viernes, 28 de julio de 2017

The Voice

Gracias a su atractiva voz y cautivadora plática, lo habían contratado para aumentar el número de oyentes de un programa de radio que se emitía después de las once de la noche. Por lo regular, las canciones eran de estilo pop y románticas, pero muchas veces había programas de música de otros estilos como country, rock o folclórica. Al principio, por su buen gusto en la elección de la música, logró que la audiencia aumentara un poco, sin embargo, el director le pidió que buscara algún método para elevar más las cifras. No se le ocurrió nada mejor que inventar historias sobre la creación de las canciones. Así, fueron surgiendo algunos bulos que se hicieron populares entre la gente y llegaron a ser más conocidas que las mismas composiciones. A menudo recibía llamadas en las que le preguntaban más detalles de todo lo que contaba, pero les contestaba que no tenía la autorización para hacerlo porque sus informadores, fiables al cien por ciento, se lo impedían y no quería enemistarse con ellos.

Con sus grandes cualidades de orador describía ese momento mágico en el que un chispazo de ingenio provocaba una reacción en cadena en la creación artística. A las mujeres les gustaba escuchar cómo uno de sus ídolos, después de haber visto a su mujer vestida de rojo en una fiesta, se enamoró de ella. Se reían de lo lindo cuando describía la reacción del artista al descubrir en esa seductora chica, a su esposa. Se las ingeniaba para improvisar anécdotas de todo tipo. Narraba cómo las grandes estrellas soñaban sus canciones y se levantaban a medianoche a escribirlas, o la forma en que las melodías surgían, después de que un famoso volviera de un coma, y se convertían en hits, o la inspiración que arrollaba a los artistas cuando salían ilesos un accidente de tráfico o dejaban para siempre las drogas. Durante dos años llenó el espacio radiofónico con cuentos dignos de un gran escritor. Cumplió con la misión que se le había encomendado y se relajó a tal grado que dejó de esforzarse, repetía todo como un loro, mezclaba las historias y se las atribuía a otros artistas, olvidaba nombres y usaba pistas cuando estaba fastidiado y no quería hablar. Se comunicaba mucho por teléfono con el público, pero tenía sólo dos amigos, no muy íntimos, con los que iba a echarse una copa de vez en cuando.

 Muchas personas creían reconocer su voz en la calle o lugares públicos, pero como nunca había mostrado su rostro, nadie se arriesgaba a decirle que él era el gran locutor de los programas de medianoche. Su situación económica no era muy holgada, pero estaba satisfecho con lo que tenía. Recordaba con mucho orgullo la única vez en que había participado en una película. Era una cinta de un director malagueño que lo oyó hablar en una cafetería y le propuso que hiciera un ensayo para darle vida a un personaje que hacía la voz en off. El resultado fue muy bueno y muchos espectadores recordaban ese filme precisamente por esa dicción tan seductora que les había descrito las emociones y pensamientos de los protagonistas. Por lo regular, trataba de hacer historias sobre cantantes desaparecidos o que se encontraban en la recta final de su vida. Su método era muy sencillo. Primero, ponía la canción en su habitación, se recostaba en la cama después de haber bebido unas copas de jerez y cerraba los ojos para sentir cómo las ondas sonoras le llegaban al hipotálamo o sistema límbico y al sentir estrujado su corazón, ponía atención en las imágenes que surgían dentro de su cabeza, luego cogía un bloc de notas y escribía sus visiones.

Un día escuchó una canción que lo impactó como un rayo. No pudo resistir la tentación de inventar una historia en ese momento, nunca lo había hecho allí, cerró la puerta, se tomó de un trago un cuarto de botella de whisky y se recostó en el viejo diván que tenía a su lado. Las imágenes fueron surgiendo suavemente, como si estuvieran siendo reveladas en un estudio de fotografía. Eran de colores muy vivos y más convincentes que la propia realidad. Una mujer apetitosa, la fina arena del mar, el sabor salino de su bikini, el pelo enrollado por el efecto de los fuertes rayos del sol y una estrofa bellísima declarando amor eterno, luego el primer contacto físico y la caída por el túnel del placer hasta culminar con un himno celestial. La historia que inventó era fascinante y aunque algunas palabras o ideas no aparecían en la canción, a él le pareció que encajaban bien. Esa misma noche puso la canción y narró lo que se había inventado. Pronto la gente comenzó a pedirle que repitiera el interesante relato y pusiera una y otra vez la melodía. La estación no era muy famosa y se encontraba en una ciudad muy pequeña, pero gracias a la popularidad del programa nocturno saltó a la fama. Dos meses después llegó a oídos del intérprete la famosa historia. Se la tradujo un productor de Miami que la había escuchado en su viaje al país vecino. Tim Like llamó a su abogado y le preguntó cuál sería la mayor cantidad de cargos que podría presentar a un juez en una demanda por difamación, pues él había compuesto la canción para su hermana y expresaba el gran cariño inocente e infantil que sentía por ella y había surgido en aquel primer viaje al mar cuando era pequeño. El resultado de las cavilaciones del letrado fue una cifra de seis ceros. Pusieron manos a la obra y mandaron una carta a la radio difusora con la fecha citación al juicio. La primera reacción que tuvo The Voice, al ver la enorme suma de dinero que se le exigía por haber propagado su falsa historia, fue la de suicidarse. Preparó una soga, se despidió de sus admiradores con una carta muy extensa en la que explicaba con detalle su osadía y las mentiras que había contado hasta ese momento y se subió a un banco para ahorcarse. Por un instante, la juiciosa voz de su conciencia lo orilló a golpear con el pie el endeble banquillo, pero una horrorosa imagen lo hizo desistir. Era un pollo que había visto colgado en su infancia. Había ido con su madre al mercado por unas pechugas para la comida y el señor Mauricio les preguntó qué pollo deseaban. Él levantó la vista cuando su madre le propuso que escogiera y al poner atención en las escuálidas aves que, con la lengua salida y los ojos exorbitados lo miraban, decidió que jamás se los comería. Se quitó la cuerda decepcionado y se tumbó en el sofá, pensó que cualquier condena en la cárcel sería mejor que convertirse en pollo de mercado. Pasó la noche pensando en alguna solución, pero fue inútil.

Dos días después, cuando estaba preparando su viaje para enfrentar la acusación en el país anglosajón, pasó por el estudio de grabación y vio a un joven mezclando sonidos con un ordenador. Le preguntó qué hacía y el chico le contestó que estaba haciendo unas mezclas para un pinchadiscos que le había pedido un favor. Le mostró el funcionamiento del programa y quedó impresionado por los resultados. De pronto, se le ocurrió que podría seleccionar las palabras de Tim Like para hacer una grabación con su voz, diciendo que él y, únicamente él, había inventado la historia que ya todos conocían en el mundo entero. Se pusieron a buscar entrevistas de radio, vídeos y canciones, luego quedó una grabación de calidad espectacular en la que Tim describía el origen de su hermosa canción tal y como la contaba The Voice. Esa noche el auditorio hispano recibió sin mucho interés la noticia porque se había habituado a la versión contada en español y deseaban oír una vez más la pegajosa composición, por lo que pasó casi desapercibida la falsa confesión. Quienes sí lo notaron fueron los productores y representantes del famoso intérprete y compositor gringo, que corrieron a avisarle a su cliente. Éste puso el grito en el cielo y prometió vengarse, pero los asesores le aconsejaron que desistiera, que recapacitara un poco y esperara los resultados una vez que se transmitiera en todas las cadenas del país. No se hizo esperar la oleada de fans que le alagó la bella historia a Tim. Frente a su casa llegó un conglomerado de chicas que le pedían que compusiera canciones para ellas, algunas se desmayaban y hubo quien, incluso, amenazó con suicidarse allí mismo si el encantador Tim no se comprometía a hacerlo. Su popularidad creció mucho y el dinero le empezó a caer como en las maquinitas de los casinos cuando se gana. Mandó una carta certificada anulando su demanda y junto con ella un Rolls Royce que dejaron a la puerta de la radiofónica. El programa de The Voice se siguió transmitiéndose, pero sucedió un fenómeno que lo dejó atónito. Era que muchos compositores y cantantes le pedían que usara la misma estratagema, con la que se había salvado de la cárcel, para promover sus obras musicales.

Trabajó día y noche con el muchacho del estudio de grabación, tuvo un desgaste considerable y se retiró pronto. Vivía tratando de aislarse de la gente, pero su anonimato era delatado por los coches que le enviaban los artistas a sus casas, escondrijos y hoteles donde inútilmente se ocultaba. Se volvió huraño, introvertido y dejó por completo su afición a las historias, incluso fue con un psiquiatra para que le ayudara a programar sus sueños. Su imaginación quedó como esos pueblos fantasma que muestran en las películas del lejano Oeste. 

martes, 25 de julio de 2017

Sinfonía carmesí

Parecía la dueña de la barra, estaba de pie, sus formas, delineadas por el carmín de su vestido y los tacones altos, me excitaban. De perfil se adivinaba su nariz recta, oculta tras los sedosos mechones ondulados de su abundante cabellera. Pensé en los contrastes y el escalofrío recorrió mis piernas haciéndolas tambalearse. Me la imaginé desnuda como Eva, pero en lugar de manzana sostenía una pera y recordé que era como en la Edad Media con esas representaciones acomplejadas que decían más por dentro que por fuera. Por eso, me rompí la cabeza tratando de adivinar si era sensual, violenta y erótica o sangrienta, cruel y maléfica. Estaba ciego y sólo con la receptividad de los otros sentidos podía estudiarla para comenzar el abordaje. Me acerqué despacio, fingiendo distracción. Ella no me había visto y eso me ayudó a seguir adelante. Cuando me encontré a su lado y le pedí mi bebida al barman, le di rienda suelta a los pulmones para guardar su aura perfumada. Sus manos no decían nada con su atadura de dedos trenzados.

