martes, 28 de febrero de 2017

El inspector sospechoso

 Hace unos minutos he salido de la peluquería y he visto pasar por la acera de enfrente a María. Está muy guapa, ha cambiado mucho y estos dos años de ausencia me hicieron crear una imagen completamente diferente de ella. Por desgracia, tal vez no lo fuera, iba acompañada de un hombre de mi estatura, bien vestido, un poco delgado y con andar suave como si no tocara con los talones el suelo.

He dejado que se alejen y me he venido a tomar un café, no quería incomodarla, pues ya habíamos tenido una separación muy dura hace dos años. La camarera de siempre me recibe con una sonrisa, llevo, desde mi separación con María, casi dos años viviendo en este barrio y me siento muy satisfecho de haber dimitido al departamento de homicidios.

 He de confesar que no tengo vocación para las investigaciones y caí en una trampa que me permitió encontrar la excusa perfecta para dejar ese horrible trabajo de una vez. Por naturaleza, soy una persona poco comunicativa, es porque cuando me pongo nervioso tartamudeo un poco. A nadie le gustó jamás responder a mis interrogatorios y, si no hubiera sido por la ayuda de Ramón, mi ex ayudante, jamás habría podido obtener información de los testigos de los casos que traté de aclarar con todas mis fuerzas. Mi ingreso al departamento de policía fue circunstancial porque no tenía trabajo, iba mal en la facultad de derecho y mi tío, queriendo colaborar al bienestar de mi familia, convenció a mi padre de que lo más justo que podía hacer, era obligarme a convertirme en inspector. Pasé momentos duros para acostumbrarme a esa actividad. Le tenía un poco de repelús a los cadáveres y no era muy atento al indagar los detalles de los homicidios, ni seguir bien las pistas. La práctica me fue dando una herramienta útil para desenvolverme con cierta facilidad en ese ambiente, al cual siempre consideré como un inframundo, era la experiencia.

A golpe de fracasos, finalmente llegó el hábito que me dio la capacidad para ponerme a la cabeza de las investigaciones. Tuve, modestia aparte, mis éxitos y pude atrapar a delincuentes bastante astutos. Lo que nunca pensé que llegaría a pasar, era que yo mismo me convirtiera en motivo de sospecha y tuviera que investigar mi propio crimen. Una ocasión, cerca del mediodía, me llamó Ramón para que fuera a un pequeño piso en un edificio muy viejo, para aclarar los detalles de un homicidio. Se trataba de un abusador de mujeres que tenía mala fama. De entrada, sabíamos que habría por lo menos una decena de personas que tendrían un móvil para asesinarlo, y resultó que la lista me incluía sin yo saberlo.

El hombre estaba desnudo en la cama, había recibido un tiro en el pecho y otro en la cabeza. El primer disparo lo mató y el segundo sólo alcanzó a descalabrarlo, pero si no hubiera fallecido con el primer impacto, se habría salvado. Habían usado una almohada para ahogar el sonido del disparo. El criminal dejó las huellas de sus zapatos marcadas en el piso porque al acercarse a la víctima derramó un refresco que estaba casi vacío y al secarse el pequeño charco quedó impresa en el azulejo la forma de la suela. Ninguno de los vecinos había oído nada y si alguien había visto al asesino, no lo confesó, no porque no quisiera colaborar, sino por agradecimiento por haberles librado de tan despreciable bicho.

 El forense nos dio la hora exacta de la muerte. “Entre las dos y las tres de la madrugada—indicó el especialista—. Decidimos que el ejecutor había forzado la puerta, había entrado con una linterna y se había dado el lujo de despertar al hombre y en el momento en que se abrió los ojos lo único que pudo percibir fue una luz en su cara. Ramón tomó nota de todos los detalles y nos fuimos a entregar nuestro reporte. Unos días después recibí la lamentable noticia de que las balas con las que habían ultimado al golpeador de mujeres habían salido de mi arma. Además, la huella del zapato estampada en el piso era de la medida de mi pie y, por si fuera poco, del mismo modelo de los que suelo usar.

Conforme fue avanzando la investigación me vi cada vez más sumido en las sospechas, al grado de que tuve que estar bajo arresto domiciliario. Tenía una coartada y un testigo. Por lo regular soy un hombre al que se puede catalogar como frío. El deseo sexual y las mujeres siempre han sido como enfermedades ocasionales que no suelen reincidir y si lo hacen son tan pasajeras que no llegan a hacer merma en mi vida. La única excepción fue María. La conocí en mi edificio. Ella se encargaba de limpiar los pisos. Siempre llevaba el pelo suelto y nunca le veía muy bien la cara. Por lo regular siempre la veía bailando de un lado a otro con su cubo y su fregona. Me saludaba muy cortés y seguía con sus actividades. Me la encontraba cuando salía a la comisaría y me gustaba ver sus pantalones entallados, sus blusas holgadas y su movimiento de cabeza que parecía más un tic nervioso que un movimiento hecho especialmente para llevar el ritmo de sus cumbias. Le gustaba poner una grabadora. No muy alto para no molestar a los vecinos. Bien se habría podido comprar un reproductor de música de mp3, pero un día me dijo que no le sabía así ni el baile ni las melodías. “La música, Jorge—me dijo atiborrándome las palabras por la oreja derecha—, es para disfrutarse en un espacio abierto. No tiene chiste encerrarla en tu cabeza, las canciones son para calentar el espacio, la atmósfera”.

Me acostumbre a su presencia, conversábamos un poco cada mañana, incluso en la calle, al encontrarnos en el supermercado o en cualquier otro lugar. Varias ocasiones noté que se maquillaba demasiado los ojos o las mejillas. Descubrí a mi pesar que era maltratada por alguien. Se lo pregunté, pero sólo obtuve la respuesta de sus párpados caídos. No me confesó quién era la bestia que la trataba así. Un día, precisamente el anterior al que me llenó de sorpresas por mi implicación en el crimen al que me he referido antes, llegó María a mi piso. Tocó la puerta muy fuerte. Le abrí y la vi sangrando. La ayudé a limpiarse, le ofrecí que se duchara y se pusiera cómoda. Le di una bata que nunca usaba y ella aceptó. Le preparé un café y cuando salió se arrojó sobre mí. Se le escapó el llanto y me apretó como si fuera su tabla de salvación en el inmenso mar. Se calmó un poco, le puse merthiolate en las heridas, preparamos una tortilla de patatas y cenamos. Se me despertó un instinto fraternal desconocido. Ella sintió el afecto y se despojó del albornoz, le quedaba muy grande y tenía las mangas enrolladas. Vi su cuerpo moreno, bien formado, un poco magullado en algunos lugares. Se acercó y después ya no pudimos detener la corriente de pasión que nos dejó envueltos en una sábana hasta la mañana siguiente. Descubrí que la embriaguez no había impedido que satisficiera a María hasta entrada la madrugada, que estaba tan necesitado de afecto como ella y, lo peor, que me había enamorado perdidamente.

Desperté cerca de las nueve. María estaba acostada de lado y vi su espalda bien delineada por los huesos de las costillas y la columna vertebral, le puse una mano en las caderas y se despertó. Estaba sonriente, había florecido durante la noche y tenía muy buena apariencia. Desayunamos en el café que se encuentra a unos metros de mi casa y nos despedimos en silencio. Me fui a ver a Ramón. Descubrí que el amor no hace a la gente cometer tonterías, más bien son las distracciones ocasionadas por los sentimientos y el embeleso. Cuando llegué con mi ayudante descubrí que no llevaba mi pistola. Era muy raro que después de quince años de mantener una rutina sin cambios, esta vez se me hubiera pasado ponerme el coldre, o pistolera, y que me hubiera ido sin la placa. Entré y escuché todo lo que me dijo Ramón, el forense y los testigos que sólo confirmaron que Ricardo Pérez era un violento vecino de profesión proxeneta. Salí sin darle importancia al caso y eso me condenó. —Como ya he dicho antes—, Ramón me dijo que las balas con las que se había cometido el asesinato eran de mi canana. El resultado del análisis mostraba que mi pistola se había usado para matar al proxeneta.

Yo, la última vez que había disparado, había sido en una redada en un bar de mala muerte en el que tuve que sacar el arma y amenazar a los guardias que no querían dejarnos entrar. Empecé a hacer conjeturas y la única explicación era tan descabellada que la descarté por completo. La investigación estuvo a cargo de Ramón y el jefe se vio en la necesidad de suspenderme por unas semanas, luego tuvo que evitar llevarme a juicio y me pidió que dimitiera. Lo hice porque no quería que se comprometiera ni María, ni Ramón, ni él mismo. Recibí el apoyo de todos mis compañeros y cuando alguien dijo que no era justo encarcelarme por haber matado a un patán como Ricardo Pérez, quién tenía un archivo de antecedentes bastante gordo por sus fechorías que iban desde tráfico de drogas hasta los escándalos en lugares públicos. Tuve que romper mi relación con María y ella decidió irse a vivir a otro barrio.

