lunes, 12 de octubre de 2015

!La pesadilla!


Iba caminando detrás de sus compañeras. El frío había arreciado porque empezaba el invierno. Esa estación del año que por tercera vez consecutiva le traía la afectación pulmonar que había pasado de bronconeumonía a tuberculosis. Las tablas de los estrechos dormitorios y las púas de las rejas vibraban con el aire, como si quisieran despedirse de ella. Este año sería el fatídico porque no le quedaba sangre para enrojecerse las mejillas. En ocasiones anteriores había resultado el truco, pero ahora era más hueso que carne. 
No había ni un destello de aquella belleza que enloquecía a los chicos en la universidad, nada de aquel encanto y buen humor que la hacía la jovencita más deseada entre sus compañeros. Su uniforme de franjas de cebra, roído, era inútil para cubrirla del frío y pronto quedaría como herencia para alguien que fuera más afortunado. Ya era inmune al dolor porque había perdido a toda su familia. Desde el abuelo, que fue cremado en un horno alemán nada más llegar, hasta su hermano menor que resistió hasta el último instante para mantenerse vivo con la esperanza de la leyenda de aquella muchacha que sobrevivió a la cámara de gas y fue metida viva al horno. Es verdad que pudo escapar, pero no sirvió de nada la fuga porque fueron las fauces de un perro las que lo separaron de la vida. Cuando se ha perdido la fe por completo — se decía—, cuando se ha hecho el hombre insensible a toda la maldad y la muerte es una promesa de alivio, lo mejor es darle prisa a las cosas para terminar con la injusticia que representa la necedad de sobrevivir para encontrar una libertad inexistente.

 Para ella la libertad estaba a unos metros. Necesitaba, sólo, desnudarse y recibir la ducha de gas, lo demás sería más fácil. Se despojó de sus prendas golpeándose con sus compañeras, los impactos eran punzantes por lo afilado de las articulaciones de sus vecinas. Caminó hasta un banquillo y se sentó pensando que la tortura ya había pasado, había llegado el momento final. Sentada con sus compañeras se vio a sí misma. Hecha un esqueleto, se preguntó si en ese armazón de huesos y ojos saltones podría quedar un poco de vida. Decidió que todas las personas que estaban a su lado eran, igual que ella, fantasmas de judíos que habían vivido en otro lugar, en otro mundo y en otro tiempo. Miró por última vez su cuerpo maltratado por los golpes de los fuertes cotidianos, buscó inútilmente sus pechos marchitos, respiró con fuerza para inhalar más veneno y cerró los ojos.

—Despiértate, despiértate—, le decía un hombre moreno medio calvo. Reconoció a su padre y le preguntó la razón de sus gritos.

—Te quieren llevar. Ya están aquí.

No tuvo tiempo de analizar la situación porque un hombre corpulento, vestido con elegancia, se acercó a ella y le ordenó que se vistiera. De inmediato se aproximaron dos soldados con arcabuces.

— ¿Pero qué pasa? ¿A dónde me van a llevar?

—Estás acusada de brujería y te llevaremos a que te interroguen.

Salió acompañada de su improvisada escolta, sus tacones chocaban con el empedrado camino. El sol estaba emergiendo con lentitud. La luz hacía brillar por momentos su hermoso vestido ampón, llevaba un corpiño no muy apretado, su blusa blanca de algodón iba sujeta por las fuertes manos de los guardias. Subió a un carruaje y sintió el traqueteo del disparejo camino. Vio las fortificaciones y las casas y pensó que tal vez sería la última vez que las tendría ante sí. Se habría espantado por la idea pero no alcanzaba a comprender cómo había pasado de un campo de concentración alemán a una ciudad francesa. Seguro que hay un error en todo esto — exclamó susurrando para sus adentros— y la muerte es así. No me dolerá la tortura del verdugo. Confesaré de inmediato, en cuanto tenga el primer desmayo me restableceré y diré que soy bruja, hechicera, pecadora y seductora de hombres. ¡Que no les quede la menor duda! Luego me llevarán a la hoguera y todo terminará.

Fue conducida por unas escaleras a una cámara oscura. Había infinidad de herramientas de hierro y madera. Lo peor eran los gritos que sonaban dobles por causa del eco. La abandonó la serenidad y las piernas le flaquearon. Ya no pudo avanzar y fue llevada en vilo hasta un potro. Un hombre encapuchado y muy fuerte la tiró sobre las tablas, la ató y comenzó a girar una manivela, luego la desnudó por completo y siguió restirándole las extremidades.

