miércoles, 28 de febrero de 2018

Realidad 4


Debe haber una forma de establecer comunicación con otras personas—se dijo echando la cabeza hacia atrás y dejando que se le salieran los ojos y se le hundieran las ideas. Parecía un reptil calentando su cuerpo con el sol, estaba inmóvil, sumida en sus razonamientos. Para ella la realidad estaba dividida en cuatro partes. La del consciente que consideraba aburrida, la inalcanzable de la que los filósofos hacían hipótesis, la inconsciente que era, en cierta medida, el opuesto de la primera y, por último, la onírica, la más importante y que le preocupaba más. Les daba mucha importancia a los sueños, pero no los interpretaba a la manera de Freud, ni tampoco se metía en cuestiones del funcionamiento neurológico, los veía como una forma extrovertida de manifestar sus ideas y sensaciones, pero estaba cansada de navegar sola por los terrenos del sueño sin obtener respuestas. 
Todo lo llevaba en un diario y describía con detalles lo que recordaba. Los sueños que se repetían sólo se clasificaban con un nombre y una cifra como fuga 16, boda 35, etc. Terminó de poner sus ideas en orden y, ya enfriadas sus impresiones se dispuso a desayunar. El día era como cualquier otro. Los vecinos se disponían a salir para ir al trabajo y ella sorbía el café escuchando los gritos, recomendaciones, quejas y demás costumbres matutinas de la familia de al lado. Se hizo el silencio y pudo explayarse a su gusto. Puso música y comenzó su modesto arreglo. No le gustaba maquillarse mucho y elegía, como si fuera un japonés dispuesto a dibujarse los ojos con tinta china, el color y el momento más apropiados para hacerlo. Dos trazos y listo, luego sonreía y se comenzaba a peinar, esta tarea tampoco era complicada porque se recogía el pelo, hacía una coleta y la enrollaba para luego sujetarla por detrás con una liga. Se iba tranquila al trabajo encerrada en su actitud cordial y generosa. En realidad, buscaba personas con las que pudiera entrar en contacto durante la noche. A veces creía descubrir a alguien que había visto ya en esa fase de conexión nocturna, pero al preguntarles con insistencia hipnótica ellos volteaban los ojos en actitud de negación o disculpa.

Esta vez era diferente. Tenía a un hombre joven delante de ella, su apariencia física estaba opacada por un halo que lo rodeaba. Le había dado un golpe con el coche. En un giro había perdido el control y le había dado un empellón a la pobre y, al chocar con un muro se había lastimado el hombro. No tenía fractura, pero el dolor la sugestionó. Creyó que se había desmayado, pero estaba allí auxiliada por las fuertes manos de esa aura celeste. Estoy bien, no se preocupe—susurró y se levantó—. Ya puedo caminar. Espere, le ordenó el hombre, aquí tiene mi teléfono por si me necesita alguna vez. La dejó con la mano sujetando el pequeño cartón impreso. Leyó que era un repartidor de una tienda de ropa y se llamaba Salvador Paulus. Lo recordó con elementos del campo onírico y no con los de la gris realidad. Al tercer día lo llamó para saber si podía ser él quien le entregara la ropa que había solicitado en la tienda de moda. El joven se alegró al saber que estaba bien y que, quizás podría empezar una relación con una mujer tan atractiva. Se encontraron y la invitó a salir. Ella seguía intrigada por el borde de luz que había visto en él. Salieron varias ocasiones, pero no lograba distinguir la aureola, pensó que había sido efecto del golpe y desistió de su búsqueda y se focalizó en él. Era simpático y guapo, con buen sentido del humor y una técnica de seducción apropiada. Le fue abriendo la puerta de su confianza, llegó el primer beso, el contacto en las caderas, la humedad del deseo y finalmente el abrazo que produjo su aleación. Se fue acomodando su vida a las nuevas condiciones. Ella buscaba con insistencia la comunicación en el sueño y se reprimía el lenguaje durante el día para experimentar por la noche. Pasaron tres semanas, un mes y al medio año hubo una respuesta. Venía de otro lugar. Le sorprendió mucho que no fuera Salvador quien comenzara a abrazarla en la habitación de aquella recámara abstracta. Lo iba sintiendo con lentitud y cuando distinguió sus colores se sobresaltó. Era un hombre maduro, envuelto en una bata de seda. No parecía oriental, pero acostumbraba a dormirse con ella en las noches y despertarse para revisar sus propios cambios. Hablaba frente al espejo y decía que, en el lejano Oriente, los hombres mayores lo hacían de esa forma y que tenían resultados garantizados. Ella no entendía mucho el mensaje porque en el sueño era muy joven y su piel era el de una crisálida blanca, casi transparente y muy hermosa. El hombre sólo se adhería a ella y la cubría con la seda para que no se enfriara. Así permanecían toda la noche y al amanecer él se despegaba y se miraba en el espejo, ella no podía oírlo, pero veía como se contaba las arrugas, cómo se miraba con atención las canas calculando el número exacto. Luego se pasaba las manos por la cara palpando su piel con la intención de evaluar su suavidad. Después del largo monólogo se reclinaba y le daba un beso en la mejilla. Se iba despacio apoyando los pies como un maestro de artes marciales y en un giro desaparecía. No descartó que ese hombre fuera el otro Paulus, el del otro plano de la realidad. No se parecía en nada y las coincidencias eran remotas, pero tenía viva la esperanza de que fuera así. Trató de establecer comunicación cada minuto de la madrugada. Decidió que durante el día cerraría los ojos ante lo superfluo y miraría con más atención la vida. Revisaba cada rostro, cada movimiento, no había espacio por el que pasara que no quedara con el sello de la comprobación. 