Su ridículo e infantil olor a fresa resultaba más provocador a esa distancia. Logré ver sus labios embadurnados de escarlata. Eran prometedores y finos. Su sonrisa era de una pureza falsa que atraía como un imán. Pensé que Stendhal se había equivocado con aquel título de su obra y Neruda estaba más próximo con su canto austral, sin sus clásicas gotas espesas de todos sus poemas y los rancios cantos desesperados. Ella era la fertilidad, la quería con las copas de su pecho engalanadas de ardientes dedales corrugados y ataviada con un camisón traslúcido. Le hablé y sus frases se fueron directamente a mi flujo sanguíneo. Me iba a realizar una incisión profunda y dulce en el momento que aceptara mi proposición. Le invité dos bloody Marys, dijo que no le gustaban los vampiros ni las niñerías, que sabía amar de verdad con juegos para adultos. Le contesté que sería su cordero, que ya podía preparar el manto de la última cena y asestarme los agudos golpes de su cuadril. Será un viaje largo y te sentirás sacrificado y redimido, hundido en las aguas caudalosas de tu propio deseo. Me imaginé como Sigfrido, inmune a las críticas de los que me rodeaban y ungido por la sangre del dragón que me defendía de los escupitajos verdes de los mirones que blasfemaban. Arderás en mis brazos y querrás escapar como si temieras la venganza de los faraones, sin embargo, encontrarás la tierra prometida y vivirás pródigo en mi cuerpo.Las noches se iluminarán de globos de papel chino que, elevándose por el oscuro cielo, encenderán las estrellas. 

Todo en ella era esférico y sideral, al apretarla brotaban sus agridulces jugos y sus caricias eran como las brasas. Me consumí en el infierno de sus entrañas, me convertí en ceniza, viajé por los concéntricos anillos de su divina comedia. Remé con fuerza a contracorriente por el purgatorio de nuestra relación, me sentí condenado y la oscuridad me envolvió. Surgió la duda y le pregunté si era Lilith con sus cientos de hijos sacrificados, pero no contestó. Sonrió y su fina corona de narcisos me mostró su sonrisa de azahares. Contemplé su cuerpo cubierto con la túnica primaveral del cuadro de Botticelli. Estaba en el Edén y le prometí que la plasmaría, tal y como era, en uno de los más grandes lienzos del tiempo. Cogí los pinceles, saqué mi paleta de Delacroix con sus gotitas de aceite de lino y gamas de pintura, de la más clara a la más oscura. La dibujé en carbón blanco, al rojo vivo, con mano firme. Las telas tendidas en el cuarto de la intimidad hicieron pública su belleza.

Su mano virginal me condujo por el Vía Crucis de la locura. Pisé el fango y caí en los más putrefactos charcos, pero su ánimo me levantó y me hizo sentir menos los ásperos castigos del látigo de la moral que, aunque níveo, era más doloroso que la guillotina. La abstinencia no me daba la paz que esperaba, sólo prometía con sus términos de ética sagrada un inexistente paraíso, así que opté por la entrega incondicional y encontré el compromiso en el territorio basto de mi amada, que día a día, en el mismo sitio libraba más batallas que un Alejandro Magno. Mientras me ocultaba en mi querella, lejos del estoque de la traición, ella se iba a los tendidos altos oculta bajo un capote. Nunca nos llegó la paz y cruzamos el arcoíris con todas sus tonalidades hasta que llegó el gris del aburrimiento y los tapetes pardos espinaron nuestras plantas. El lujoso cielo negro de la noche sin estrellas nos vedó los néctares de la reconciliación y nos atamos a nuestros grilletes: ella luchando en sus guerras y yo navegando mis mares como Ulises, alejándome más y más de su manto tejido de traición. 

Encontré más tierras, despertaron mi curiosidad las sirenas, pero mi corazón estaba entre las madejas de su incansable labor. Miré otra vez la brújula para saber si llevaba la dirección correcta y encontré el oriente tenue de filosofías vanas. Pasión contra sabiduría, fuego contra hielo, razón contra instinto, todo nos separaba ya y, a pesar de todo, pudimos volver juntos al lecho. Arrepentidos y con las mejillas de piel bermellón unimos de nuevo nuestra desnudez de antaño, tan sólo para recordar que habíamos tenido un compromiso irrefutable firmado con sangre.

 Crujió el armazón del puerto abandonado, se pulverizaron los huesos del rencor y aprendimos a vivir mirando la arena de color naranja pegada al firmamento y en cada tarde nos mecimos sobre la hamaca de los recuerdos resucitados. Volvieron las notas de la melodía de las gaviotas, mordimos la carnada y la sal nos resecó los caprichos. Abrimos los brazos y nos entregamos a la caída permanente de las hojas de parra. Nos guió el canto de la caracola con su lomo de labio ávido. Las conchas salieron de la arena y ella se paró sobre la que tenía más espuma y renació en mito ancestral. Ante ella se inclinó Sandro, William, Diego, Paolo, Pedro Pablo, Alexandre y yo. Nos escogió a todos y volvimos mansos a la barra para invitarle una margarita y mirar su sonrisa clara, sabia y todopoderosa.
                                                                                                                                              

viernes, 21 de julio de 2017

El yonki escritor

El tema del adicto psicodélico siempre había sido como una leyenda urbana. Decían que en un barrio del centro de la ciudad se encontraba, perdido entre los escombros de una casona del siglo XVIII, un toxicómano que escribía fantásticas historias. Nadie había visto jamás sus escritos y lo describían de diferentes formas. Unos decían que era muy flaco y alto, que llevaba una coleta y que casi no veía y por eso usaba unas gafas de fondo de botellón, otros desmentían esa versión y lo presentaban como un hombre corpulento, muy moreno, con la cabeza pelona y manos de piedra, otros decían que iba bien arreglado, que lucía un copioso bigote y se peinaba con brillantina. Eran muchas las formas en que lo presentaban, pero lo cierto era que, de haber existido, lo habrían visto sólo los que en aquella época se drogaban con él. Por desgracia, habían pasado más de treinta años y lo más seguro es que los testigos ya no vivieran o estuviesen manteniendo su lucha contra la vejez y la necesidad de inyectarse o fumar algún estupefaciente.

Pedro Garcés, el más petulante de la oficina, nos obligó a apostar a que lo encontraba. Se había valido de una estrategia infalible: herir el amor propio. Cuando dijo que éramos unos inútiles fracasados y que nos enorgullecíamos de nuestra mediocridad, estuvimos a punto de partirle la cara, pero el cínico nos retó a que lo hiciéramos para demostrar que decía la verdad. Fue tanta la verborrea barata con que nos atosigó que Mario y yo fuimos los únicos que sacamos la cara, pues los demás compañeros lo habían tomado como la estupidez más grande del mundo. Mario me lo dijo y estuve de acuerdo, nos íbamos a meter en una aventura absurda, vacía y fracasada de antemano; pero alguien tenía que cerrarle la boca al estúpido de Garcés.

A partir de ese día, en la hora de la comida, nos íbamos al barrio de Tepito a buscar las pistas del famoso drogadicto fantasma. Le preguntábamos a la gente, pero se reían al oírnos y su respuesta era la misma: “No sabe que eso es una vil mentira inventada por los drogos, mi cuate”. La gente estaba dispuesta a contarnos algunas de las supuestas historias a cambio de algunos pesos, pero referencias del autor, ninguna. Buscamos por todas partes y descubrimos casas antiguas abandonadas, sin techo y casi derrumbándose. En los sitios más insólitos se conservaban algunas paredes y vestigios que indicaban que en antaño habían existido patios, habitaciones, cocinas, baños y culturas antiguas. No sacamos nada en claro y después de un mes, de estar divirtiendo a la gente con nuestra absurda búsqueda, apareció la señora Josefa. Estaba al final de la calle, debajo de un toldo de una tienda de maletas. Permanecía quieta como una estatua de piedra caliza. Tenía la espalda encorvada, llevaba un vestido de percal blanco y sus trenzas canosas parecían las crines de un poni. Al pasar a su lado oímos una voz que parecía el silbido pausado de una flauta de barro. Tenía los ojos ocultos por las cataratas y su boca era pequeña y reseca. Le quedaban unos cuantos dientes. “Tengo algo que les podría servir—dijo tratando de intrigarnos con la mirada blanca y se giró. Caminó unos metros y se metió en un hueco que había en una pared de cantera diamantina—. Entramos a un patio húmedo. La sensación fría nos puso la piel de gallina. A pesar de que entraba un buen chorro de sol por el pedazo de tejado que faltaba, la temperatura era baja. Nos invitó a sentarnos en unas sillas de madera muy maciza y pesadas. Trajo unas vasijas con champurrado y orientó su rostro hacia nosotros. Esperó con paciencia y cuando nos terminamos la bebida espesa, cogió de la mano a Mario y lo condujo al hueco, le pidió que volviera más tarde. Le pregunté por qué lo había hecho y con una voz más clara me contestó que mi amigo no estaba preparado porque era muy incrédulo y me había acompañado hasta ahí sólo por la oportunidad de salir de la rutina. Me dijo unas palabras tiernas y con el pulgar y el índice me pidió que la esperara un momento.

 Me encontraba sentado entre la sombra de un techo de vigas de madera negra y paja y la cascada de luz natural que tenía miles de motas de polvo. Volteé a la derecha y vi unas estanterías llenas de juguetes de latón y madera. Había un caballito de palo arrumbado en un rincón. Los muebles eran muy parecidos a los de los mercados de comida y había una mesa con una sola silla. El espacio era pequeño y estaba alumbrado por un quinqué antiguo. La anciana volvió con una bolsa negra de plástico, como esas que se usan para la basura, y me enseñó unas hojas amarillentas. Ordénelas si puedes. Lee lo que te interese. Volveré más al rato. No me dio la oportunidad de preguntarle nada. Se fue alejando despacio y salió por una puerta que colgaba de una bisagra.