¡Confieso que soy culpable! ¡He hecho todo lo que se me imputa!

El verdugo no paraba de girar el horrible manubrio. El crujido de los ligamentos rotos mortificaba a la pobre mujer. Bramaba y echaba espuma por la boca. Perdió el conocimiento y reaccionó cuando estaba amarrada a un mástil. Sus piernas colgaban y no podía respirar por el efecto del humo que empezaba a expandirse con mucha fuerza. Vio a sus familiares llorando. Su madre se tapaba la cara y su hermano menor se abrazaba al padre para no mirar. Ella respiró feliz porque le agradaba que no hubiera muerto por las mordidas de un perro. Miró al cielo y su vista se nubló. No sintió el calor abrasador de las llamas porque el humo se encargó de matarla.

¿Pero qué clase de tontería estoy viviendo?— se preguntó cuándo su cuerpo se había hecho cenizas—. No es posible que todo lo que veo sea una alucinación. ¿Estaré drogada?— Se levantó y se miró en el espejo. Estaba en ropa interior y le daba vueltas la cabeza. Llevaba un peinado muy chulo que le daba un toque muy sexy. Sus carnes morenas, tostadas por el sol, estaban más firmes que nunca. Tendrás unos veinticinco años— le murmuró su voz intima—. Un poco mareada se recostó y reconoció al hombre que la esperaba.

—Ya está bien de que te estés mirando tanto en el espejo. ¡Ven aquí!

Miró al hombre tatuado que la empezó a magullar con sus rudas y ásperas manos.

—Estás muy maleable, hoy. ¿Por qué no gritas como siempre? ¿Ves cómo han servido las golpizas que te he puesto? Pero, lo siento mucho. Esto se acabó. No saldrás de aquí viva.

Ella no podía comprender nada y hasta le parecía que ese cuartucho barato de hotel no existía. Seguía con la imagen de su hermano abrazado a su padre en la memoria. Quería entender las cosas pero fue interrumpida por el macizo macho que se le montó encima. La violó, le golpeó la cara hasta destrozársela y luego con algo punzante la sumió en un sueño rojo y doloroso.

 Despertó frente a un muro. Llevaba una túnica blanca de la que colgaban algunos retazos, hacía calor y miles de voces incomprensibles la ensordecían. Sintió un golpe seco. Le empezaron a tirar piedras. La lluvia intensa la fue doblegando. Poco a poco, se fue cubriendo por los trozos de roca que la petrificaron, En su cabeza sonaban golpes de caparazón de tortuga. No oyó más y cayó en un profundo sueño. Tardó en reaccionar y se preguntó cuál sería la siguiente parada. En qué lugar absurdo pararía la próxima vez. Había decidido que estaba recorriendo un trayecto de sucesos incoherentes y demenciales que no existían en absoluto. Incluso pidió que la siguiente escena fuera en un manicomio, pero no fue así. Tampoco paró en la antigua Grecia ni en Egipto. No fue a África ni se acercó a la Edad de Piedra.

— ¿Qué ha sido todo eso doctor?

—No se preocupe, señora, la causa han sido los calmantes que ha tomado durante tanto tiempo. No estaría mal que las empresas farmacéuticas controlaran el uso de esas sustancias nocivas que crean tanta adicción y que afectan tanto a las personas. Bueno, ya que se ha recuperado, he de decirle que tenga cuidado cuando salga de este consultorio.

— ¿Por qué, doctor? ¿Dígame qué pasa?

—La esperan para llevarla a juicio.

—Pero porqué, ¿Qué he hecho yo? Sólo he sufrido torturas.

—No se preocupe. Primero, se demostrará que usted está sana. Luego, le declararán una condena y, por último, le pondrán en cautiverio. Es sencillo, ¿no?

—Pero, yo no he hecho nada malo.

—No se preocupe. Todo saldrá bien.

Como estaba acostumbrada a que todo se terminara pronto y con su muerte, salió a enfrentar el juicio. No tuvo que esperar demasiado. Le cayó cadena perpetua, la metieron en una pequeña celda. Al ver a su compañera de claustro supo de inmediato que sería ahorcada por la noche y esperó con paciencia el inevitable fin. Se durmió pronto y levantó como montículo su almohada para que el cuello quedara al descubierto como provocando a su vecina.

