jueves, 28 de junio de 2018

El poder infernal


El gendarme rural Ricardo Villanueva llegó al sitio donde se encontraba el cadáver. Saludó a su compañero José Álvarez y se dirigió a los forenses improvisados. Cuando les vio la cara comprendió que la democracia en el país había muerto. Miró sin lástima el moreno rostro del hombre que yacía boca arriba, puso más atención en el sitio e imaginó las circunstancias en las que había ocurrido todo. La calle tenía un empedrado disforme, con seguridad los asesinos se habían escondido en alguna esquina y cuando tenían a tiro a su víctima le dispararon a quemarropa. 
La mañana era fría, los curiosos habían preferido mirar por las rendijas de sus ventanas. Nadie quería comprometerse, pues el asunto era muy delicado. Lo más sorprendente no era el evidente crimen, sino que la secuencia de actos violentos llegara a un nivel tan alto. Emiliano Villa se había proclamado como candidato a la alcaldía de su pueblo. Dos ocasiones había ganado de forma extraoficial y está vez, como le decía a todo mundo, ganaría oficialmente por aquella ley que dictaminaba el sentido común: “A la tercera va la vencida”. En efecto fue la última, pero no a su favor. Eran las cinco de la mañana y algunos gallos comenzaron a cantar como si estuvieran reviviendo el pasaje bíblico de la negación de Cristo. El hombre inerte había sido algo parecido al Mesías en los últimos años de su vida. En algún momento de su recorrido político encontró una luz maravillosa que le mostró una sociedad utópica, alcanzable sólo con la bondad y los buenos principios. El problema es que quiso implantarlo en una tierra árida y estéril para la justicia. Había un cacique, Magdaleno Aceves, que había controlado la región y al ver amenazado su poder decidió extirpar la amenaza como si se tratara de un tumor. Todos sabían con certeza cómo actuaría en el momento final, pero la ilusión y confianza depositada en Emiliano los había cegado. Por unos meses creyeron que el milagro se cumpliría, que la injusticia sería erradicada con todos sus demonios y la armonía reinaría en ese rincón olvidado del mundo. Las lágrimas de la gente se convirtieron el rocío matutino. El silencio era tétrico y sólo los inocentes niños de pecho se atrevían a irrumpir con sus lloriqueos. Nunca habrá paz en nuestra tierra—decían las mujeres que empezaban a preparar el café con canela—. La verdad era tan cruda, tan inminente que la gente no podía tragarla, causaba desagrado y gestos de ira contra Dios. Si él, que había creado el universo, no podía llevar la justicia celestial a la tierra, entonces nadie podía hacerlo. Por qué habría querido el Señor que se sufriera el infierno en ese lugar. ¿Era una prueba para ganarse el paraíso? —se preguntaban todos cada día—. O era que el mal se había concentrado con todas sus fuerzas en un solo sitio. No había forma de lograr el orden por que ya estaba escrito: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Con seguridad la gente había llegado tarde, tal vez los pobres errantes bajaron de la montaña y el César ya tenía todo dispuesto para esclavizarlos. Los mártires que habían caído antes que Emiliano estaban en el reino divino, eran ángeles, pero no tenían voz ni voto.

Sólo una vez una anciana creyó ver a un arcángel que declaró que se haría justicia. Había sido hacía muchos años y seguramente su presagio, que provocó una gran revuelta al principio, se fue secando en el aire. Había quedado colgado el designio en algunos tendederos y a veces sus resquicios volaban por el viento y llegaban a la cantina para que algún borracho se sintiera capaz de luchar contra la ponzoña del planeta y fuera a entregar su alma al averno, que por un fenómeno transposicional se había convertido en la hacienda “El Verano”. Con ese nombre tan placentero don Magdaleno escondía sus pecados capitales, su encierro de doncellas y matones a sueldo. Desde su Olimpo controlaba la vida de los hombres que miraban con ojos bajos las decisiones de los maléficos dioses. Los mortales parecían sacados de las tragedias griegas. Los monstruos infrahumanos carecían de agua y tierra propias. La riqueza de las minas se había entregado en concesión a empresas extranjeras, las cuales para evitar cualquier pérdida por fraude o robo se trajeron a su ejército y espías. Al final, el todopoderoso Magdaleno Aceves había caído en sus redes cegado por la ambición. Les había entregado riqueza a cambio de protección y en su propia casa era un muñeco guiñol. «¿Qué va a pasar ahora en este pueblo? —se preguntó José Álvarez mirando los montes—. Ricardo Villanueva sólo encogió los hombros e hizo un gesto deformando sus labios. Se celebró casi en secreto el funeral nadie lloró ni comentó las virtudes del muerto. En un ataúd muy modesto estaba el cuerpo bien vestido del hombre que había puesto resistencia a la injusticia, pero su teoría de la no violencia, el amor y el apego a la verdad lo terminaron mandando al cielo por ser tan santo. La vida siguió su curso. Magdaleno celebró su victoria con sus compinches. En las faldas del cerro llamado “El Trinche” se empezó a edificar una casa, se definieron las limitaciones de un gran terreno y el pueblo dedujo que el propietario de toda esa gran extensión era el asesino gozando de su paga. En efecto Valeriano Ciénagas había quemado su modesta casa de adobe y se había llevado a su esposa y cuatro hijos a su nueva residencia. La gente los miró de reojo pensando en que se habían cansado de sufrir y se encaminaban al sitio a donde van a morir los olvidados. No fue así porque se les vio muy pronto despojados de sus vestidos amarillentos y ajados. Tenían nuevos sombreros y las mejillas chapeadas. Las muestras del bienestar se les marcaban en sus sonrisas que en antaño fueron más bien opacas. La cobardía de Ciénagas motivó la aparición de serpientes silenciosas con un veneno muy potente, pero ineficientes para curar el mal que propagaba Magdaleno Aceves.