Abrí la bolsa y un olor rancio salió como si hubiera abierto un cofre podrido. Tomé varios papeles y fui leyendo las primeras líneas de cada una. Me di cuenta de que algunas eran pensamientos aislados y otras parecían cuentos cortos o algo así. Decidí ir separando los trozos de papel en los que había unas cuantas frases y las hojas completas donde había textos más largos. Cuando ya tenía varios montones de tamaños diferentes y un gran tocho de folios comencé a leer para ver si podía ordenar las historias. Pensé que a pesar de todo lo extraño de la situación, la señora Josefa, se había enterado de que estábamos buscando información sobre el yonki escritor y nos había traído hasta aquí. Como no era muy comunicativa había decidido pasar a la acción saltándose todas las explicaciones. Me reí con un aire de triunfo porque ya podía imaginar la cara que pondría el imbécil de Pedro Garcés cuando le mostrara la bolsa de hojas que tenía a mi lado. Empecé a leer:

Veo un horizonte de arena, no distingo el mar, pero sé que está ahí, me lo dice su voz complaciente, su arrullo colosal. El firmamento está separado por un hilo de color turquesa y la potente luz sideral empalidece el azul del cielo. Se han terminado los escalofríos y la resaca de los agrios días se ha esfumado. Me siento renacer, soy arroyado por la sensualidad del optimismo, mis dientes manchados por fin ven la luz y mis pulmones se llenan otra vez de la brisa de la vida. Salgo de ese laberinto líquido que, como argamasa viscosa, me mantenía apresado en la duda. Se libera mi mente y la fiebre calienta mi cuerpo, es la necesidad de descubrir, llevo la aureola de la lucidez sobre mi cabeza, miro con escrutinio y descubro la fuerza de la razón. Mi felicidad está en el plexo, es visceral, siento sus besos como la miel y el placer como un piquete de avispa mortífero, pero delicioso. Oigo cantar al cenzontle, pero lo hace en silencio porque sus ojos son su instrumento musical y la melodía sus bellas miradas de ámbar. Sus alas se agitan abrazando al astro rey y una corona se posa en el hermoso valle donde el montículo es para la fe. La madre tierra que está pálida porque la han cubierto los granos de maíz que como perlas la engalanan. Mi compañera es la curiosidad, me abraza con ternura y siento su carne tibia, sus ojos ingenuos me conducen por la estela que deja la melodía del caracol. El murmullo áspero de los cascabeles es de vetas doradas y mi amada me reclama, me perturba con su ingenio, es espontánea, actúa de forma natural y me llena el pecho de seguridad. Improvisa un nicho de paja, las llamas de su fuego son como el dorado de los campos de trigo. Nos elevamos como dos aves y le damos libertad a la fantasía. Ella es la faraona del viento, su frescura me sana las heridas del corazón y caemos como cascada sobre las piedras de ojo de tigre. Se tiende como leona complacida y sonríe. Ya es mi reina, la más bella emperatriz engalanada con dos cúpulas divinas. Me recibe en su pecho y me abraza hasta que el sueño me aleja de la avaricia de su cuerpo, de la vanidad de poseerla y de la solemnidad con las que hablo de ella.

Era asombrosa la forma en que ese loco describía sus visiones. Estaba seguro de su existencia. Busqué a Josefa exaltado de alegría. Quería irme a ver a mis compañeros para demostrarles que el mito no lo era, que si existía y no era una vil leyenda urbana como decían todos. No estaba Josefa. Una mujer más joven se acercó.

—Ya sé cómo es la broma—dije loco de emoción—. Lo ha contado Fuentes en una de sus obras, pero eso conmigo no va a resultar. Me tengo que ir, ¿dónde está la salida?
—No soy Aura—contestó con gesto duro—, ni sé quién sea. Sólo he venido para que conversemos un poco.
—No tengo ganas de quedarme aquí. Necesito irme, hay algo muy importante que debo hacer.
—No te preocupes, en unos minutos te podrás marchar.

Conforme hablaba me iba poniendo de buen humor. Parecía que tenía un dominio completo de las cosas y su actitud seductora me envolvía suavemente. También, podía adivinar mis sensaciones porque cada vez que alguna parte de mi cuerpo se sobresaltaba por su alegría contagiosa, me sonreía con picardía. Si con la lectura del texto del yonki me había despejado la cabeza, ahora sentía estimulada mi capacidad erótica. Veía correr por mi cabeza imágenes que luego se convertían en pensamientos incitantes. Me pareció que la mujer era más joven de lo que aparentaba. Tenía la piel de melocotón y despedía un olor cítrico. Pensé en los perfumes de Kenzo, muy populares entre las chicas de nuestro trabajo, pero este aroma era como el azahar. Desconfié por un momento, pero una de sus gotas de sudor calló sobre los folios que sostenía y me hizo cambiar de parecer. Ya no me levanté de la silla y dejé que Diana se acercara. Miré sus ojos dulces y sus dientes redondeados. Sentí el frescor de sus labios que eran como pulpa de albaricoque. Me parecía que sus palabras eran símbolos borrosos. Adivinaba sus sentimientos materializados como gajos de mandarina. Empecé a marearme un poco, pero su voz cromada era jugosa en sus labios de caléndula. Me distrajo con una pregunta.

—¿Has entendido lo que leíste?
—En verdad, no mucho. Estaba mal de la cabeza el tipo ese, ¿no crees?
—Sí, puede ser. Debió alucinar con tanta cosa que se metía, pero plasmó bien sus sentimientos en el papel, los escribió con sinceridad y nadie lo conoció. Ahora sus historias distorsionadas vagan por ahí y nadie las aprecia.
—Sí, es verdad, además se duda mucho de su existencia.
—¿Y tú, también dudas?
—No, ahora estoy completamente seguro de su existencia y tengo las pruebas.

Levanté la bolsa negra y se la mostré, pero al fijar la vista en ella noté que la realidad estaba distorsionada. Ya no llevaba su vestido de azafrán, o si lo tenía puesto, era transparente porque sus redondas formas relucían como en un jardín frutal. La miré como si fuera algo exótico, como si viera su piel aterciopelada por primera vez.

—Algo me está pasando…
—No te preocupes, estás entrando al espacio de la fertilidad emocional.

No entendí lo que me decía, pero su cuerpo con frutos maduros y su rostro con flores tiernas me volvieron loco. Sus labios se movían diciéndome en silencio que en antaño había sido la manzana del paraíso representada en los cuadros de la Edad Media, que venía, en realidad, de Oriente y que era símbolo de la fertilidad, que tenía la virtud de limpiar asperezas, y que contagiaba la sed de diversión. Me abrazó y apoyó su cabeza en mi pecho. Tienes que incendiarte conmigo, debes seguir hacia la pasión. Le contesté que temía hundirme en las brasas y que ya no podría volver a la reflexión y la calma; que perdería el camino hacia la espiritualidad. Dijo que el camino en el hombre es vertical, pero que en el espacio el desplazamiento era circular, que no debía temer. Descendí, entonces confiado, sin reparo y gocé la entrega. Ardimos entre pétalos de rosa, probé el licor de su cuerpo y caí rendido de amor.

Desperté en la misma silla, desnudo, bronceado por el sol y con el corazón hinchado. Vino Diana con una pluma de faisán muy larga. Traía también un tintero antiguo. Me los dio y dijo que los escritos se estaban borrando. Cogí la bolsa y saqué unas hojas, estaban muy borrosas en efecto y se leían con mucha dificultad. Me ordenó que las reescribiera. Me levanté y ella me condujo a la mesa. Acercó el quinqué y me besó en la mejilla. Empecé a trabajar. Puse el primer papel en la tabla lisa y suave y comencé a escribir:

Veo un horizonte de arena, no distingo el mar, pero sé que está allí, me lo dice su voz complaciente, su arrullo colosal. El firmamento está…

Me detuve asombrado y le dije a Diana que esto ya lo había leído. Tienes que reescribirlo, ordenó con palabras dulces. Levanté la cabeza para deleitarme con su belleza, pero descubrí que delante de mi había una fila larguísima de hombres que, como yo, estaban sentados y la miraban. Luego me sentí como en una noria. Ella estaba desnuda en mis piernas, sonriente, luminosa y cándida dijo que siguiera con el trabajo. Mojé de nuevo la pluma y seguí escribiendo:

…separado por un fino hilo de color turquesa y la potente luz sideral empalidece el azul celeste...

martes, 18 de julio de 2017

La orquídea negra

Cuando se habla de porno, la gente piensa en cosas como la perversión, mentes torcidas, suciedad e, incluso, fetichismo o masoquismo; pero para mí esa palabra se relaciona sólo con el asesinato. No sé cuándo comenzó mi problema con la sexualidad. Era un adolescente habitual, tenía deseos, ilusiones y fantasías como cualquiera. Después de dos relaciones frustradas, una con Mary quien me enseñó lo duro que pueden ser los celos y lo castrante de un engaño constatado; la otra fue Susan, con quien tuve un cortejo muy largo y cuando se cuajó la relación se nos agotó tan pronto que ni siquiera nos importó darnos la vuelta el día que teníamos que decirnos la última palabra. No soy muy partidario de tener amigas íntimas y siempre me he llevado bien con el sexo opuesto, claro, mientras no haya compromisos sentimentales o un beso de por medio. Para no pensar en las chicas, me propuse ser un profesional en mi especialidad. No lo he logrado del todo porque tengo una carrera que no se adecua a mi vocación. A decir verdad, tendría que haberme dedicado a las artes. La pintura, la escultura o la música habrían sido ideales, pero como nací en una familia con normas establecidas por la tradición, no pude ni imaginar que mi padre estaría de acuerdo en permitírmelo. Fue por esa razón, por lo que, desde que terminé la escuela asistí a la oficina de contables de mi padre. Allí recibí todas las herramientas para destacar un poco en el mundo de las cuentas, ajustes, presupuestos, gastos, números rojos y demás cosas relacionadas con los bienes de las empresas. A pesar de llevar tanto tiempo en este mundo del control del dinero, leyes fiscales y reglas económicas, no he podido ser un crac o lo que hubiera deseado mi padre. Me limito a cumplir con mis obligaciones y mi tiempo libre lo empleo para ver películas, viajar o encontrarme con algunos amigos, tengo muy pocos en realidad. El más cercano es Johny, terminamos juntos la universidad y trabajamos un tiempo en una famosa empresa de electrodomésticos. Él sigue ahí y ha subido como la espuma. Me invita una o dos veces al mes a su casa. Voy con gusto, pero trato de retirarme pronto porque sus conocidos no me son muy agradables. En primer lugar, está Andreu, quien parece estar en brama permanente, no hace otra cosa más que hablar de mujeres, de prostitutas y de las chicas que se ha llevado al huerto. Fue precisamente por culpa de este sátiro que conocí a Red Rose.

