lunes, 30 de noviembre de 2020

Ucronía de Paco

El sueño es milagroso. Bendita sea aquella frase que dice todo el mundo: “Consúltalo con la almohada”. Vaya que me ha dado resultado. Apenas ayer estaba rompiéndome la cabeza con todos mis problemas y hoy estoy con un ánimo increíble. Eso de que tu cerebro trabaja mientras tu descansas, es verdad. Por fin lo he comprobado. En todos esos libros de autoayuda que encuentras en Internet te describen el funcionamiento de la máquina más evolucionada del universo. ¿Cuántos millones de años fueron necesarios para crear un sistema tan complejo? Pues desde que dios tiene uso de razón. No, ya en serio. Te quiero contar lo que he pensado para solucionar todos los problemas. ¡Que loco estás, Paco! Espera y no me juzgues. Bueno, pero dime ¿a qué te refieres? ¡Explícamelo! Pues a que voy a darle la vuelta a la tortilla. Pero, ¿no habías dicho que no ibas a ceder? Pues, no tiene nada de malo recapacitar, ¿no? ¿No les pasa a todas las personas? Escucha, es un plan perfecto.

Al principio, lo más importante, Carmela. No le voy a decir que deje a su novio. Me he pasado todo el año tratando de demostrarle que su Pedrito es un gañán, pero el resultado ha sido nulo, sin embargo, he ideado una súper estrategia. Le voy a decir que está bien. Me rindo que salga con él el tiempo que quiera. Es más, le voy a proponer que se lo traiga a vivir a la casa. ¿Estás loco? No, claro que no. Eso ya lo hablamos toda la noche y no me interrumpas porque se me va la olla y luego empiezo a decir tonterías.  Bueno, el caso es que, si nos traemos al Pedro, mi mujer no va a saber qué hacer. ¡Se va a quedar tan sorprendida que dejará de moler con sus reclamos y sus peroratas de…”!No entiendes a tu hija! ¡Recapacita, por dios! ¿No sabes que ya está en edad de merecer?”. Pues, sí. ¡Venga! ¡Merece eso y más! Lo que no sabe Marga es que a los tres días ya estará deseando que se largue de aquí. Y ¿eso por qué? No me salgas con eso, ¿acaso no lo entiendes? ¿No te das cuenta de que son incompatibles? Además, Armando se va a poner como un toro de lidia. Ya sabes que no lo traga y se va a encargar de que la vida en la casa sea un infierno para él. ¿Te acuerdas cuando leímos a Sartre? ¡Ah! ¡Pillín! ¿Te refieres al libraco “A puerta cerrada”? Claro ¿Recuerdas que nos encantó eso de que el infierno son los otros? Por supuesto que sí, pero y ¿cómo vas a soportarlo tú? Pues con dos remedios, hago de tripas corazón y me lavo las manos. Pero tu casa será el caos. Vas a confrontar a tu familia. ¿Y eso qué? Llevo mucho tiempo tratando de mantener la paz y la buena voluntad y ¿cuál ha sido el resultado? Sí, sí, ahora caigo. Oye, ¿Y Luciano? Bien que lo mencionas. Mira, voy a decirle que estoy de acuerdo en que deje los estudios y que haga lo que quiera. Eso no me gusta nada, vas a perder toda la autoridad y te van a mangonear todos. No, no lo has entendido. Ya sabes que, si les impones cosas a mis hijos, lo primero que hacen es llevar la contraria. Lo que quiero es que se meta a trabajar y se mantenga solo. Ya estás grandecito, le diré. Búscate la vida solo. De mi bolsillo no saldrá ni un solo quinto para ti. Creo, sinceramente, que eso va a ser el acabose, la verdad. Te lo digo porque se va a ir con sus amigotes y se echará a perder. Pues me importa un comino. Ya estoy cansado de echarles sermones inútiles. ¡Que prueben la vida! ¡Ya es hora de que se rasquen con sus propias uñas!

—Hola, buenos días, papá. ¿Qué tal has dormido? —Oye, Paco. ¿Qué le habrá pasado a la Carmen? Si nunca te da los buenos días. No lo sé. Está rarísima. Bueno, contéstale. No te quedes como tonto.

—Hola, hija. Bien, he descansado muy bien y ¿tú?

—También. ¿Quieres que te prepare el desayuno? —Me lleva la reverenda…Oye, ¿no les habrá pasado en la noche lo mismo que a ti? Pues, seguro que sí. A lo mejor, ayer hubo un fenómeno galáctico o algo así. Tendremos que buscar en el Internet al rato.

—Bueno, Carmelita. ¿Serías tan amable?

—Por supuesto que sí. ¿Quieres unos huevos con jamón y frijolitos?

—Sí, hija. Eres un amor.

—Los hago en seguida. Oye, papá ¿y el café con leche?

—Sí, hija, gracias.

La verdad no lo entiendo. Ayer juró y perjuró que dejaría de hablarte toda la vida y…Mírala. Tan hacendosa y amable. Creo que no es la primera ni la última sorpresa del día. Mira, allí viene tu mujer. !Está irreconocible! Hasta parece que en la noche perdió diez kilos. Se ve como hace veinte años. ¡Qué barbaridad! Solo falta que me dé un beso y me planche la camisa para ir al trabajo. Sí, ya viene para acá. Mírala cómo se acerca y se ha peinado. Sí, ahora sí que tendremos que buscar lo de la alineación de los planetas.

—Hola amor, ¿qué tal dormiste?

—Bien, muy bien y ¿tú? —¿Cuándo fue la última vez que te dijo Amor? Ya ni me acuerdo. Por lo regular no me habla en las mañanas y los saludos se terminaron hace un montón de tiempo.

—Cielo, he estado pensando en Luciano. Al final, estaría bien costearle la carrera de Derecho. ¿Quieres que se lo comentemos en el desayuno? ¿Se lo digo yo? ¿Prefieres hacerlo tú? —Esto sí que es surrealismo. ¿Cómo va a estudiar Luciano en la universidad si ni siquiera terminó la secundaria? Pues, ya ve aceptando que este día será de locos. Mira, ahí viene Luciano. Pero ese no es Luciano. Mi hijo lleva barba y no usa pijama. ¡Ah caray! Y ¿ese peinado? Ya no entiendo nada, ¿y tú? Yo tampoco.