Una tarde fría, cuando el sol se estaba ocultando para dejar de mortificar a los pobres campesinos que lo veían pidiéndole un poco de tibieza, llegó envuelta en una manta una mujer. La vieron pocos, sin embargo, pronto se supo que estaba en casa de Justino Padilla, que era una parienta lejana que venía de quien sabe qué tierras. Era guapa, decían todos. Jamás se ha visto por aquí ese tipo de personas. Tiene una mirada de ámbar un poco felina y el pelo claro. Pronuncia muy fuerte algunos sonidos que por aquí son débiles. No se anda con rodeos y mira siempre de frente. La expectación mantenía a todos con la vista apuntada a la casita de los Padilla. Eran dos viejos que no tenían para comer y mucha de la comida que los conservaba con vida llegaba por vía de la compasión de sus vecinos. Al cabo de unos días salió Amanda iban con un vestido de percal muy limpio, pero nada nuevo. Llevaba un rebozo, unos guaraches y caminaba con garbo. Sus pasos eran lentos y su postura recta. Se podía adivinar la belleza de su cuerpo esbelto. Se fue al río y se lavó la cara y los brazos. Estuvo unos minutos resistiendo la potente luz del sol y luego se sentó a la sombra. Estaba pensativa, jugaba un poco con la hierba y parecía que acompañaba el trino de los pájaros con una canción rara. Dicen que parecía una oración, pero nadie lo pudo confirmar porque fue la única vez que cantó. Magdaleno atraído por los rumores no pudo resistir su curiosidad, cogió unos pendientes muy caros de su esposa y salió a caballo resguardado por sus caporales. Encontró a Amanda correteando unas gallinas, estaba agitada y respiraba con fuerza, su pelo ondulado parecía una melena leonesa oscura. Sintió la mirada de Magdaleno y se detuvo cuando colgaba de su mano derecha la flaca ave con los ojos como los del visitante. «Vengo a darle la bienvenida a nuestro pueblo, señorita Amanda—dijo Magdaleno retorciéndose el bigote y mirando debajo de la ropa el posible aspecto de erguido cuerpo—, tome este regalo como prueba de mi aprecio». Amanda no se movió y le dijo que no quería ningún regalo, que no era nuevo y que la joya se la había robado como todo lo que él decía que le pertenecía. Don Magdaleno se puso furioso, trató de contener la espuma que le salía por la boca, pero se la llevó una corriente de viento empolvado. Sujetaba con fuerza la rienda y el caballo sintió que le dislocaban la quijada. Amanda no se movió ni sintió el peligro de las amenazas. Sus ojos permanecieron impasibles hasta que la nube de polvo se desvaneció y dejó ver unos pequeños cuacos volando en estampida. Le torció el cuello a la gallina y comenzó a desplumarla.

Las noches comenzaron a llenarse de humores agrios. En algunas casas había preocupación y rezos. Magdaleno llamaba a sus amantes y les pedía modelar desnudas a media luz. Se le había caído el velo de los ojos, veía caderas planas, vientres esféricos, piernas endebles y caras grises. «¿Cómo es posible—se preguntaba con pena— que en mi casa se marchite la belleza? ¿No será que he sido un ciego? He amado y deseado esperpentos, todo es fruto de mi debilidad e impotencia. Con el poder que tengo bien habría podido revolcarme con actrices, beldades inalcanzables para los mortales y heme aquí engañándome como un semental en decadencia que monta sobre vacas improductivas. Tomaré las medidas adecuadas».

Las noches se llenaron de sudor y agitación. La figura de Magdaleno se mezcló con los espectros de su pasado y revivió sus aventuras, recordó sus noches alcoholizadas. Los asesinatos efectuados en un estado levitante, veía a sus víctimas llorar implorando por sus seres queridos, pero la soberbia tiraba del gatillo y se convertía en gritos de lujuria. Entendió que la nostalgia que sentía era provocada por un enamoramiento. Eran esos ojos de miel y esa mirada penetrante la que lo seducía. Se los imaginaba formando parte de un cuerpo desnudo, activo y sensible. «Tiene que ser mía esa desgraciada—se dijo apretando los puños y tirando de una rienda imaginaria como la que había dislocado la quijada de su caballo preferido—. Le voy a pedir que se vaya a vivir conmigo a la hacienda chica, ahí donde podré revivir mi juventud». No sabía que estaba abriendo una brecha hacia un encuentro con el hombre que había asesinado para aplacar las protestas y esperanzas de un pródigo cambio social. Un sábado en el que había concebido bien el sueño y se encontraba de buen humor, se bañó, se puso un traje nuevo, se perfumó y se emparejó el bigote. La servidumbre sabía lo que eso significaba, Carolina, la esposa de Aceves, se estremeció porque una carga de electricidad gélida le enderezó la espalda y le hizo sentir un ardor extraño. Le punzaron las sienes y la derribó en la cama una fuerte jaqueca. “Ojalá se muera el maldito—se repetía Carolina sumiendo con fuerza su cabeza en la almohada. Se imaginó a Magdaleno perforado por los balazos de una metralleta, pero luego borró su imagen ensangrentada por el temor de verlo revivir a pesar de todo el plomo que tenía dentro—. Ya es hora de que Dios se acuerde de este maldito pueblo”.