 Dos años habían pasado. Mi relación con el departamento de la policía era nula y de vez en cuando Ramón venía a verme al restaurante para preguntarme que tal iba mi vida de camarero. No había conseguido otra cosa, pero no me importaba porque mi vida era muy tranquila. Un poco pesada sí, pero no sucedía nada especial. Hasta hoy que he visto pasar a María por la acera de enfrente y se me han despertado los recuerdos. Mucho tiempo estuve tratando de armar el rompecabezas del asesinato de Ricardo Pérez. Ahora creo que lo he entendido todo. Lo que voy a decirles es tan sólo una hipótesis, pero podría haber sucedido así. El día en que llegó María a mi piso, había sido maltratada por el animal de Ricardo, ella había planeado con alguien su asesinato y me habían usado de la siguiente forma. Cuando me quedé dormido, cerca de la una de la madrugada, el cómplice de María vino por mi pistola, se llevó mi par de zapatos puestos, cogió las llaves de mi coche y se fue. Luego volvió cerca de las tres, María recibió el arma y la puso en su sitio, dejó mis zapatos a un lado de la cama y se acostó. Más tarde, tuvimos que defendernos hasta con las uñas porque estábamos como dos círculos concéntricos girando alrededor de nuestra coartada.

El jefe, don Genaro, no se lo creyó y creó su propia versión de los hechos que sonaba mucho más real de lo que se pueden imaginar. Fue por eso que decidió cerrar el caso y despedirme. A mí lo único que me afectó fue la partida de María porque la necesitaba como a la vida misma, sin embargo, por cuestiones morales y, sobre todo jurídicas, no podía obligarla a quedarse conmigo. Se fue y no me volvió a escribir ni a llamar. Se esfumó sin dejar rastro y sólo hoy, que la he visto con su compinche, deduzco que todo estaba planeado con anticipación y he sido sólo una pieza para eliminar al maldito Ricardo. Eso no me duele, lo que más lamento es haberla perdido a ella.

martes, 21 de febrero de 2017

Desafío a la moral



La gente me desprecia, me ofende y se asombra de las decisiones que he tomado, bueno no de todas, más bien de las relacionadas con la maternidad y la última que adopté. Por lo general, no soy bien recibida en los lugares donde me presento y las personas, sobre todo las mujeres, me miran de la cabeza a los pies para manifestarme su desprecio, pero no las tomo en cuenta, a mí me importan un comino por moralistas falsas. Soy, para ser sincera, muy feliz. 

He ganado una batalla, un enfrentamiento que empezó hace una década cuando decidí reunir dinero para realizar mi proyecto. Seguí los consejos que me daba mi buena conciencia, mas no los doctores porque se habían aliado con la gente “cuerda” que desconoce lo que es el heroísmo. Estaba consciente de mis posibilidades, la medicina decía que era casi imposible lograr lo que yo quería y que podría morir en el intento— ¡Ah, caray! Eso sonó a título de libro—, pero, aclaro, con los años se fue acumulando una buena suma de dinero en mi cuenta bancaria y aparecieron algunos artículos en los periódicos y revistas especializadas sobre mujeres, que, como yo, aceptaban el enorme riesgo de quedar embarazadas. Mucho tiempo me interesé por las matrices de alquiler, incluso oí una noticia sobre una suegra que para darle una alegría a su hija estuvo de acuerdo en ofrecer su matriz para alojar un crio inseminado y estuve a punto de caer en la tentación, pero me dije: “Ruth eres una mujer, llevas el nombre bíblico de aquella que prolongó su estirpe y fue sumisa, hazlo tú también, esa es tu tarea en el mundo”. Tomé la decisión, era una quincuagenaria y para cuando lograra mi objetivo sería una señora carcacha de más de sesenta y pico de años. Me imaginé lo que diría la prensa: “Sorprende a la humanidad, una abuela sexagenaria, con su parto”. En lo que a mí respecta, estoy muy pasada de edad, diría que medio rancia y guanga, pero con todo y eso, ahí está la prueba de que quien quiere, puede. 
 
Se preguntarán a qué viene todo esto y por qué les comento todas estas cosas. La razón es que soy, desde el punto de vista de mis familiares y ex amigos, una esquizofrénica, egoísta e inadaptada que sólo piensa en su beneficio. Antes de que ustedes también me critiquen, me gustaría dar mis argumentos, ya me los rebatirán después. ¿Alguien de ustedes recuerda lo que hizo el soldado Desmond Doss? Es probable que no, pero si quieren informarse un poco sobre él, vean la película del americano ese que se emborracha y les grita a los policías en los Estados Unidos, ¿cómo se llamaba? ¡Ah! Sí, El Guilsón, creo que se llama Mel, Mel Gibson, también tiene una película sobre la pasión de Cristo, muy fea, por cierto. Bueno, creo que me estoy yendo por otro lado y mejor paro aquí, para no perderme en el tema y no digan luego que si estoy loca de verdad. Pues, bien. El famoso soldado Doss se fue a Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial y salvó a muchos de sus compañeros. No, no los salvó matando japoneses, ni disparando una metralleta, ni echando granadas, sino curándolos y sacándolos del terreno peligroso, es decir, de “La tierra de nadie”. Eso hacen todos los soldados—me dirán, sin duda—, ¿está mal de la cabeza o qué? A ver, déjenme explicarlo bien, pues. Ese chico Desmond era predicador y había jurado no coger un arma en su vida, lo vi en un documental allá por el año de 1987 y me conmovió su historia, luego como ven me influiría su Vía Crucis para hacer lo que he hecho. Por negarse a disparar, Doss, fue llevado a juicio y ganó la disputa. Era muy enclenque y los muchachos fornidos se reían de él. Al final Doss se convirtió en héroe, su historia me inspiró y me ayudó a alcanzar mi meta. ¿Por qué no se inspiró en una mujer? —se preguntarán—. Buena pregunta, señores, pero en la vida no escoges los momentos ni sabes cuándo te llegará la inspiración. Yo me iluminé cuando vi a ese hombre tan guapo y sencillo hablando de sus rescates y sus heridas, sus enfermedades. Luego, leí más cosas sobre ese misionero Adventista del Séptimo Día. Repasé su vida y me di cuenta de sus principios. Me encontraba, también, en una guerra. Una tierra de nadie dónde se escondían fantasmas surgidos de mi desconfianza hacia los hombres y el tremendo ejército de mis familiares que por procurarme el bien, me hacían un mal letal. Trataron de obligarme a casarme sin amor, me dejaron las tareas de la casa porque tenía paciencia y talento para coser, cocinar, hacer la limpieza, cuidar niños, atender a los abuelos y así se comieron mi tiempo. Quedé liberada cuando ya tenía medio siglo reposando sobre mi espalda. 

Mi familia se había encargado de robarme el tiempo para conocer hombres y, mi desconfianza, a parte de todas mis exigencias, me alejó de todos mis pretendientes. No, no siempre fui una vieja achacosa y débil como me ven ahora. Tuve una época en la que los hombres me acosaban, me miraban con unos ojos que me arrancaban la ropa a tirones. No me eran indiferentes, los deseaba también, pero llegada la hora, por una u otra razón. No podía alcanzar el final. Está claro, a ningún hombre le gusta que le calienten la cabeza, por decirlo así, y se iban. Nadie volvió a intentar por segunda vez, pero estoy segura de que quien lo hubiera hecho me habría obtenido de forma incondicional. Creo que es tarde para estar mortificándome con esas tonterías de niña mojigata y estúpida. 

Una noche que no podía dormir decidí que tenía que hacer algo para realizar mi naturaleza femenina. No había venido a este mundo nada más a limpiar ventanas, hacer guisados y ponerle botones a la ropa. Miré a toda mi familia y los vi casados, con hijos reuniéndose los fines de semana con toda la prole, yo quería ser igual, pero el tren se me había ido hacía mucho. Se lo comenté a todos mientras comíamos y la única reacción que hubo fueron gritos de sorpresa y risas por la idea tan descabellada. No lo tomé muy a pecho y comencé a analizar mis cualidades, mi fortaleza y mis debilidades, luego me marqué una meta y decidí tomarlo como el proyecto de mi vida. Estaba dispuesta a todo por tener un hijo. Diseñé mi plan, a largo plazo, imagínense nada más, una mujer cincuentona haciendo un plan de diez años para embarazarse. Si me dicen que estoy mal de la cabeza, lo acepto sin rechistar. Lo más duro fue no caer en actitudes depresivas como sentirme débil, desprotegida y sola. Tampoco tenía mucha gente de mi lado. La única que me siguió la corriente fue Dora, mi vecina, que está como una cabra, pero tiene buen corazón. Me compartió su optimismo, me dio ánimos, a pesar de que se preocupaba más por mi salud que por mi proyecto. A ella le agradezco haber podido seguir con esto, de todo corazón lo digo, si no hubiera estado ella, todo se habría ido al carajo. El mejor momento fue cuando me convenció de ver mi problema como algo distante, como si no fuera yo la loca anciana que se quiere embarazar para ser feliz viendo a sus hijos, sino como otra persona. Muchos me lo han echado en cara. Señora—me dicen con unos ojos saltones de sapo—usted es una egoísta que por rejuvenecerse unos años está dispuesta a traer a un pobre niño al mundo y este no verá a su madre cuando llegue a los diez años. Sí, señores— les contesto—tienen razón, pero no lo hago por eso. No siquiera conocen mis razones, así que cállense la boca y vayan a regañar a sus abuelas. Aquí nadie quiso ayudarme en nada. Los doctores se rieron de mí y me dijeron que lo olvidara, así que tuve que ir al extranjero. Me llevé un dineral y descubrí que los americanos estaban de acuerdo en hacerlo. ¡Menudo chasco me llevé! Toda la vida echándoles en cara los problemas del planeta y vienen a darme precisamente lo que les pido.