Ya era casi de madrugada y estábamos un poco tomados, se había prolongado un momento de absurdo silencio y Andreu, con su deplorable barba de chivo, nos miró con picardía y puso la televisión, buscó un canal para adultos y empezó a hacer unos desagradables comentarios en voz alta. Estuve a punto de retirarme igual que James y Thomas que decidieron no seguirle el juego, pero la protagonista de la película me obligó a desistir. No sé si fue el comentario que hizo Andreu sobre la forma de hacer el amor de la tal Red Rose o su actitud melosa. Les parecerá ridículo que hable sobre la actuación de una estrella porno, pero es que realmente había algo en ella que inspiraba un sentimiento de ternura. Estaba con dos mastodontes que intentaban destrozarla, pero su rostro no era libidinoso, ni vulgar, era como si estuviera ausente del escenario y mirara con ojos dulces la cámara. Decidí que tenía que buscarla. Era una locura, es verdad, pero me pasó por la cabeza que, de relacionarme con ella, podría disfrutar de su mirada mimosa y de sus caricias, incluso casarme, por qué no. 

Al principio lo tomé todo como simple curiosidad y no le comenté nada a Johny. Busqué información sobre la actriz Red Rose. Supe que era de Hungría, que se llamaba Gyöngyi Kóbor y que no era rubia porque se teñía; también, que había cumplido veintitrés años y que llevaba en el mundo del cine tres equis, más o menos, dos años. Como no había muchas referencias en las páginas que busqué, me decidí a contactar con los estudios con los que había trabajado. Llamé durante una semana y tuve la suerte de encontrar información sobre el último filme que rodaría las próximas semanas. Era en “La Orquídea Negra”, una empresa cinematográfica no muy conocida que se encontraba en Miami. Me tomé unas vacaciones y me fui en su busca. Me alojé en un buen hotel que estaba lejos de los estudios. La oficina se encontraba en una construcción de dos plantas que pertenecía a una empresa de seguros. Tenían una oficina en la que había una recepción amplia con grandes sillones de piel, biombos, carteles, separadores de ambiente y un escritorio pequeño en el que atendía una vulgar secretaria, había también un baño y varios cuartos. Me enteré de que al día siguiente Red Rose estaría trabajando en su nueva película. Mientras conversaba con la mujer, oí gritos y quejas de los actores que estaban en ese momento, sentí la mirada cómplice de la encargada, me despedí y salí. Por el trayecto me asaltaron los nervios de nuevo. Tenía un torbellino en la cabeza, era de tal fuerza que se me mezclaron todas las emociones, ideas, sueños y frustraciones. Con la espalda llena de sudor frío y las manos temblando me fui a mi hotel para cambiarme e ir a la playa. Quería mirar a la gente, beber un poco y liberarme de mis ideas rancias fisgoneando en las conversaciones ajenas, pero en lugar de eso, sólo puse atención en las guapas mujeres en bikini y los musculosos atletas que se paseaban conquistándolas con su piel perfectamente bronceada. Me quedé pensando en la posibilidad del rechazo por parte de Gion, como empecé a llamar a Gyöngyi, tenía que inventarme una estrategia adecuada para poder convencerla de salir conmigo. Sabía bien que a su alrededor había una cantidad enorme de compañeros, admiradores y hombres de la calle que se volverían locos por pasar una noche con ella. Decidí reservar una mesa en el Bazi de comida asiática para el día siguiente, había oído a algunas personas hablar de su exclusiva variedad de mariscos y decidí que si Gion aceptaba mi invitación ese sería un lugar perfecto. Pasé una noche horrible, pues la amenaza del rechazo se erigió frente a mí en cuanto cerré los ojos y su presencia me estuvo revolcando en la cama. Amaneció pronto y salí a pasear por la playa. Estaba lleno, todo mundo corría en bañador o pantaloncillos diminutos. La gente parecía ajena a los demás, pero en realidad había un lenguaje oculto, no tras de las gafas de sol, sino por lo que comunicaba el cuerpo. Descubrí que había un coqueteo muy sofisticado y la actividad deportiva era el último motivo por el que se reunía aquí una cantidad enorme de atletas, entre comillas, y mujeres despampanantes. Me entró otra vez la angustia, pero pensé que, si ya había hecho el esfuerzo de venir, tenía la obligación de continuar hasta el final. Me dije a mi mismo que le prometería todo lo habido y por haber a mi amada para que me aceptara. Me imaginé paso a paso la estrategia, lo repasé todo como si se tratara del armado de un complicado mecanismo; aunque en realidad todo fue muy diferente.

Llegué a las dos de la tarde y ella ya estaba arreglándose para la filmación. Se encontraba desnuda detrás de un separador de ambientes, con acrílicos y dibujos circulares, pero se podía ver todo lo que sucedía. Junto con ella estaba una peluquera que le rizaba el pelo y una maquillista muy gorda que le pedía que abriera y cerrara los ojos, que le dejara pegarle las pestañas postizas, que no se moviera mientras le pintaba las cejas o le pasaba una brochita con polvos traslucidos compactos. Lo más interesante era que se imaginaba que era una maestra y decía lo que se debía hacer para delinear los parpados, los labios o las cejas. En realidad, lo supe más tarde, era porque la famosa maquilladora Lilian faltaba mucho al trabajo o se retrasaba y las mismas chicas tenían que pintarrajearse como podían. Llegaron dos muchachos altos. Uno era mulato y tenía un chándal dorado, llevaba unas cadenas de imitación oro con piedras preciosas de bisutería y unas zapatillas blancas impertinentemente limpias. El otro tenía ropa casual muy bien combinada y era rubio. Saludaron con presunción y se fueron a preparar para la filmación. Del cuarto donde rodaban salió un hombre de aspecto sucio, no iba afeitado y su acento era muy vulgar. El cámara y el foco eran dos chicos flacos que, de no haber ido vestidos con andrajos igual que el director, habrían pasado por modelos. Gion se levantó de su silla, se puso una bata de seda con dibujos chinos y caminó hacia el escenario, pasó cerca de mí y me miró con disimulo. Me sonrojé cuando me obsequió su sonrisa. El día anterior le había hecho muchas preguntas a la secretaria, pero no había sacado nada que no supiera ya o me sirviera para tener una idea más concreta de la hermosa y tierna Gion.

Se cerró la puerta y pregunté cuánto se tardarían en rodar. “Es el primer capítulo de una trilogía—dijo con una enorme sonrisa la desagradable secretaria—, así que máximo dos horas, pero depende del humor del señor Kanevski, ¿sabe?”. Decidí esperar y la mujer me ofreció un café, un catálogo de modelos porno y unas revistas. Me tomé la taza sin azúcar y sentí una sensación de asco en el estómago. Miré la hora, calculé el tiempo y me fui a dar una vuelta. Cuando regresé había mucho alboroto, me pareció que todos gritaban, pero las quejas no provenían de los artistas, sino del director que con todo tipo de ofensas les enseñaba a los dos jóvenes lo que debían hacer. Media hora después salieron los dos muchachos de la cámara y el foco enfadados. Mascullaron algo relacionado con Kanevski. Luego salió Gion. Estaba enfadada y llevaba la bata muy apretada, además se le había corrido el rímel y embadurnado el maquillaje, por lo que su aspecto era más adecuado para una cinta de horror. El pelo se le había enmarañado y sus mejillas estaban como tomates maduros. Pensé que sería por el esfuerzo de su trabajo, pero al mirar bien deduje que eran las marcas de las bofetadas que le habían propinado. Me enfadé también, pero cuando iba a hablar con el señor Kanevski, me detuvo la duda y decidí esperar, pues no había entrado en contacto con Gion y ya quería entrometerme en su vida. Lo consideré poco correcto. Salí de los estudios y me senté en el capó del coche. Cuando vi salir a Gion le pregunté si quería que la llevara a algún sitio, ella afirmó con un movimiento de la cabeza. Se subió al coche y antes de ponerlo en marcha, traté de decir con naturalidad que la invitaba a comer, que si tenía hambre para mí sería un gusto enorme invitarla, aceptó. Emprendí la marcha hacia el centro, conduje despacio y empecé a hablar de tonterías, hice algunas bromas y ella se sonrió un poco.  Ya en el restaurante tuve la oportunidad de apreciarla con más atención. Me pareció encantadora. Supe que era de Budapest, que su familia era muy humilde, que llevaba poco tiempo en América y que tenía muchos planes para el futuro. Su conocimiento del lenguaje era muy simple, a nivel elemental, complementaba sus frases con una retahíla de sonidos que me resultaron raros, pero eran palabras en húngaro. Me encantaron sus ojos verdes y su piel almendrada. Le pregunté si era porque había tomado el sol en la playa, pero me dijo que no había tenido tiempo para eso, que tenía algunos problemas migratorios, que la habían engañado varios productores de películas y que su situación no era la mejor. Me confesó que no conocía mucha gente y que su única amiga, a quien le debía el traslado al Nuevo Mundo, era Katja, pero que ingería drogas y cada vez estaba peor.

Me ofrecí a protegerla, después de estar escuchando todo lo que decía en su idioma natal. Tardó veinte minutos en volver al cristiano. Aceptó mi ayuda y me puse feliz. Descubrí que estaba enamorado realmente de ella. Me sentía desbordar de alegría. Su aspecto mejoró al doscientos por ciento con su simple “yes” que arrastraba como si la palabra consistiera, de una larga, muy larga sílaba; y otra reducida, tan reducida que sonaba como un silbidito cuando enseñaba los dientes. Cenamos muy bien y quedó impresionada por la cuenta. Cuando saqué los trescientos dólares para pagar la langosta, el vino y lo demás, se quedó mirándome y dijo que por su primer papel había ganado lo mismo. Bromeé diciendo que yo había trabajado todo un mes para poder sacar esa suma. Nos fuimos alegres y nos comunicamos como dos enamorados con abrazos, golpes en el hombro, chistes, que no sé si entendió, burlas y mimos. Llegamos a mi habitación del hotel y le prometí que al día siguiente iríamos a recoger sus pertenencias, ella hizo un gesto negativo y dijo que lo más valioso que tenía estaba en San Diego. Que en Miami sólo iba a estar una semana para lo de la película y luego regresaría. Aproveché para preguntarle si no le gustaría que le comprara el billete de avión, pero ella contestó que estaba muy cansada y que quería dormir. Antes de meterse desnuda a la cama, se duchó y me pareció que mientras lo hacía cantaba, pero al acercarme un poco noté que no era una canción sino una especie de monólogo o diálogo en el que los cambios de tono de voz indicaban que una de las interlocutoras estaba rabiosa. Traté de no embrollarme más, ya había dado el primer paso y las cosas habían resultado mejor de lo que esperaba. Cuando la vi iluminada por la lámpara del hotel suspiré y me grabé su figura para soñar con ella. Pronto se durmió y luego se sumió en un profundo relajamiento porque casi ni respiraba. Soñé que me casaba con ella y que teníamos hijos, que dejaba su horrible trabajo y me complacía en la cama. Me imaginé que era un hombre con sex appeal de esos que había visto en la playa y que ella me recibía todos los días como la mujer del cartel de la cocina de mi madre. La hermosa rubia seguía con sus zapatos negros de tacón, sus medias excitantes, sus bragas rosas, su delantal verde en forma de baby doll, seguía sosteniendo una cazuela humeante y llevaba el gorro de cocinera, pero su cara era la de Gion.