Magdaleno preguntó por Amanda y le dijeron que estaba en el río. La encontró en el momento en que salía desnuda del agua. La impresión fue tanta que hasta el caballo se quedó inmóvil. No hubo ni intercambio de miradas ni saludos ni siquiera una actitud por parte de Amanda que expresara su sorpresa. Magdaleno le dijo que estaba dispuesto a todo, que la quería sólo para él. Hablaba sin saber que sus palabras se confundían, que por momentos se refería a la belleza del cuerpo y de sus intenciones y en otros de sus promesas. «Piénsalo bien, Amanda, conmigo tendrás todo. No escatimaré para que te pertenezca no sólo este pueblucho, sino el país entero. Te voy a hacer la reina más envidiada del planeta». La poco convincente palabrería de Magdaleno se estrelló contra un silencio férreo. Preguntó varias veces y cada vez se fue sintiendo más incómodo. Era como si en ese silencio le empezaran a quitar su máscara y lo dejaran desnudo, mostrando su impotencia ante una crítica veraz. En esa situación la reacción normal habría sido la venganza. En otros tiempos ese acto hubiera afectado su reputación y se habría visto obligado a dispararle a su pretendida. Ahora, era el dueño de todo, sabía que asesinarla habría sido la muestra más horrible de debilidad. «Tú misma vendrás a buscarme—dijo con los dientes apretados—, ya lo verás». Emprendió con seguridad su regreso. Nadie lo quiso ver de frente y los que no alcanzaron a esconderse fingieron estar ocupados en labores importantes.

Otra vez las noches se llenaron de demonios. Esta vez le parecieron otros. Antes se complacía con su presencia, pero ahora sentía que hasta ellos lo despreciaban por irresoluto o cobarde. Decidió llevar a cabo un escarmiento. Cogió una botella y comenzó a producirse heridas para realizar con saña su venganza. Después de dos días continuos de furia contenida sacó unas antorchas y se llevó tres hombres, llegó a la casa de Justino, lo sacó y le prendió fuego ante los ojos de su esposa. Luego a la señora Marga le ató los pies a su caballo y dejó que la arrastrara por el campo. Se acercó a Amanda y le dijo que si no se iba con él acabaría con todo el pueblo. «Tuya será la culpa por los muertos que haya hoy—le dijo retándola—. En tu conciencia estarán penando hasta que tú misma no lo aguantes y te mueras». El efecto esperado no llegó. En lugar de ceder, Amanda sólo se rio con un gesto extraño. Se oyeron unas palabras y Magdaleno no entendió, pero no quiso preguntar. Se tuvo que dar media vuelta y volver a su hacienda. En el trayecto la voz comenzó a tomar forma. No habían sido palabras, más bien era una insinuación. “A mi no podrás matarme porque ni tienes el valor y la pérdida es más grande para tu orgullo que para mí”. Ese era el verdadero significado de su penetrante mirada. Magdaleno sintió algo inconcebible. Les ordenó a sus hombres seguir y se fue directo al monte. Allí pasó la noche haciendo conjuros. El alba iluminó su cara congestionada. Ningún ánima le había dado una respuesta concreta. Había sacado sus conclusiones y la peor era la que le había enseñado que los demonios y esas fuerzas del más allá eran sólo torrentes de energía perjudicial, eran sus mismos sentimientos negativos producidos por sus traumas. Pensó que, si Dios no lo había ni recriminado ni compensado, sus aliados sí harían justicia. Recordó que su traición, su anti-patriotismo era una aberración y que con su muerte se acababa él y todas sus generaciones pasadas. Tuvo el presentimiento de que todos sus actos habían sido absurdos y que sólo un estúpido se habría dejado engañar por el brillo de la riqueza y el poder. Ni sus hijos, ni sus nietos, ni sus bisnietos podrían pronunciar con orgullo su apellido. Les dirían que eran producto de la involución humana. Bestias satánicas con aspecto humano. En una palabra, más salvajes que los animales del monte.

No sabía cómo recuperar su poder. Supo que a sus espaldas los extranjeros a quienes les había entregado todo por su reconocimiento lo trataban de soso e ignorante. Las máscaras le mostraban sonrisas, pero del otro lado de la frontera su condición era peor que la del más estúpido de los hombres. Perdió empuje y valor. El sueño se le fue ausentando como el humo de sus puros y las ideas tediosas sobre si mismo le dejaron inmóvil medio cuerpo. Estaba derrotado. La rebelión de sus articulaciones lo hizo muy rencoroso. Tenía todavía el poder de decidir el futuro de su reino. Paralizado y todo, tenía esa voz de gobernador, de dictador incuestionable. Pidió noticias de Amanda y la sorprendió un día en medio del campo. Llegó hasta ella renqueando. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para hablar. Amanda no respondió a ninguna de sus preguntas, ni reaccionó a sus amenazas y lo único que dijo sonó como sentencia el día del juicio final. Magdaleno ya no se pudo mover. En los pocos minutos que tuvo de conciencia fue arrollado por la ira de sus malos actos que se le retro vertieron.  La debilidad física le había mostrado el lado oscuro de sí mismo. El estado flácido de su personalidad y sus miedos infantiles. Nadie lo lloró. Nadie se percató de su ubicación hasta que unos  perros con fuertes ladridos indicaron por equivocación el paradero de una niña extraviada en los sembradíos de maíz.

lunes, 11 de junio de 2018

El despertar


Abrió la puerta y vio la litera. Puso las pocas cosas que llevaba en un armario de pino. La habitación estaba fría, húmeda, pero limpia y muy ordenada. El aire, cargado de un sabor amargo, le raspó el pecho. Se cambió de ropa y esperó a que volvieran por él. Pasaron unos minutos, en su cabeza se acomodaron los acontecimientos de las últimas semanas. Su viaje a una nueva vida había empezado de forma trágica, ahora estaba intranquilo. ¿Cuál será mi futuro? —se preguntó pensando más en sus hermanas que en sí mismo—. Al recordar se le fueron saliendo las lágrimas mientras contaba en voz baja los largos segundos de espera.