 Me leyeron la lista de posibles complicaciones, me hicieron firmar un documento en el que los eximía de cualquier problema que pudiera surgir, me metieron a una habitación y me hicieron el in vitro. Volví feliz a mi casa, mis familiares notaron mi cambio de humor. Primero, estaba feliz, pero luego se preocuparon todos cuando me comencé a marear, cuando me asaltaban los vómitos. Las primeras en quedarse blancas por la sorpresa fueron mi hermana y mis sobrinas que notaron los síntomas del embarazo. Pusieron el grito en el cielo, nadie me quería ver y si se acercaban era para gritarme y decirme que era una locura, que mejor hubiera sido suicidarme.  Fuera por preocupación, miedo u odio, todos se alejaron de mí. Salió en mi ayuda Nora, con su apoyo salí adelante porque hasta antes de los cólicos nadie se me acercó. Todos estaban indignados por mi persistencia, por esa terquedad de querer tener hijos y no abortar, pero no sabían que había gastado cincuenta mil dólares por el tratamiento y no los iba a tirar a la basura nada más porque me decían que mi acto era inmoral. Al final, me trajeron anteayer, el doctor me dijo que haría una cesárea. Me revisaron todo y me llevaron al quirófano. Me anestesiaron y cuando desperté ya tenía toda la panza rajada. Les pregunté por los niños. Uno pesó casi tres kilos y el otro es un poco más flaco, pero están bien de salud. Ya he logrado lo que quería, ahora me toca enfrentar la realidad, se me avecinan las noches en vela, los biberones y los montones de pañales. Eso, creo, sí que es un gran reto y si nadie me ayuda me lo voy a tener que apechugar solita. Y, otra cosa, ni piensen que lo hice por romper un récord y quedar allí en el Guinness, pues he oído que hay una rusa que dio a luz con setenta años, seis más que yo. Bueno, ya no les quito su tiempo, ahora les toca a ustedes dar su opinión. ¿Qué piensan?

miércoles, 15 de febrero de 2017

Enamoramiento

Estábamos en una reunión de amigos y alguien sacó a la conversación el ingenio de Joël Henry, llamado el viajero dadaísta, y sus viajes experimentales. Nos enteramos de que había una forma muy divertida de pasar el tiempo con pequeñas tareas para realizar viajes que iban desde un simple zigzagueo, girando primero a la derecha, luego a la izquierda, después otra vez a la derecha y así hasta llegar a un lugar sin paso; hasta los más divertidos como el del ero-turismo o el flechazo, en el que una pareja se va a una ciudad y, al llegar, cada uno coge una dirección contraria. El objetivo es encontrarse unas horas más tarde por casualidad y, al converger en un punto indeterminado, renace el amor con más fuerza.  Nos pareció muy romántico a Sandra y a mí, incluso pensamos, sin decírnoslo el uno al otro, realizar “El enamoramiento recuperado”, que era como Andrés llamaba a ese reencuentro en una ciudad desconocida. Pasó una semana y le dije a Sandra que me gustaría que nuestro amor, el cual estaba sufriendo un proceso de transformación— en realidad, quería decirle que necesitábamos reavivar el fuego de la pasión o se nos iría todo al traste—, se reviviera y era imprescindible hacer algo con urgencia. Ella sólo dijo que pronto sería catorce de febrero, que podíamos reunir un poco de dinero y, tal vez, si lo permitía el trabajo, viajar a algún sitio cercano. Sería posible pedir unos días en la oficina—le dije emocionado—, olvidarlo todo y dedicarnos a atizarle el fuego a nuestro amor. ¿Qué te parece? Sí, de acuerdo—me dijo apretándose a mí como si fuéramos dos críos y estuviéramos a punto de realizar algo extraordinario.

Comenzamos a buscar alguna ciudad cercana a la que se pudiera viajar por un precio módico y que fuera romántica. Decidimos que lo ideal sería ir a Praga, una ciudad interesante, menos romántica que París o Venecia, pero con mucho encanto. Compramos una guía turística que estaba de oferta, revisamos los hoteles, aclaramos todos los detalles y decidimos salir el día de los enamorados de madrugada.

El avión hizo casi tres horas y en el aeropuerto nos ofrecieron alquilar, por un precio muy módico, un piso pequeño cerca de la ciudad vieja. Nos dieron una dirección se la mostramos a un taxista y llegamos a la ciudad pronto porque estábamos a sólo diez kilómetros del centro. En una oficina una chica que hablaba un poco de español nos dio un recibo y las llaves de un apartamento que se encontraba a unas cuadras de allí. Sandra estaba reluciente, parecía que el viaje le había servido para florecer como una rosa por la mañana abriendo sus pétalos al mundo. Su habitual sabor matutino, que duraba hasta la tarde, había cambiado de agrio a dulce y estaba un poco empalagosa y muy emocionada. No nos costó mucho encontrar el pequeño piso que tenía poco mobiliario, estaba en la tercera planta y era acogedor. Acomodamos la aparatosa maleta que llevábamos y nos dispusimos a iniciar el experimento del reencuentro. Sandra se arropó mucho porque estábamos a unos dos grados bajo cero. Habíamos consultado mucho sobre la mejor forma de vestirnos para el frío y teníamos un montón de ropa caliente. Ella se puso un gorro de lana blanco, su chaquetón azul celeste de plumas y unos pantalones para montaña que hacían ruido al caminar, se puso sus guantes y sus botas, cogió su bolso y salimos.

En un cruce nos despedimos sin besarnos y me asaltó la idea tonta de que este tipo de viajes experimentales era magnífico, sin embargo, se debía planear con cuidado, ya que de haber viajado a Roma o la Habana, Sandra se habría perdido con algún Mastroianni o un mulato romántico con cuerpo de atleta. Por fortuna, los checos —pensé—son más fríos y no cortejarían a mi novia cuando la vieran paseándose por las calles con su ropa de alpinista y su aspecto distraído. De alguna manera, mi sentido común me dijo que Sandra iría primero a ver algunas cosas en las tiendas, sonaba raro, pero conociendo su debilidad por los trapos era lo más probable, luego se iría a la ciudad vieja y ahí nos encontraríamos sin duda, pues la posibilidad de vernos en el puente Carluv Most era del cien por ciento porque estábamos cerca de una calle que daba directamente a él. Me reí por lo ridículo de imaginar que estaríamos dando vueltas por la tarde cerca del puente para encontrarnos y volver excitados al pequeño lecho de amor que nos estaba esperando en un edificio viejo.

La vi alejarse, iba balanceando los brazos como si fuera a emprender una gran ruta de caminata. Había una pendiente y al subirla contoneaba sus prominentes caderas que le daban más voluptuosidad a su inflado pantalón rosa. Me imaginé su cara y tuve la certeza de que se iba riendo. Tenía unos dientes grandes y bien alineados, sus pestañas eran negrísimas y sus labios carnosos, lo único que desafinaba en su hermoso rostro ovalado era la nariz que, por herencia de un pariente árabe, era muy larga y se había posesionado de una gran superficie del rostro y vigilaba los olores con su forma de gancho y las fosas siempre abiertas. Desapareció detrás de una esquina. Respiré y sentí el olor de la ciudad, era muy diferente al de Madrid. Emprendí mi marcha en sentido contrario al de Sandra. Vi en el mapa que la estación del metro más cercana estaba en la ruta de mi novia, así que no le costaría trabajo ir al centro a ver lo que deseaba. Calculé que en unas dos horas y media ya se habría aburrido de mirar sin poder comprar mucho, por lo que descansaría tomándose un capuchino en alguna cafetería de los centros comerciales y luego emprendería el trayecto de vuelta para encontrarme en el casco viejo al final del puente de Carluv Most. Seguro que ella pensaba que yo iría a buscar los museos y fisgonear por las calles aledañas para irme perdiendo un poco en la selva de asfalto, como llama a las ciudades toda la gente cuando se refiere a las metrópolis, y luego iría a visitar la catedral para tomarle fotos al reloj astronómico. No estaba equivocada y, al parecer, había leído mis pensamientos o, peor aún, tal vez yo se lo había comentado diciéndole mi plan con la voz e imaginándome una ruta diferente con los pensamientos. En fin, estábamos allí para recuperar nuestro amor y eso era lo que más me importaba.

