miércoles, 23 de septiembre de 2015

El odio de Ate


Natiela Stkaya tenía treinta y cinco años de edad cuando descubrió que su nombre no figuraba en los archivos de la casa de maternidad en donde había nacido. La causa no se debía a ningún suceso imprevisto o a alguna catástrofe, ni mucho menos al descuido de las enfermeras. Cuando preguntó por el doctor que le había atendido el parto a su madre le dijeron que efectivamente el partero Khlapov había anunciado, a las tres y cuarto de la madrugada, el nacimiento de un niño el día 17 de abril del año 1989. El nombre de los padres figuraba, pero por desgracia no coincidía con los suyos, hecho que descartaba que, por alguna razón, hubiera nacido como niño y se hubiera convertido después en mujer. A pesar de que le dedicó muchas horas a las pesquisas fue imposible obtener algo que le aclarara la confusión.

Natiela era una mujer de apariencia habitual e, incluso, guapa, pero quiso la naturaleza que fuera excepcional físicamente. Tenía una deformación, o mejor dicho, una inversión de algunos órganos de su cuerpo que la diferenciaban de todos los demás seres humanos de toda la historia de la humanidad. Era por eso que tenía tantas ganas de aclarar su caso y, por eso, había empezado por escudriñar en la clínica dónde había nacido. 
Cada mañana desde hacía unos años se miraba al espejo y trataba de darle una explicación lógica a la distribución de sus órganos. Había hecho miles de hipótesis, pero al fina,l decidió que los ángeles del cielo se habían equivocado con una ecuación y por eso se habían invertido los planos en la acomodación de las partes de su vientre.
Fue a ver a los especialistas en la materia. La respuesta que obtuvo fue un término indefinido que se expresaba como “sobre posición rectal invertida anómala o retroflexión anal”
Los médicos le dijeron que no se tenía conocimiento de algo parecido, pero Natiela insistió en que en algún manual debería haber información sobre dicho fenómeno. Ante la necia negativa de las eminencias, decidió investigar por su parte y, después de terminar su trabajo, se iba a las bibliotecas para buscar en los archivos alguna pista que pudiera mostrarle el origen de su disformidad.

Por lo regular, tenía buenas relaciones con sus jefes pero a parte de ellos, nadie podía enorgullecerse de contar con su aprobación, lo que era un descanso divino porque de haber satisfecho las exigencias de tal mujer, las personas se habrían convertido en sus más íntimas amigas o confidentes y eso sería terrible. Natiela desde la infancia había desarrollado un sentimiento de odio contra todo lo que era ideal, bello, armónico o simplemente estético. En cuanto a su apariencia, Natelia, no podía quejarse. Era un poco rubia, tenía unas facciones que producían curiosidad y excitación en los varones, sus piernas estaban bien formadas y tenía un busto grande que atraía a los hombres ambiciosos, amantes de la abundancia en el cuerpo femenino. Pero en cuanto se desnudaba y trataba de tener una relación sexual con alguien, el resultado era decepcionante y solo algún depravado o experto gimnasta, habrían sido capaces  de inventar una forma para copular con ella sin destrozarle la espalda o lastimarle la cadera. En su primer noviazgo sufrió la decepción que alimentaría su sentimiento misándrico, luego éste se transformaría en misógino y por último en misantropía y una especie de zoofobia.

 ¿Pero qué es eso? ¡Coño! ¿Por qué lo tienes ahí?— le preguntó su novio cuando la vio desnuda, después salió de prisa, de la habitación de un hotel barato en la que se encontraban, echando pestes.

Natiela volcó todo su odio hacia las personas normales y buscó la forma de ser superior a ellas en todos los aspectos. Leía día y noche para demostrarles a sus colegas que eran muy ignorantes, criticaba las decisiones de la gente y planteaba con lujo de detalles las próximas consecuencias de dichas resoluciones. Llegó a rodearse de un halo impenetrable que la protegía de cualquier mala actitud. Empezó a ser temida hasta por el director de su empresa, quien nunca quiso recibirla en su oficina y tenía un empleado que se dedicaba a diseñar horarios y rutas para que no se le cruzara en su camino.
 El desprecio y la aversión se fueron transformando en una necesidad diaria. Para Natiela era habitual maldecir y criticar cualquier cosa. Sin embargo, no sólo se limitaba a criticar lo que detestaba, también decía en voz alta la forma en que se podría destituir a una persona de su puesto y eliminarla bajo un sistema de presión psicológica. Había ocasiones en que simplemente decía que debían ser quemados como en los crematorios fascistas. No se salvaba nadie. 

