domingo, 27 de noviembre de 2016

Vuelo final

En la cima del Pico Turquino un coloso permanece firme ante el paso del tiempo con un pedestal que tiene una altura con fecha de almanaque, señala la cifra 1974 metros sobre el nivel del mar. A las faldas de la montaña el monumento de José Martí envuelve en poesía las eternas consignas de la no rendición. 

El viento y la escoria con la leyenda del poder del dinero proveniente de los vientos huracanados del norte no mermaron su postura, permaneció atado con sus garfios de libertad para no caer. Pasaron muchos líderes, convocaron su ex-comulgación de la política y le construyeron su cárcel, pero el gran sermón de la verdad reverdeció toda la isla. Le dolió hasta lo más profundo del alma encontrarse solo ante el águila con franjas y estrellas. 

Se mantuvo hasta el final como Prometeo, soportando que le carcomieran el hígado hasta el final. Mantuvo la mirada firme y lloró la desgracia que aplastaba a su pueblo por las sanciones y embargos injustos. Uno contra todos, su cuerpo formado de miles de almas voluntarias que dieron su hambre para formar una muralla de resistencia, pudo sostenerse seis décadas. 

Nada es eterno y al final de tantos años de lastimarle los pies con la pica se ha derrumbado, pero no para caer, sino para volar y unirse en una canción bella que llega de Santa Clara acompañada de guajiras con falda blanca y son. Bailan las mulatas ataviadas con la bandera de mar y espuma blanca, le entregan la estrella, un puro y la boina del Che para que suba el camino con los miles de soldados solidarios que apoyaron su revolución permanente.

 Nunca se podrá borrar la huella que dejó y algunos hombres razonarán y se darán cuenta de que no hay peor castigo que el que no se merece, lo obligaron a jugar de la misma forma, pero con máscara de ogro, se la pintarrajearon con malicia y se fueron a conspirar, dizque a jugar a las escondidas. 

Viva su alma donde esté y que le perdonen los que lo condenaron porque con su partida indultados están. Ahora sólo el tiempo demostrará si los que atacaron la isla y escupieron su rostro tenían razón.

https://www.youtube.com/watch?v=CSkAfLVSLAQ




miércoles, 23 de noviembre de 2016

La vida es una carga












En un tiempo de cacería de brujas, en la que lo mismo se perseguía a un político que a un revolucionario, a un hombre de pie o a un delincuente, Matilde Núñez Camagüey subió a la cima del triunfo y se paró en el pedestal de la gloria. La vida la había obligado a cargar todo tipo de objetos, era su herencia familiar. Desde su primer antepasado, desembarcado de Europa, hasta el último, que era una mezcla de indio, chino y judío, todos habían tenido que llevar oprimidas las espaldas con costales de cemento, de maíz y harina, con animales, personas y tronos. 
De pronto se encontraba ahí, encasillada por las cámaras fotográficas, iluminada por el resplandor de luces plateadas. Otra mujer se habría desmoronado bajo los ciento sesenta kilos de fierro, pero ella lloró. No con ese berrinche de sufrimiento provocado por la injusticia, sino con lágrimas cristalinas, posó franca con gotitas lentas en los ojos como esas que surgen en un proceso de destilación. Seguramente era así, el sufrimiento de varios siglos brotó en forma de canalitos húmedos semejantes a pequeñas serpientes cristalinas. Le dieron la orden de bajar la barra con los pesados discos, ya había ganado, sin embargo, permaneció unos segundos más, pero no era para demostrar que no sólo podía levantar esa carga, sino que la podía mantener sobre su cabeza mientras pasaban sus recuerdos uno por uno hasta el final. No era un reproche, era una melodía de su infancia que cantaba cuando tenía mucho trabajo: “Campanita de oro, déjame pasar con todos mis hijos…”.

Un juez se le acercó y con la mano le hizo la señal de que ya estaba bien de presumir, tenía que dejar caer lo que sostenía con tanto esmero. Cedió y un estruendo sonó en el piso de goma. Entonces escuchó los aplausos y sintió las miradas de odio de sus contrincantes. A nadie le cabía en la cabeza que una desconocida se llevara las onzas de oro para su casa. ¿Quién se cree esa doña nadie? —se preguntaban entre sí las reconocidas competidoras seleccionadas en sus equipos nacionales. Sí, en efecto, Matilde no era nadie y no había sido nadie hasta ese momento. En el futuro también pasaría fugaz gracias a la actividad estrepitosa de las redes sociales, que mantenía por menos de un minuto las inútiles noticias de gente enajenada con sus fotos, chistes y chismes. Es porque se atiborra la red con todo tipo de tonterías cada segundo. Tocaron el himno nacional y se izaron las banderas. Matilde ni siquiera tenía un chándal presentable y estaba con las piernas desnudas y la gruesa faja de cuero todavía puesta. Se presentó, así como la habían fotografiado en el momento del triunfo, pero ahora sin los pesos. El único metal que tenía era su disco dorado. No tenía llanto que ofrecer, ni sonrisas, por eso su rostro moreno de facciones anchas se enfrentó a los ojos curiosos del público. Sus paisanas la veían de reojo y desde muy lejos porque no aceptaban la derrota, la humillación tenía color verde y era tan desagradable como una mancha enorme en la cara.