Un día al bajar por la escalera se abrió una puerta y salió una joven muy delgada, con el pelo suelto, no le pudo ver el rostro, pero notó el perfil del señor que la despedía. Su voz llegó como un tintineo metálico y doloroso. Se ajustaban los rasgos y la mirada era igual. Tuvo dos sensaciones contrapuestas, en el vientre, el placer de haber descubierto a su visitante nocturno y, en el corazón, el plomizo dolor de saber que no era Paulus. Adoptó otra vez su tradicional pose, se dejó bañar por los rayos del sol y meditó mucho tiempo. En su cabeza se liberó la lucha de resoluciones. Llegó a la conclusión de que esa noche debía bajar antes de que el hombre subiera. Estuvo muy nerviosa porque Paulus llegó excitado. Como si temiera una separación, se aferraba a su cuerpo con tanta fuerza que a ella se le salieron las pasiones y gritos reprimidos por la abstinencia. En su delirio se imaginó que el hombre de la bata ya estaba a su lado y que era él quien la retorcía con sus brazos. Miraba con dificultad el rostro del semental en el que se había convertido su pareja. Llegó el final con un zumbido en las orejas, una especie de muerte temporal que dejó ver un haz de luz, pero ella ya sabía que no tenían remedio. Paulus sería la atadura real que la sacaría de su laberinto oscuro. Pero en ese momento no era tan opaco, la luz de Paulus no se apagaba y los nervios le erizaban los vellos del cuerpo. No supo cuando se desconectó, cayó en esa trampa del no querer dormir por temor y al resistirse tanto se dejó vencer por el sueño. Llegó primero, él estaba acostado en posición fetal con su bata blanca y peonias. Tenía los ojos abiertos y esperaba dormirse, bajaba el ritmo de la respiración, al parecer había algo que no lo dejaba dormir y se rascaba las piernas o la espalda. Ella por curiosidad trató de grabar las imágenes de su habitación, era muy lujosa y tenía cierta armonía, no pudo oler el incienso, pero vio las nubecitas viajando por el aire, deshizo algunas y notó que había un libro muy grueso en la mesita de noche, más que un tocho de hojas empastadas, el ejemplar le parecía como una puerta que la llevaría por un estrecho túnel. Tardó mucho en cogerlo. Lo abrió en la primera página, era blanca, luego había una especie de prólogo que no le dijo nada que no supiera ya y, después, entró en la historia sin recato.

Esa cuarta realidad existe—decía el autor—. Ya lo he comprobado. Fue muy difícil encontrar la fórmula porque las variantes eran muchas y no había modo de comprobar los resultados. Tuve que crear otros conceptos, alejarme de la tradicional descripción  del mundo. Recopilé las experiencias de mis antecesores. Leí y releí sus diarios. Hice una estadística de sus emociones y reacciones a ciertas condiciones emocionales. Ese trabajo me llevó diez años, pero al final se prendió la chispa. Descubrí que la intensidad del sueño era proporcional al deseo, pero tenía que adecuarse a una frecuencia onírica. Había cientos de ellas y en una noche no se repetían. El factor tiempo era primordial. Un rezago de algunos segundos impedía la unión. Al principio me vi perdido en un bosque de hojas volando por el viento, parecía una tormenta silenciosa y algunas veces eran filos metálicos. Producían dolor o cortes, pero aprendí a esquivarlas. Luego hubo una primera conexión. Era verdad que esas ondas actuaban como el efecto de los imanes, era muy tenue la reacción, pero aprendí a distinguirlas y luego el sentido común me orientó. En una ocasión calculé la hora, la intensidad, la velocidad y la energía de un sueño que había visto en tres ocasiones. Hice todo de la forma correcta y me traslapé. Fue una sensación placentera, tibia, era como nadar en una inexistente agua termal. Llegué hasta ese sitio y la vi por primera vez. Parecía muy cansada, cada vez que se apoyaba sobre su hombro derecho hacía una mueca. Me acerqué y vi que sus párpados eran intermitentes, estaba buscando algo, pero no podía hallarlo, supe de inmediato que se encontraba en medio de la tormenta, llena de dudas y padeciendo los cortes de la hojarasca. Tenía poca experiencia, era una novata completa. Me decidí a ayudarla. Conservé las imágenes y me retiré. Los días siguientes estuve aproximándome a ella, guiándola por el oscuro camino que tenía al frente. Poco a poco, comenzó a distinguir las emociones, el paso se le aligeró y comenzó a buscar con más confianza. Era una total inexperta en la pesca de ondas, sin embargo, la intuición la hacía voltear al notar una ola adecuada. Así fue como llegó al canal exacto. Le produjo dudas e inestabilidad. Mucho tiempo estuvo inmóvil apreciando los fenómenos que ocurrían frente a sus ojos. Finalmente, decidió levantarse y actuar.