—Hola, papá. Dice mi madre que quieren hablar conmigo…

—Sí, Luciano, es sobre lo de los estudios —Oye ¿te vas a atrever a hacerlo? Mira que te vas a endeudar y las cosas con esta pandemia no están nada seguras. ¿Qué tal si mañana hacen recortes en la empresa? Ya ves que todo mundo ha puesto sus barbas a remojar, No es un momento para afrontar esos compromisos. Sí, sí, ya lo sé. Pero ¿no has oído que Marga ha dicho que sí? ¿Y de dónde piensa que sacarás el dinero? No lo sé. Se lo voy a insinuar en el desayuno.

—Gracias, papá. No sabes qué alegría me da.

—Sí, sí, ahora te lo explico con tu madre. Vamos a la mesa, que Carmelita ya nos tiene el desayuno preparado—. !Qué locura! Ya te veo con tu cara de ridículo, explicándoles a todos de dónde vas a sacar la lana para la cerrera de tu hijo. Pero ¿qué puedo hacer? Esto es realmente un milagro. Bueno, ya están todos sentados. Te miran con ojos interrogativos. No te puedes quedar callado. Habla, di algo. Comienza por Armando que apenas se está despabilando.

—Bueno, Armando, ¿qué tal has pasado la noche?

—No he dormido mucho, papá. He tenido que hacer el proyecto de la universidad y, para serte sincero, te diré que me eché un sueñito de cuatro a siete.

—Es muy poco, hijo. Te vas a acabar así—. ¿Qué te parece su aspecto? Está cambiadísimo. No es el de siempre. ¿Ya no hace físico-culturismo? No lo entiendo, la verdad. ¿No te parece que es un día muy extraño? Y que lo digas. Bien, piensa rápido y echa ya el sermón.

—Y ¿qué pasa con lo de Luciano, Amor?

—A sí, quería decirte, hijo, que empieces con los trámites para lo de tu carrera. Olvida todo lo que dije antes y adelante.

Oye, eso no era lo que tenías que decir. ¿Por qué te miran así? Calla y deja que sean ellos quienes te lo digan. Además, ya te tienes que ir a trabajar.

—Oye, papá. Parece que hoy te has confundido en todo. Ya nos preocupa un poco esto. Es que no es la primera vez. Suele pasarte, pero no te preocupes. Ya sabemos que es pasajero. Será mejor que llames al trabajo y pidas el día. Te hará muy bien.

—No, no, Carmelita. Es que tengo tantas cosas en la cabeza que me embrollo y luego salgo con estas cosas. Por cierto, ¿ya está lista mi ropa?

—¿Ves lo que te digo, Amor? Te preparé todo ayer por la noche. Sube al dormitorio y ahí lo verás doblado en la silla. Mira, en mi opinión deberías pedirte el día. Anímate y nos vamos a dar una vuelta por allí.

Joder, Paco, ¿qué quiere decir con eso? ¿No será que le está haciendo daño la menopausia? Ni idea. Será mejor que ponga pies en polvorosa.

—Gracias, Cielo, te lo agradezco mucho. Iría con todo gusto, pero hoy tenemos una reunión importante en la oficina. Mejor, me arreglo y el fin de semana salimos a donde quieras—. Oye, seguro que ahora te va a echar la bronca de siempre. Prepárate, Nunca vas a aprender, ¿querido Paquito?

—Está bien cariño. Entonces el sábado vamos al teatro.

—Sí, Corazón, por supuesto y ahora, si me perdonan…

¡Qué lío! Todo está patas arriba. Oye, ¿y si en el trabajo pasa lo mismo? ¿qué vas a hacer? Cómo que qué voy a hacer, pues encerrarme en mi despacho y no hablar con nadie. Sí, creo que será lo mejor. Bueno, pues vámonos, parece que tu chofer ya está allí abajo. ¿El chófer? Que, ¿me vas a decir que no te acuerdas? La verdad es que no. Ya estamos.

—Buenos días señor Francisco.

—Buenos días, ¿qué tal todo?

—Pues, como siempre. Con un poco más de frío, pero sin novedades.

—Bien, pues vámonos ya.

No recuerdo que este asiento fuera tan cómodo. Mira, ¿ese es el nuevo centro comercial? No ese ya lleva varios años. El nuevo está más adelante. ¡Qué memoria la mía!

—Hemos llegado señor. Su secretaria lo está esperando en el lobby.

—Gracias, Jaime, eres muy amable. Hasta la tarde.

Me parece que no se llama así el chófer, ¿no era Casimiro? Mejor ni me preguntes y mejor aconséjame para enfrentar a la secre. Ella sin duda es Laura, tú le dices Laurita, así que suave y con mano izquierda. Mira, allí está. Más guapa que la vez pasada. Sí, ahora entiendo todo eso de que las secretarias son las amantes de sus jefes. Ojalá en nuestro caso fuera así, ¿no crees? Sí ¡Mira nada más que mujer!

—Francisco, tienes que bajar a la sala de reuniones. Aquí está el informe. No necesitas decir nada. Solo clausuras el evento y les dices que la resolución ya fue aprobada por los accionistas de la empresa.

Preparémonos para lo que viene. Te pido que no te vayas de la lengua y no me obligues a decir alguna estupidez. Llegamos, nos sentamos, oímos las participaciones, les damos las instrucciones y cerramos la reunión. Sí, de acuerdo. ¡Aja! Ahí están todos sentados. No tienen buena cara. Saluda y siéntate. No ha sido nada cordial el recibimiento. Que suerte que no te toca hablar. ¿Quiénes son todos estos tipejos y ¿por qué nos exigen tantas cosas? No han parado de quejarse y ya me están llegando a los aparejos. Yo no tomé la decisión. Si hay recortes, pues no es culpa mía. Váyanse todos al diablo. Oye, no es justo. ¿Qué no has oído lo que dicen? Pobre gente, se han dejado la vida aquí y ahora de patitas a la calle. Oye, no es mi problema. Me dijo Laura que leyera solo el informe y que se las arreglen como puedan. ¡No tienes sangre en las venas! ¡Cobarde! Pero, ¿qué te pasa? Tranquilo, todo saldrá bien, este no es nuestro problema. ¡Qué poco sentido humano tienes, joder! Ya, cállate y espera. Esto ya se va a acabar. ¿Lo ves? Bueno, haz la lectura y vámonos. No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza. Ni siquiera pusiste atención en el contenido del informe. Lo leíste como si estuvieras anunciando los puntos de una reunión. Nadie te lo va a perdonar. Ahora, vive con eso para siempre. ¿Viste la cara de Mauro, la de Luis, la de Carolina? Ni siquiera te dignaste verlos. ¡Qué poco hombre eres! Te ordeno que pares. Ya es suficiente. Todavía nos queda el día por delante y lo único que haces es estropearlo más. Ya, por favor, para y cállate.