«Lo siento mucho Nicolás—le había dicho la tía Elena—. No puedo darme el lujo de quedarme con todos ustedes, me haré cargo de tus hermanas. Lo lamento de verdad. Tendrás que irte a Monterrey a buscar a tío Alberto. Ten este dinero y márchate. Aquí está la dirección». 

Fueron las únicas palabras que le dijo su familiar más próximo. Sintió abatimiento y odio al mismo tiempo. Sabía que sus hermanas menores estarían bien, pero no se podía explicar por qué no le habían permitido quedarse. Tenía sólo quince años y era huérfano. Lo habían despreciado como algo desagradable, peligroso o innecesario. Su padre Renato había desaparecido sin dejar rastro y no hubo compadre, amigo o conocido que se cuestionara la posibilidad de protegerlo. Era como si todos hubieran tratado de evitarlo como a la peste. Miró los billetes viejos que tenía en la mano y se subió a un autobús que iba a la estación de trenes. Sentado en un asiento trasero ocultó la cara. No quería recordar la ciudad. El trayecto era largo y tedioso. La gente sumida en sus conversaciones era ajena a su dolor. Un hombre que se subió a cantar con una guitarra le hizo albergar esperanza, una pequeña flama de anhelo que le dio fuerzas. Había estudiado bien, siguiendo el ejemplo de su padre, quien había pasado por experiencias desagradables. Una gran guerra, el rescate de condenados a muerte. La sangre se le entibió y el corazón le empezó a golpear el pecho. Su mirada se detuvo en un punto vago. Miraba la nada y el todo. Pidió y rezó por sus seres queridos. Su madre consumida por el cáncer, su padre probablemente asesinado, sus hermanas condenadas a trabajar día y noche para una mujer amargada. Él era el único a quien habían soltado al vuelo. Comprendió que aferrarse a su situación anterior era absurdo y tenía que enfrentar su destino. La salvación se encontraba a doce horas de viaje en tren, pero no tenía garantías, temblaba de horror. De pronto, era un ser individual, dueño de su camino y su propia vida. Podía entregarla y perderlo todo, pero también podía ganar. Nunca había sido cobarde, haría lo imposible por demostrar que no era débil. Regresaría un día a ver a sus hermanas y les mostraría las pruebas de su buena decisión: unos hijos, esposa y trabajo. Sería un mito familiar, parte de su historia en varias generaciones.

Compró un billete de tercera. Miró la naturaleza desplegándose en paisajes diversos tras el ventanal. Primero frondosos, atiborrados de pinos y tierra alfombrada de espigas doradas, luego hierba y cactos con hojas ovales y chichones. Recordó un sabor ardiente, la lengua se le hizo liquida y se transformó en una inquieta serpiente. Tuvo que defenderse del sonido de sus tripas. No había recuerdo, ni fuerza de voluntad que le ayudara a controlar su hambre. Nunca la había sufrido de una forma tan desesperanzadora. Siempre había tenido algo que llevarse a la boca, incluso en los momentos más austeros. Ahora temía ser víctima de la inanición. Enfrentó la lucha interior, descubrió que su orgullo era un arma peligrosa. Había una señora en el asiento de enfrente. Estaba alimentando a su marido e hijo. El olor a pollo era un terrible martirio. De pronto el niño dejó caer un trozo de pan. Nicolás, con disimulo, atrajo con el pie el mendrugo y se inclinó aprovechando un repiqueteo del vagón. Masticó muy despacio, con el rostro vuelto a la ventana. Le fue posible apartar la imagen de los ojos críticos que lo juzgaban o lo compadecían. Una voz de su interior salió anunciándole un cometido, era tal vez una convicción o una afirmación que se materializaría con el tiempo. «Prométete—decía con énfasis— que nunca más volverás a pasar por esto. Nunca más vuelvas a poner tu amor propio por los suelos. Necesitarás mucho valor para enfrentarte solo la vida». Engulló el bolo y se abandonó al sueño.

Un altavoz lo despertó. Se levantó con pesadumbre y salió de la estación de trenes. Eran las seis de la mañana. Hacía frío. Pidió que le indicaran cómo llegar a su destino. Lo encontró, para su desgracia, bastante pronto. Tardó sólo un cuarto de hora en llegar. La casa de Tío Alberto era grande, pero él hacía tiempo que no vivía allí y no se tenían referencias de su paradero. Las calles volvieron a ser desoladoras y los pasos indeterminados. Llevaba la mirada fija en el suelo. Tenía que buscar un refugio, un lugar de salvación. Se sentía un náufrago. De pronto, vio un anuncio. Era un internado. Preguntó si podía quedarse, explicó su situación. Lo hicieron esperar. Las paredes eran beige, los chicos estaban haciendo filas en el patio. Todos llevaban el pelo corto, la camisa blanca, los zapatos lustrosos, se veían serios. Deseó que lo acogieran. Apareció ante él un hombre con rostro rígido, le explicó el reglamento y la sanciones por incumplimiento, luego llegó una mujer ruda con un uniforme, un jabón y una toalla. Lo acompañó hasta un corredor de puertas blancas. Llegaron a una con el número ocho. 