Se acostó bajo las condiciones normales de presión y temperatura astral y cerró los ojos. Ya no tembló cuando su piel se hizo blanca como la leche, dejó que su mirada saliera a su interior y me vio detrás, abrazándola. Hizo preguntas y comprendió que sólo ella tenía las respuestas, así que apuntó todo en la memoria y esperó a que me fuera. Los encuentros se fueron repitiendo todas las noches. Se habituó a mi presencia. Podía leer en mis labios lo que no oía. Se habituó al descanso, a los viajes fantásticos que realizábamos. Cada vez se hacía más confiada y llegó a dominar pronto el arte del cálculo preciso. No le costaba mucho saber en qué momento sucedería la transformación y la recibía con una sonrisa. Hoy será su examen final. Vendrá a mi cuarto y me encontrará despierto envuelto en mi bata. Verá cómo me molesta la comezón y, después de leer, se meterá en la cama bajo mis brazos. Sabe que sólo ella podrá continuar la historia. Debería estar sorprendida y arrojar estos escritos a la basura, pero decide no hacerlo. Se queda parada pensando un poco y pone el libro sobre la mesilla. Lo deja abierto en la primera frase del capítulo segundo. Se acuesta desnuda, coge mis manos y se las coloca en las caderas, siente mi cuerpo adherirse a ella. Cierra los ojos y mira hacia atrás. Sonríe y ella misma cuenta mis canas, dice el número exacto de arrugas y me pide que me levante. Salgo de la cama, camino despacio como si el suelo no existiera y ella  vuelve a su habitación.

sábado, 24 de febrero de 2018

Ponerólogo


Dejaron de sonar las pequeñas piedras aplastadas por los dudosos pasos, la hojarasca enmudeció y una lluvia de alfileres de pino cayó sobre el maletero del coche abandonado. ¿Es aquí? —preguntó el inspector Omaña— debe estar dentro, ábranlo. Los ayudantes forzaron la cerradura medio desclavada y apareció el cuerpo. Mostraba huellas de tortura y estaba enrollado como una oruga. Es el padre Goyenechea—exclamó el sacerdote José Anguiano bajando la vista para no presenciar el horrible espectáculo que seguiría a continuación—. Los forenses cogieron de los brazos el cadáver y lo reclinaron para poderlo sacar. Pancho Real ya le había tomado unas fotos y el cuerpo parecía haber quedado con las manchas de la luz de flash en algunas partes. En realidad, eran las espigas de los huesos quebrados o la piel pelada que dejaba ver capas blancas del tejido graso. Estaba desnudo y había sido maltratado. Cuando lo pusieron en una camilla notaron la mueca desesperada del rostro. Era como si se hubiera muerto en el momento intermedio de una convulsión. Marcelino Goyenechea nunca había padecido de epilepsia y había sido muy respetado por su sabiduría y autoridad. Siempre se había impuesto a los ataques de sus enemigos, pero esta vez Dios lo había dejado a su suerte poniéndole una prueba a su voluntad y fe cristiana. Subieron el cuerpo envuelto en una bolsa negra y se lo llevaron. El inspector Omaña le hizo algunas preguntas a José Anguiano, pero éste se disculpó argumentando que se sentía mal. El experimentado y condescendiente jefe de policía le dijo que no había problema, pero que lo esperaba al día siguiente en la comisaría para hacer sus declaraciones, cosa indispensable para la aclaración del crimen. 
Anguiano llegó a la iglesia tranquilo, se encerró en su habitación y durmió unas tres horas. Su sueño fue como una caída libre hacia el olvido, como la filtración de las malas experiencias de su vida por una gaza de espiritualidad en la que dejó sus faltas y salió de la cama con determinación. Había superado su metamorfosis y estaba listo para afrontar las consecuencias de su errónea conducta. Se puso su sotana, se lavó la cara para despojarse de los restos de modorra que le quedaban. Dio algunas vueltas buscando algunos objetos y se sentó a escribir su confesión.

Llegué a la iglesia de Sta. Lucía hace dos años. Fui recibido por el cura Marcelino Goyenechea con mucha cordialidad. Me adapté rápido a las condiciones del servicio y pronto me sentí como un miembro de la comunidad. Se hablaba muy bien de mí y después de mis sermones del fin de semana la gente se me acercaba para abrirme su corazón. Cumplía con esmero las tareas que me dejaba el cura, en su ausencia me esmeraba hasta lo imposible para mantener la casa de Dios presentable e intacta de la maldad humana. Con el tiempo mis tareas se fueron aligerando, el ayuno fue menos rudimentario para convertirse en algo significativo en mi vida. Afronté con avidez la responsabilidad que se me estipuló. Ayudé en campañas benéficas, trabajé con la gente cuando se desbordó el río, ofrecí la comunión, bauticé y casé a medio mundo. Me hice popular y respetado por mi fuerza de voluntad y resistencia. Me habían enviado por un periodo de cinco años y hacía todo lo posible por mantener limpio mi historial, pero sobre todo para ir subiendo con diligencia en la escalinata de la diócesis. Un día tuve que hacerle una confesión a un hombre. Entró en la iglesia y me preguntó si lo podía atender porque quería revelarme sus pecados. Nunca lo había visto en misa y no parecía de aquí porque se vestía con buen gusto. Me dijo que se llamaba Arcadio Morente. No tenía nada de especial más que el perfume, el afeitado y el atuendo de empresario. Le pregunté algunas cosas superfluas y oí que arrastraba un poco las erres. Le exigí que me confiara sus pecados y me dispuse a escucharlo, pero no se refirió, al principio a nada en particular, más bien parecía que estaba hablando consigo mismo para elegir la mejor forma de explicarme las cosas. ¿Ha leído sobre la historia del cristianismo, padre? —preguntó con un susurro—. Le dije que era nuestra obligación estudiar teología y aspectos relacionados con Jehová y que sabíamos cómo había sido fundada la iglesia y quienes habían sido los Papas. Aclaró que se refería a los momentos históricos de la religión católica y las etapas de desarrollo social por las que atravesó. Me habló de la iglesia en La Edad Media, en El Renacimiento, en La Revolución Industrial y en la actualidad. Lo obligué a que tratara temas personales, pero me llenó la cabeza de ideas raras. Usó palabras como explotación de los campesinos, esclavismo y trata de personas, del engaño de los representantes de la iglesia, el abuso del poder y muchas cosas más. Tuve que oírlo durante una hora y lamenté mucho no haberme deshecho de él de inmediato.