Gracias por haberme dejado pasar el día sin tu compañía. He terminado el trabajo, ¡Qué alivio! Pues, vámonos a la casa. Cenamos, vemos un rato la tele y hasta mañana. La verdad no sé cómo te sientas tú, pero a mi me está remordiendo mucho la conciencia. ¿Qué le vas a decir a tu familia? Oye, eso no es asunto tuyo. ¡Ah! No me vengas con esas cosas ¿Y lo demás? ¿Ya no te acuerdas de todos los consejos que te he dado? Te he soportado toda una vida y ahora me sales con que eso no es de mi incumbencia. Ya, ya está bien, cálmate. Hacemos las paces y listo. Está bien.

¿Cuándo va a venir ese Jaime? ¿No quedamos en que es Casimiro? ¡Sí, es verdad! Bueno, ¿dónde estará ese Casimiro? No lo sé. Ya llevamos una hora esperándolo y no viene. Llámale por teléfono. Pero no sé su número. Pues mira en el móvil. ¡Que raro! ¡Aquí no hay nada! No está el de la casa, ni el de Marga, ni el de Carmelita, ni el de nadie. ¿Sabes qué presiento? No, no lo digas, por favor. ¿Por qué no? Esto ya es demasiado, es la quinta vez que nos pasa. Sí, tienes razón. Es la quinta vez que despertamos de nuestro sueño en el sitio incorrecto. ¿Y ahora qué? Nada. Tenemos que apechugarlo. Volvemos a nuestra realidad. Me lleva la que me trajo. ¿Qué es eso que tienes en el bolsillo? ¿Esto? Sí, sí, eso. No sé, a ver, a ver…!Ay! ¡Carajo! ¡Es la carta de dimisión que nos hicieron firmar en la empresa! O sea que…Sí, eso exactamente. ¡Qué pena, la verdad! ¿Y ahora qué? No lo sé. Supongo que tendremos que seguir perreando. Sí, maldita la hora en que nos recortaron. Ya lo decía yo, esto no podía ser real. Otra vez esta maldita confusión. Si las cosas siguen así y no se termina este confinamiento. Me voy a volver loco de verdad.

 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

El castigo de un crimen

Jack se quedó viendo las olas del mar. Levantó la cabeza para mirar la lejanía del horizonte y no puso atención en las gaviotas que revoloteaban disputándose unos peces o comida abandonada por los turistas. Estaba muy concentrado. Repasó detenidamente todo lo que había hecho hasta ese momento. Su plan había sido todo un éxito y ahora ya podía respirar más tranquilo. No, no, de ninguna manera eso significaba que se relajaría y se entregaría a la vida que siempre había deseado, más bien empezaría a surcar la nueva ruta de su existencia con pies de plomo, pero sin la enorme carga de Helen. Respiró profundamente y formó su rompecabezas colocando las piezas de su coartada. Lo había hecho muchas veces y todo se había amoldado a su deseo. Ni siquiera los pocos imprevistos le habían obligado a disminuir o aumentar las piezas, el mecanismo era perfecto. Todo encajaba en su sitio. Hinchó el pecho y exhaló con fuerza, como si quisiera que su soplido alejara su pasado para siempre. En unas cuantas semanas, se dijo a sí mismo, podré vivir mi día a día con toda libertad y haré lo que se me pegue la gana. Una cosa sí que recordaré siempre. Jamás volveré a encandilarme con ninguna mujer. Las conquistaré, pasaré el rato con ellas y las despacharé antes de que se me monten del cuello. Para Helen habría sido mejor entenderlo, pero se aferró a sus principios. ¿Y de qué le sirvió? Ahora está allí lejos, muy lejos de mí y de mi vida. ¡Gracias a dios! ¡Qué en paz descanse!

Se fue tranquilo caminando como un adolescente que ha encontrado alguna motivación en la vida, con ese andar saltarín característico de la juventud. Se subió a su coche y se fue bordeando la costa. Llegó a su casa en quince minutos. La vistosa construcción por la que había pagado bastante dinero era muy moderna. Se había elevado el precio en esa zona y no pudo renunciar al contrato que había firmado. Merecía la pena estar en esa parte de la ciudad. Era tranquila. Los vecinos eran muy cordiales y estaban tan ocupados que se veían pocas veces. Entró y se dirigió al baño. El calor le había dejado el cuerpo con una capa salada. Se sirvió un poco de vino y puso música clásica. No le gustaban las óperas completas, pero le fascinaban las arias. Escuchaba sin parar La Casta Diva, La reina de la noche, Nessun Dorma, Brindisi y Nabuco, entre otras. Les decía a sus empleados que se le ponía la carne de gallina al escuchar esas voces que llegaban hasta lo más profundo de su corazón. Sus conocidos lo tenían por un vanidoso impertinente que trataba de ocultar sus defectos e incapacidad para comunicarse con la gente mostrando una máscara de falsa elegancia. No tenía muchos enemigos, pero sus más allegados conocidos le hablaban por alguna necesidad. Tenía talento para los negocios, pero le faltaba mucha inteligencia emocional. Había quien pensaba que era un reptil porque no se inmutaba ante el sufrimiento humano. Podía despedir a sus empleados sin ni siquiera escuchar sus ruegos y disculpas. En esos momentos permanecía como una estatua, pero su apariencia era la de un ser inmensamente despreciable. Trabajaba bastante y se encerraba en su estudio por muchas horas. Salía poseído por una idea exitosa para manejar las finanzas y hasta que no lograba su objetivo no se detenía. Al término de su explosión de adrenalina quedaba flácido, sin fuerzas y con la impetuosa necesidad de aislarse.