«Deja tus cosas aquí y cámbiate—le dijo la mujer con voz chillona—, vuelvo en unos minutos». 

Más tarde, Nicolás oyó los tacones de la mujer y supo que su viaje pronto comenzaría, respiró hondo y enderezó el cuerpo.



lunes, 4 de junio de 2018

El hombre desafortunado


Octavio Salinas estaba viejo. Se le ocurrió un brillante plan. Le había dedicado su vida a la literatura, pero las circunstancias habían impedido que lo reconocieran como talentoso escritor. Se había dedicado a todos los oficios habidos y por haber para sobrevivir. Un día le ofrecieron unas cuantas horas en una escuela secundaria y comenzó a impartir sus clases de literatura. El sueldo le ayudaba a medio vivir, pero era feliz. Leía mucho y escribía más. Le encantaban los cuentos y las novelas. En los momentos que se cansaba de narrar sus historias optaba por la poesía y eso engrandecía su obra porque era la fuerza vital que le daba ánimo para sobrellevar el dolor de su corazón. Todos los días, sin excepción, se levantaba a las seis de la mañana, se preparaba un café y se ponía a trabajar muy duro. Hacía planes todo el tiempo. Colocaba en un gran corcho, que tenía en la pared, sus notas, frases ingeniosas y las ideas que le llegaban de repente a la cabeza. Después pensaba horas enteras en sus tramas y cuando ya tenía armado el mecanismo, lo ajustaba y lo echaba a andar para confirmar que funcionaba. Si resistía las lecturas de los días posteriores y seguía entera, entonces la acomodaba en sus carpetas, hacía unas anotaciones y seguía con los siguientes proyectos.

Estaba flaco, no era muy alto y por las tardes se le veía andar a paso lento por las callejuelas de su barrio. Tenía el pelo rizado y, por su falta de consistencia y espesura de antaño, se le levantaba como si fueran las plumas de un penacho. Sus párpados se le habían ido cayendo con los años ocultando sus bellos y expresivos ojos de aceituna. Los vecinos lo tenían en gran estima y se detenían a conversar con él porque siempre hablaba de los libros que conocía. Su forma de conversación era como una clase del colegio, pero con el estilo de los filósofos griegos.  Así, con preguntas simples y respuestas deslumbrantes transmitía sus críticas de las grandes obras universales. Un día una persona importante del gobierno, que estaba promoviendo su campaña electoral, lo oyó hablar y se interesó por él. Le dijeron que siempre había trabajado, que lo recordaban como carpintero, mecánico, fontanero, barrendero, mensajero y maestro tanto de construcción como de escuela. Octavio Salinas fue invitado a una entrevista. Llegó al edificio público con un pequeño maletín y fue recibido por el ministro de cultura que había accedido, por petición de su secretario, el descubridor de aquel talento; a dedicarle cinco minutos. La conversación duró más de dos horas y al final el ministro Colosio le rogó que asistiera durante unos días con todos sus escritos para que una secretaria se los pasara a máquina bajo su supervisión y, así, se pudieran publicar todas sus historias.

Octavio se vio impedido de sus paseos, de sus conversaciones amenas vespertinas y de sus comidas modestas en los puestos callejeros. Le asignaron a Sarita, una mujer muy guapa que se aferraba con todas sus fuerzas a no perder la frescura de su juventud, a pesar de que pasaba los cincuenta, seguía teniendo un aspecto lozano, al menos en la conducta. Octavio descubrió que era inteligente y que podría colaborar muy bien con él. Se instalaron en una oficina dispuesta para el trabajo y comenzaron. En dos días habían adelantado poco, Octavio se había cansado de llevar su traje gris y la incómoda ropa le estorbaba. Pidió permiso para ir de vaqueros y camisola, se lo permitieron a condición de que entrara con chaqueta al edificio. Octavio era un completo desconocido en esa institución, todos los empleados se ocupaban de sus asuntos y nadie lo saludaba ni lo notaba. El anonimato aceleró su trabajo y en tres meses y medio ya estaba todo listo.  Se sorprendió mucho de que sus cincuenta años de actividad literaria se hubieran comprimido en diez tomos un poco gruesos. Suspiró con resignación y se despidió del ministro. “En cuanto tengamos noticias de algo, señor Octavio—le dijo estrechándole con mucha fuerza la mano—, le llamaremos. Es usted un gran hombre. Hasta pronto”.  

Volvió a sus actividades normales y rebozaba de felicidad, hasta su andar adoptó un ritmo más ágil. Ya no lo veían encorvado, su voz era más vigorosa, sus pelos seguían siendo rebeldes, pero no les duró mucho el gusto, ya que la señora Dolores se horrorizó al verlo y a empujones lo metió a la peluquería. Salió con buen aspecto, parecía otra persona sin los largos mechones y el bigote bien afeitado. Fue una buena decisión la de la señora Lola porque unos días después le serviría su nuevo aspecto para salir bien en las fotos de los diarios. Cuando Octavio estaba dando una lección magistral sobre la novela romántica del siglo diecinueve, se abrió la puerta del aula y entró el director. “Se ha hecho usted famoso, señor Salinas—le dijo entregándole un ramo de flores, un cheque con su sueldo triplicado y una medalla de níquel conmemorativa que mostró con orgullo a los reporteros que lo acompañaban—. Le han publicado sus libros, hay una reseña en el diario, mire. Aquí está”.  Octavio hizo un gesto extraño y trató de levantar los párpados, pero ya estaban tan holgados que resultó inútil el esfuerzo, lo que sí logró fue hacer una mueca y luego mostró los dientes como un chimpancé. Su sonrisa no era de alegría, simple y sencillamente era su reacción natural ante las noticias. La gente lo criticaba por eso, porque fuera mala o buena la noticia la expresión era igual. El director no puso atención en eso y le dijo que se podía tomar el día libre. Se negó, pero el peso de las circunstancias y el deseo de los chicos por salir a pasear, borraron el interés que había despertado con sus hermosas palabras sobre la narrativa relacionada con el amor. Cogió resignado su portafolio y salió con sus flores abrazadas como si fueran un ser vivo. Por el trayecto a su casa se le ocurrió el plan, que ya les había mencionado al principio, pero por extenderme en la descripción de su personalidad y forma de vida se me pasó contar. Más adelante lo desvelaré porque es prematura la escena y faltan algunos aspectos por tratar.

