sin embargo ahora estaba impregnado tanto de ella que su mujer la olía en su piel.

—¿Tienes una amante desgraciado?

—¿Cómo dices?¿Estás mal de la cabeza o qué? ¿No te prometí amor eterno en el altar? ¿No me esmero por sacar a nuestra familia adelante? ¿Cómo voy a estar con alguien? Si ni siquiera tengo fuerzas para satisfacerte, ¿Crees que voy a andar por allí buscando problemas? ¿Para qué?

—Pues, ten cuidado porque si te encuentro algo te mato.

Celerino sabía que su mujer sí era capaz de matarlo porque era descendiente directa de revolucionarios y su abuela había sido como una de esas famosas Adelitas de armas tomar. Lo sobrecogió el miedo porque sabía que no iba a poder divorciarse de ella y la famosa frasecita lapidaria “Ni conmigo ni sin mí” sería su condena si lo intentaba. Pensó que sería mejor convencer a Nereida, pero en cuanto pensaba en ella su deseo crecía sin control y le importaba muy poco lo que pudiera pasar. Por eso empezó a ocultar a su amante a toda costa. Nereida estaba acostumbrada a contactarse con él con libertad. A cualquier hora mandaba mensajes y llamaba sin escrúpulos, incluso cuando Agatha cogía el teléfono ella cambiaba la voz para que pareciera la de una mujer tonta, no se limitaba en su esfuerzo por robarse a Celerino.

 Para Celerino cambió la vida. Tenía la presión de la deuda, la opresión de su mujer que lo seguía como investigador privado y, además, lo arrebataba de la realidad la ensoñación en cuanto oía la voz de su amante.

—Quiero que dejes a tu mujer.

—Pero, Nereida, ¿A qué viene eso? Se supone que estaba todo muy claro. ¡Somos sólo amantes!

—No. No. Para ti yo soy tu amante, pero tú para mi eres mi esposo. ¡Déjala y vente conmigo!

Hasta ese momento, Celerino, había superado todas las presiones habidas y por haber. Muchos de sus amigos se habían suicidado por el impago de su deuda. Otros se habían escondido como ratones y sólo él había podido sobresalir gracias a su trabajo incansable. Ahora afrontaba el peligro más grande que jamás hubiera imaginado.
 Dos fuerzas titánicas se habían unido para destrozarlo y así fue. Por un lado, estaba la amenaza real de sucumbir apuñalado a manos de su esposa, quien no descansaba día y noche en su afán por descubrir a la amante de su marido y, por otro lado, estaban el deseo y el placer inevitables que le imponía su secretaria.

 Lo primero que perdió fue esa sonrisa de satisfacción sexual que lo acompañaba a todos lados, producto de la imagen de Nereida desnuda gritando por causa del placer compartido, después extravió su frialdad y certeza en las decisiones, luego despareció la potencia física y el control de sus supuestos nervios de acero, por último, se esfumaron los consejos de su doctor que no había querido seguir. Se levantaba por las noches temblando a la espera de que su mujer pudiera coger su teléfono móvil que no paraba de engordar con los mensajes de Nereida. Tenía que ocultar cualquier huella que delatara su relación con la mujer fatal e insaciable, mientras ésta, se esmeraba en complicar las cosas armando escándalos y exigiendo su compromiso total. Celerino perdió rápidamente el pelo, encaneció de un día para otro y soportó con valor el acechó de sus dos mujeres.

Un día salió decidido a liberarse de sus males. Se levantó pronto, le dio un beso a su hijo que seguía dormido. Se midió la tensión arterial con el manómetro. Tenía 220 de sistólica y 160 de diastólica, su hipertensión iba más allá de los límites humanos y por eso su cabeza explotó e hizo saltar en añicos la conciencia y la razón. Salió sin rumbo fijo. Lo único que dejó fue una estela de frases imperativas que lo urgían hacia algún lugar que la gente desconocía, pero que se podía adivinar por la repetición contante de dos frases:

¡Rápido, vayámonos, tenemos que escondernos! ¡Rápido, te digo, tenemos que desaparecer!








No hay comentarios:

Publicar un comentario