Pasaron los días y Jack se fue acostumbrando a su nueva situación. Trabajaba más y se sentía liberado del grillete que lo había mantenido preso e imposibilitado por algunos años. Disfrutaba más las comidas y se permitía los platillos más predilectos. Comía caviar y tomaba champagne caro. Los fines de semana se iba a sitios de prestigio en los que se respetaba la privacidad de los clientes y se desbordaba en los cuerpos de preciosas mujeres que solo se podían permitir tipos con bastante dinero. Le gustaba en especial una mujer joven de origen ucraniano. Era todo lo contrario de su esposa Helen y con ella podía conversar a sus anchas. Era asombroso como esa joven conjuntaba cualidades tan opuestas. La belleza y una muy envidiable inteligencia. Podía hablar de literatura, arte y política sin problema. Usaba un léxico especializado y Jack la oía una hora entera sin contradecirla después de que hacían el amor. Quizás había cometido su pecado para unirse a ella. La idea le llegó exactamente ese día que volvió de la playa. Libre del yugo podía adquirir a una modelo para que le hiciera compañía. Podría cubrir todos los gastos y cuando se hartara de ella, la podría devolver sin compromiso alguno. Habló con la matrona que se lo comunicó a los representantes de la organización delictiva que dominaba en la ciudad la trata de blancas. Costó bastante, pero era el primer capricho que se daba en su nueva condición de viudo. Le puso un departamento y comenzó a visitarla dos veces por semana.

Las cosas iban bien y en su calendario de registros había un retraso. Había calculado que después de un mes debería empezar activamente la búsqueda de su esposa. El terremoto había sido muy fuerte y no había réplicas. Por lo regular, su mujer se desaparecía unas semanas cuando tenían desavenencias en la casa. Jack al principio le rogaba que no se fuera y que recapacitara, pero como los enfados se repetían con regularidad, Jack decidió dejarla ir y esperar su regreso sin molestarla ni apresurarla para que volviera. Era precisamente esa situación la que le había permitido llevar a cabo su plan. Siguió con su rutina habitual, pero no bajó en ningún momento la guardia. Hizo bien porque de haber estado desprevenido el día de la aparición del inspector Ernest King en su oficina, no habría podido responder a las preguntas.

—¿Es usted el señor Jack Silveti? —le preguntó el detective.

—Sí ¿dígame en qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes. Soy el investigador privado Ernest King y me gustaría hacerle unas preguntas.

—Sí, inspector. Dígame ¿qué se le ofrece?

—Es sobre su esposa Helen. ¿Hace cuánto que no la ve?

—Pues, casi un mes o algo así.

—Y ¿no le preocupa?

—No. Claro que no. ¿Por qué tendría que preocuparme?

—Pues, es que ha desaparecido misteriosamente y nadie sabe qué le sucedió.

—Eso es extraño señor inspector porque yo la hacía en casa de mi suegra.

—Lamento informarle que fue precisamente la señora Margaret quien me ha enviado a buscarla.

—Eso es muy raro porque Helen tenía la costumbre de irse a ver a su madre cuando nos enfadábamos y como yo rompí relaciones con esa familia hace tiempo, lo único que hacía era esperar a que se le pasara el berrinche a mi mujer y volviera a la casa como si nada hubiera pasado. He de confesarle que vivíamos como extraños.

—Y ¿por qué no se divorciaron?

—Por ella, señor inspector. Se lo propuse muchas veces, pero Helen me reprochaba haberle estropeado la vida y se empeñaba en permanecer en la casa para recordármelo. Sé que eso suena muy infantil y que las personas adultas no hacen eso, pero ya ve, nadie se salva de cometer estupideces.

—En eso tiene razón. Bueno, perdone la molestia. Le dejo mi número de teléfono por si ella vuelve. Que tenga un buen día, señor Silveti.

—Lo mismo le deseo, inspector.

El inspector salió del edificio. Pensó que se enfrentaría a un tipo calculador y frío. “Ese cabrón sabe que, si no encontramos el cuerpo de Helen, no tendremos manera de atraparlo”. Siguió detrás de sus ideas como si fueran el hilo de Ariadna que lo sacaría del laberinto en el que se encontraba. Sabía que, en efecto, Jack había dicho la verdad, sin embargo, había todo un mes en el que nadie había visto a la mujer. Era muy posible que hubiera muerto el día que se disponía a ir a casa de su madre. Antes de entablar conversación con Jack, King le había preguntado al personal sobre los hábitos de su jefe. Supo que las riñas con su mujer eran frecuentes, que él no les daba importancia y se dedicaba a su trabajo. Había ocasiones en las que, incluso, dormía en la oficina. También hacía viajes o se desconectaba del mundo los fines de semana. Ernest comenzó a hacerse preguntas sobre el carácter de un tipo así. ¿Qué lo había llevado a casarse con Helen? ¿Por qué habían empezado sus riñas? ¿Qué hacía para desahogar su odio contra la mujer que tenía en su casa y no le servía ni de amante ni concubina ni prostituta ni nada? Era evidente que había planeado su desaparición. Empezó a rondar la casa y la oficina. Pronto encontró el departamento en el que se reunía con su amante.

Ella le contó toda la verdad. Se habían conocido en un burdel de lujo. Lilia se había liberado del yugo de sus extorsionadores gracias a un pago en efectivo que había realizado el ejecutivo. Le había puesto el departamento y se encontraban dos veces por semana. Él le depositaba dinero en su tarjeta y ella vivía sin llamar mucho la atención. No podía decir que Jack era el hombre con el que a ella le habría gustado pasar el resto de su vida, pero estaba en deuda con él y las cosas iban bien. Ella lo complacía y él le brindaba seguridad. Tenían poco tiempo de estar juntos, pero su relación había empezado hacía un año y medio. En ese período ella solo se había enterado de la existencia de Helen, pero ni siquiera sabía cuál era su aspecto. “Él nunca habla de ella señor inspector. No se queja de ella ni me dice si la quiere o no. Además, a mí su vida personal no me interesa. Lo que sé de él es suficiente para mí”. Estaba claro que el maldito Jack era un cofre cerrado con llave. Un ejecutivo talentoso, excelente en los negocios, repelente a cualquier contacto fraternal y audaz. La partida iba a ser muy dura. Jack había empezado con una tirada inocente, pero detrás de ella estaba todo bien organizado. Tendría que ser muy paciente y analizar con calma cada una de las posibilidades de sus hipótesis. Había por el momento un posible móvil. Jack detestaba a su mujer y la engañaba visitando un burdel. Se había enamorado de Lilia y la había apartado para su propio gusto. Helen era un obstáculo, a pesar de que Jack aseguraba que entre ella y él ya no había nada. Tenía que investigar todo sobre su relación.