Caminé por una calle que se cruzaba con otra que daba al museo de Alfonso Mucha de quien había visto alguna vez un cuadro llamado “Job” y me había encantado su estilo porque era como las ilustraciones publicitarias de principios del siglo veinte y, además, resultaba muy atractivo por la belleza tan especial de la modelo. Necesitaba impregnarme de ese optimismo, persuasión y buen gusto que desbordaban sus ilustraciones. Fui despacio por la estrecha calle Milantrichova observando los escaparates de los comercios de cristalería y me detuve frente a una puerta, a través de la que vi un anuncio que decía “Museum” y en la parte superior del cartel había un cuadrado con la siguiente descripción “Máquinas del sexo”, que se refería más a los artefactos que a las máquinas para hacer gozar a la gente. Quería pasar de largo, pero algo me detuvo y me obligó a entrar, no era el morbo ni la lívido, que llevaba padeciendo el insomnio varios días, sino el simple hecho de que era igual a la entrada a una papelería. Me pareció ver un aparato de hierro del tipo de los que se usaban para torturar en la Edad Media, pensé en la falta de sentido estético que tenían los checos, pues no le habían dotado nada de erotismo a su aparato para evitar que se le pusiera la piel de gallina a cualquier espectador que no supiera los usos sexuales del armatoste. Mucho después, supe que los herreros de la ciudad eran muy famosos y se conservaba la tradición de hacer pequeños objetos de hierro en la plaza del casco antiguo y los domingos se les podía encargar a los forjadores del metal que hicieran alguna figura como souvenir. Decidí comprar una entrada al museo de artefactos sexuales para ver de cerca el horroroso mecanismo metálico. Calculé el tiempo que me tardaría en llegar a ver las pancartas de Alfonso Mucha, que se encontraban a unas dos cuadras de ahí. Vi unos cinturones de castidad dentados en los orificios por donde orinaban las mujeres, corsés y reproducciones de goma y madera de las partes íntimas del hombre. Había un ridículo sillón que indicaba con un termómetro muy grande el grado de pasión de los que se sentaban en él y los turistas se aposentaban sólo para sacarse fotos. No había mucha gente, llegué a la enorme silla de hierro que no era tan antigua como pensaba y servía sólo para que la mujer se apoyara de forma cómoda en cuatro patas. Perdí el interés de inmediato. Salí con la determinación de borrar esas absurdas imágenes de mi mente. Caminé hacia el museo de Alfonso Mucha, pasé cerca del museo del comunismo, pero no me atrajo mucho la idea de ver los carteles de estilo realista soviético y seguí mi trayecto por la calle adoquinada hasta que llegué a Panská, vi una banderola con el nombre del artista checo y llegué hasta la entrada.

 “Las estaciones del año” y “El día” me encantaron y se me despertó el deseo de comprar un biombo y las reproducciones de esas obras en poster para pegárselos y ponerlo en el dormitorio conyugal cuando pudiera adquirir un piso. Me imaginé a Sandra saliendo de la mampara con una bata como la de Ete en las cuatro estaciones. Terminé de ver toda la exposición, compré un libro de ilustraciones, una camiseta y unos imanes, luego salí y me dirigí al puente de Carluv Most. Habían pasado más de tres horas y pensé que Sandra ya estaría esperándome en medio del río Vitava al lado de una estatua de las que embellecen la construcción arquitectónica que une la parte vieja de la ciudad con la nueva. Recorrí dos veces, sin éxito, el puente bajo la mirada de los personajes bíblicos que ahí se encuentran petrificados atentos de los turistas, quienes sólo se interesan en tomarles todo tipo de fotografías. Decidí que la curiosidad habría llevado a Sandra hasta el Castillo y estaría muy cerca del reloj donde pensaba que me encontraría yo. No la vi y estuve buscándola en la Plaza de la ciudad vieja más de una hora. Al final, decidí sentarme a un lado del monumento dedicado a Jan Hus, un reformador religioso que murió en la hoguera por sus ideas, tal vez por la misma razón que San Valentín. Empezaba a oscurecer cuando noté el cuerpo un poco encorvado de Sandra, sus movimientos eran inconfundibles. Di un grito de alegría y corrí hasta ella. Estaba de muy mal humor, pero el hecho de vernos después de tantas horas de búsqueda inútil nos alegró mucho y, sí, en realidad sentimos el fuerte pinchazo de Cupido.

Nos abrazamos y después de un largo beso empecé a ver cosas en ella que antes no había notado. Lo primero era la cara de Sandra que se había hecho un poco más delgada y pálida, su nariz se había reducido, ya no se le notaba tanto el abultado tabique, su sonrisa seguía siendo la misma pero sus ojos se habían puesto un poco aceitunados. Ella notó mi sorpresa y dijo que eran unas lentillas que se había comprado y que el empleado de la óptica le había dicho que ese color le quedaba magnífico. Se lo confirmé con un beso y nos fuimos a cenar. Probé una sopa que servían en un pan negro hueco al que llamaban Gouliash. Sandra fue más modesta con su orden, pero se nos subió a la cabeza una bebida que el camarero llamaba červená y eran de color rojo oscuro por la mezcla de becherovka con zumo de grosellas. Salimos del restaurante riéndonos como bobos. Era el efecto del amor. En el piso nos entregamos a la pasión y nos quedamos dormidos cerca de la madrugada.

Teníamos el día libre y por eso no nos importó levantarnos muy tarde. Salimos y el dolor de cabeza se nos fue quitando por el efecto de las aspirinas que tuvimos que tomar. Paseamos y vimos los hermosos paisajes medievales de la ciudad, lamentábamos mucho tener que irnos tan pronto. Bueno—dijo Sandra en voz muy baja—el objetivo se ha cumplido, ¿no? Sólo veníamos por ese efecto amoroso de Cupido. Sí—le respondí—, pero me gustaría quedarme aquí y no volver a Madrid. Si tan sólo pudiéramos encontrar algo en que ocuparnos, podríamos permanecer un año, tal vez más. Nuestro amor crecería, formaríamos una familia, tendríamos hijos. Un silencio pesado y gris nos hizo bajar la vista. No podíamos hacerlo, el avión salía esa noche y no llevábamos mucho dinero.

Sacamos fotos de todo lo que nos pareció interesante, nos pusimos de acuerdo para contarles a nuestros amigos la versión oficial de nuestra aventura en la que había resucitado nuestro amor. Le hice un sinfín de preguntas a Sandra sobre las cosas que había visto, ella también me interrogó y, al final, la historia quedó terminada. Llegamos al piso y preparamos nuestras cosas para salir. Llegó un taxi para llevarnos al aeropuerto, pero en las escaleras una mujer madura nos preguntó por nuestra procedencia. Le respondimos sin ponerle mucha atención, sin embargo, ella se alegró mucho al saber que éramos sus coterráneos y nos pidió que la escucháramos unos minutos, nos condujo a su piso y nos sirvió un poco de té. Le comentamos lo del taxi y ella se ofreció a llevarnos en su coche en cuanto termináramos la conversación. Nos negamos.  Cuando estábamos a punto de salir, la mujer mirándonos con ojos de detective nos preguntó si no nos gustaría quedarnos, pues necesitaba gente que le ayudara en sus asuntos y al enterarse de que éramos recién egresados de la facultad de derecho nos dijo que nos pagaría por los servicios y trabajaríamos en su oficina. Decirle que sí tenía varios inconvenientes porque tendríamos que buscar la forma de regular nuestra condición migratoria, buscar un piso y aprender el idioma que nos sonaba rarísimo. Florence, que era como se llamaba esa mujer, hija de una española y un alemán aventurero, dijo que todo sería muy sencillo. Lo pensamos mucho en la cabeza, pero en tiempo real nos costó unos cuantos minutos decir que sí. Despachamos al taxista y conversamos sobre los detalles de nuestra nueva situación de empleados de la gentil Florence.

Pasaron los días y Sandra se fue transformando con cada salida del bastidor con las imágenes de Mucha que puse enfrente de nuestra cama. Su cuerpo se hizo muy fértil por las noches de pasión arrebatada y se embarazó. Cambió su forma de hablar, se acortó su pelo, se le desarrolló un exagerado instinto maternal, su dedicación y empeño en el hogar empezó a llenar nuestra vida de alegría y olores y sabores nuevos. Dos años más tarde nuestros amigos nos recibieron con mucha curiosidad, aunque estaban al tanto de nuestros cambios, gracias a los correos y las fotos en las páginas de las redes sociales, les dio gusto ver el efecto de “El flechazo”.