Hubiera podido olvidar el suceso, pero por las tardes; cuando me encontraba sólo realizando tareas simples como la jardinería, la limpieza del patio, ayunando o colaborando en el campo para darle ánimo a los campesinos se me atoraban como piedras en los zapatos las preguntas del tal Morente. Al principio, por precaución, lo evité cuantas veces pude; lo malo era que el muy astuto investigaba mis actividades a través de los monaguillos o los niños que venían al catecismo.  En varias ocasiones me quedaba esperando, por petición de los niños, a alguna madre o pariente que se interesaba por el progreso de sus vástagos, pero aparecía Arcadio en lugar de esas personas.
Se presentaba en las condiciones menos favorables porque me cogía desprevenido y me soltaba preguntas relacionadas con las injusticias que había cometido la iglesia, con la cacería de brujas, con la demostración de la existencia de los demonios—él decía que eran sólo nuestros malos sentimientos que nos inducían a la maldad—. Me preguntaba si creía en la canonización y si los canonizados lo merecían, si había milagros de verdad y, lo peor, cuando sus preguntas se dirigían hacía el inmenso poder de Dios, el Antiguo testamento y las enseñanzas de Cristo. Para mí era un infierno verme como un hombre de fe, devoto y noble, pero sin información suficiente para contrarrestar las embestidas del insolente hereje, como lo empecé a llamar.

Decidí buscar yo mismo las fuentes y analizar con el mejor criterio esas cuestiones de las que hablaba. Antes de eso cometí un error enorme al comentárselo al padre Marcelino. Estábamos vistiéndonos después de una acalorada búsqueda del amor, como lo llamaba entre nosotros Goyenechea, y después de despedir y persignar a unos jovencitos, le hice la pregunta. Se encolerizó y dijo que dejara de relacionarme con aquel insensato que lo único que perseguía era provocarnos. Recordé su actitud ante las cosas que le desagradaban y vi su cara en el momento más agrio de su impotencia en esos supuestos momentos del amor en los que se esforzaba por liberarse del pecado y no le resultaba. Eso de la búsqueda del amor era para mí un hábito surgido en una noche muy rara.
Una ocasión en la que me encontraba recostado en mi cama y ya estaba conciliando el sueño, oí un andar hosco, luego unos golpes muy prudentes en la puerta. Me levanté y lo vi sudando, como si fuera presa de un temor incontrolable, no le alcancé a preguntar lo que le sucedía porque entró y cerró la puerta. Dio unas vueltas como si fuera un preso, me miró y comenzó a hablar del poder de los buenos sentimientos del ser humano. Su voz se fue tranquilizando y tomó un cariz noble. Definió los conceptos de compromiso, de solidaridad, de abnegación, cariño, y la capacidad de ceder en una situación. Abracémonos, hermano—me dijo después de estar hablando casi veinte minutos solo, lo hice como me pidió pensando que se sentía desprotegido y olvidado del Señor, pero se aferró a mí y siguió hablando de la sensibilidad del alma. Luego me confesó sus problemas y me pidió ayuda. No podía despegarse de mí y entonces me pidió que fuera condescendiente. Todo fue muy raro, mi cuerpo y mi pensamiento estaban separados. Goyenechea decía que el cuerpo es un estorbo para el espíritu, que tiene necesidades primitivas de animal que no se pueden curar con la voluntad y la fe. Me acarició y siguió obsesionado con su lucha contra el templo del alma.