Me desperté de buen humor y la invité a hacer compras, quería que experimentara la seguridad total y que ese sentimiento me abriera la puerta a su corazón. Una vez, John me había dicho que la sicología de las mujeres era muy extraña y que había que tratar a las damas como prostitutas y a las putas como damas. Gion, que ya había aceptado que la llamara así, me inspiraba. Quería que se sintiera bien y que se olvidara de su vida pasada. La llevé a las tiendas y le compré un guardarropa exclusivo, la dejé escoger su la lencería ocultándole mi deseo de que se comprara un liguero como el que había usado en la película en la que la había visto por primera vez. Pasamos un día fantástico y decidimos irnos de Florida, sin embargo, el señor Kanevski llamó de nuevo para decir que se filmaría otra parte de la trilogía que habían planeado y que esta ocasión tendría que compartir escenario con otra chica. Le advirtió que habría cosas muy fuertes. Gion cambió de estado de ánimo, se le había compuesto el humor y se había conducido como una adolescente durante el shopping y, después de la conversación con Kanevski, se le humedecieron un poco los ojos. Le pregunté si podía ayudarla, incluso me ofrecí a retirarla de ese mundo inmoral y sucio en que vivía. Ella volvió a hablar en su idioma y no me explicó nada. Dijo que tendría que ir en una hora. El tiempo pasó como gotas de plomo. La tensión me quitó el deseo de hablarle y me refugié en mi empleo. Me excusé y le dije que tenía cosas urgentes que hacer. No hice nada más que pensar en la posibilidad de liberarla de su atadura con Kanevski, pues deduje que le había prometido algún favor, tal vez dinero o fama. Mientras no supiera la causa real, debía soportar que las grandes avanzadas que tenía en el territorio sentimental de Gion, se convirtieran en fracasos con una sola llamada del maldito Kanevski para que fuera a los estudios.

Una semana después de mi llegada a Miami, Gion salió del estudio con un tocho de billetes. Era mil quinientos dólares en billetes de veinte. Ella se puso a escupir. Repetía todo el tiempo tolvaj rohadék, tolvai rohadék. Le pregunté qué significaba, pero ella estalló en llanto y nos fuimos al hotel. Tardó mucho en calmarse, pero luego tuve la oportunidad de confesarle mis intenciones. Dijo que estaba loco, pero le comenté que en algunos estados del país la gente se podía casar con libertad. Le dije que en Las Vegas era gratuito y ni siquiera pedían documentos. Se le iluminaron los ojos y aceptó con escepticismo.  Al final, la convencí para que me acompañara a Colorado, allí podríamos organizar nuestra boda. No me creyó que fuera en serio, pero estaba decidido. En cuanto llegamos a mi piso en el condado de La Plata decidimos comprar unas argollas, el vestido y reservamos mesas en un restaurante. Le comuniqué a mis familiares mi plan y me percaté de que ninguno de mis amigos o conocidos irrumpiera en la fiesta. Pasamos la Luna de miel en una playa mexicana y volví feliz. Tenía energía, sueños y una mujer complaciente que merecía llevar una vida normal. Nos establecimos en una casa que mis padres nos habían destinado. No era muy grande, pero las tres habitaciones y el salón eran muy espaciosos. Empecé a trabajar con ahínco y me hice una idea de lo que significaba ser esposo y luego padre. Tenía el deseo de que Gion se embarazara lo más pronto posible. Se lo propuse en contadas ocasiones, pero me dijo que no era tiempo todavía. Decidí que madurara la cosa y ella misma me lo pidiera. Teníamos tres meses de casados, le propuse que tomara cursos de idiomas, que sería necesario para la educación de nuestros hijos, pero a ella le interesaba más mantenerse en forma e iba al gimnasio casi todos los días. Me comentó que quería ampliarse los pechos, pero me opuse diciéndole que esperara hasta que tuviéramos, al menos, un hijo. Se enfadó mucho y dejó de hablarme unos días. Me dediqué a mis cosas y traté de no pensar mucho en ella. La situación en la que me encontraba era delicada y debía llevarla con mucho tacto. Había algo que me hacía torcer la boca por lo agrio de la realidad. Mis relaciones sexuales eran habituales, pero no duraban más de diez o quince minutos contando el tiempo desde el primer beso hasta la eyaculación. No sabía si Gion estaba contenta porque ella sólo esperaba a que yo hiciera lo mío y después se dormía. La comparaba con una de esas muñecas hinchables de las tiendas eróticas porque no emitía ni un solo ruido. Evitaba recordarle su pasado y exigirle que actuara como en las películas por miedo a que reaccionara de forma inadecuada. Traté de hacer un poco de deporte y bajar los muchos kilos que me sobraban. Empecé a visitar tiendas de ropa de marca, adquirí buenos perfumes, la llevaba a lugares concurridos, creí que se aburría y que tenía que ganarme su amor para que saliera a flote su deseo sexual y pudiéramos avivar la llama de la pasión.

En una ocasión llegué a cenar y Gion me recibió muy cariñosa. Era una actitud que adoptaba cuando quería pedirme algo. Lo adiviné pronto y me puse a tono. Sonreí, le adulé los platos que había preparado y le ofrecí vino. Ella tomó la iniciativa y comenzó a morderme la oreja y llamarme, como siempre, mi gordito salvador o serté-shús en su idioma, le enseñé la panza que se me había reducido gracias al deporte y una buena dieta sin helados y chocolates. Fue más activa en esta ocasión, se paseó desnuda con la lámpara a media luz y me volvió loco con sus eróticas preguntas que me hacía. Me encantó su actitud, pensé que por fin mis esfuerzos habían dado resultado. Me levanté por una copa más de vino y me recosté. La abracé y miré el techo como si fuera el cielo lleno de estrellas. No me di cuenta de que la nube gris que había estado formándose con las llamadas telefónicas, las salidas inesperadas, las compras urgentes y los enfados, se había condensado para que la tormenta empezara. Gion me dijo que necesitaba volver a filmar, que tenía muchas proposiciones y que Yoan Pablo, el mulato al que recordaba por sus zapatillas blancas, le había conseguido contactos, que su trilogía había sido adquirida por una empresa llamada Marcell, una de las más famosas en Francia y que la estaban buscando para trabajar con las más famosas estrellas del prestigioso mundo del porno. No sabía qué hacer porque sentí que todo el terreno que había labrado para separarla de ese mundo había sido tragado por un pantano mohoso. Se recomienda, según lo que he leído en los libros de auto ayuda, no actuar de inmediato cuando una situación requiere de una respuesta rápida, a mí me la exigía Gion con persistencia, pero tenía que pensar. Durante diez segundos respiré muy profundo bajo la afilada y peligrosa mirada de mi esposa. Soporté su presión unos minutos y traté de ordenar las piezas que tenía en mi tablero de ajedrez mental. Cualquier combinación me dejaba indefenso ante el ataque de las circunstancias. Al final, mi respuesta fue afirmativa. Lo lamenté muy pronto porque en esa semana llegó Yoan Pablo con dos tipos trajeados que se daban aires de gente muy importante, hicieron mentalmente un avalúo de mi casa y sonrieron con mucha alegría cuando fui presentado como el marido de Gion. El hombre más pequeño, que tenía cara de bulldog, me preguntó en broma si yo también participaba en las películas tres equis de mi esposa. Gion se disculpó y me pidió que me quedara en el jardín mientras discutía las condiciones de su viaje al festival de Cannes. Una hora después los hombres se marcharon muy alegres. Me estrecharon la mano y me dieron unas palmadas en el hombro mientras decían que era un esposo envidiable. Gion me abrazó y agitando la mano dijo que los encontraría unos días después.

Me encontraba muy mal. No podía concentrarme y la imagen de Gion paseándose por las playas de Cannes desnuda, haciendo no sé que cosas con sus admiradores, firmando autógrafos y durmiendo con Yoan, me producían latidos tan fuertes que tuve que empezar a tomar pastillas para regular mi tensión. Fui presa de varios desfallecimientos y no asistí al trabajo unos días. Corrí en la pista del gimnasio hasta quedar embarrado en el suelo llorando de furia. Luego me convertí en un gruñón dando vueltas por toda la casa. Rompí algunos jarrones y una estatua de yeso que había comprado en un museo. No podía controlar mi ira. Creí que el único alivio sería el regreso de Gion, pero no volvió sola. Venía acompañada de Yoan Pablo, unas mujeres rubias de aspecto depravado y los dos chicos de ropa ajada que ahora se veían mucho mejor por sus trapos franceses. Estaban muy alegres todos y Gion me dio la maléfica noticia.

“Vamos a empezar a filmar nosotros—dijo sonriéndome y agradeciéndomelo como si le hubiera concedido su sueño más deseado—. Ha sido idea de Yoan. Él hará de director y rodaremos con un montón de estrellas. Te va a encantar. Comenzaremos mañana”. No me dejó decirle nada porque se fue a conversar con Yoan y las rubias. Hicieron miles de planes, dibujaron en un papel la nueva distribución de los muebles. Hicieron unas cuantas llamadas y en la noche se fueron a cenar. Me sentí muy herido, pero el trágico espectáculo no había comenzado. Muy pronto mi casa se llenó de gente que no me dejaba espacio. Las rubias y Gion no paraban de filmar. Yoan dirigía desnudo y les enseñaba a los actores invitados lo que debían hacer. Estaba Liliana la maquillista, la peluquera y, en lugar de Kanevski los dos hombres trajeados que se habían llevado a Francia a mi esposa repartían la droga y el dinero.