En una velada repasamos algunos recuerdos de aquella tarde en que salieron a colación las ideas de Joël Henry y de nuevo nos asaltó la curiosidad.  Andrés y su nueva novia, Lourdes, se quedaron pensando en los viajes experimentales que llevaban el nombre de “literario” y “Cinematográfico”, los dos como reconstrucción de los capítulos de una novela, el primero, y la filmación sin cámara de un escenario de una película, el segundo. Empezó una tormenta de ideas, luego los títulos de libros y películas, en la enmarañada nube de nombres hubo uno que se les quedó atravesado en la cabeza a los dos tórtolos sin que lo pudieran eliminar. Sí—dijo Lourdes—. “Vacaciones en Roma”, no estaría mal, nada mal. Sí—dijo Andrés—“Roman Holiday”, yo seré el periodista y tú mi princesa…


sábado, 11 de febrero de 2017

Duplicado imaginario.

Se levantaba muy pronto. Se duchaba, se peinaba, se ponía ropa cómoda y a las seis de la mañana ya se encontraba tomando su taza de café, listo para trabajar. Si durante el sueño había percibido alguna historia creada por su inconsciente, la escribía con escrupulosidad, pero si amanecía con la cabeza vacía de ideas, entonces abría los diarios y buscaba alguna noticia que lo inspirara. Elegía primero los títulos interesantes, luego leía la información y dejaba que ésta le diera vueltas por la cabeza. En ocasiones las alarmas se disparaban de inmediato y empezaba a escribir sus narraciones de un tirón, luego las corregía, las leía en voz alta y cambiaba lo que consideraba conveniente. Cuando la inspiración se retrasaba por lo complicado del tema, esperaba con paciencia a que se conectaran todos sus recuerdos y su bagaje cultural con ese suceso y esperaba hasta que se cuajara la historia y saliera en forma de huevo para romperlo, ver el contenido y ponerse manos a la obra.

Dentro de su cerebro se llevaba a cabo un viaje por las palabras de sus escritores favoritos, sus estilos y personajes, y su vida imaginaria, que era mucho más interesante que la que llevaba de ermitaño, se desarrollaba en lugares fantásticos. No tenía que ganarse la vida en un empleo de oficina u otro oficio porque la herencia que le habían dejado unos parientes le dejaba lo suficiente para sobrevivir. No se permitía lujos y con dificultades llegaba a fin de mes, pero era feliz haciendo lo que le gustaba. Prescindía de las mujeres, el alcohol, las buenas comidas y las reuniones con amigos. A pesar de ser muy prolífico, era completamente desconocido en el ámbito editorial. Era probable que se citaran sus obras y que se hablara de su estilo en algún sitio, pero él no lo sabía y, además, no le importaba mucho. Estaba satisfecho con su forma de vida.

En una ocasión, por casualidad, que es como siempre se encuentran las cosas raras, de cierto valor o perjudiciales, encontró un blog de un aficionado a la escritura que vivía en el otro extremo del planeta. Al principio le llamó la atención el tipo de ilustraciones que usaba para acompañar sus historias, luego los títulos de los ensayos y cuentos cortos, después los inicios de cada cuento, luego el planteamiento y después todo lo demás. Con mucha curiosidad buscó la información del autor. Se llamaba Jean Lee, hijo de un francés que había abandonado a una china en Pekín y le había dejado hacía treinta años un bebé. Escribía en francés y era muy prolífico. Tenía una apariencia de chino con una cara muy redonda y plana, la nariz respingona, los ojos rasgados y la piel muy amarilla, sin embargo, se notaba una herencia europea en su pelo rizado, su bigote y barba que parecían los de un mosquetero. En su sucinta biografía decía que vivía de sus rentas y que su única afición era la de escribir cada mañana las cosas que se le ocurrían.

Paul García se quedó muy extrañado por las similitudes que tenía con aquel aficionado a la escritura. Él era hijo de un español que había abandonado a su madre francesa en París. Llevaba barba y bigote al estilo de los Pardaillán, unos personajes de caballería de Miguel Zévaco, y escribía casi sobre lo mismo. Ahí era el punto donde había más coincidencias, pues si el chino escribía sobre una receta de cocina, por ejemplo, él también. Con muchas diferencias en la forma, el léxico y el estilo, pero, al final era la misma receta. Se interesó por los detalles de la vida sentimental del otro y encontró, con mucho trabajo, que también estaba solo, que no tenía trabajo y que vivía gracias a una subvención que le daba una organización francesa por petición de su padre. La curiosidad lo hizo aproximarse al desconocido bloguero, pero tuvo el cuidado de no entrar en contacto con él. Siguió sus actividades durante tres meses y al final de ese período descubrió que casi habían hecho lo mismo. Sospechó que el otro tenía algún medio para conocer el trabajo que él realizaba, por eso bloqueó todo lo que pudiera conectarlo por Internet con ese desconocido chino-francés que le estaba copiando las ideas.

Sabía que debía tomar una decisión importante porque, tal vez, había una conexión desconocida entre los dos. No sabía si estaban enchufados a través de un aura o una fuerza magnética o una forma de telepatía, el caso es que, si Paul se esmeraba en mejorar su estilo, Jean lo hacía también, o si empleaba una forma especial de expresión, la encontraba en los escritos del chino. Era imposible hacer las cosas de forma independiente porque siempre notaba la influencia de sus acciones en los textos de su contrincante. Siguió investigando sobre el escritor abandonado y supo que no había tenido mujeres, que era muy introvertido y soso, que no realizaba ninguna actividad que no estuviera relacionada con la lectura y la escritura. Según creía el chino-francés no podría encontrar una mujer que lo hiciera feliz al conocer el amor y eso era lo único que marcaba la diferencia entre los dos porque para Paul el sexo y los sentimientos relacionados con el amor carnal eran algo que no merecía importancia, en cambio, aquel ingenuo bloguero si se sentía atraído por las mujeres.

Había pensado alguna vez, que el otro podría influir en él, pero desechó rápido la idea porque se quedó inmóvil esperando algún efecto de la fuerza del alejado chino y no sintió nada, así que quién tenía el poder de influencia era él. Decidió cambiar sus hábitos. Era primordial perder el contacto por completo con su rival, así que apagó su ordenador, lo guardó en el fondo del armario y se fue a conseguir una máquina de escribir, cintas y mucho papel. Dejó de consultar los diccionarios electrónicos y puso unas estanterías en las que fue acomodando muchos libros. Al cabo de seis meses su habitación había perdido sus proporciones y había dado paso a una inundación de pilas de carpetas, cuadernos, notas, libros, revistas y periódicos. Se sentía feliz porque se había liberado de sus preocupaciones y su actividad narrativa era muy fecunda. Llevó sus escritos a una editorial y le prometieron una edición de sus trabajos con tiradas muy limitadas al principio, pero con las buenas perspectivas que veían en él, le prometieron que pronto le harían publicidad. Trabajó día y noche durante tres largos años y al final surgió el fruto de su trabajo. Contaba con tres novelas, una colección enorme de cuentos, antologías poéticas, traducciones y unos cuantos ensayos muy meritorios. Se podía decir que era un escritor famoso y feliz.

En una ocasión fue a presentar uno de sus nuevos libros en una cafetería, famosa por las grandes personalidades del mundo de la cultura que se daban cita allí, y vio a un hombre con la cara redonda y plana, con los ojos rasgados y una perilla, era muy parecido a su contendiente. Lo vio y no comprendió por qué le llamaba tanto la atención, entonces una campanita sonó en el fondo de su memoria y se abrió una puerta que fue dejando ver al hombre que tanto había odiado por copiarle sus escritos. Por fortuna, el hombre que estaba en la fila para pedirle su autógrafo no era ni chino ni francés, sino un simple emigrante coreano que iba acompañado de su esposa y ésta era la que le insistía que pidiera el autógrafo a Paul porque a ella le daba vergüenza. Firmó el libro para una tal Marie y entregó el ejemplar preguntando, por si las dudas. “¿Usted escribe, por casualidad?”. No, de ninguna manera—contestó el emigrante con acento oriental. Las ventas fueron un éxito y al terminarse los ejemplares que tenían previstos para ese día, Paul se levantó y se fue a su casa. Sintió la necesidad de resquebrajar el silencio que reinaba en su piso, por eso encendió la radio y se dejó llevar por las notas suaves y alargadas del intermezzo de la Caballería Rusticana de Pietro Mascagni. Al terminar la melodía sintió la necesidad de escribir y llenar el ambiente con los golpeteos de su máquina de escribir, pero no pudo hacerlo porque apareció sentado frente a él Jean Lee. “¿Qué ha sido de ti, Jean Lee? —le preguntó mirando su aspecto cansado y encorvado—. Perdóname por haberte dejado. Era la envidia y el orgullo lo que me obligaron a romper nuestra relación, es decir, nuestra conexión—. Esperó sin resultado que Lee le respondiera porque, aunque su imagen seguía ahí, era imposible esperar que hablara, ya que la silueta era sólo el producto de su imaginación.