Cayó en mis manos un libro sobre el dogma de Cristo. Fue después de la última reunión en búsqueda del amor con el padre Marcelino y cuando despertó en mí el deseo de venganza. Me lo entregó uno de los niños que quería hacer su primera comunión y aseguraba que su padre me lo había enviado para que desmintiera lo que decía en ese panfleto un pensador blasfemo. Tuve el presentimiento de que era el tal Morente y no el padre del muchacho quien me lo hacía llegar con esa argucia. Lo confirmé después cuando estaba realizando la compra de algunos víveres en una tienda muy grande en la que me interceptó Arcadio. Me saludó muy cordial y me hizo preguntas directas sobre el resultado de mi lectura. Mi comprensión de la voluntad del Señor no fue suficiente para derrocar hipótesis fundadas en datos precisos, por lo que me embrollé y tuve que perder esa partida explicando que la división de clases sociales no la había inventado Dios, que tampoco era un invento de los judíos la idea de luchar contra un padre autoritario creando un hijo arrepentido y solidario. Me retiré indignado, me reproché mi debilidad mental y mi ingenua esperanza en los milagros. Me estrellé con esa sonrisa irónica preguntándome si le hacía más caso a la seudociencia que a las leyes de la naturaleza y al cuestionamiento de si Dios, al crear el mundo, había calculado con el tres punto catorce dieciséis y, de ser así, por qué había cosas en las que mi Dios era todopoderoso y en otras indiferente y hasta cruel. Me recordó que la abnegación era un método para someter a los cobardes y débiles de espíritu, una estrategia para borregos sin valor y opinión propia con la que los ricos y poderosos nos mantenían de rodillas esclavizados. Una semana después, también por conducto de otro niño, llegó a mis manos un compendio histórico de la iglesia católica, de sus papas, de sus matanzas, su Santa Inquisición, de la noche de San Bartolomé, las canonizaciones y los abusos a menores por parte de los representantes de la Iglesia, también recibí artículos en los que se hablaba de los tesoros del Vaticano, del apoyo al genocidio e infinidad de libros prohibidos por la iglesia.

Ya no podía llevar a espaldas el peso de la realidad. Mi fe no me daba la fuerza suficiente para seguir llevando a cuestas mi carga y el punto final llegó con un título espantoso: El anticristo. Lo leí por inercia, pues la inquietud que me había despertado Arcadio ya iba desbarrancándose por un acantilado mortal. Leí con detenimiento y me asombró que, en lugar de encontrar a un demonio inmisericorde, el famoso anticristo, era un simple disidente de la doctrina de Cristo, o sea, los miembros de la iglesia. Al cerrar el libro no pude desconectarme y quedé atrapado en esas rejas ideológicas que habían condenado al pobre autor.
Por la noche, se repitió la misma escena del primer día en el que busqué el amor con ayuda del padre Marcelino. Comenzó con reproches, me dijo que lo había dejado solo mucho tiempo y que el espíritu necesitaba alivio, que mi conducta había sido muy extraña las últimas semanas y que debía volver al redil de hijo obediente, me pidió un abrazo solidario, tierno y lleno de bondad como era su costumbre, pero me negué y en lugar de dejarme convencer por su conversación de lobo, le atajé con las preguntas ociosas de los libros que me hacía llegar Arcadio. Se irritó tanto que echó espuma por la boca. El problema, no eran las preguntas que le espetaba; sino las correcciones que yo le hacía cuando respondía precipitado. Me miró echando lumbre, como si sufriera una auto incineración, me habló del exorcismo, pero era él quien lo necesitaba por esa lucha contra sus propios males y demonios internos. Salió derrumbándose por la puerta. Me imaginé la cadena de acontecimientos que vendrían a continuación. Por primera vez, repetí de forma inconsciente esa frase de sabiduría popular que sueltan las ancianas cuando dan consejos. “Piensa mal y acertarás”.

No me equivoqué porque unos días después llegó un citatorio de la diócesis en la que me exigían desistir de mis palabras. No me preocupaba mi futuro. Era más bien un rencor doloroso germinado por la serie de engaños y abusos por parte del padre Marcelino. No podía quitarse su expresión agria de la cara y se ensañaba contra quien se le cruzara en el camino. Anteayer lo sorprendí desnudo en compañía de unos adolescentes. Jugaban al amor, se besaban con ternura y le agradecían al Señor por su bondad, prometían tontería y media. No me pude resistir a la fuerza que apareció en mis manos. Salté sobre él y lo comencé a golpear. Los chicos desaparecieron rápido y cogí los instrumentos que tenía para las auto flagelaciones, le metí un calcetín en la boca y comencé a azotarlo con todas mis fuerzas. Le saltaban los chorros de sangre, parecía que se le saldrían los ojos en cualquier momento y se arrastraba por las losas como gusano. No recuerdo en qué momento dejó de moverse. Lo volteé, pero estaba desmayado con la cara torcida. Lo miré tendido con el endeble cuerpo velludo, las piernas escuálidas y de pronto despertó, entonces cogí un crucifijo de bronce y lo comencé a golpear oí crujir su piernas y brazos. Más tarde lo envolví en una sábana y fui por la vieja camioneta que usábamos para la compra de víveres, lo eché en la parte de atrás y me dirigí a un sitio donde había visto un coche abandonado. Llegué y bajé a Marcelino. Le quité la sábana y lo eché como si fuera un perro muerto en el maletero, traté de cerrar la portezuela, pero no pude, tuve que intentarlo varias veces hasta que se trabó. Me subí de nuevo a la camioneta y volví a la iglesia. Me quedé pensando en cuánto tiempo tardarían en encontrarme. Pensé que tenía que recibir mi castigo por mi falta de fe y cordura, en mi participación en las aberraciones de Goyenechea y en los abusos que había cometido por su influencia. Los cardenales y obispos me tenían sin cuidado porque eran demonios usurpadores, encubridores del mal. Se me vinieron a la cabeza esas frases de Arcadio definiendo la religión como el opio del pueblo. Sopesé el mal que había hecho, sabía a la perfección cuáles eran mis pecados y decidí que debía morir, había causado el mismo, o tal vez más, daño que el desgraciado Marcelino. Claro que él era consciente, sin embargo, mi ignorancia, mi falta de sentido común, mi complicidad y mi cobardía no me liberarían jamás de mi crimen y aumentarían mi culpabilidad.