Cuando llegó a su casa quiso continuar con su vida habitual, pero las interrupciones lo acosaron como insectos enfadados. Primero el teléfono que estaba lleno de polvo porque nadie había hecho una llamada en años, luego la puerta que no podía proporcionarle la intimidad deseada y se habría para recibir a sus vecinos que le llevaban flanes, arroz, guisados de todo tipo, dolorosas confesiones y dulces ruegos. «Es por mi hijo, ¿sabe? —le decían algunos con cara compungida— Desea obtener una beca e irse al extranjero y necesita un poco de ayuda económica». Las peticiones eran diversas, había quien no se intimidaba para demandarle abiertamente lo que necesitaban. Podría echarme una mano para conseguir empleo. ¿Qué tal si nos ayuda a pagar nuestra hipoteca?  ¿Y sí nos prestara dinero para nuestra luna de miel?  Cuando llegó la noche no pudo soportar más las llamadas y las visitas, se puso unas orejeras y un antifaz y se metió a la cama.

Durmió bien, incluso logró olvidar el ajetreo del día anterior. Su vida cambió por completo, decidió no asistir más a la secundaria y se ponía un sombrero y unas gafas de sol para hacer sus paseos que ya no eran por su barrio, sino en uno de los parques más grandes de la ciudad. Allí se mezclaba con la muchedumbre y sentía el sabor de la vida. Lo empujaban de vez en cuando o lo insultaban por pararse en los lugares inadecuados, lo trataban como el anciano que era y se sentía bien. Pasados unos meses, un golpe terrible de la suerte le cambió la vida. Se anunció que le habían otorgado un reconocimiento por su obra. Le preocupó de inmediato el dinero, pues la suma era bastante jugosa y le puso ante los ojos a los vecinos exigiéndole ayuda. No era tacaño, pero no quería convertirse en el mensajero de un mecenas improvisado que les entregaría las sumas requeridas a sus destinatarios para quedarse de nuevo en la calle. No le preocupaba su capital ni perderlo todo, ni prestarlo, lo que aborrecía era el orden en que se habían sucedido las cosas. Lo ideal habría sido que pasara todo al revés, que primero, cuando era joven enamorado y con ilusiones, le hubieran dado el dinero y, después, ya achacoso y feo, la facultad de escribir. Entonces tuvo una idea —remarco aquí que fue sólo algo de lucidez que permitió después que concibiera su plan, que era el de alejarse de las personas que lo conocían—, comenzó a gozar de los placeres que le proporcionaba su cuenta del banco. Apartó un poco su vida pública y se dedicó a sus placeres. Se arregló el peinado, se compró buena ropa y perfumes. Se reservó mesas en los mejores restaurantes y probó las cosas que jamás había comido, además se permitió algunos pecados como el de excederse con la grasa, el vino y la compañía de damas de la vida alegre. Se cambió de domicilio y se compró algunos cuadros de pintores reconocidos, decoró su piso con muebles caros y se construyó un sauna. Todo era placer y descanso.

Una noche se despertó asaltado por una idea desagradable. Una especie de masa densa y caliente que se le escurría lentamente por el cerebro y le producía la sensación de opresión y fatalidad. Era su inactividad literaria. Llevaba mucho sin garabatear sus ideas en papelitos sueltos. Se trató de calmar diciéndose que era una etapa de cambio y en cuanto se estabilizara volvería a su estado habitual. Pasaron unos días e intentó probar con algunas ideas espontáneas e ingeniosas, pero el resultado no se vio. Entonces sí perdió el sueño y comenzó a angustiarse. Ya no estaba en edad de esperar la beligerancia de la inspiración en su campo de batalla. Perdió el apetito, se puso a releer sus obras tratando de chupar la pulpa de sus geniales ideas. Todo lo recordaba, incluso podía volver a ese estado de iluminación en el que extendía los brazos, miraba al cielo y le daba gracias a Dios por el milagro. El problema era que cuando se ponía a escribir, las palabras quemaban el papel, cuando trataba de enfriarlas rompía la fina superficie. Se alarmó y se puso a meditar. Se mató de hambre una semana pensando que el ayuno le crearía el efecto de levitación de antaño. Todo fue inútil y cuando ya llevaba tres días de insomnio, se desmayó.