No tardó mucho en saber que el matrimonio había sido por interés. Helen era ambiciosa y sabía que su futuro marido le daría el estatus que deseaba. Su condición no era de pobre, ni siquiera clasemediera, pero Jack se desenvolvía en terrenos para ella inalcanzables, fue por eso que mostró interés y pasión al principio, pero después de la boda las cosas se fueron enfriando. Helen sabía que tenía asegurado su futuro y el divorcio sería muy bien compensado. Jack rompió muy pronto la relación con sus nuevos parientes. Le parecieron demasiado tontos e insensatos. Sobre todo, la madre, Margaret, que era demasiado caprichosa y mal educada. Paul le pareció un viejo sometido a la voluntad de su arpía mujer. Había otra cosa que despertaba el optimismo, pues se enteró de que Helen tenía un amante con quien tenía sus encuentros amorosos. Eso significaba que lo que había dicho Jack sobre las visitas de su mujer a la casa de su suegra eran una vil mentira y él lo sabía, pero había fingido ignorancia para mejorar su situación y no parecer sospechoso. El encuentro con Salvador, así se llamaba el latín lover de Helen fue poco productivo. El mulato de origen cubano le confesó que él solo le proporcionaba placer a la gélida Helen. No hablaba mucho de su vida personal y prefería que su amigo le contara cosas sobre su preciosa isla. El día que Helen había desaparecido tenían cita, pero ella no llegó. No era la primera vez. En ocasiones tenía la amabilidad de llamar y disculparse por el inconveniente, pero por lo regular no lo hacía y le compensaba con jugosas gratificaciones sus faltas. No se había preocupado en absoluto por su ausencia porque tenía otras clientas y no prescindía de la ricachona Helen. “Sabía que algún día se hartaría un poco de mí y se alejaría, inspector, por eso ni siquiera sospeché nada de su ausencia. Pensé que estaría dándose tiempo para echarme de menos un poco y volver”. Ernest comprendió la situación y supuso que Helen quería evitar problemas, por eso evitaba relacionarse con alguien que la pudiera comprometer en público.

Jack se acostumbró a su nueva vida. Tenía un aspecto más tranquilo y relajado. Ya no parecía un lobo en busca de su presa y pasaba más tiempo en la cancha de tenis, en la sauna y con su amante. Se había informado sobre el inspector. Le sorprendió mucho que se hubiera retirado tan pronto del departamento de policía para trabajar por su cuenta. Lo estudió con mucho cuidado y al reconstruir su personalidad comprendió que los unían muchas cosas. Tenían un carácter muy similar y eran buenos estrategas. “Un contrincante a la altura, ¿eh? —se dijo alegre mirándose al espejo —Enhorabuena señora Margaret”. El fin de semana fue muy tranquilo y dejó a Lilia con la promesa de llevarla a dar una vuelta por la playa.   

Ernest King descubrió que Jack era propietario de un hermoso yate. No era muy grande, pero era una buena embarcación. Ya tenía todo el cuadro del crimen ante sus ojos. Jack había sorprendido a su esposa cuando iba a visitar a Salvador. Le dijo que podrían llegar a un acuerdo. La convenció de subir a la embarcación y en medio del mar la mató y se la tiró a los tiburones. Sin cadáver no hay delito—genial señor Jack lo ha hecho como está escrito en los manuales—. No obstante, debería saber que si hay testigos y encontramos el arma o alguna circunstancia que nos lleve a desenredar este acertijo, usted irá a la cárcel. Deme tiempo y ya lo verá.

Ernest llegó al embarcadero cuando Jack estaba preparándose para zarpar. Con él estaba Lilia que lo saludó con amabilidad. Jack supo de inmediato que el inspector ya había fisgoneado en su vida amorosa y que sospechaba que él había tirado a su mujer en el mar.

—¿Qué lo trae por aquí inspector?

—Buenos días, Jack, No quisiera estropearle el día. Veo que está a punto de dar un agradable paseo con su amiga y no me gustaría robarle mucho tiempo. Le voy a pedir que me deje ver su yate. ¿Me permite?

—Oh, no se preocupe. Si quiere puede unirse a nosotros. Queríamos dar solo una vuelta.

—No, muchas gracias solo deseo echar un vistazo en el interior. ¿Sabe? Siempre soñé con tener uno, pero mi carrera de policía y mi sueldo jamás me lo permitieron.

—Bueno, pero ahora que lleva asuntos tan importantes, seguro que pronto estará en condiciones de adquirir uno.

—¡Que más quisiera! Lo malo es que no sé nada de navegación.

—Bueno, venga aquí y mire lo que quiera.

Ernest subió con cuidado y pidió permiso para entrar a la escotilla. Era amplia y estaba decorada con buen gusto. Tenía un diván, una estantería y una cocina muy práctica. Ernest se interesó por el mobiliario, las ventanas y las normas de seguridad. Comprobó que hubiera extintor y algunas herramientas. Cuando vio que había un hacha preguntó por su uso y si no había sido ese objeto con el que le habían dado muerte a Helen.

—Me ofende usted, inspector, puede llevársela y buscar mis huellas si lo desea. Faltaría más.

—Perdone si eso le ha ofendido, Jack. Uno como inspector se ve en situaciones muy desagradables. No, no hace falta que me la dé. Bueno, creo que le he importunado innecesariamente, así que lo mejor que puedo hacer es retirarme y desearle un buen día. Hasta pronto y que tenga un buen paseo. 

El inspector se alejó. Pronto se puso en marcha “La Sirena” y se fue alejando con un ruido suave. Ernest hizo un recuento de las cosas que había visto. Se imaginó el asesinato y decidió que no era nada plausible y que faltaban cabos por atar. No excluía la posibilidad de que Helen hubiera muerto en tierra y se encontrara en otro sitio. Tenía que reconstruir el caso por otra ruta.

Jack volvió de su paseo feliz. Sabía a ciencia cierta que estaba fuera de peligro. Estaba tan emocionado que se pasó dos días en la cama de Lilia. La sacó a pasear y le hizo regalos caros. Luego se dedicó a sus cosas y llevó un tren de vida muy activo. Había recibido un fuerte impulso para seguir con sus planes. La única molestia que tuvo que afrontar fue una acusación de su suegra. Fue citado a juicio, pero alcanzó fianza y lo dejaron en libertad con la condición de que no abandonara el país en un año. Estaba por terminarse el plazo. Jack ya tenía elegido su lugar de residencia. Se iría a una isla del caribe y pasaría allí unos años. Ya había elegido una casa y sabía qué tipo de negocios podría manejar desde su paradisiaco hogar. Lilia ya no estaba con él y sus jefes le habían permitido irse.