No he tenido que esperar mucho tiempo. Ha llegado el inspector Omaña y me ha preguntado por Goyenechea. No me han dado ganas de ocultarme, así que le he confesado de inmediato el sitio dónde dejé el cuerpo. Hace unas horas hemos vuelto, sé que me espera la cárcel y no deseo pasar mi vida purgándome de culpas que no tengo. No lamento nada más que mi torcido destino. Si fuera a juicio, qué podría argumentar en mi defensa. Mi abogado tendría que remar contra corriente, tendríamos que enfrentar al pesado tren de la historia sin ningún beneficio. Por el contrario, seríamos más culpables por difamar a la Santa Casa de Dios, por blasfemar en contra de toda una organización que se aferra al poder a pesar de su ignorancia. Hay otra cuestión que me inquieta. Es la aparición de Arcadio Morente, mi intuición me dice que él fue abusado también, pero no tuvo el valor de vengarse, quizás me encontró y decidió usarme como ejecutor. Tal vez no sea así y uno de sus parientes haya sufrido las violaciones de Marcelino, no sé qué pensar habrá otras tantas hipótesis que cabrían en ese hueco, pero no las voy a confirmar. Espero que otros sacerdotes sufran mi mal y se decidan a provocar ese cambio social que necesita la humanidad. Me voy tranquilo y sin remordimientos. Me encomiendo al hijo del hombre que sí existe y va en cada uno de nosotros. Los débiles son los que se dejan vencer por la ambición, la perversión y el lujo. Adiós, malditos clérigos malvados, frustrados. Que los condene su fe y su impotencia en el momento final. Lo único que imploro es el perdón de mis semejantes y que se realice lo que Cristo quiso. Amémonos como seres racionales, hagamos el bien para no perjudicar la salud física y mental de las personas. No hay nada que temer, el mal es la violación a los buenos, pero lo bueno no debe desvirtuarse ni manipularse por enfermos. Oigo pasos. Es mi hora. Adiós para siempre.


martes, 13 de febrero de 2018

La visionaria


Amanda María nació arrugada como todos los bebés del mundo, pero su piel estaba corrugada no por su estancia en el líquido amniótico, sino porque desde la gestación el espermatozoide que llegó primero al óvulo ya era dinosaurio. Se había rezagado en varias eyaculaciones anteriores y permanencia allí en el túnel carnoso de salida a la espera de un milagro. Una ocasión, por fin, se desprendió y llego con rapidez a formar el cigoto. El caso es que la madre no lo entendió y tuvieron que explicárselo con un lenguaje más popular: “Señora, Cleo, su niña padece progeria desde antes del embarazo, es decir, ya era anciana antes de nacer”. La señora Cleo miró a su marido Teodoro y se abrazaron en una actitud de resignación. Ya no preguntaron más y decidieron, de forma empírica, llevar la carga de senectud que les habían entregado en una manta con un listón rosa. “Se parece a tu abuela—dijo Cleo mirando con ternura con el ojo izquierdo a su marido y a su hija con el derecho—, mira nada más que cachetes tiene”. Teodoro no contestó, pero su boca de pato constató la veracidad de las palabras de su esposa. Los primeros días no sabían qué hacer porque Amanda ni de broma se acercaba al pecho de su madre. Pedía gachas y papillas con bastante sal y carne molida, a escondidas, se servía el licor de las botellas de su padre.

La vecina Pancha decía que era como el caso de Benjamín Botón o Button, pero en mujer; incluso les puso la película en la computadora para que le creyeran. Amanda dijo que prefería el cuento al filme y que además Fitzgerald tenía algo de anciano en su expresión facial. Para acostumbrarse a su condición de padres primerizos los Villegas tuvieron que ir rompiendo uno por uno los principios que les habían inculcado por generaciones. Trataron de verle el lado bueno a su situación y acordaron poner a prueba la experiencia de su pequeña hija. Pronto se arrepintieron porque la “Abuela”, como le decían los niños en la manzana, sabía de todo y su sentido común, junto con la intuición, era algo tan autentico que ni los más sabiondos maestros de primaria se atrevían a contradecirla.

Pasó un año y con una lupa, la señora Cleo, le contó las arrugas a su hija para ver si ya había empezado su proceso de rejuvenecimiento. La noche anterior había hecho cuentas en sus sueños y, de acuerdo, a ese principio de regresión inventado por el alentoso Scott, calculaba que cuando su hija cumpliera los veinte años tendría la misma apariencia que ella y se verían como hermanas. Se carcajeó frente al espejo del baño de su habitación onírica y se dijo que apuntaría sin falta la recomendación de tomarse una foto y mandarla a una pagina de las redes sociales para preguntarle a los curiosos qué relación tenía con su acompañante. Resultó que no había ni más, ni menos arrugas que las traídas desde su nacimiento. A Cleo le tembló la mano un poco al presentir que su querida Amanda María no rejuvenecería nunca, pero lo consideró una idea tonta, pues si un talentoso escritor americano ya lo había desvelado en la ficción, tenía que pasar en la vida real. A esta segunda idea siguió una temblorina jacarandosa muy larga porque Cleo y Teodoro no eran filósofos, por lo tanto, las cuestiones de metafísica, teo-física, como llamaban a la teología, y las demás físicas los desconcertaban.  Esa fue la razón por la que Cleo no le comentó nada a su marido cuando su pequeña niña estaba soplando las velitas frente a la tarta de cumpleaños y el rostro interrogador de Teodoro exigía el número exacto. Pasaron dos años más y se repitió la escena y el silencio de Cleo. La niña seguía sin rejuvenecer, tampoco había empeorado, pues los achaques que traía desde el nacimiento le seguían dando las molestias habituales.