Decidió sacar el ordenador y buscar el viejo blog que le había mostrado los trabajos de Lee. Escribió en el buscador el enlace y se abrió la página. Entonces, a pesar de que en la radio estaban las notas precipitadas de Mozart que tintineaban como gotas de lluvia, Paul sintió pena del color del plomo. Sus ojos se detuvieron en el texto de la última entrada. No había nuevas y esa publicación fue la última que vio cuando tomó la decisión de comprarse su máquina de escribir. Lee llevaba muchos años sin publicar nada. Eso era terrible porque cabía la posibilidad de que también se hubiera comprado papel y cintas y hubiera arrumbado el portátil en un armario. “!Dios mío! —gritó—¡¿Será tan cabrón ese maldito, Jean Lee?!”.


Una fuerza arrolladora lo invadió y comenzó a buscar por todos lados a algún escritor que publicara en francés y tuviera aspecto de chino con barbita francesa. Buscó en los best sellers del momento, los blogs de literatura, en los suplementos culturales, en las revistas y en las bibliotecas. Se le hizo un hábito buscar a Lee, pero no tuvo suerte en sus pesquisas. Pasaron los años y Paul siguió con la duda. No sabía si Lee se había dedicado a la escritura y era elogiado al otro lado del mundo. Paul hizo un viaje por Oriente en busca de algún famoso escritor que coincidiera con las señas de Lee, pero no encontró nada. Contrató traductores por si su extrañado fantasma pudiera haber publicado en chino, pero no halló ni una pizca de sus escritos. Pasaron los años y Paul siguió con la esperanza de encontrar algo, pero no fue posible. Aunque Paul García había cambiado sus hábitos de escritura volviendo al ordenador, no pudo conectar de nuevo su destino con el de Lee. En muchas ocasiones se le amargaban las tardes por la frustración de la duda. Veía el blog abandonado con los escritos que se iban desvaneciendo como si el ordenador se estuviera quedando sin batería. Nunca habló con nadie sobre su deseo frustrado de unirse a ese ignorado chino y en su trayecto firme hacía la fama siempre lamentaba que él no estuviera con él. Se lo imaginaba acabado, con hijos, casado, encerrado, sin empleo, en un cubículo de su casa de Pekín. Lo odiaba y amaba al mismo tiempo. Nunca escribió nada sobre él, pero llegó a tomarlo como un compañero con quien mantenía largas conversaciones. Algunas personas se extrañaban al oír que no se dirigía a ellos con sus nombres, sino que les decía Lee. Nadie sabía de quién se trataba y cuando lo corregían Paul bajaba la cabeza, se disculpaba y continuaba hablando forzándose para no repetir el apellido de su fantasma. La duda lo martirizó, lo avejentó y al final, lo obligó a convertirse en Jean Lee para no sufrir, pero nunca lo logró del todo.

martes, 7 de febrero de 2017

Bizcotela

 Estaba enamorado de Elsa, la chica más guapa de mi clase. Todos la pretendían y me veía obligado a dar vueltas alrededor de ella para llamar su atención. Para ella mi papel era el de un bufón o un payaso, no paraba de darme órdenes para que la hiciera reír a ella o a sus amigas. Yo acepté mi condición desde el principio con la esperanza de poder ganármela, pero un día todo se acabó. Llegó Hermilo, un chico nuevo. Era dominante, seguro y guapo. Nos apartó a todos de Elsa como si fuéramos moscas y se la quedó.

La realidad volvió a poner las cosas en su sitio y el pesar era un grillete que nos mantenía lejos de aquellos días de carnaval. Un día el amor me llegó como un golpetazo en la nuca, en el momento menos adecuado. Tenía que acompañar a mi madre a hacer unas gestiones importantes, pero miré a una joven que estaba de perfil y sentí un fuerte piquetazo de avispa. Se me quedó dentro de los oídos un zumbido, la cabeza me dio vueltas y se me inflamó el corazón. Estuve no sé cuánto tiempo pendiente de sus movimientos, escuchando su voz alegre y un poco aguda con satisfacción. Llevaba el pelo un poco recogido y unos bucles se columpiaban adornándole la cara, su falda estaba perfectamente delineada. Abrazaba los libros como si fueran un niño de pecho y sus calcetines blancos adornados con bordados contrastaban con sus zapatos de charol. Quería acercarme, pero no podía moverme. Un grito me obligó a retirarme, era mi madre que estaba muy enfadada. No sabía el nombre de la muchacha de los bucles, la busqué si éxito una semana completa.

En un descanso apareció de la nada. Me acerqué a ella y bajé la mirada para cobrar más valor, choqué con ella a propósito y sus libros se soltaron. Me incliné rápido para recogerlos y al entregárselos me estrellé con su mirada torcida. No era grande el defecto y su parpadeo nervioso me dejó entrever sus dos bolitas asimétricas verdes. Hablé con dificultad porque el efecto del aguijonazo de la primera vez me hinchó de nuevo el corazón y me devolvió el zumbido y el mareo. Me disculpó al momento. Me llamo Antonella—dijo sonriendo— y empezó a conversar, tenía facilidad de palabra, decía cosas sin importancia, pero acaparaba la atención. Tenía infinidad de amigos y todos reclamaban su opinión, pues tenía un criterio amplio, era inteligente y sensata.

Pronto comprendí que su concepto de la vida era el más recto y centrado. Por fortuna, pude ganarme su cariño y más tarde su amor. Me hizo ver las cosas de forma diferente, se convirtió en mi guía espiritual y el amor de mi vida.

 A veces cuando lo comento entre mis amigos, me dicen que es paradójico que una chica con la mirada torcida, sea más cuerda y recta que un joven con la mirada cabal y los pensamientos tan embrollados.

domingo, 5 de febrero de 2017

El caso Ж

Estaba tumbado en su diván, con la mano derecha sostenía el periódico de las noticias de la tarde y con la izquierda un vaso con Whisky en las rocas. El cigarro llevaba un cuarto de hora consumiéndose en el cenicero. James tenía la vista fija en la crónica que había redactado sobre el caso de “El villano prófugo”. Durante diez años había trabajado en la redacción y nunca había visto un debilitamiento de la policía como el que se presenciaba en esos días. Tiró el diario y cogió el cigarrillo, le dio una calada muy lenta y larga, oyó las sirenas de las patrullas y las ambulancias en la calle y se levantó para buscar algo comestible en la nevera. Había sólo unas latas de atún y cerveza. Se le cortó el apetito y se volvió a tumbar en el diván. Tenía pocas fuerzas y sentía los párpados hinchados, quería dormir, pero si lo hacía vería cortado su sueño con la llamada que esperaba y ya no podría descansar. Encendió la tele y vio sin interés el partido de béisbol de la temporada pasada. Eran las doce de la noche y no se había quitado la camisa ni los pantalones de casimir. Prefería no hacerlo porque su trabajo no sólo no tenía un horario fijo, sino que era tan flexible que dormía vestido hasta los fines de semana para estar listo por si se requería su presencia en algún sitio. Esa vida de reportero de la sección de delitos y crímenes le había impedido vivir con alguna mujer y llevar una vida normal.

Era guapo y las chicas se sentían muy atraídas por su físico, no era muy común encontrar tipos así. Era alto, con abundante pelo y cara de estrella de cine, además era fuerte e inteligente con mucho talento, pero por confiado se había desviado del camino del éxito y ahora lo único que hacía era redactar sus notas y columnas que la gente leía más por morbo que por otra cosa. Habría podido ser un rico empresario o talentoso ingeniero, pero había decidido oponerse a la voluntad de su padre y se hizo redactor de crónicas delictivas en un periódico de poca tirada. Le heredó el puesto un hombre mayor, que le dejó un escritorio lleno de papeles viejos, un sillón con un profundo hoyo en el asiento, una máquina de escribir vieja y miles de chucherías.

En la redacción siempre lo consultaban sus compañeros, el jefe no lo quería mucho y lo agobiaba con el trabajo. Su secretaria Katherine, estaba loca por él, tenía la esperanza de que James algún día se decidiera a vivir con ella, pero él ni siquiera la miraba cuando le daba el café o le pedía alguna tarea. Aunque ella era bajita y corpulenta, había en ella una feminidad arrolladora. Su estrecha cintura y sus amplias caderas no pasaban desapercibidas para nadie, sólo el tonto de James la miraba como a un jarrón con flores u otro objeto de la oficina y no veía la delicadeza y fertilidad que Katya irradiaba. En una palabra, era un ciego incapaz de ver el esmero con el que su secretaria aromatizaba su gabinete, la escrupulosidad con la que ordenaba las cosas tiradas y la suavidad con que le escribía notas y le hablaba. Para James su actitud era cursi porque, al no prestarle atención a las cosas y percibir a través del oído y las ideas falsas la conducta de su subordinada, la tomaba como una chica extraña y anticuada.

