viernes, 2 de octubre de 2015

No fue una noche de perros, sino de gatos.

Eran las tres de la madrugada y los gatos no dejaban de maullar. En mis tiempos de juventud los gatos eran más tranquilos, incluso los que había tenido en la infancia siempre se habían distinguido por su conducta felina intachable. Cada uno con sus virtudes y defectos, pero dentro de las reglas y normas de los mininos de la metrópoli. Eso se entiende: gatos urbanos y educados. Pues, en esta ocasión se habían vuelto locos todos. Sería porque los tiempos cambian y cuando la gente escuchaba la radio y veía la televisión, los pequeños morrongos se echaban por los rincones o en el sofá, fingiendo dormir, pero en realidad era su estrategia para aprovechar las radionovelas con el fin de darle vuelo a su imaginación gatuna, cursi y romántica; otros, los más descarados, se montaban en los muslos de sus dueños con la excusa de que los acariciaran, pero con el objetivo claro de irse a chismorrear sobre los programas que pasaban por la caja tonta. La prueba clara de esa fea conducta eran sus alegres y, en ocasiones, excitantes ronroneos. Todo me parecía perfecto. La vida de esas mascotitas tan tiernas me tenía sin cuidado, la pregunta en ese momento era por qué maullaban como locos.

 Estábamos a finales de febrero y no había duda, al menos eso era lo que yo creía, de que la temporada de apareamiento ya estaba a años luz y que deberían dedicarse a sus quehaceres habituales. No podía entender cómo había pasado toda mi vida tranquilo sin percibir la presencia de los gatos. Ni siquiera en esas ridículas expresiones que usaba la gente cuando se salvaba de un peligro y hablaba de su número de vidas, o cuando ganaba en una discusión, o cuando sentía que había un misterio oculto, o cuando se sentía engañado por el dependiente de la tienda de enfrente. Incluso la mortífera superstición que muchos experimentaban al ver cruzar un gato negro en su camino, todo eso me tenía sin cuidado.

Pero esta noche en particular, ese animal milenario, se había venido a acurrucar a mi lado con una lista interminable de sucesos olvidados. Comencé a reparar mi atención en cosas que nunca había advertido. En primer lugar, descubrí que todos tenían una forma particular de maullar y era como si tuvieran su acento jerárquico y eso diferenciara el origen de su barrio o la familia de la que provenían, en segundo lugar, sus erizados pelos cuando se enfurecían y sus diferentes y complicados códigos de movimientos de rabo, por último, sus ridículas peleas en las que la preparación para el ataque era más importante que las mordidas y rasguños. El cántico desafinado de tantos gatos hablando y gritando al mismo tiempo me hizo perder el control. Me asomé por la ventana y vi decenas de gatos causando alboroto por cualquier cosa. Les tiré todos los zapatos viejos que tenía a mano y los golpes certeros sólo sirvieron para agudizar los chillidos.

¿No será por causa de la luna llena?—me pregunté, pensando que era un cuestionamiento genial. Levanté la vista al cielo en busca del redondo queso pero no estaba—. !Me lleva! ¡Será entonces que no hay luna, desgraciados gatos, me van a matar con su barullo!