Un día la anciana niña se levantó por la noche y despertó a sus padres. Ellos de forma automática cogieron las pomadas para reumas y las pastillas para el insomnio y se las dieron, pero Amanda dijo que no le dolía nada, que lo que deseaba era conversar un momento con ellos. Se levantaron y se fueron con ella a la cocina. Prepararon un café aguado y sacaron unas galletas de canela que Amanda saboreó con mucha calma antes de hablar. Luego con la mirada fija en algún lugar de la cocina dijo: “¿Saben que los gringos no llegaron a la Luna en el 69? Eso fue una farsa, pero luego si mandaron a unos astronautas y lo que vieron en el satélite no les gustó, por eso prohibieron las expediciones”.
Cleo le contestó que eso ya lo sabían y que había algunos libros que lo trataban con lujo de detalle. Amanda entrecerró los ojos y se quedó dormida. La cargó Teodoro y la recostó con cuidado. Las noches de desvelo se hicieron habituales, en algunas ocasiones Amanda se levantaba dos veces y decía cosas relacionadas con la historia, mucho de lo que comentaba era de dominio público, pero luego comenzó a destacarse su calidad de historiadora. Ya no se conformaba con narrar el pasaje histórico, sino que lo describía con detalles y la información era tan reveladora que Cleo y Teodoro decidieron consultar a varios especialistas, tanto en psicología como en historia. El psicólogo no les ayudó en nada porque su diagnostico señaló a Amanda como una persona con un gran intelecto y una personalidad estable, libre de traumas y complejos, de obsesiones y perversiones, en una palabra, un dulce de anciana inofensiva. Los historiadores fueron más escépticos porque Amanda los ponía en atolladeros insalvables y luego les daba soluciones tan lógicas que hasta los expertos más recelosos movían la cabeza para manifestar su aceptación. Algunos profundizaron en los temas y le hicieron las preguntas evadidas por la historia para tantearla, pero su sorpresa fue grande cuando empezó a citar documentos oficiales de asesinatos, conspiraciones, deportaciones, fraudes y otros asuntos estatales. Amanda se ofreció a llevar una página en un prestigioso periódico, pero todos consideraron que sería muy peligroso por lo comprometido de sus declaraciones, a cambio de su silencio le ofrecieron pagarle por las consultas y ella aceptó. 

Cleo seguía padeciendo los desvelos, pero Teodoro un día dejó de ignorar las conversaciones nocturnas de su hija porque percibió un olor raro en el ambiente. Se dio cuenta de que Amanda olvidaba las cosas que decía y sus opiniones nunca eran sobre el presente, ni siquiera sobre el último año del que había hablado la ocasión anterior. “¿Te das cuenta—le preguntó Teodoro a su mujer—de lo que le está pasando a nuestra hija?”. Al no obtener respuesta soltó de tajo lo que temía. “Nuestra hija está perdiendo la memoria en dirección hacia el presente”. Los ojos de su mujer lo sacaron de sus casillas y gritó lo más bajo que pudo oculto bajo la manta. “Se va a ir hasta la edad de piedra y luego será una vieja autómata, ni siquiera podrá hablar en un idioma normal”. Cleo, con su arrogante sentido común, calmó a su marido y le dijo que Amanda sólo tenía quince años y que sus temores eran infundados. Se dio la vuelta y fingió roncar. Teodoro también hizo lo propio. Los únicos ronquidos reales eran los que llegaban de la habitación vecina. Cleo volvió a hacer cuentas y se dijo que cuando Amanda tuviera treinta años hablaría de la Edad Media o el Renacimiento, así que para el imperio romano llegaría con cuarenta, a Egipto con cincuenta y así hasta los ochenta que era los que aparentaba en ese momento y desde el día de su venida al mundo.

Por desgracia, el proceso se aceleró y a los diecisiete años, Amanda comenzó a hablar de Thomas de Aquino, de la quema de brujas y de Copérnico, ya no se acordaba de la Guerra Mundial, mucho menos de la Guerra Fría ni de la URSS. Se alarmaron cuando un especialista les dijo que muy pronto empezaría a tratar temas de la historia del periodo anterior a Jesucristo. No tenían otra salida más que detener el proceso degenerativo. Probaron con lecturas de la historia moderna, le llevaron especialistas para discutir sobre el siglo XIX y XX. Todo fue inútil porque Amanda se expresaba cada vez más rápido y las personas que la rodeaban apenas se daban tiempo para escribir o grabar lo que ella comentaba con tanto énfasis. Llegó el día temido por sus padres. Amanda ya no salió de la habitación, se había transformado en un ser peludo por descuido y sucio por capricho, con las encías llenas de sangre devoraba vegetales e insectos. Después adoptó la manía de romper todo con un mazo y se la tuvieron que llevar a un sitio apartado para que no causara molestias. Pronto se fueron olvidando de ella y se quedaron esperando la noticia que les anunciaría el final de su hija.