Pasada la medianoche sonó el teléfono y le comunicaron que se había cometido otro crimen a unos minutos de su casa. Se lo comunicó Jack, un policía que lo mantenía al tanto de todos los delitos que se cometían en la ciudad y que patrullaba los barrios peligrosos por las noches. “Es otra vez el caso raro ese…el del signo, ya sabes, James”—se lo dijo como si le estuviera dándole los buenos días. James no se apresuró a salir, podía incluso pedirle a su amigo que le guardara la nota y se la entregara por la mañana cuando terminara su turno. Se encendió un cigarrillo, se acomodó el pelo, se puso los zapatos, la gabardina y su sombrero y bajó por las escaleras. Se subió a su viejo coche. Había agitación en la ciudad, muchas patrullas y ambulancias irrumpían por las calles como si se tratara de escandalosos monstruos en una noche de invasión de extraterrestres. Hacía ya unos meses que los delincuentes estaban causando estragos en la gran metrópolis y los policías no se daban abasto. Se encontraba a los sospechosos, pero era imposible apresarlos porque se esfumaban de forma misteriosa como si se les facilitara un salvoconducto que los hacía inmunes a la justicia. “Los arresto, los llevo a juicio, los condenan— decía el inspector Ellery con coraje— y unas semanas después salen bajo libertad condicional o indultados, así es imposible trabajar”.

James ya tenía suficiente con las redacciones que hacía para el diario sobre robos a los bancos y museos, los asaltos en las calles, la venta de estupefacientes y la búsqueda de los criminales famosos sobre los que más hablaba Ellery. Los homicidios no le atraían en absoluto, pero por su calidad de reportero se veía obligado a ir a tomar fotos e interrogar a los testigos para escribir al día siguiente artículos que a nadie le interesaban tanto como a su jefe. Llegó a una zona donde había unos cuantos edificios viejos y unas casas construidas a principios de siglo. Buscó la dirección que le había dado Jack y subió a la segunda planta de una casa con fachada de azulejos amarillos. En cuanto el policía lo vio lo llevó al sitio donde estaba la nota. Le mostró el pequeño trozo de papel amarillento que se encontraba entre las manos de un hombre que yacía recto en la cama y llevaba una bata de seda china. Lo más extraño era el maquillaje que tenía en la cara porque parecía un cantante de la ópera Madame Butterfly con el pelo recogido y unos jazmines como tocado. El sitio era muy frío y los muebles eran escasos, sobresalía por su tamaño una cómoda con una gran luna empotrada en la pared parecida a la del tocador de un camerino de teatro.

—Es todo lo que encontramos—le dijo Jack en el momento en que le dio el papel—, no hay ningún rastro, como siempre. —Seguro que algo habrá, Jack, hay que preguntárselo a Ellery. Por cierto, ¿te has dado cuenta de que siempre el escenario del crimen es muy raro? —Sí, claro, James, es tan raro que parece que ese es el rasgo primordial del criminal. Ser raro, esa es la cuestión, James. —Tienes razón, ya había pensado en eso, pero ahora que lo dices creo que tendré que repasar de nuevo las noticias que he escrito sobre este caso. Adiós, Jack, que pases un turno sin ajetreos. —Adiós, James.

El caso Ж, ese conjunto de crímenes extraños y extravagantes que tenía en jaque a toda la comisaría, era muy poco popular entre los lectores y sólo entre los detectives era famoso y llevaba la denominación de cruel y delicado. La primer incógnita empezaba con el extraño signo dibujado con pintura de acuarela muy diluida y de colores vivos. En ninguna religión ni secta se usaba un signo parecido. James pensaba que se trataba de algo del más allá porque en su mundo sucedían cosas asombrosas, los villanos llevaban capas, máscaras, incluso tenían súper poderes y tenían su distintivo, pero ninguno semejante a la Ж, esa araña aplastada, que le quitaba el sueño a los representantes de la justicia. La segunda cuestión estaba relacionada con el carácter del asesino que por ser tan variopinto no encajaba ni en un hombre ni en una mujer, ni siquiera en un grupo de criminales multiformes.

Tenía que ser algo explicable con una lógica diferente, un elemento de una forma poco común de comunicación. La última cuestión era que los crímenes, fueran los que fueran, producían sólo pena. James lo notó desde el segundo caso cuando encontró a un científico muy famoso devorado por unos raros escarabajos. Al ver el enjambre de insectos subiendo y bajando por un esqueleto de huesos amarillentos no sintió ni asco ni miedo, sólo esa fuerte aflicción que lo hizo llorar en soledad cuando volvió a su casa y comenzó a redactar la noticia y se descubrió derramando, como un gotero del grifo, sus lágrimas sobre la máquina de escribir. También estaba el misterio del color de la yema de huevo, la sensación de sed acompañada de la sed y un canto de calandrias en el lugar del crimen; y, a la vez, un toque tierno y femenino mezclado con humor negro como en el caso del faquir. James había recibido la llamada de Jack, llegó a una especie de mandir en el que un hombre descansaba en una cama de clavos, pero estos lo habían atravesado retando todas las leyes de la física y el asceta se había convertido en picadillo. Tampoco había rasgos de violencia y la imagen era tan tierna por la sonrisa del anacoreta que todos los que presenciaron la escena se rieron por lo bajo. Ahora estaba este oriental falso con su corona de jazmines, la fiebre en su rostro, su bata de cigüeñas bordadas y sus dientes de perla. El homicida no sólo había aniquilado hombres, entre las víctimas también había mujeres, pero estas sin excepción eran de una belleza sin igual.

A la mañana siguiente James se despertó tarde, sacó una camisa limpia del armario y se puso un traje más limpio y sin olor a sudor. Una vez al mes iba a su casa la señora Berthe, quien le hacía la limpieza, le planchaba y le lavaba la ropa, casi no la veía y siempre se asombraba de encontrarla con un trapo en la cabeza que más parecía un sombrero de esos que llevaban las damas de finales del siglo XIX. La saludaba, asombrado por su aspecto de retrato pintado, haciendo una reverencia y le dejaba el pago en una mesita junto al teléfono mientras ella le iba diciendo dónde estaban colocadas todas sus cosas. Hacía apenas una semana que le habían limpiado el piso y ya se notaba el desorden. Se lamentó de la suerte de su encargada de limpieza y salió suspirando. Llegó a la redacción, la gente no paraba de moverse y hablar. Se comentaba la marejada de crímenes que había asaltado a los ciudadanos durante las tres últimas semanas. Michel Norton, el jefe del departamento, lo llamó para pedirle que organizara las noticias para el diario de la tarde. James le vio su redondo estómago que amenazaba con arrancarle los botones de la camisa, los enormes ojos grises de sapo y sus bigotes escasos y le comentó que la noche anterior había aparecido una nota más del intangible caso Ж, pero el jefe no lo oyó y dándole instrucciones muy claras sobre la edición de las noticias de la tarde se fue a su oficina, donde había unas personas que lo esperaban.

James se sentó y comenzó a ordenar todos los papeles amontonados que tenía junto a la máquina de escribir. Sólo pudo apilar unas pocas carpetas y tirar algunos borradores ya rancios porque entró una llamada del inspector Ellery que le pidió acudir sin retraso a la comisaría. —¿Qué ha pasado? Dime. Ellery, ¿por qué tanta prisa? —Tenemos una pista sobre el caso, James. Puede ser que lo que te voy a decir sea una locura, pero Rodríguez, mi nuevo ayudante, me dio la pauta para adivinarlo. Se trata de una mujer. —¿Cómo? ¿No te parece un poco descabellada esa idea? Ninguna pista nos ha llevado a sospechar que el autor de esos crímenes sea una mujer. Tú mismo lo dijiste una vez, Ellery. Recuerdo perfectamente tus palabras al salir del laboratorio donde estaba el científico devorado por los escarabajos. “Ninguna mujer sería capaz de esto”—dijiste riéndote, Ellery, cuando una de sus ayudantes te lo preguntó. —Sí, James. Lo recuerdo perfectamente, pero ahora es diferente. He revisado los expedientes de las posibles asesinas y, de la lista de doscientas, están Emma Frost y Rodge, pero tienen coartadas impecables porque también cometieron fechorías en otros sitios, donde fueron vistas, y no sería posible que se desdoblaran para estar en dos lugares a la vez. —Y ¿para eso me has llamado? ¿qué tengo yo que ver con todo esto? —Mira, James, como las principales sospechosas están limpias, pensamos Rodríguez y yo, que debe ser una mujer de nuestro entorno. —Oye, Ellery, las mujeres que nos rodean están muy lejos de ser unas asesinas. No matarían una mosca. En ese momento James se dio cuenta de que Ellery se veía más resaltado por los cuadros que limitaban su espacio y que sus bocadillos o burbujas en las que se leían sus palabras resaltaban más las letras. El color, incluso era más vivo y en algunos planos había un reflejo brilloso como por efecto del aire. Se despidió de su amigo con la promesa de poner atención en todas las mujeres que viera para saber si la sofisticada asesina se había estado burlando en sus caras. En la calle trató de recordar cuantas imágenes enmarcadas de planos completos de la ciudad había. Eran muy pocas—se decía—llegarán a una diez y no se ve toda la extensión de la ciudad. Tenía más presentes las estampas de la ciudad de noche. La luna alumbrando una montaña con nieve y las luces de la ciudad muy resaltadas en amarillo, pero ninguna tonalidad era tan real como el de las notas que dejaba el criminal. No volvió a la oficina hasta el día siguiente.