Me puse unos tapones en las orejas que no sirvieron de nada porque si bien era cierto que el ruido de los infelices bichos había disminuido, las imágenes e ideas relacionadas con los gatos comenzaron a surgir como borbollón. Lo peor de todo fue que a mí alrededor se empezó a formar un mundo de animales que emitían ronquidos de ventrílocuo, el aire tenía ese olorcito particular que a los alérgicos les produce picor y lagrimeo. Vi por primera vez los dos gatitos de porcelana que habían pertenecido a mi abuela y que, según mi madre, se habían vuelto añicos un día que mi abuelo sacó una licorera de la vitrina familiar. 
Otro fenómeno inexplicable fueron las prendas de mi ex novia rusa que tenía la costumbre de usar sus medias con encaje, sus faldas y blusas con estampados felinos. Las prendas colgaban por todos lados como trofeos de cacería; en la cabecera de la cama, en el suelo, en las puertas del armario y en el baño. Era como si de repente su ropa desperdigada reconstruyera en un cuadro todas las escenas de nuestros apasionados encuentros. Luego vino lo peor, pues choqué con Cortázar que andaba contándole un cuento a Theophille Gautier quien comparaba a su Childebrand con un minino pequeño que levantaba la oreja para escuchar mejor y repetía en voz muy baja “Soy Teodoro W. Adorno”. Estaba Dalí lamiéndose los bigotes, Borges guiñando un ojo y muchos de mis escritores preferidos haciendo cosas inauditas. Por desgracia, también estaban los escritores que no me gustaban. Armaban trifulcas enfrentando a sus gatos callejeros con los de Bradbury y Hemingway. El más escandaloso era el gato blanco de Bukowski y el más tierno el de Saint-Exupéry. Había un monje tibetano, con cara de alemán ingenioso e impostor, de nombre Lobsang Rampa, que tenía el don de traducir las palabras de los gatos, así que servía de mediador en las riñas.

Mi casa es muy pequeña, así que con tantos famosos reunidos para contar las historias de sus gatos, me vi en la penosa necesidad de salirme de allí. Ya iba a retirarme, cuando me detuvo Edgar Allan Poe que quería explicarme la causa del follón que se traían los morrongos esa noche. No vi a Hitchcock y tuve la intención de buscarlo para preguntarle si estaba el gato de la señorita Paisley, pero en ese momento sonó el teléfono.

Era Ginger que en realidad se llamaba Magda, pero como no le gustaba su nombre y siempre se presentaba con su seudónimo porque, como decía, tenía un gran parecido con la Rogers, la famosa sex simbol de las comedias musicales de Hollywood, y aunque tenía el pelo ondulado y rubio cenizo de la actriz, no se parecía mucho en lo demás porque sus ojos eran de color verde opaco y tenía los pómulos muy prominentes y la barbilla muy pequeña, lo que la hacía parecerse más a una cazarratones que a esa estrella de cine. Algo sí que era cierto y lo confirmaban todos mis amigos. Parecía una tigresa y cantaba muy bien gracias a su voz gatuna. En fin, me llamaba porque tampoco podía dormir.

—Hola, Ginger, ¿Qué tal estás? ¿Tampoco puedes dormir por causa de los gatos?

—¿Cuáles gatos?

—Pues. Los de la calle, creo que hasta tu casa deben de llegar los maullidos, son unos mil por lo menos.

—Mira, no sé a qué te refieres. Te llamo porque tengo un problema y necesito tu ayuda.

Me fui de inmediato a su casa para resolverle su insignificante contratiempo. Me abrió la puerta, iba con una bata de algodón color blanco y tenía echada la capucha, me costó trabajo cotejar su nuevo rostro con el que yo recordaba porque sus facciones se habían acentuado mucho. Su rostro era más ancho y los ojos se le habían agrandado, pensé que sería por la vida que llevaba, pues según tenía entendido sus padres habían progresado y le mandaban sustanciosas sumas de dinero que ella no desaprovechaba en absoluto. Me invitó a pasar, me dio unas chanclas para estar más cómodo y no estropear el piso con mis botas y me invitó a tomar un café. El silencio que había en su casa fue de gran alivio para mi pues los gatos ya me tenían harto con su jeringue.

—¿Y qué es lo que te pasa, Ginger? — le pregunté poniendo mucha atención en ella tratando de descubrir el motivo de su angustia.

—Mira, ¿Ves esto? — se había despojado de la bata, permanecía de espaldas y señalaba la parte superior de su cadera, exactamente en la parte dónde comenzaba la línea divisoria de su glúteos.

—Pues, todo está normal. Lo único que veo es que desde la última vez que estuvimos juntos, te ha engordado el culo y no está nada mal.

—¡Pero como eres bruto! ¡Toca aquí! —Yo me disponía a abrazarla y reanudar nuestras relaciones interrumpidas, por un novio tonto, que le había salido y que había entorpecido nuestra condición de amantes.

No pude culminar mis intenciones porque ella me cogió el dedo índice y lo colocó en el lugar que me había mostrado.