En una ocasión sonó el timbre de la puerta y al abrir vieron a dos hombres que les entregaron una caja de madera. La abrieron y descubrieron a su hija, estaba irreconociblemente momificada. La lavaron le pusieron ropa adecuada y la colocaron en el salón, en un sitio confortable y poco húmedo. La miraban con atención todos los días y cuando se dieron cuenta de que en sus pupilas se podía ver el universo comenzaron a viajar por el espacio con ella. Llamaron a un astrónomo que comparó las imágenes de las niñas turbias de Amanda con las tomas del Hubble. Determinó la posición en la que se encontraba la memoria de Amanda y la conectó directamente al observatorio ALMA en Chile para ir cotejando la valiosa información.

viernes, 2 de febrero de 2018

El poeta

Sus berridos agrietaron los muros de la casa e hicieron caer la cal del recubrimiento en forma de copos grises. La partera les dijo a sus padres que se sentía como si estuviera viendo llorar a todos los niños que había jalado por la cabeza para llegar a este lado de la existencia. El perro aullaba fuera de la casa espantando a la luna llena, los ratones se habían acurrucado temblando de pavor, los gatos, sobre todo los portadores del infortunio miraban verdes con las orejas encogidas. Los pájaros ya se encontraban en aires vacíos de turbulentos gimoteos y se habían llevado consigo a todos los vecinos.  El señor Schultz y su esposa habían esperado a su hijo con una careta de ilusión de padres primerizos, pero se les había caído de pena el rostro y ahora no sabían cómo actuar. Los bramidos del pequeño desaparecieron al tercer día y se llevaron toda su acuosidad. Su madre actuó rápido cotejando con su memoria las experiencias y las viejas historias familiares. El médico le dijo que se guiara por la intuición porque él no conocía casos como ese y lamentaba que la ciencia resultara inadecuada para ayudarle.  La señora Schultz se sentía abandonada en un bosque en el que palpaba los cólicos de su hijo y los metía en su vientre para comprender su dolor, lo mismo hacía con la viruela, el sarampión y las fiebres provocadas por el desgarramiento de las encías.

El nene parecía un mártir valeroso sometido al castigo de la vida. Era inexplicable que no mostrara ningún signo de dolor. Frederick se puso de pie y caminó precoz. Fue a la escuela con determinación. El tiempo lo estiraba, le amoldaba el cuerpo para que resistiera las agresiones de los demás niños y le procuraba el aprecio y condescendencia de los profesores. Sus compañeros no lo querían y lo fustigaban con todo tipo de látigos injuriosos. Él no podía llorar porque el depósito lagrimal se le había vaciado desde el principio y ya no lo podía repostar con unas nuevas. Aunado a esa pérdida tenía la capital penitencia de la intromisión que alarmaba a sus compañeros y ocasionaba que arremetieran contra él como mongólicas hordas.  Un día comenzaron a salírsele algunas frases raras. Sus expresiones eran como afiladas espadas que blandía con destreza. Lanzaba con excelente puntería saetas y la sagita de su arco era atemorizadora como visionaria de la muerte por idolatría. Quienes quedaban expuestos a sus ataques con hachazos y sablazos, soltaban el llanto del que el mismo Frederic carecía. Sus coetáneos no le entendían nada, por eso eran inmunes gracias a su analfabetismo sentimental, pero los adultos se aguaban perdiendo su entereza falsa, sobre todo las mujeres padecían su lenguaje que las obligaba a mojar los escotes de sus blusas con la brisa dolorosa de las cascadas de lamentación provenientes de sus ojos. La fina métrica con la que las diseccionaba era como veneno para sus corazones.  En la adolescencia se convirtió en un terrible matarife. No perdonaba a nadie y hacía picadillo a quien se cruzaba por su camino. Era una especie de Gengis Khan o Tamerlán dejando montañas de almas cadavéricas amontonadas en forma de pirámide.


Nadie lo vio nunca como hombre, pues él mismo se fue alejando con pasos que lo llevaron al desierto, al abandono y a una ermita. La naturaleza interpretó de forma equivocada sus cánticos y estimulada por su musicalidad afligió a la gente con frondosos árboles, insoportables flores de hermoso colorido, intolerantes frutas de pulpa suave, jugosas y de gran tersura. Divinos paisajes atormentaron la vista de quienes huían despavoridos de sus grandes confesiones. Destruyeron su monumento de carne para erigirle uno de impresionantes leyendas, en las que aparecía como un portento de la tierna crueldad amorosa. Se le imaginaba de pie con la mano alzada hacia el corazón de quien lo mirara, armado de su equipo de guerra. Para prevenir a la gente de su peligro se daban clases especiales en las escuelas y universidades y quiso una famosa academia excomulgarlo del reino del hombre común invistiéndolo con una toga de desprecio y un medallón de oro. Su nombre fue borrado de la lista de la gente habitual, se grabó en una placa de cobre y se metió en el baúl de lo excepcional.