Amaneció y quiso comprobar que estaba en algún lugar desconocido, pero la fría celda y los ronquidos de su vecina eran más reales que nada. Se frotó la cara y no pudo entender por qué le había salido bigote y barba. En sus delirios siempre había sido una mujer habitual y no de circo. Nunca había tenido que hacer el ridículo porque siempre reencarnaba en un ser digno y respetable. No tenía nada en que mirarse, así que aplicó todos sus sentidos para descubrir el error. No hizo falta esperar mucho porque cuando su mano llegó a la entrepierna tocó un enorme pene que se encontraba en plena erección. Tembló con horror. Se agitó y el sudor le humedeció su camisa de algodón bruto y almidonado. Se durmió con mucho esfuerzo y al despertar volvió a sentir su masculinidad. Durmió y despertó varias veces pero en cada ocasión le era más difícil conciliar el sueño. Con esa nueva complicación tendría menos posibilidad de abstraerse de la realidad. Pasó una semana y sus intentos fueron inútiles. Decidió hacer la peor prueba para esfumarse de ahí. Provocó a su compañero, quien era un criminal peligroso, y éste al no poder soportar las injurias y ofensas con que lo atosigaba, lo mató de verdad.



viernes, 2 de octubre de 2015

No fue una noche de perros, sino de gatos.

Eran las tres de la madrugada y los gatos no dejaban de maullar. En mis tiempos de juventud los gatos eran más tranquilos, incluso los que había tenido en la infancia siempre se habían distinguido por su conducta felina intachable. Cada uno con sus virtudes y defectos, pero dentro de las reglas y normas de los mininos de la metrópoli. Eso se entiende: gatos urbanos y educados. Pues, en esta ocasión se habían vuelto locos todos. Sería porque los tiempos cambian y cuando la gente escuchaba la radio y veía la televisión, los pequeños morrongos se echaban por los rincones o en el sofá, fingiendo dormir, pero en realidad era su estrategia para aprovechar las radionovelas con el fin de darle vuelo a su imaginación gatuna, cursi y romántica; otros, los más descarados, se montaban en los muslos de sus dueños con la excusa de que los acariciaran, pero con el objetivo claro de irse a chismorrear sobre los programas que pasaban por la caja tonta. La prueba clara de esa fea conducta eran sus alegres y, en ocasiones, excitantes ronroneos. Todo me parecía perfecto. La vida de esas mascotitas tan tiernas me tenía sin cuidado, la pregunta en ese momento era por qué maullaban como locos.

 Estábamos a finales de febrero y no había duda, al menos eso era lo que yo creía, de que la temporada de apareamiento ya estaba a años luz y que deberían dedicarse a sus quehaceres habituales. No podía entender cómo había pasado toda mi vida tranquilo sin percibir la presencia de los gatos. Ni siquiera en esas ridículas expresiones que usaba la gente cuando se salvaba de un peligro y hablaba de su número de vidas, o cuando ganaba en una discusión, o cuando sentía que había un misterio oculto, o cuando se sentía engañado por el dependiente de la tienda de enfrente. Incluso la mortífera superstición que muchos experimentaban al ver cruzar un gato negro en su camino, todo eso me tenía sin cuidado.

Pero esta noche en particular, ese animal milenario, se había venido a acurrucar a mi lado con una lista interminable de sucesos olvidados. Comencé a reparar mi atención en cosas que nunca había advertido. En primer lugar, descubrí que todos tenían una forma particular de maullar y era como si tuvieran su acento jerárquico y eso diferenciara el origen de su barrio o la familia de la que provenían, en segundo lugar, sus erizados pelos cuando se enfurecían y sus diferentes y complicados códigos de movimientos de rabo, por último, sus ridículas peleas en las que la preparación para el ataque era más importante que las mordidas y rasguños. El cántico desafinado de tantos gatos hablando y gritando al mismo tiempo me hizo perder el control. Me asomé por la ventana y vi decenas de gatos causando alboroto por cualquier cosa. Les tiré todos los zapatos viejos que tenía a mano y los golpes certeros sólo sirvieron para agudizar los chillidos.

¿No será por causa de la luna llena?—me pregunté, pensando que era un cuestionamiento genial. Levanté la vista al cielo en busca del redondo queso pero no estaba—. !Me lleva! ¡Será entonces que no hay luna, desgraciados gatos, me van a matar con su barullo!