 Una mañana de domingo pareció una noticia en el diario. Habían hallado un cadáver en alto grado de descomposición. Se encontraba enterrado entre unas rocas en la costa a una distancia considerable del embarcadero. Lo había descubierto el perro de un pescador. No se sabía a quien pertenecía el cuerpo y se había comenzado la investigación. Jack y Ernest estaban en sitios muy distintos, pero leyeron la información al mismo tiempo. Comenzó una carrera a contra reloj. Jack calculó los días que se tardarían las pesquisas y decidió que podría con facilidad esconderse. Ernest hizo un calculó con la cabeza más fría y dejó que su presa emprendiera la marcha. La cacería había comenzado.

 

lunes, 16 de noviembre de 2020

La hermosa villana

Mi caso es el de aquellas chicas que fueron descubiertas en una cafetería por casualidad. Suena a cliché, pero fue así en realidad. Estaba cubriendo el horario de mi compañera Annie que se había enfermado y llegó un hombre trajeado. Se notaba de inmediato que era influyente. Su forma de mirar, de pedir el menú y conversar lo delataban por más que se esforzara en ocultarlo. Además, sus manos estaban muy bien cuidadas, llevaba un anillo de oro con una gran piedra y un reloj de muy buena marca. Se quitó el sombrero y el abrigo al entrar, vio un sitio vacío y se sentó. Me acerqué y le di el menú. Me miró con curiosidad y mientras atendía a los demás clientes sentí su mirada pegada a mi espalda. Era como un cosquilleo muy persistente en la nuca. Le pregunté tres veces si ya había decidido lo que quería tomar, pero estaba poniendo a prueba mi paciencia. No podía reñirle o tratarlo como a los típicos hombres que aparecían por allí para invitarme a salir. Después de varios intentos y, cuando ya había empleado todo mi encanto, se decidió por un café y unos huevos con tocino. Me pidió varias veces servilletas, agua, sal, palillos y cualquier cosa que le pudiera ofrecer una excusa para llamarme. Terminó de comer y después me preguntó mi nombre, dijo que no le gustaba, que era demasiado alemán. “Ya hay una Dietrich, una Hagen y una Bergman, así que te tendrás que cambiarte el nombre, querida—lo dijo como si fuera un director de cine que va a elegir su reparto—. ¿Qué te parece Diana Lange? No está mal, ¿no?”. Le sonreí cortésmente y me encogí de hombros. Le entregué su cuenta y me retiré. Cuando volví a cobrarle ya estaba de pie. Era bastante alto y me preguntó por el dueño. Le dije que estaba en su oficina al lado de los baños. Se fue directamente a verlo y diez minutos más tarde me ordenó que me quitara el uniforme, que fuera por mis cosas y me despidiera de mis amigas. Me fui a cambiar y me choqué con el dueño.

Enhorabuena, dijo muy alegre, te has ganado la lotería, Catherine. No sabía en ese momento a qué se refería y tampoco tenía mucho deseo de investigarlo porque el tipo no me caía bien y si trabajaba en su establecimiento era por la gran necesidad que tenía de hacerlo. Cuando volví con mis cosas el hombre rico se presentó y me dijo que le indicara el camino a mi casa. Le contesté que alquilaba un piso con una compañera. Me llevó hasta mi dirección y saqué mis cosas. Me había dado su tarjeta y me mostró un periódico reciente en el que salía su nombre. Nunca lo había visto porque no me interesaban los directores de cine. Veía las películas y si me gustaban recordaba el reparto, pero nada más. Ese día cambió mi vida por completo y pensé que, por fin, la suerte iba a sonreírme. Lo que no sabía era que mi destino, ya torcido desde la adolescencia, llevaba al mismísimo infierno. Una especie de círculos dantescos e infernales.

Mi padre nos abandonó un poco después de que cumplí los trece años. Ya no pudo soportar la infidelidad de mi madre y su frivolidad. Era, en cierto grado una ninfómana, pero su mal, más que físico, era mental. Siempre he pensado que ella buscaba a los hombres para que la humillaran, era masoquista y deseaba que su cuerpo sufriera como si esa fuera la penitencia por haber nacido. Quizá estaba inconforme con su feminidad y ese era su modo de vengarse. Muchos hombres entraron en la casa. Le daban un poco de dinero y hacían con ella lo que se les antojaba. A mis quince años me sentía con la necesidad de huir, pero vi tan mal a mi madre que pensé: “Si la dejo ahora, se morirá y cargaré con ella el resto de mi vida”. Hice mal en no largarme porque se le ocurrió la idea de alquilar una habitación. La casa era pequeña y tenía dos pisos. Había un estudio en la planta baja que mi padre siempre había usado para descansar y leer. Mi madre lo puso en alquiler.  Muy pronto apareció tipo que trabajaba de obrero. Tenía un gesto raro que no se podía definir a primera vista y no estaba claro si era por una dolencia física o tenía dentro algo monstruoso. Era lo segundo, pero lo descubrí muy tarde.

Las primeras semanas se comportó bien, pero cuando llegó el cumpleaños de mi madre le entregó un regalo caro, la embriagó y le dijo que se quería juntar con ella. Le prometió bienestar, seguridad y diversión en la cama. Como mi madre no trabajaba, aceptó y comenzó a beber más de lo habitual. Se caía en el salón por la embriagues y se quedaba tumbada en el diván. Joseph la encontraba así, la levantaba en vilo y la metía en la cama. Jamás me atreví a asomarme y ver qué era lo que hacía cuando mi madre en su delirio le gritaba e insultaba. No podía soportarlo más y decidí marcharme. No tuve tiempo de hacerlo cuando debía porque el fin de semana que estaba preparando mi huida llegó Joseph muy de madrugada y se metió en mi habitación. No estaba tan borracho. Me desperté y lo vi horrible. La luz de la luna le daba en pleno rostro y su sonrisa de dientes torcidos era macabra. Me tapó la boca y me hizo infinidad de porquerías. Me tuvo atada dos días y descargó toda su escoria sobre mí. No deseo contar con detalles lo sucedido, pero cualquier mujer queda destrozada después de una experiencia así. Me escapé de milagro y fui a denunciarlo. La policía lo interrogó e incluso lo metieron en una celda, pero lo dejaron ir por falta de pruebas. Estaba tan herida y ultrajada que me prometí matarlo algún día.