Algunos vecinos me preguntaban por las mujeres que entraban y salían de mi casa. Un joven me vio salir hacia el trabajo y me estrechó la mano para luego decirme que me envidiaba, que de estar en mi lugar gozaría de todas las tías que se paseaban desnudas por mi salón. Fue el momento que me hizo recapacitar, pues entendí al final que eso era lo que precisamente no quería. Toda mi vida me había guiado por los buenos principios, era creyente y si había tratado de redimir a Gion era por mi vocación de predicador, quizás de profeta, pero ahora me había convertido en una voz solitaria en mi propia tierra. Tenía que tomar una resolución muy pronto. No fue necesario esperar mucho tiempo. La ocasión llegó como la oportunidad, calva y sin tapujos. Después del trabajo entré en la casa que ni siquiera tenía cerrada la puerta. En el salón estaban dos negros follándose a Gion. Gritaba muy fuerte, agitaba la cabeza y uno de los negros le tenía apresado el cuello, su rostro enrojecido me pareció casi morado, así que cogí lo primero que encontré y arremetí contra el salvaje animal que estaba estrangulando a mi mujer. Se oyó un griterío terrible. Me empujaron y arrinconaron cerca de la cocina, pero lo peor fue que Gion me empezó a patear y propinó una paliza, gritó como leona, dijo que le había estropeado la escena, que por mi culpa tendrían que volver a empezar. Me echó de mi casa y me ordenó que la dejara en paz.

No pude controlarme, dentro de mí había una voz, quizás la de la moral que me decía que los corriera a todos de allí. Era mi casa y tenía todo el derecho. Otra voz, más cruel y despiadada, me incitaba a usar el arma que tenía en mi cajón. Perdí la cabeza. Vi como toda la gente se volvía hacia el sofá donde los dos negros volvieron a montarse a Gion. Cogí un vaso y empecé a beber whisky a pelo, me lo tomé como refresco. La cabeza me iba a estallar por los gritos de la venganza que clamaba el uso del revólver. Ya no pude resistirlo más y subí hasta mi cuarto. Revisé que estuviera todas las balas en el tambor. Retiré el martillo, quité el seguro y bajé furioso al salón. Le apunté al negro y su cabeza estalló como una fuente roja emanada de una sandía, le soltó el cuello a Gion. El dedo siguió tirando del gatillo. Cayeron cinco personas más. Oí por última vez los gritos de mi esposa moribunda. Le ordené a los restantes que se marcharan, que no tenían derecho a sodomizar mi casa. Recité un pasaje del viejo testamento. Luego arrojé el arma y me senté con la mirada fija en el cuerpo magullado y ensangrentado de las rubias. Sabía que vendrían por mí para arrestarme. No tenía motivos ni para escapar ni para suicidarme. Llegó la policía y me entregué dócilmente. Poco después declaré ante el tribunal y recibí condena por asesinato premeditado. No me resistí ni busqué justificación alguna porque de esa forma encontré el descanso y el alivio para siempre.



domingo, 9 de julio de 2017

Perversión

Cuando el vecino del tercero aparcó su coche y salió acompañado de su nueva novia, el vecindario puso el grito en el cielo. Ya le habían tolerado que anduviera con mujeres más jóvenes que él, pero esto era el colmo. La atención se centró en la muchacha y un murmullo anegó el edificio como si hubiera sido atacado por un enjambre de avispas. Jimeno Fuentes Moore, a quien llamaban Jifumore, subió las escaleras abrazado de su pareja, ascendió con lentitud y demostrativos pavoneos. 
La señora Dolores, quien era la más cotilla, pero, a la vez, la mujer con la moral más severa en cuestiones conyugales no pudo resistir el intenso deseo de hacer justicia y llamó a la policía. Dos horas después, llegaron dos gendarmes y tocaron en el piso del indeseado cohabitante. La conversación duró más de media hora y las personas que por casualidad vieron a doña Dolores interrogando a los policías, dedujeron que no había ninguna violación a la ley y que la conducta del Jifumore era la misma que la de todos. De inmediato cundió el pánico entre las madres, que muy aterradas, pensaban en la posibilidad de ver que sus hijos adoptarían la misma postura que la adolescente que vivía con el desagradable y perdido vecino. El señor Vargas, que era el encargado de atender los asuntos administrativos y mediar los conflictos que surgían en el edificio, convocó a una reunión urgente. Asistieron casi todos, el ingeniero García se comprometió a comunicarle a Jifumore que estaba citado para que explicara las razones de su inapropiada conducta, el padre Rosales prometió repasar los principios éticos y morales de la biblia y de la esencia de la teología y, por último, doña Dolores, quien daría el golpe final para exigir que el señor Jimeno Fuentes abandonara su piso y se trasladara a otro sitio donde no afectara la integridad de la gente decente.

La reunión se llevó a cabo en la entrada del edificio, había unas treinta personas haciendo un corro alrededor de Jifumore, los adolescentes se habían ido integrando de forma discreta y cuando la señora Dolores los quiso echar, ya era imposible hacerlo. Quien tomó la palabra primero fue el padre Rosales que aderezó su sermón dándole gracias a Dios por todas las bendiciones que les había dado el día de la fiesta de San Juan, luego arremetió con los siete pecados capitales, hizo tres citas del Antiguo Testamento sobre Sodoma y Gomorra y se centró en el tema del abuso sexual de menores. Las mujeres escuchaban con atención, mientras los hombres bajaban la mirada para evitar que alguien, por una mala interpretación de las cosas, los implicara en pecados semejantes. El padre Rosales logró, con sus cualidades de orador, desatar los más fuertes aplausos. Se necesitaron diez minutos para que los concurrentes dejaran participar al enjuiciado Jifumore, que no perdió la calma y empezó a hablar como un experto en lo que respecta a las relaciones humanas.

“Queridos vecinos—dijo con una voz suave, pero segura—, les agradezco de sobremanera que se preocupen por mi vida privada y que se hayan decidido a llamarme para aclarar mi noviazgo. Comenzaré remarcando que actúo respetando todas las normas de la sociedad, considero que mi pareja y yo no violamos ningún principio religioso, ético o jurídico y, si me lo permiten, podría recomendarle de todo corazón al padre Rosales que haga lo mismo que yo. He oído que la iglesia ha anunciado una tregua para aquellos de sus miembros que sienten debilidad por los niños o los adolescentes. Seguir mi ejemplo liberaría del abuso a muchos inocentes y la iglesia podría redimirse limpiando todos los escándalos que han surgido los últimos años”.

La señora Lola se tambaleó y tuvieron que sostenerla para que se mantuviera en pie. Las mujeres se santiguaron al oír los argumentos del desagradable Jifumore que estaba llegando al límite de la paciencia de los reunidos. El padre Rosales se irguió y dijo que Jimeno estaba cometiendo un pecado al blasfemar de esa forma, pero el señor Vargas le pidió que fuera más condescendiente y mientras no se manifestaran los demás, no se daría ningún veredicto. Incitó a la gente para que continuara de forma pacífica la discusión. El siguiente en hablar fue el ingeniero García que expuso su preocupación por la mala influencia que ejercería la conducta indeseable en los jóvenes del vecindario. Comentó que los chicos estaban pasando por una reforma educativa muy delicada y, para evitar que muchos jóvenes eligieran el camino incorrecto, era primordial predicar con el buen ejemplo. Les pidió a las parejas que se encontraban en proceso de divorcio que recapacitaran, que pensaran en el futuro de sus hijos. También intentó persuadir a aquellos hombres que, por falta de control, agredían a sus esposas para que desistieran de hacerlo. Cuando dejó de hablar, Jifumore levantó la mano y comentó que, de conducirse igual que él, podrían desahogar sus frustraciones con sus respectivas chicas; que evitarían las escenas de celos en sus casas; que hasta sus esposas podrían unirse a la relación; y que si alguna mujer tenía tendencias lésbicas encontraría en ese trío amoroso el alivio físico requerido. Los ánimos empezaron a calentarse y se redujo el círculo que rodeaba a Jifumore, alguien ya tenía levantada la guardia y avanzaba en dirección del acusado cuando se oyó la voz del señor Díaz. Había terminado pronto de trabajar ese día y al ver la reunión se acercó a fisgonear para cerciorarse de que eran verdad todos los bulos que había oído.

 “Un momento, queridos amigos—gritó con voz seca—. Antes de que cometan un error atacando a este inofensivo hombre, me gustaría decirles que, en cierto modo, tiene razón. Pregúntense nada más, si los sacerdotes gozaran de una compañera como la suya, se reducirían las violaciones en los seminarios, los abusos en las clases de catecismo y, esto lo consideró muy importante, no sufrirían los clérigos por la tentación del cuerpo. Por otro lado, en mis años de experiencia en la comisaría, he visto que los delincuentes, violadores y golpeadores de mujeres, reinciden. Tienen problemas psicológicos que ni los abogados, ni los jueces, ni la cárcel y, por lo visto, ni los psiquiatras pueden resolver. Si esas personas con desequilibrios mentales tuvieran la posibilidad de convivir con una chica como la de Jimeno, todo iría mejor, piénsenlo.”.

Comenzaron los abucheos, los muchachos silbaban y gritaban como si se encontraran en un concierto y el hombre que se disponía a agredir a Jimeno avanzó con determinación. Lo detuvo el padre Rosales. En ese instante apareció Bertha, la nueva novia de Jifumore, y todos se quedaron helados. “No está bien que se hable de una persona a sus espaldas—dijo con una voz aguda que recordaba levemente un acento extranjero—. He oído lo que dicen de nosotros—miró con ojos amorosos a su pareja y continuó—. Pienso que todos están en un error. Quiero que sepan que no me causa daño y estoy aprendiendo a quererlo con una rapidez increíble. Me eligió entre un grupo. La decisión que tomó no fue sencilla. Me siento muy afortunada de estar con él”. Todos le echaban miradas de rana. Tenía la apariencia de una japonesa, pero hablaba como sevillana. Su voz transmitía placer y miraba con mucha ternura. Cogió a Jimeno de la mano y dijo que, si supieran realmente lo que es el amor, no estarían criticándola como lo hacían en ese momento. Nadie sintió pena ni remordimiento, pero Bertha rompió el silencio preguntándole al padre Rosales si pensaba que amar a Jimeno era un pecado. La respuesta fue que amar no era un pecado, pero que había ciertas normas para irse a acostar con alguien y que se necesitaba tener una edad determinada. Citó los consejos que Dios daba al respecto en el Antiguo Testamento. No fue muy convincente y se vio en un tremendo apuro cuando Bertha le dijo que los sacerdotes que abusaban de los niños perdían el control porque realmente experimentaban amor, pues era lo que predicaban a diario, y no podían evitar caer en la tentación por más que se resistieran y la única solución sería dejarlos unirse de la misma forma que lo habían hecho ella y Jimeno.