Me puse unos tapones en las orejas que no sirvieron de nada porque si bien era cierto que el ruido de los infelices bichos había disminuido, las imágenes e ideas relacionadas con los gatos comenzaron a surgir como borbollón. Lo peor de todo fue que a mí alrededor se empezó a formar un mundo de animales que emitían ronquidos de ventrílocuo, el aire tenía ese olorcito particular que a los alérgicos les produce picor y lagrimeo. Vi por primera vez los dos gatitos de porcelana que habían pertenecido a mi abuela y que, según mi madre, se habían vuelto añicos un día que mi abuelo sacó una licorera de la vitrina familiar. 
Otro fenómeno inexplicable fueron las prendas de mi ex novia rusa que tenía la costumbre de usar sus medias con encaje, sus faldas y blusas con estampados felinos. Las prendas colgaban por todos lados como trofeos de cacería; en la cabecera de la cama, en el suelo, en las puertas del armario y en el baño. Era como si de repente su ropa desperdigada reconstruyera en un cuadro todas las escenas de nuestros apasionados encuentros. Luego vino lo peor, pues choqué con Cortázar que andaba contándole un cuento a Theophille Gautier quien comparaba a su Childebrand con un minino pequeño que levantaba la oreja para escuchar mejor y repetía en voz muy baja “Soy Teodoro W. Adorno”. Estaba Dalí lamiéndose los bigotes, Borges guiñando un ojo y muchos de mis escritores preferidos haciendo cosas inauditas. Por desgracia, también estaban los escritores que no me gustaban. Armaban trifulcas enfrentando a sus gatos callejeros con los de Bradbury y Hemingway. El más escandaloso era el gato blanco de Bukowski y el más tierno el de Saint-Exupéry. Había un monje tibetano, con cara de alemán ingenioso e impostor, de nombre Lobsang Rampa, que tenía el don de traducir las palabras de los gatos, así que servía de mediador en las riñas.

Mi casa es muy pequeña, así que con tantos famosos reunidos para contar las historias de sus gatos, me vi en la penosa necesidad de salirme de allí. Ya iba a retirarme, cuando me detuvo Edgar Allan Poe que quería explicarme la causa del follón que se traían los morrongos esa noche. No vi a Hitchcock y tuve la intención de buscarlo para preguntarle si estaba el gato de la señorita Paisley, pero en ese momento sonó el teléfono.

Era Ginger que en realidad se llamaba Magda, pero como no le gustaba su nombre y siempre se presentaba con su seudónimo porque, como decía, tenía un gran parecido con la Rogers, la famosa sex simbol de las comedias musicales de Hollywood, y aunque tenía el pelo ondulado y rubio cenizo de la actriz, no se parecía mucho en lo demás porque sus ojos eran de color verde opaco y tenía los pómulos muy prominentes y la barbilla muy pequeña, lo que la hacía parecerse más a una cazarratones que a esa estrella de cine. Algo sí que era cierto y lo confirmaban todos mis amigos. Parecía una tigresa y cantaba muy bien gracias a su voz gatuna. En fin, me llamaba porque tampoco podía dormir.

—Hola, Ginger, ¿Qué tal estás? ¿Tampoco puedes dormir por causa de los gatos?

—¿Cuáles gatos?

—Pues. Los de la calle, creo que hasta tu casa deben de llegar los maullidos, son unos mil por lo menos.

—Mira, no sé a qué te refieres. Te llamo porque tengo un problema y necesito tu ayuda.

Me fui de inmediato a su casa para resolverle su insignificante contratiempo. Me abrió la puerta, iba con una bata de algodón color blanco y tenía echada la capucha, me costó trabajo cotejar su nuevo rostro con el que yo recordaba porque sus facciones se habían acentuado mucho. Su rostro era más ancho y los ojos se le habían agrandado, pensé que sería por la vida que llevaba, pues según tenía entendido sus padres habían progresado y le mandaban sustanciosas sumas de dinero que ella no desaprovechaba en absoluto. Me invitó a pasar, me dio unas chanclas para estar más cómodo y no estropear el piso con mis botas y me invitó a tomar un café. El silencio que había en su casa fue de gran alivio para mi pues los gatos ya me tenían harto con su jeringue.

—¿Y qué es lo que te pasa, Ginger? — le pregunté poniendo mucha atención en ella tratando de descubrir el motivo de su angustia.

—Mira, ¿Ves esto? — se había despojado de la bata, permanecía de espaldas y señalaba la parte superior de su cadera, exactamente en la parte dónde comenzaba la línea divisoria de su glúteos.

—Pues, todo está normal. Lo único que veo es que desde la última vez que estuvimos juntos, te ha engordado el culo y no está nada mal.