Abandoné la ciudad y comencé a trabajar de camarera. Trataba de evitar el contacto con los hombres y cada vez que recordaba lo sucedido en mi casa o veía un sueño que se relacionara con eso, me asaltaba el pánico y me quedaba tiesa por mucho tiempo. Pensé que la única forma de acabar con mi mal, era vengarme, sacarme esos demonios del interior, y así lo hice. Reuní un poco de dinero y conseguí un arma. Era una pistola vieja y medio oxidada, pero disparaba bien. Me la consiguió un viejo solitario que tenía una tienda de antigüedades. No tiene valor como antigüedad, pero dispara, dijo mirándome con ojos de cómplice. Me la dejó por unos cuantos dólares. Incluso me llevó a un descampado y me enseñó a usarla. Me fui decidida a dispararle a quema ropa al maldito Joseph. Él ya no vivía en mi casa. Mi madre estaba muy demacrada y seguía encontrándose con los tíos, tenía muy mal aspecto y en mis tres años de ausencia se había convertido en un esqueleto. Una tarde fui a la fábrica y esperé a que saliera mi víctima. Lo seguí hasta su nueva casa. Vivía solo en un cuchitril. Esperé a que llegara el viernes y lo dejé que se emborrachara en un bar. Salió cerca de la madrugada, se fue por una calle mal iluminada y lo seguí. Me le enfrenté y cuando me vio se rió con sarcasmo. Se apoyó en una pared y comenzó a burlarse de mí. Le apunté a la cara y disparé. Fue horrible. Ver su sangre saltar por todos lados y mirar su rostro desfigurado no me liberó de mis problemas, al contrario, hizo que la zanja fuera más profunda en mi alma.

Pasó el tiempo y logré ocultar mis traumas, mas no superarlos. Jerome Adams apareció en un momento muy certero. Tenía la cabeza tranquila cuando me encontró y hasta pensé que con un hombre así, podría superar mis fobias. Lo malo es que a él no le interesaba como mujer, sino como actriz. Me dijo que tenía una combinación de niña inocente y demoniaca que me serviría para ser una estrella. “En las películas de suspenso serás La Diva del crimen, te lo juro”. Pagó el alquiler por seis meses y le dio dinero a mi compañera de cuarto, subió mis maletas al coche y nos marchamos. Hicimos tres horas hasta la ciudad. Jerome me condujo a los estudios. Ya tenía un lugar selecto en la comunidad cinematográfica. Toda la gente lo saludaba. Era agradable y muy comunicativo. Tenía una forma muy especial de inclinar la cabeza y quitarse el sombrero. Contaba chistes muy graciosos y bromeaba contagiando el buen humor. Solo que en cuanto cogía el altavoz y sonaba la claqueta, se transformaba y podía echar a quien fuera del escenario si no hacía las cosas como las pedía. A mi me dijo que la señora Sara Butler me daría clases de actuación y cuando estuviera preparada me lanzaría al estrellato. Comencé a llevar una vida muy agradable. Todo el tiempo había reuniones en las casas de los famosos. En la semana me dedicaba a interpretar los papeles que me daban para entrenarme y me sentía muy bien. Los viernes por la tarde comenzaba el ajetreo. Es de conocimiento público que no terminé la escuela y que nunca asistí a la universidad, pero para la actuación no lo necesitaba. “El peinado y esa misteriosa mirada son lo único que necesitas para triunfar, muchacha”. Era verdad, lo decían todos y la primera película que hice me lo dejó muy claro. Aunque mi participación era muy breve, el público se fijó en mí. En las fiestas me elogiaban y me animaban a ser la maléfica protagonista en los films de detectives. Con la primera cinta me llegó el éxito.

Creí que la fortuna se haría mi amiga y tendría el mundo a mis pies, pero surgió el adefesio que se había encargado de volver mi alma putrefacta. No podía relacionarme con ninguno de mis pretendientes. Por más que lo intentaba, no podía soportar sus besos y me ponía los pelos de punta que me trataran de desnudar, mi reacción era impredecible y se comenzó a propagar el rumor de que era una gata salvaje a quien no convenía tocar. Me gané el respeto de todos, pero eso me dejó aislada. Mientras estaba en el escenario era una persona como todas, pero una vez que se terminaban los rodajes y volvía a mi camerino sentía que mi cuerpo se llenaba de púas. Las personas se alejaban y nadie quedaba conmigo para salir. En las reuniones se me acercaban por compromiso, pero nadie entablaba amistad o simples conversaciones conmigo. Me fui quedando sola a merced de los monstruos que me acosaban por las noches. Lo más terrible es que pasé de moda muy pronto y me remplazaron por mujeres más altas y con mejor figura. Esa imagen de niñita traviesa dejó de ser un gancho para las malvadas asesinas o amantes fatales y me quedé aislada en mi vivienda. El dinero comenzó a escasear. No tenía muchas deudas, pero lo que poseía no me daba la oportunidad de seguir a flote en esa élite. Conseguí papeles secundarios y bajé de nivel, aunque interpretaba mejor los papeles. Comencé a refugiarme en la bebida para olvidar mi fracaso.

Al principio tomaba unas copas para conciliar el sueño, pero el ocio, el mal humor y la situación económica me hundieron. Me miraba en el espejo y ya no me veía a mí, sino a mi madre. Iba en picado por la misma cuesta. Sabía que no serían los hombres quienes me echarían a la fosa común. No, no eran ellos y jamás podrían hacerlo. Solo el maldito alcohol tenía ese poder fabuloso de engañarme y luego hacerme perder en un laberinto del que salía bañada de vómito, dolor de cabeza y arrugas. Cuando ya no pude soportar el vértigo del descenso me fui a una comisaría y escribí mi confesión. Se abrió el caso y se hizo pública la noticia. Había logrado llevar a la vida real a mis protagonistas. Los reporteros se dieron vuelo escribiendo sobre mi naturaleza oculta. Me calificaron de esquizofrénica, psicópata y asesina serial. Paré aquí en esta celda. Con una condena de reclusión perpetua. No sé si podré resistir mucho. Lo más probable es que una de estas noches no tenga la fuerza suficiente para seguir viviendo y me vaya para siempre.