 Ante la evidencia de los abusos a menores por parte de los eclesiásticos y la determinación de la joven, el padre se quedó callado con el rostro muy rojo. “Y ¿qué va a ser de mis hijos? —preguntó el señor García—. Están muy jóvenes y no quiero que cojan malos hábitos”. No se preocupe por eso, señor García—respondió Bertha con voz sensual—, sus hijos podrían encontrarse unas chicas como yo para que pudieran experimentar las sensaciones de su cuerpo y descubrir el placer. He de decirle que contamos con una predilecta capacitación y dominamos la psicología. Nuestra educación es tan completa que podemos persuadir a una persona para que no se suicide por causa de sus traumas sexuales, podemos evitar la frustración porque tenemos paciencia y dotes que, sin lugar a duda, despiertan el deseo que estamos dispuestas a satisfacer siempre”. “Y ¿qué hay de nosotras? —preguntó una viuda que tenía fama de cascarrabias—. ¿De qué forma ver esas obscenidades nos va a ayudar?”. Bertha le preguntó su nombre y le dijo que hasta ese momento había hecho referencia a los hombres porque eran ellos los que más mostraban su incapacidad para amar y que era esa la razón por la que violaban, golpeaban y asesinaban a las mujeres. Luego, agregó que las representantes del sexo débil, a veces, ponían su granito de arena para fomentar dicha conducta y que si lo deseaban ella les ofrecía ayuda presentándoles a sus amigos que eran igual de jóvenes e inteligentes. Cuando se oyeron las protestas, Bertha, dijo que por desgracia la sociedad tenía sus cánceres y que no había quien no tuviera cola que le pisaran o vicios ocultos. Comenzó, por arte de magia, a revelar los traumas que atosigaban a cada uno de ellos. Del padre Rosales dijo que no deseaba ser sacerdote, que estaba enamorado de Raúl, un adolescente muy noble que acudía a las clases de catecismo y tocaba muy bien la guitarra. El padre Rosales desmintió que hubiera intentado en dos ocasiones seducir al muchacho, pero la actitud de Raúl dio a entender que Bertha decía la verdad. El escalofrío recorrió las espaldas de los presentes que guardaron silencio e intentaron esconderse para que Bertha no sacara sus trapos sucios al sol. No se salvó el ingeniero García y su mujer que enrojecieron cuando oyeron que él tenía tendencias al sadomasoquismo y Alicia, la esposa, contrataba los servicios de una mujer que le proporcionaba el placer que su marido le negaba. Con la pregunta: “¿A quién podemos juzgar cuando vivimos en una sociedad tan enferma?” Bertha invitó a todos los presentes para que acudieran a la fiesta que organizaría el siguiente viernes por la tarde. Recalcó que asistirían sus amigos y amigas y que si alguien estaba dispuesto a comprometerse con ellos no se arrepentiría porque encontraría la felicidad que había buscado tanto tiempo. Se marcharon cabizbajos, pero con la fecha de la velada bien guardada en la memoria.

Llegó el viernes, los vecinos se ducharon, se vistieron con la ropa más presentable que encontraron y fueron a comprar vinos, bombones, flores y pizzas para llegar puntuales a la casa de Jimeno. A las seis en punto sonó el timbre y Bertha recibió al padre Rosales, quien al notar que no habían llegado los demás, preguntó si existía la posibilidad de que le presentaran a una amiga. Jifumore le enseñó un catálogo con más de treinta modelos. Reconoció en una foto a Bertha, sólo que tenía otro nombre. Estaban escritas, al pie de cada fotografía, todas las características y atractivos de los ejemplares. El padre escogió a una chica rubia de ojos verdes que llevaba la ropa de una monja y le pidió la mayor discreción a Jifumore, pero éste le dijo que no tenía porqué ocultarlo, pues la gente entendería su elección e, incluso, lo felicitarían por su buen sentido común. El padre Rosales respiró con satisfacción y se atrevió con unas copas de tinto que estaban en unas bandejas. Entró una llamada y Bertha se alegró al saber que sus amigos llegarían en unos minutos. Salió y se encontró a la familia García, les pidió que citaran a todos en el sitio donde habían tenido la reunión la semana pasada. Bajaron sin tardanza todos los interesados y el único que permaneció un poco más de tiempo en su piso fue Jifumore.

Llegó un camión y bajaron unos hombres muy delgados. Su ropa era elegante y saludaron haciendo reverencias. La señora Dolores dijo que era injusto que le hubieran prometido la llegada de unos jóvenes atractivos y lo que tenían en frente era un par de orientales desnutridos de ojos rasgados. Los hombres dijeron que no se preocuparan, que en la parte trasera del vehículo estaban todos los invitados esperando que los eligieran. Se apaciguaron los ánimos y las miradas se dirigieron a la parte trasera de la enorme furgoneta. Después de un modesto discurso, los amables hombres trajeados comenzaron a mostrar a los invitados. Enumeraban las funciones que tenían, hablaban de las condiciones de pago y las ventajas que ofrecía cada uno de ellos. Se improvisó una pequeña puja para ganar más derechos sobre los muchachos o jovencitas que se iban mostrando, pero los elegantes hombres dijeron que había condiciones establecidas para la adquisición de cada ejemplar y que tenían que firmar un contrato antes de llevárselo, que la garantía era de cinco años y que los servicios de mantenimiento eran gratuitos, siempre y cuando, la descompostura no fuera ocasionada por el usuario. Hicieron una demostración de la resistencia de sus productos y todos quedaron satisfechos. Por último, Bertha les agradeció su confianza y comprensión. Subrayó que estaban adquiriendo la mejor tecnología del siglo y que por fin verían satisfechas sus demandas sexuales. Esa noche hubo un interminable griterío de satisfacción en todos los dormitorios. 

miércoles, 5 de julio de 2017

El hombre que llegó a ser Dios

Vivía oculto en el anonimato, tenía buena reputación entre los políticos y se le respetaba por su gran aportación al control y destrucción de movimientos comunistas en su país. El dictador lo tenía como uno de sus principales consejeros y, en cuanto se empezaba a tambalear la fortificación del gobierno por causa de los rebeldes, se le llamaba para que con su gran inteligencia resolviera el problema. Su primera aportación fue la de contratar nazis prófugos. Tenía, en aquella época, una lista de los oficiales del servicio secreto alemán más peligrosos que habían luchado contra la dictadura del proletariado y necesitaban ocultarse de los judíos que los buscaban para someterlos a juicio. Como era una persona muy previsora, planeaba sus estrategias con las etapas que aparecerían después. Sabía que algún día sus agradecidos fascistas serían atrapados y por eso tenía información que iba filtrando discretamente para que en caso de que llegaran los procesos, la atención se centrara sólo en los crímenes a la humanidad y no en las personas y organizaciones que les habían facilitado los túneles de escape.

Vivía solo, no tenía ningún compromiso sentimental, prescindía del sexo y los vicios y aprovechaba cada minuto de su vida para cubrirse las espaldas. Varias décadas se mantuvo firme, vio los cambios de su país y se adaptó a cada etapa. Parecía un vidente confirmando sus predicciones con una enorme risa de satisfacción. Un día llegó el momento crucial en el que debía decidir qué hacer con su existencia. No se ajustaba a los parámetros comunes del ser humano, había perdido algunas de sus capacidades, carecía de brío y el aburrimiento lo estaba matando. De pronto, un chispazo le abultó los ojos, fue por causa de una noticia en la que se hablaba de la moda de alquilar matrices para tener los hijos deseados que, por una u otra razón, las personas no podían tener. Hizo un plan. Sabía que tenía que acercarse con cautela y no asustar a su presa. Se conducía como un experto cazador que ha visto al ciervo y se va acercando sin hacer ruido ni dejarse ver. Tenía en su escritorio varios libros de biología, sociología y psicología. Hizo un resumen de los temas que le interesaban, acudió a la teoría de la elección por relatividad y sentido común y descubrió que había un sector de la población que estaba marginada, al mismo tiempo, fue viendo como sus soldaditos de plomo iban cayendo silenciosos en los juicios realizados por organizaciones dedicadas a la cacería de los monstruos del Holocausto. Se dijo a sí mismo que era un período de cazadores. Unos seguían a los ex militares esvásticos para desnudarles ante el mundo y ejecutarlos, no por venganza, sino por justicia; y él seguía a los sometidos, pero para redimirlos ante la sociedad y sacar una gran tajada de dinero. No le faltaban medios para vivir con lujo, de lo que carecía era de esa liberación interna que había deseado durante muchos años y sólo en ese momento sentía que el retoño de un gran árbol salía a la luz. Escribió algunos ensayos sobre la naturaleza del hombre, su seudónimo comenzó a circular por las bocas de las minorías cohibidas por las sociedades machistas. Las manifestaciones comenzaron a blandir su bandera de libertad en forma de arcoíris.

La estrategia era sencilla. Con argumentos férreos basados en su teoría, demolería los conceptos de familia tradicional para formar una nueva forma de convivencia marital. Transformó los conceptos relacionados con la sexualidad, de tal forma, que creó una confusión en la sociedad y, gracias a su simple teoría de la elección por eliminación, logró que se coligaran las mujeres para prescindir de los hombres generando la necesidad de procrear de forma asistida. Así fundó su empresa en la que las mujeres ofrecían sus matrices para gestar y los hombres donaban su esperma para el mismo fin. Los matrimonios eran específicos y se condenaba la unión de parejas de diferente sexo. Se reescribió la biblia, se le cambió el género a Dios, se crearon dos Adanes y dos Evas, se corrigieron las constituciones, se permitió en el Vaticano todo lo que se había prohibido hasta ese momento. La nueva ideología era tan ferviente que nadie la rechazó. Pasaron los años y el negocio prosperó. Las presidentas tenían a sus esposas, los sacerdotes a sus parejas o compañeros, los niños aprendían con gusto las reglas de moralidad y ética. Se creó una nueva crítica del arte, la historia y las ciencias. Reinó la felicidad y la armonía.