—¡Pero como eres bruto! ¡Toca aquí! —Yo me disponía a abrazarla y reanudar nuestras relaciones interrumpidas, por un novio tonto, que le había salido y que había entorpecido nuestra condición de amantes.

No pude culminar mis intenciones porque ella me cogió el dedo índice y lo colocó en el lugar que me había mostrado.

—Es un absceso de algo, no es grasa porque está muy duro, es como si fuera de hueso. ¿Desde cuándo lo tienes? ¿Has ido al doctor?

—Me salió ayer por la noche. Creí que hoy estaría más pequeño pero ha crecido mucho. Tengo miedo.

—¿Te duele? — le inquirí mientras oprimía la pequeña esfera de carne que crecía con rapidez después de las opresiones que le infligía.

—No me duele, pero cada vez que pienso en él o lo toco crece. ¿No será un tumor?

—¡Imposible! Los tumores no salen así.

Estuvimos intentando adivinar la causa y el origen del mentado montículo de carne pero nos cansamos y decidimos acostarnos. Nos desconectamos al instante, ella porque le había dado tantas vueltas a su problema y ya no le quedaron fuerzas para continuar, y yo por el contrario, todavía estaba irritado por el horrible mayar de los gatos pero pude conciliar el sueño con facilidad.
A mediodía me despertaron unas cosquillas en la nariz. Estaba muy encamorrado y no podía abrir los ojos, incluso pensé que Ginger, la traviesa, o Magda, mi ex amante, estaban haciendo sus juegos habituales de siempre para mostrarme su aprecio matutino. Quité el horrible quitapolvo de mi cara pero seguía con insistencia golpeándome.

—Ginger, deja de jugar con eso, quiero dormir un poquito más, por favor—. No obtuve respuesta alguna y el palo flexible de pelo suave y fino siguió mortificándome. —Déjame tranquilo, ya! ¡Por favor!

Me levanté enfurecido por la insolencia de mi compañera de cama, pero en cuanto logré abrir los ojos me quedé horrorizado. A mi lado estaba una tigresa roncando. La miré con atención y pude ver, disimuladas entre su máscara de pelo, las facciones de Magda, pero estaba manchada de amarillo y negro. Lo único humano que conservaba era el esqueleto pero lo demás era de un auténtico jaguar.

—¡Magda, despiértate!

—¿Qué pasa?

—No lo vas a creer. Te has convertido en tigre—. Ella se levantó de un ágil salto y se fue al baño para mirarse en el espejo, unos segundos después salió despavorida en mi dirección para matarme.

—¡Has sido tú! ¿Por qué me estuviste tentaleando toda la noche el maldito tumor? ¡Te voy a matar!

Gritaba como loca, mejor dicho rugía como fiera y, de puro milagro, pude salirme de su casa casi desnudo. En la calle fue peor porque no sólo Ginger se había convertido en felino, toda la gente había sufrido el mismo cambio. Había linces, panteras, tigres, leones, gatos monteses, gatos de todas las razas y todos, sin excepción, me acosaban con su mirada fiera y amenazante husmeo. No pude resistir la inhóspita atmósfera en la que me encontraba y me fui a refugiar a mi casa. En la precipitada carrera recordé que el culpable de todo era mi psiquiatra porque cuando le pedí una solución para controlar mi fobia a los ratones, me dio un consejo que no me explico con detalle y tuve que inventarme yo mismo el método para luchar contra la musofobia.

—Mire, Aníbal, las simulaciones controladas han sido infinitas y no van a dar resultados nunca. Ya hemos probado con pieles de ratón, ratas virtuales, Mickey Mouse y hasta Topo Gigio. No se va a curar si usted mismo no se predispone y deja de temerle a los roedores. ¡Ya sólo nos faltaría probar que imaginara gatos!

—¿Cómo dice, doctor?

—¡Que sólo nos faltaría que imaginara gatos! Para espantar a los ratones, pero eso sería inútil. Mire por hoy hemos terminado, venga la próxima semana y ya encontraremos algo.

 Así fue como me surgió la idea de imaginar gatos. Lo juro. Se lo he repetido mil veces señor. Ya sé que no me quiere oír. Por favor, no les diga a los enfermeros que estoy loco. Y por favor, dejen de repetir esa frasecita suya que me zumba en la cabeza…

 “Déjenlo, es un loco pacífico, pero hay que tener cuidado de que no vea a los gatos del patio”.