Terminó aislada y la gente que tenía la desgracia de trabajar con ella o la requería para prestarle un servicio, lo lamentaba por el resto de su vida. Al parecer el sentimiento de aversión hacia los demás la alimentaba porque entre más odiaba, mejor se sentía. Las únicas dos cosas que le impedían blasfemar eran las que se relacionaban con su deformación física y el pánico a desnudarse frente a alguien. Su deshabiliofobia era tal que se había hecho un traje de licra de cuerpo entero sólo para que nadie pudiera verla desnuda en caso de que se decidiera a comprar ropa interior. Se podría pensar que la deformación que tenía por nacimiento la obligaba a usar ropa holgada o blusas larguísimas, pero no llegaba a tanto el problema de su aspecto, pues con solo ponerse unos vaqueros y una camisa se solucionaba el asunto. 
Con respecto a los vestidos, una prenda un poquito ampona, ocultaba por completo su desperfecto. Otra cosa era el olor. Para eso sí era necesario ingeniárselas mejor porque regularmente las flatulencias se le adelantaban y la envolvían en una nube desagradable de sabor pútrido.
 Si las emisiones de gases hubieran sido descargadas por el conducto, o mejor dicho, por el escape habitual, habría podido hacer lo que la gente común hace cuando se echa un pedo y, que es, alejarse lo más posible de la zona contaminada. Natiela no podía hacerlo, puesto que en el momento en que sus intestinos se liberaban del gas, cosa que las personas aprovechaban para identificarla y alejarse de ella, siempre llegaba segundos después de que sus humores les habían dado la voz de alarma a sus posibles interlocutores. Era por eso que se perfumaba sin cesar. Gastaba enormes cantidades de dinero en los frasquitos de aromas de flores y sándalo.

Sucedió que un día que se encontraba hojeando un libro de la antigüedad sobre las malformaciones en seres humanos y monstruos, se encontró un libro sobre los personajes literarios más asombrosos de la literatura. Leyó sobre Gregorio Samsa, Frankenstein, Mr. Hyde, Pinocho, Jean Baptiste Grenoille, Quasimodo, Gollum y muchos más. Cuando ya casi terminaba de leer el libro encontró un personaje interesante que le hizo ponerse tensa porque llevaba su propio apellido.

Tskaya N. Heroína de un cuento fantástico de finales del siglo XX, que lleva el nombre de "El odio de Ate".

No había más información y eso la puso de mal humor. Al día siguiente, empezó a buscar algunas antologías o críticas que la pudieran acercar al susodicho personaje literario que llevaba su apellido y, tal vez, su mismo nombre y, que con seguridad, sería de un autor anónimo porque en caso contrario figuraría el nombre del escritor. 
Pasaron varios meses y sus esfuerzos no se vieron recompensados. Para entonces se le había formado la idea de que tal vez ella misma no existiera pero le pareció una tontería, sin embargo, trataba todo el tiempo de confirmar que no era una aparición ni mucho menos. Se pellizcaba, se hacía masajes, saludaba a algunas personas y les estrechaba la mano con fuerza, olía y tocaba las cosas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para pasar las barreras que le imponía el odio. Al final, hasta logró hacer amistad con una señora emigrante que hacía la limpieza en los baños. Se llamaba Zhuldetz. No tenía familia y había salido de su país para encontrar mejores condiciones de vida. Natiela compartía con la mujer sus impresiones, la comida y las preguntas que la atosigaban cuando empezaba a dudar de la realidad.

— ¿Qué le han parecido las manzanas, Zhuldetz? ¿Verdad que están ricas? ¡Cómase otra, mire que rojas y maduras están! —con esa actitud aprovechaba para tocar, oler y morder la fruta que por fracción de segundos desaparecía de su campo visual.

— ¡Qué barbaridad— decía la encargada de limpieza —, pero si están recién cortadas del árbol!

Con la seguridad que le proporcionaba su amiga, Natiela, podía seguir con su búsqueda en las bibliotecas e Internet. Una ocasión encontró un pequeño ejemplar de unos cuentos de La Charca, grupo literario de autores desconocidos, y lo que vio le provocó un desmayo. El librito tenía en el empastado la palabra Fiambrera. No había índice ni prólogo, en la última página decía, escrito con lápiz, que la tirada había sido de 200 ejemplares y se habían repartido entre los mecenas que auspiciaron la publicación. Con mucho temor, Natiela, abrió el libro en la página treinta y cinco y leyó:

Natiela Stkaya tenía treinta y cinco años de edad cuando descubrió que su nombre no figuraba en los archivos de la casa de maternidad en donde había nacido. La causa no se debía a ningún suceso imprevisto o a alguna catástrofe, ni mucho menos al descuido de las enfermeras. Cuando preguntó por el doctor que le había atendido el parto a su madre le dijeron que efectivamente el partero Khlapov había anunciado, a las tres y cuarto de la madrugada, el nacimiento de un niño el día 17 de abril del año 1989…

¿Cómo es posible?— se preguntó. Leyó con rapidez el cuento hasta llegar al final y cuando se dio cuenta de que estaba precisamente en el momento de la narración dio un grito aterrador que nadie escuchó. Salió a la calle y le preguntó a los transeúntes si la conocían y si pensaban que era una persona, nadie le hacía caso. Perdió el control y comenzó a golpear a la gente, entró a una tienda donde vendían herramientas y se robó un hacha. Por fortuna, la policía llegó antes de que pudiera herir a alguien. No hubo más decisión que la de meterla en un manicomio. Fue aislada por un tiempo pero su agresividad no disminuía. Nadie se atrevía a llevarle comida y dejaron de alimentarla con el fin de que se muriera, sin embargo, no fue así porque un día, en el que alguien recordó su nombre, se abrió de nuevo la cámara donde se encontraba Natiela, pero no se halló nada. Lo único que había en el piso era un empastado de color verde olivo y arrugado en el que había una fiambrera dibujada.



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