Alguna de las divinidades del cielo se compadeció de él y bajó a darle un consejo. Él lo tomó como un sueño agradable y alentador. “Debes buscar a algún escritor que se encuentre en una condición paupérrima. ¿Recuerdas cómo sufrías de hambre y matabas el deseo de comer con la cerveza y las historias que inventabas? Hay varios candidatos cerca de ti. Busca al más adecuado y dile que escriba en tu nombre, revélale tus secretos y guíalo para que no se muera de hambre, pero pueda mantener la fuerza suficiente para seguir con tu producción literaria.”. Al despertar Octavio estaba desconcertado, apenas tenía fuerzas para levantarse. Se duchó, se vistió y salió a buscar alimento. Entró en la primera cafetería que encontró y pidió una sopa de pollo. Saboreó con gusto el caldo y mordisqueó un pan suave. Ya había terminado de comer cuando al sobarse la barriga volteó a la derecha y vio a un hombre flaco con cara de felicidad que tenía una taza de café frío. Le puso atención y vio que levantaba la vista, se quedaba pensando unos minutos y luego escribía en un cuadernito algunas cosas. “¿Es usted escritor? —le preguntó reconociéndose en sus años de juventud y penuria—. Sí lo soy. —fue la respuesta—. Entonces aplicó ese plan al que me refería al principio. Le surgió de inmediato porque ya tenía el consejo de su sueño o del arcángel que lo había visitado. El tipo era muy agradable, pero su aspecto dejaba mucho que desear. Supo que el hombre llevaba mucho tiempo tratando de publicar, pero nadie lo recibía en las editoriales y los críticos no entendían su estilo. Le preguntó por sus historias, le sacó con cuidado todos sus recursos narrativos provocándolo con su placentera charla y escrupuloso método. Al final, se ofreció a ayudarle con la condición de que publicaran con su nombre, o sea Octavio Salinas. El hombre estaba tan necesitado y deseoso de ganar un poco de plata que aceptó con los ojos cerrados. Conversaron bastante tiempo y Octavio se lo llevó a su piso para explicarle las cosas con lujo de detalle. Como el pobre no tenía a donde ir, Octavio le propuso que se quedara a vivir con él. Así sería mucho más fácil trabajar.

No tardaron en publicar la primera novela. El ministro de cultura estaba feliz, los críticos decían que Octavio Salinas había rejuvenecido unos veinte años como mínimo. Era verdad porque Andrés Medrano, el nuevo Octavio Salinas camuflado, iba a cumplir cincuenta y cinco. Empezó una lluvia de inspiración que aumentó la colección de obras de Salinas en cinco tomos más. Andrés y él estaban felices. Octavio vivía a cuerpo de rey, descansaba en las mejores playas del mundo y Andrés no paraba de escribir. Un día Octavio se sintió mal y se puso a hacer su testamento. Le pidió a Andrés que no revelara la verdad después de su muerte, que siguiera publicando como lo habían acordado. Le recomendó que aprovechara el dinero, que cuando se sintiera cansado y lo abandonara la inspiración o el deseo de escribir buscara un sustituto, pero que no cambiaría el nombre del autor. Al poco tiempo Octavio falleció. Fue necesario sepultarlo en secreto para no arruinar el plan que había elaborado tan certeramente. Andrés trabajó mucho, pero también se vio en la necesidad de buscar un sustituto. Lo encontró. Las obras de Octavio Salinas ya eran más de veinte tomos. Sus lectores se sorprendían de que a sus cerca de cien años tuviera una lucidez tal. Andrés enfermó gravemente y se puso a buscar un sustituto, hizo testamento y se resignó a declarar la muerte de Octavio mostrando su propio cuerpo. La noticia causó furor y la gente comenzó a adquirir la colección completa de sus obras. Magdaleno Rivas, su servidor, se vio en un enorme problema porque tuvo que anunciar cada nueva novela como un escrito póstumo del célebre Octavio Salinas.  

Yo también he sido prolífero, he logrado que las obras del famoso Salinas tenga treinta tomos, pero estoy cansado. He perdido la inspiración y la angustia me quita el sueño. No me queda otra salida más que buscar a una persona que pueda seguir escribiendo las novelas póstumas del apreciado y querido Octavio Salinas o Andrés Medrano o Magdaleno Rivas. Te he de comentar que es una vida tentadora. Se posee casi todo: fama, dinero, éxito y veneración, todo mundo habla de ti en los bares, en la calle, en cualquier sitio. La suma de dinero no es de despreciar y prefiero no mencionártela ahora. El caso es que te he encontrado a ti y, si no estás en contra, podré retirarme pronto. Si me prometes que publicarás con el nombre de Octavio Salinas y le dices a los editores que las obras son de él y que las has encontrado en algún lugar donde vivió; entonces te lo dejo todo. ¿Aceptas? Podría darte unos cuantos consejos, pero veo que eres una persona talentosa y sagaz. Ya sabes lo que tienes que hacer.     

viernes, 1 de junio de 2018

El hombre afortunado

Llevaba una gran hacha en la mano. Iba subiendo despacio los escalones del patíbulo. Nunca había sido su respiración tan dolorosa como en ese instante. La negra capucha era pesada y estaba mojada de sudor, le creaba un efecto de introspección que nunca le había interesado en sus veinte años de servicio; pero ahora, por la importancia de los hechos, lo martirizaba sumiéndole la cabeza en los hombros. La noche anterior había reconstruido su pasado hasta que el sol se lo interrumpió. Esperaba que se realizara un milagro, que la Divina providencia impidiera su cometido. Nunca había castigado injustamente a nadie, pero esta vez se habían tergiversado las cosas. Se sentía más culpable que la víctima. Llegó hasta su sitio, lo miraron los jueces que dictarían la condena y lo saludaron con rostro magnánimo. Respondió con una inclinación y esperó a que llegara el carro de donde bajaría su víctima. Miró a la masa de gente que se había congregado. Trató de no oír las palabras que le dirigían, pues había morbosos que lo animaban a ser cruel y despiadado. Otros lo maldecían y eso lo estaba desmoronando. Sus brazos perdían fuerza y las piernas le temblaban un poco. El sol llegó a su cenit y desaparecieron las sombras. Tenía frío y la piel de gallina. Trató de encontrar una solución. No le costaba nada pedir un cambio, el sustituto terminaría el trabajo sin duda alguna, pero estando allí podría matar a los dos guardias y proporcionarle una salida a la condenada que estaba por llegar. Repasó los movimientos. Un hachazo al juez de su izquierda y otro al de la derecha, después subiría el soldado con el arcabuz, pero no alcanzaría a disparar, luego el segundo soldado, ya apuntando y listo para matarlo recibiría un fuerte golpe y caería del entablado. Él cogería en brazos a la mujer y se montaría en un caballo que estaba atado a un árbol.