Estuvo escribiendo las notas de su sección y revisó sus archivos, miró con atención a todas las mujeres, buenas, malas, de la oficina y visitantes, a las de la calle y las revistas, pero no encontró ningún cabo suelto de donde sujetarse. Dejó de pensar y se dio un masaje en las sienes. Estaba cansado y le dolía un poco la cabeza. No podía concentrarse y sus ojos se anclaban en cualquier lugar, parecía un zombie con los ojos saltones. Katherine le puso una nota enfrente y la miró más de cinco minutos sin decir nada, hasta que se despertó de su letargo y reconoció la nota. —¿De dónde has sacado esto, Katherine? —preguntó muy sorprendido. —Me la diste tú, James, me dijiste que te la entregara cuando volvieras de ver a Ellery…Y como ayer, no volviste, pues te la entrego ahora. —Pero es imposible, Katya, yo no cogí la nota que estaba en las manos de El Butterfly asesinado. Debe tratarse de un error. —No, James, te juro que me la diste tú. Deberías cuidarte. Estás cambiando mucho.

James se quedó solo, puso la nota sobre su mesa y vio con atención a Katya que se alejaba muy despacio. Le tembló la quijada cuando quiso recordar el aspecto que tenía su secretaria en su memoria y no le venían imágenes. Terminó su trabajo y se fue a cenar a una cafetería que estaba cerca. El ruido de la calle, las sirenas, los gritos y la sensación de peligro constante fueron apareciendo. Se tomó el café que se había enfriado, pagó la cuenta y salió. Decidió que dormiría bien y no atendería ninguna llamada. Al pasar por las calles trató de mirar a lo lejos para captar imágenes grandes de los edificios, pero no lo lograba. A las personas sí las veía con claridad extrema, pero les pasaba lo mismo que a Ellery, los que hablaban se quedaban enmarcados, con un globo de letras donde se podía leer lo que decían. Él mismo se sintió diferente y vio sus propias esferas con las expresiones exclamativas que le gritaba a sus conocidos que lo saludaban en la calle con un ¡Hey! Era como si su calidad plana de siempre estuviera a punto de cambiar. Experimentaba una hinchazón completa en el cuerpo y al mirarse las manos les encontraba contornos que antes no tenían.

Al llegar a su casa se tiró en el sofá y se empezó a tomar una cerveza. Resopló satisfecho después del primer trago y se apoyó con todo el peso en el respaldo, pero sus ojos encontraron una yema de huevo suspendida en el aire. Se levantó y se acercó para verla de cerca. Era más grande de lo normal y detrás había una cavidad rara. No sabía cómo podía existir una cosa así y trató de mirar lo que había dentro del boquete, quien hubiera presenciado la escena habría visto a James cerca de un círculo muy fino casi invisible. De pronto, la yema amarilla tomó la forma del signo Ж. James intentó tocarla, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Anduvo dando vueltas, pensando en darle alguna explicación al fenómeno, pero era incapaz de crear una hipótesis convincente. Durmió mal y a la mañana siguiente salió después de confirmar que la yema de huevo seguía suspendida en el mismo sitio y había recobrado su forma. En la redacción Michel Norton lo saludó con una sonrisa y le preguntó si había visto a Katya. Encogió los hombros y se fue a su despacho. Al entrar se dio cuenta de que, a pesar de que todo estaba en su sitio, faltaba algo. Era el olor de Katya. Nunca se había detenido a pensar en cosas como esa, pero oyó su voz del interior que se lo decía. Se sentó y empezó a escribir, no obstante, dejó el trabajo de inmediato. Miró por la ventana y un reflejo muy fuerte le dio de pleno en la cara. Se quedó deslumbrado un rato y cuando se le pasó ese punto brillante que veía constantemente enfrente de su cara lo asaltó un recuerdo. Era Katya acercándose despacio con su falda entallada y clara. Sintió su mirada y oyó su voz. No había pensado en ella nunca y ahora su forma comenzaba a imponerse delante de él como el mismo reflejo que hacía unos minutos lo había enceguecido. Fueron apareciendo como fotografías de un álbum familiar las posiciones que adoptaba Katherine.

En su mente fueron resurgiendo las pequeñas piezas de un rompecabezas de la vida de su secretaria, a quien había ignorado de forma consciente, pero su inconsciente había archivado todos los detalles. Lo más duro vino con las horas de sueño, pues Katya se aparecía en los sueños y no en la oficina. Pasó una semana y James resintió la ausencia de su secretaria, lo que no sabía es que ella ya no se aparecería por la redacción. —Renunció—le dijo Norton—. Sólo me llamó y dijo que había encontrado otro empleo, mejor que este y colgó. Es todo lo que sé. Trabajar resultaba muy difícil porque sin su secretaria James tenía las manos atadas. No encontraba nada de lo que necesitaba y los compañeros ni siquiera se asomaban por allí. Cuando James se levantaba a la cocina para preparase un café, saludaba a todos, pero no siempre le respondían. Le pareció que la oficina se había hecho más grande y que había perdido calor humano. Hubo una cosa asombrosa. Los asesinatos relacionados con el enigmático Ж se suspendieron. Pasó un mes y no se reportó ninguna nota, Jack dejó de despertar en las madrugadas al reportero.

Ellery se fue alejando de su amigo, resolvía con más éxito los casos y, además, lograba mantener a los criminales dentro de la cárcel. Era como si la normalidad hubiera vuelto a la ciudad. Ya no había hombres con máscaras de cerditos asaltando bancos, ni ambulancias y patrullas haciendo añicos el silencio de la noche. Las mujeres de la calle y sus proxenetas estaban sin empleo, los jefes de las mafias preferían dejar su negocio antes que sufrir la persecución de la policía. Nadie robaba, nadie buscaba estupefacientes ni armas y los hombres estaban ocupados haciendo labores en sus hogares junto a su familia. Los fines de semana se veía a la gente tranquila paseando por las calles y parques. La redacción se cerró temporalmente por falta de sucesos delictivos y James recibió una pequeña indemnización que le alcanzó para vivir unos meses. Una mañana se levantó y ya no vio la yema de huevo suspendida en el aire ni el hueco que había detrás de ella. Oyó un sonido que se le quedó grabado dentro de la cabeza. Repitió lo que había oído y lo representó con las letras más adecuadas para reproducirlo: Zhenshina. De inmediato sintió la necesidad de salir de su casa e ir en busca de Katherine. Tenía que encontrarla a toda costa y lo antes posible. Vagó mucho tiempo por las calles de la ciudad y no la encontró, pero una tarde que se dirigía a una tienda para buscar unas herramientas lo arrolló un camión cuando seguía con la vista a una mujer idéntica a Katya. Le gritó y al ver que ella se alejaba con prisa, corrió y un fuerte golpe lo levantó por los aires.

Recostado en la ambulancia le pareció oír lo que decían los enfermeros, después se durmió. Ahora estaba a punto de abrir los ojos. No le dolía nada y el perfume de unas flores le recordó a su secretaría. Abrió los ojos y se encontró con una mirada curiosa. Ella estaba un poco diferente. Su peinado era otro y su cara parecía un poco más ancha, se sonrió. James quería contarle todo lo que había comprendido durante su ausencia, sobre todo lo del extraño huevo suspendido en el aire, pero ella le ordenó callar. Después descubrió que no se llamaba James y que su mujer no era secretaria, que tenía hijos y que trabajaba en una empresa de construcción. Era un arquitecto talentoso y en una visita a unos nuevos edificios se le había caído un techo encima y había estado unos meses desconectado de la realidad. Reconoció un signo cuando se abrió una puerta blanca y entró una mujer al servicio.

Entonces pronunció la letra Ж y se acordó de las perlas,de la vida, de la feminidad, del hierro y de muchas otras cosas más.