El hombre superó la violencia y las guerras. El ser humano se hizo más sensible y guió a la humanidad por el camino del amor, incluso se llevó a la naturaleza el cumplimiento de la ley sagrada. Se unía a los machos con sus similares y se separaba a las hembras, se inseminaban de forma artificial a los primates, los felinos y los paquidermos y se intervenía en la cadena genética de las fieras voraces para que tuvieran conducta mansa. Se creó una empresa que alimentaba a los animales con comida sintética creada en laboratorios. La tecnología creó plantas enormes en África, Medio Oriente y Asia. Había empleo en todos los rincones de la tierra. La ciencia prospero, se acabó la industria bélica y se prescindió de la droga. Se prolongó la vida y se terminaron las enfermedades venéreas, prosperó la economía y cambió la filosofía. La humanidad alcanzó la felicidad que le habían negado la monarquía, el esclavismo, el capitalismo y la economía global. Las divisas vivían separadas por sus categorías femeninas o masculinas, las lenguas también se adaptaron a las nuevas normas, incluso la relación entre las neuronas se dividió por géneros de pensamiento para seguir los mandamientos de la ley. Gracias a todos esos cambios la gente alcanzó la felicidad total, se erradicó el suicidio y se le arrancaron al ser humano todos los sentimientos negativos. En sus últimos días, este gran hombre, trató de escribir los mandatos para el futuro, pero su visión no alcanzó a prever lo que pasaría con la conquista de otros planetas ni el encuentro con otras formas de vida a las cuales les resultaría muy complicado entender la evolución de la existencia en la tierra.

lunes, 3 de julio de 2017

Oberkapo

Hacía mucho frío, le temblaban un poco los pies y se sentía agobiada. Se le habían mezclado varios sentimientos incompatibles como el amor y el odio, la vanidad y el desprecio y otras sensaciones que no se podía explicar. La noche anterior los soldados del servicio secreto se habían divertido con ella. A pesar de que la habían tratado como un trapo o, peor aún, como un urinario, no se sentía humillada. La costumbre y la repetición de sus encuentros en la cama la habían insensibilizado, tenía mutilado el amor propio desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera el enorme peso y la pestilencia del cerdo Heberhard la irritaban, era más bien el suplicio de la comezón en la entrepierna. El constante roce de la carne viva de sus labios vaginales era lo que le endurecía la expresión de la boca y que su mirada destellara odio. Las mujeres que llegaron ese día por la mañana tuvieron mala suerte porque, aparte del malestar que Zytka experimentaba en el vientre y el ánimo, estaba la estricta orden de Fremont Schroeder de eliminarlas a todas sin excepción. Dio órdenes claras. Las viejas y las niñas primero. Las mujeres maduras, después. Por último, las jovencitas adolescentes. La temperatura bajó al mediodía los hornos estaban a tope, no cabían más cuerpos, pero las instrucciones eran claras y si no se cumplían habría represalias.

 “Maldita judía vendida y traidora—le decían las mujeres desnudas que la miraban pasar a su lado—, ojalá te pudras en el infierno”.

Ella lo sentía, interpretaba bien el mensaje de los ojos porque conocía la psicología. Desde los quince años había coleccionado en su memoria la circunspección de los ojos que la habían acosado siempre. Para unos era una mujerzuela, para otros una ladrona, para aquellos una basura y, sólo, su madre le brindó caricias con sus glaucos luceros de paz antes de marcharse para siempre. Caminando sobre la nieve, envuelta en su abrigo de fieltro, marcado con la estrella azul y la palabra oberkapo, gritaba para que la cola avanzara con más rapidez. La hilera de cuerpos desnudos despedía un pequeño halo de vapor que iba dejando los cuerpos sin alma. De pronto la vio. Estaba temblando y sus trenzas parecían dos cuernos marchitos de carnero con escarcha, se restregaba con una mujer que seguramente era su madre y, ésta a la vez, bañaba con lágrimas de hielo la cabeza de otra joven. Al pasar sintió un empujón en la espalda. Una voz desconocida le susurró al oído que las salvara. Se acercó y con el fuete que llevaba en la mano les gritó y las agredió. Las tres mujeres sin entender nada se echaron al suelo llorando, las otras seguían caminando esquivándolas como si fueran algo contagioso. Tenían la sangre a flor de piel, entonces les ordenó que se levantaran y se las llevó lejos de allí. Dio rápidas instrucciones para que nada alterara el orden.

 Al pasar unas enfermeras les pidió unas mantas y se las puso a sus presas. Luego, con una voz suave que no le pertenecía a ella dijo que las ocultaría y que si se portaban bien nadie sospecharía de ellas. Les buscó acomodo y uniformes, ella misma hizo el registro en uno de los bloques donde había sitio para las que podían realizar labores en la cocina y las enfermerías. Se le grabó el nombre Sylwia Stein, la miró como si descubriera en ella algo sagrado, bajó la vista y se fue. La cola seguía avanzando, se había acortado un poco y los últimos cuerpos estaban desfallecidos. Pensó que no llegarían con vida a la cámara de gas. Empezó a gritar como si estuviera arreando ovejas, se apresuró el trabajo y horas más tarde había una montaña de cenizas del centenar de cuerpos.
Unos meses después los militares comenzaron la evacuación. Se esmeraban por no dejar rastro de sus injusticias, pero el tiempo apremiaba. Quemaban los libros de registro, algunos soldados se tatuaban con urgencia números falsos para pasar por alemanes judíos. Las bombas del ejército rojo estaban abriendo una brecha que llegaba hasta el campo de concentración. Los coches cargados de las pertenencias de los generales emprendieron la retirada. Luego las nubes de humo se fueron disipando, para dejar tras de sí, la figura de personas esqueléticas, chimuelas con aspecto cadavérico que caminaban como zombis. Se oían lamentos y preguntas urgentes, pero ningún soldado los entendía porque su apariencia no era terrenal y sus voces parecían llegar del mas allá. Zytka tuvo que cambiar su nombre con urgencia, cogió un uniforme de rayas viejo y se puso unos zapatos apretados. Su corpulencia la delataba, pero el barro que embadurnó en la cabeza, la cara y las manos convenció a los soldados que, enfurecidos, perseguían a los nazis.

Se despertó y se levantó de la cama con dificultad. Caminó con lentitud a la cocina y puso agua a calentar para prepararse un café. Tenía pocas cosas en la alacena, pensó en lo que compraría en el supermercado cuando saliera más tarde. Fue hacia la ventana y empezó a regar sus plantas. Le dolía el cuerpo por el reúma. Miró la calle poco concurrida, las pocas personas que pasaban por allí la sacaron completamente de su sueño. Se dio cuenta de que hablaba consigo misma con su nombre. Repitió en voz alta las dos sílabas: Zyt-Ka. La desolaron, le dolió el estómago. Se le amargó el gesto y sintió que su vida tenía tres partes: la primera, su Varsovia amada, en la que la obligaron a prostituirse; la segunda, el campo de concentración; y la tercera, el anonimato.  Ninguna etapa había sido dulce, salvo la infancia que tuvo su encanto, pero que había perdido el colorido y los recuerdos cada vez eran menos. Llevaba cuarenta años con un nombre falso, recibía una pensión. Cada mañana una manta de acero le impedía levantarse con ánimo. Encendió la televisión y en las noticias de la mañana, se enteró del suceso. La muchacha a la que había salvado de los hornos había sufrido un paro cardíaco. Se enunció un luto nacional, pues Sylwia Stein era una personalidad en el mundo de la política. Estaba retirada, pero su nombre era conocido en todo el planeta.

 “Nunca la vi de nuevo—decía Stein en una entrevista que le habían hecho en una cadena pública—, nunca supe su paradero y siempre me quedé con la pregunta en la boca. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué de todas esas mujeres, sólo a mí me salvó? Nadie lo sabrá jamás”.
Vera Enoumisé habló con su voz vibrante y aguda: “Eras como yo hubiera querido ser. Tenías la misma luz que yo en los ojos cuando era inocente y no quise que terminaras calcinada. Oí una voz que me dijo, sálvala, es una elegida, es la Zytka que no pudiste ser tú. Con el tiempo lo sabrás. Si no lo haces te arrepentirás toda la vida. Y, por si no lo sabes, querida Sylwia, sí me volviste a ver. Te encontré en una librería y te pedí que me recomendaras alguna buena novela. Me miraste a los ojos y me preguntaste si nos conocíamos. Contesté que no, que yo había llegado de un pueblo y que tenía muy poco en París. Me regalaste un libro sobre el holocausto y lloraste al recordar las penas que sufriste en el tiempo de la guerra. Yo también lloré y te abracé porque recordé ese día, me dolieron las víctimas que mandé quemar. Cogí el libro y me prometí no verte ni en los periódicos ni en la tele, pero fue imposible, siempre aparecías cuando menos me lo esperaba, con tu sonrisa se avivaba mi dolor. Ahora que ya no estás, no sé cómo voy a vivir sola soportando el peso de esa enorme pila humana que se convirtió en humo y asfixia mis pulmones. Para ti fueron unos meses negros, luego el éxito; en cambio, para mí nunca hubo indulto ni perdón. Mi vejez es más castigo que goce. Ahora que te has ido, sé que aquella voz tenía razón. Me consuela saber que con todos mis pecados sufriré eternamente, sin embargo, tú me has dado el alivio que no me dio ni la religión. Tú fuiste la otra yo. A la que no violaron, ni martirizaron, ni sumieron en una vida de porquería. Gracias a ti, puedo continuar el poco tramo que me resta”.

No tuvo más fuerzas para seguir recordando, cogió una rala  bolsa de malla, se puso un jersey, tomó unas monedas y un billete de baja denominación y se fue a la tienda.