 

domingo, 1 de noviembre de 2020

El barquero

El sol pegaba muy fuerte y el barquero estaba muy aburrido. Se secaba continuamente con su paliacate. Podía haberse ido a la sombra a descansar, pero un presentimiento se lo impedía. Había oído que unos alemanes se habían hospedado en el pueblo y que les gustaba mucho mirar los alrededores. Tienen que venir, le decía una voz persistente dentro de la cabeza. Los árboles estaban lejos de la orilla y Eleazar sabía que, a su edad, protegerse bajo la sombra de un pirul lo sumiría en un sueño largo, que se le olvidaría todo y ni un tornado lo despertaría. Siguió mirando algunos pájaros que picoteaban el suelo. Pensó en la vida tan tranquila que llevaban esas aves. Dieron las dos de la tarde y se enjuagó la cara y el pelo, miró su bote y comenzó a limpiarlo. No estaba tan sucio, pues casi no había llevado a nadie del otro lado. Las tripas le rugían y pensó que si hubiera sido más joven iría a pedirle a sus conocidos un poco de alimento, pero lo ataba el orgullo. Ya había pasado todas las calamidades de una larga vida y estaba acostumbrado a supervivir. Sintió un soplo de viento fresco y se alegró un poco. Era reconfortante. Se ajustó los pantalones y comenzó a dar vueltas en círculo, vio las aguas del río muy tranquilas, se parecían a unas lentes que hacían borrosas las nubes y el cielo. De pronto oyó un ruido. Dios, qué bondadoso eres, se dijo muy alegre. Se alisó la ropa se acomodó el sombrero y esperó a los turistas. 

Un hombre canoso que hablaba un poco de español le preguntó cuánto les cobraría por cruzarlos a la otra orilla. Con los dedos les mostró la cantidad y le dieron el dinero. Los ayudó a subir y se deshizo en todo tipo de amabilidades. Iban el hombre canoso, su esposa, otra mujer más de edad avanzada y una cincuentona que no terminaba de amoldarse al grupo. Era delgada y muy sería. Llevaba un sombrero de alas muy anchas y unas gafas muy oscuras. Entre las risas y el asombro ante las maravillas de la naturaleza reinaba un aíre de cordialidad, roto en parte por la mujer del enorme sombrero. De pronto, se hizo un poco de silencio. Eleazar remaba sin prisa con mucha naturalidad, pero retrasaba un poco el ritmo para dar la sensación de que el trayecto era muy largo. La esposa del alemán encendió su radio y comenzaron a salir unas notas. Al principio muy débiles, pero luego cobraron forma. Se esparcían como un enjambre de mosquitos y cuando entraban por las orejas no eran desagradables, al contrario, el cosquilleo que producían era de placer. Eleazar sintió su cuerpo menos pesado, sus pulmones más vigorosos y los brazos más fuertes. La composición clásica lo estaba alimentando. No había escuchado antes algo tan bello. Si, era cierto, había escuchado a muchos compositores clásicos en la casa de doña Aurelia, que a veces lo llamaba para que limpiara sus tierras de la hojarasca o recolectara algunas hortalizas, pero nunca algo tan conmovedor y, al mismo tiempo, tan celestial.

Los turistas iban inmersos en sus pensamientos y evitaban las miradas. Eleazar pensó en las palabras del poeta que había encontrado en la plaza del pueblo. Habían corrido muchos años y lo que el joven de cabello embadurnado de vaselina había dicho resurgió en su cabeza. “Hay música que suena a canto de sirenas”. Ahora su incredulidad se desvanecía y de qué forma. Esas vibraciones de la voz de los instrumentos, unida a las sopranos le estaban sacando lágrimas. La sensación se había convertido en imágenes de su pasado. Los compases rítmicos eran iguales a los pasitos que daba Estela en los bailes de los domingos. Recordó su sonrisa esplendida y juvenil. Sus carnes bañadas de un rocío de salubre rosa. El primer beso y esas trenzas haciendo un nudo para atarlo de por vida. Qué largo había sido el trayecto, cuántas desgracias los maniataron y estuvieron a punto de aplastarlos, pero la esperanza y, sobre todo el amor, los habían sacado a flote. Ahora esa música de sirenas no eran las del Ulises intrépido, eran las de su río. Nunca las había escuchado así, con tanto dolor y al mismo tiempo celestiales. Dejó de mover los remos y miró el cielo para imaginar mejor esos pasajes que tanto había disfrutado en su vida. El nacimiento de sus hijos, las riñas y reconciliaciones con Estela. Las fiestas familiares, los amigos y sus borracheras. Se quedó calculando el valor que todo eso tenía para él. Las notas le seguían destilando placer, tanto que se desplegó una enorme sonrisa en sus labios. Los turistas estaban desconcertados y no querían sacarlo de su trance. Pensaron que tal vez quería mostrarles algo y soportaron en silencio esos minutos estáticos. Luego, se reanudó el movimiento. Era más decidido, más rítmico y parecía generarse con los recuerdos de Eleazar.

Por fin llegaron a la orilla. Le dijeron a Eleazar que los esperara hasta su vuelta. La mujer del sombrero le dio la radio y le enseñó cómo funcionaba. Le mostró los botones para adelantar o retrasar la cinta. Le indicó cómo subir el volumen si lo deseaba y le previno de que las baterías podrían terminarse y en ese caso no se preocupara. Eleazar los vio alejarse hacia las ruinas de una ciudad muy antigua. Atracó el bote en la arena y se tumbó a escuchar de nuevo los mágicos cantos. La sensación se repitió y las gotas saladas volvieron a surgir de sus ojos. Esta vez dejó correr más sus recuerdos y, cuando estos volaron con plena libertad, comenzó a filosofar. Se preguntó si su vida había merecido la pena. Había sido buen trabajador, buen amigo y buen padre. Su mujer no tenía demasiadas quejas y él la había complacido en la medida de sus posibilidades. Eso sí. Rico jamás había sido, ni había gozado de la compañía de mujeres bien vestidas y perfumadas, no había comprado una hacienda, ni había sido revolucionario, ni siquiera había destacado en su comunidad. No se había caracterizado por ser valiente o líder, pero lo poco que había logrado era suficiente para ser feliz. Para él era muy simple y no se requería de tenerla como una sensación permanente. La felicidad real eran esos momentos que se despertaban como bellas mariposas agitadas por la música. ¿Cómo no lo había descubierto antes? Decidió que solo después de haber transcurrido el trayecto surgía esa capacidad porque jamás lo había experimentado de esa forma.

Llegaron los turistas y se pusieron en marcha. Vieron con satisfacción que el hombre estaba feliz. Pensaron que una cosa tan simple como una grabadora con un casete eran suficientes para que un hombre viejo fuera dichoso. Lo que desconocían era todo lo que había dentro de ese ser y de haberlo adivinado les habría corroído la envidia porque a final de cuentas aquel hombre pobre y sin preparación se había entregado más a la vida que cualquiera de ellos. Al llegar le dejaron la grabadora y le dieron las gracias. Eleazar se sentía como un niño con zapatos nuevos y se olvidó de las penas, el hambre y la desgracia. Ya tenía una medicina que le haría más ligero el peso del tiempo.