—Es un absceso de algo, no es grasa porque está muy duro, es como si fuera de hueso. ¿Desde cuándo lo tienes? ¿Has ido al doctor?

—Me salió ayer por la noche. Creí que hoy estaría más pequeño pero ha crecido mucho. Tengo miedo.

—¿Te duele? — le inquirí mientras oprimía la pequeña esfera de carne que crecía con rapidez después de las opresiones que le infligía.

—No me duele, pero cada vez que pienso en él o lo toco crece. ¿No será un tumor?

—¡Imposible! Los tumores no salen así.

Estuvimos intentando adivinar la causa y el origen del mentado montículo de carne pero nos cansamos y decidimos acostarnos. Nos desconectamos al instante, ella porque le había dado tantas vueltas a su problema y ya no le quedaron fuerzas para continuar, y yo por el contrario, todavía estaba irritado por el horrible mayar de los gatos pero pude conciliar el sueño con facilidad.
A mediodía me despertaron unas cosquillas en la nariz. Estaba muy encamorrado y no podía abrir los ojos, incluso pensé que Ginger, la traviesa, o Magda, mi ex amante, estaban haciendo sus juegos habituales de siempre para mostrarme su aprecio matutino. Quité el horrible quitapolvo de mi cara pero seguía con insistencia golpeándome.

—Ginger, deja de jugar con eso, quiero dormir un poquito más, por favor—. No obtuve respuesta alguna y el palo flexible de pelo suave y fino siguió mortificándome. —Déjame tranquilo, ya! ¡Por favor!

Me levanté enfurecido por la insolencia de mi compañera de cama, pero en cuanto logré abrir los ojos me quedé horrorizado. A mi lado estaba una tigresa roncando. La miré con atención y pude ver, disimuladas entre su máscara de pelo, las facciones de Magda, pero estaba manchada de amarillo y negro. Lo único humano que conservaba era el esqueleto pero lo demás era de un auténtico jaguar.

—¡Magda, despiértate!

—¿Qué pasa?

—No lo vas a creer. Te has convertido en tigre—. Ella se levantó de un ágil salto y se fue al baño para mirarse en el espejo, unos segundos después salió despavorida en mi dirección para matarme.

—¡Has sido tú! ¿Por qué me estuviste tentaleando toda la noche el maldito tumor? ¡Te voy a matar!

Gritaba como loca, mejor dicho rugía como fiera y, de puro milagro, pude salirme de su casa casi desnudo. En la calle fue peor porque no sólo Ginger se había convertido en felino, toda la gente había sufrido el mismo cambio. Había linces, panteras, tigres, leones, gatos monteses, gatos de todas las razas y todos, sin excepción, me acosaban con su mirada fiera y amenazante husmeo. No pude resistir la inhóspita atmósfera en la que me encontraba y me fui a refugiar a mi casa. En la precipitada carrera recordé que el culpable de todo era mi psiquiatra porque cuando le pedí una solución para controlar mi fobia a los ratones, me dio un consejo que no me explico con detalle y tuve que inventarme yo mismo el método para luchar contra la musofobia.

—Mire, Aníbal, las simulaciones controladas han sido infinitas y no van a dar resultados nunca. Ya hemos probado con pieles de ratón, ratas virtuales, Mickey Mouse y hasta Topo Gigio. No se va a curar si usted mismo no se predispone y deja de temerle a los roedores. ¡Ya sólo nos faltaría probar que imaginara gatos!

—¿Cómo dice, doctor?

—¡Que sólo nos faltaría que imaginara gatos! Para espantar a los ratones, pero eso sería inútil. Mire por hoy hemos terminado, venga la próxima semana y ya encontraremos algo.

 Así fue como me surgió la idea de imaginar gatos. Lo juro. Se lo he repetido mil veces señor. Ya sé que no me quiere oír. Por favor, no les diga a los enfermeros que estoy loco. Y por favor, dejen de repetir esa frasecita suya que me zumba en la cabeza…

 “Déjenlo, es un loco pacífico, pero hay que tener cuidado de que no vea a los gatos del patio”.



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