De pronto llegó una carreta. Traía a una mujer con un vestido azul celeste muy lujoso. Era la condesa de Moulinare. Estaba esplendorosa, su presencia dejó sin aliento a los mirones. Descendió con garbo con las manos atadas, parecía que no se presentaba para recibir su castigo, sino para bailar en una fiesta de palacio. La gente abrió un hueco y por el avanzó despacio. No miraba a nadie, llevaba la cabeza en alto y quienes cruzaban su mirada con ella eran asaltados por el remordimiento. En parte todo el pueblo era cómplice de su fatídico destino. Habían provocado con sus bulos que se le acusara de infiel. Su marido no lo pensó mucho y para seguir su vida promiscua con sus amantes la desacreditó públicamente. No, no era verdad que ella tuviera un amante de La Corte, ni entre los comerciantes, menos entre el séquito o los extranjeros. Su culpa era haberle entregado su corazón al hombre más infeliz que había visto en su vida.

Una ocasión que había bajado a los calabozos a despedirse de una de sus primas condenada a la hoguera, se topó con un hombre corpulento con cara de niño. Al no comprender cómo una persona con los ojos de un espíritu bondadoso podía aplicar las torturas, se lo preguntó. «Sufro, señora—fue la respuesta—no se imagina la carga que llevo en mis hombros y mi corazón, estoy desahuciado sin amor. Rezo todos los días por las almas que he mandado al cielo. Siempre he considerado personas inocentes a las víctimas. Llévese a su prima, ya encontraré un cadáver para sustituirla. Diré que no soportó la tortura. Así he salvado a mucha gente buena». Elena de Moulinare no podía creerlo. Sintió agradecimiento y abrazó al hombre, pero su naturaleza la traicionó y dejó que sus labios se posaran sobre la fina boca del verdugo. Entregados al amor maldijeron la vida. Las almas gemelas se encuentran en sitios impredecibles e inadecuados. Su problema era la diferencia social. Un pobre ser como él estaba a una distancia tan lejana de ella que sería más fácil que se le acercara un perro. Lo que no pudieron evitar fue que sus corazones se encendieran con una llama ardiente y sagrada.

Un día la condesa le dijo que estaba embarazada, que tenía que desaparecer con el fruto de su vientre o abortar. Poco después la desgracia cayó sobre ellos. Ahí en el armatoste de madrera estaba por culminar la fatalidad con una decapitación. Elena de Moulinare llegó hasta él, giró y se dirigió al pueblo que seguía en silencio. “Soy inocente. No le falté a Dios, ni engañé a mi marido jamás. Mi única culpa fue la de haber amado a las personas buenas. Moriré sin remordimientos. Ustedes, por desgracia pasarán a la historia como intrigantes. ¡Que Dios me perdone y a vosotros también!”. Sus palabras despertaron un murmullo, pero nadie se atrevía a insultarla. Ella se hincó y estiró el cuello para que el golpe certero le desprendiera la cabeza lo más rápido posible. El verdugo se acercó y levantó en el aire el arma. Calculó las posibilidades de su plan y decidió aplicarlo. 

Fianal 1-De pronto, se le nubló la vista y la oscuridad lo rodeó por completo. No sabía si era un sueño o un desmayo. Tenía que actuar con determinación y pronto, pero sentía terror. Se decidió y lo primero que vio al abrir los ojos fue una ventana de madera abierta. Oyó cantar unos pájaros. Estaba en una cama pequeña. Se levantó y vio a una mujer guapa. “Has dormido mucho. Ya es mediodía. ¿Qué soñaste hoy? Estabas muy inquieto. No dejabas de hablar de una tal condesa Elena de Moulinare”.
Él miró el patio y se dio cuenta de que estaba en su casa de campo. Su esposa le ofreció el desayuno y se sentaron a mirar el campo y las montañas. Soy un hombre muy afortunado—le dijo a su esposa con una sonrisa—. Ella lo abrazó y le dio un beso.

Final 2- Todo resultó de acuerdo a lo previsto. Iba en un corcel a toda velocidad, la condesa se aferraba a él no sólo para no caerse, sino para unir más aun su vida con él. Pronto se encontraron lejos. Les sorprendió la noche y decidieron pasar la noche bajo la protección de unos frondosos árboles. La condesa se durmió rápido, pero el verdugo no concilió el sueño hasta la madrugada. Cuando se despertó no sabía donde estaba, sus sueños lo habían alejado de la vida real y lo habían engañado haciéndole creer que era un hombre común de otra época, que tenía una casa de campo y era feliz con su esposa sembrando hortalizas fuera de una gran ciudad. Se levantó y caminó hasta un río. Ahí estaba el marmóreo cuerpo de Elena Moulinare que parecía  una Galatea surgiendo del agua. Ella sin voltear le indicó con la mano que se bañara. El verdugo es desnudó y se acercó a ella. Era un hombre muy afortunado.