Matilde se quedó de nuevo sola, recordó las palabras de un viejo loco que la ayudó a llegar al estadio para que no tuviera que caminar diez kilómetros. “La felicidad, en gran parte—le dijo el despeinado abuelo—, aunque no lo creas, está en la sala de espera de la felicidad”. Ella no le creyó porque nunca había pensado en eso, pero los recuerdos la convencieron de que el anciano demente tenía toda la razón. Se vio a los seis años llevando todo el día cajas pesadas, luego aplastada por un armario cuando su padre tenía un fuerte dolor muscular, por último, sus amigas aplaudiéndole en el gimnasio con cara de asombro, mugiendo como vacas en brama por no conseguir enlazar la realidad con lo que habían visto. Decidió que sí, que había sido dichosa en todas las antesalas de la felicidad. Salió de su baúl de los recuerdos para recibir felicitaciones sinceras en idiomas que no entendió, los coterráneos le escupieron los buenos deseos con muchas ganas. No tengo la culpa de haber nacido con esta cruz—se decía para sus adentros—, ustedes han tenido que someterse a la ingestión de fármacos y entrenamientos dirigidos para poder vencer la gravedad, yo, en cambio, he tenido que levantar la frente y no por orgullo, sino para no desnucarme. He mirado con gesto duro para no ser confundida con un burro y he luchado contra mis ganas de descansar, ese ha sido el más grande oponente, para mí sólo ha existido el trabajo. Matilde pensó, al decirlo, que quizás en la historia de la humanidad habían existido otras mujeres como ella. Estaba en lo cierto, pero como no conocía los nombres de Virginia García Moreno y Kate Brumach “La Sandwina”, se las inventó. Su imaginación las hizo casi iguales al molde original y le parecieron más grandes que ella.

Después de la competición Matilde tuvo que volver como había venido. Primero le habían negado la ayuda por ser una desconocida y no haber participado en las eliminatorias. Después, ella los rechazó porque el orgullo le enredó las tripas y mientras las ponía en su lugar a todos les decía que no. El orgullo—le había dicho su madre—es una cosa frágil de aspecto severo, es por eso que los que lo llevan en los bolsillos se preocupan de no romperlo.  Matilde cogió su frágil cristal, lo puso junto a su medalla de oro, se ató los zapatos viejos y emprendió la vuelta a pie. Esta vez la suerte le sonrió franca, ya no se hizo la quisquillosa y le ayudó a regresar pronto. A pesar de todo tuvo que andar muchos kilómetros con su mochila a cuestas. Por los sitios por donde pasaba, algunas personas la reconocieron y le pidieron un autógrafo, ella les pintó en las fotografías que le ofrecían sus mejores garabatos. La mayoría de la gente ni siquiera se imaginaba que era la campeona de los juegos intercontinentales y que había roto el récord mundial. Los que lo sabían la consideraban una impostora y todo un peligro para el deporte, pues se había saltado todas las reglas y, como una Sansona o Herculesa, había llegado para aguarles la fiesta. 

Ya todos se habían resignado a la realidad. No había deportistas libres de pecado, todos ingerían algo, hacían todo tipo de trampas y el comité sabía que los grandes logros de la medicina deportiva ya no eran humanos. Los que vieron los análisis de sangre de Matilde solo encontraron un poco de falta de hierro. Paradójico, la mujer más fuerte en su categoría podía cargar treinta kilos más, del elemento que a ella misma le faltaba, que las contrincantes más próximas. No tuvo espacio en la prensa quedó tan apretujada por los rumores y los esfuerzos por ocultarla que el presidente no la recibió, el comité olímpico la evadió y tuvo que volver a su trabajo habitual donde ninguno de los arrendadores de fletes le vio la lustrosa medalla que llevaba al cuello colgando. Eso sí, hubo quien puso atención en sus músculos cuando se tensaban bajo el holgado peso de una nevera o una lavadora. “Esa mujer es un coloso—decían los mirones que tenían un segundo para mirarla y hacerse una auto fotografía—, podría sin duda alguna levantas pesos en las olimpiadas”.


La historia no la registró. Quedó olvidada al igual que el soldado que se tiró sobre una bomba cuando sus compañeros estaban de espaldas, igual que el náufrago que no encontró una isla, igual que el que tuvo menos hambre y se sacrificó para que sus compañeros se lo comieran. Pero ella sí recordó la historia, aquella de los pasillos y antesalas de su dicha, incluso el largo camino de sus penas y alegrías que culminó en el mostrador de un empleado del Monte de Piedad que le dijo que su medalla tenía sólo el diez por ciento de oro y que valía muy poco. Ella se la cambió por unos cuantos billetes y se fue a comer las últimas tortas de lomo de su vida. Con cada bocado saboreó los pujidos, la tensión de sus piernas, los cachetes inflados racionando el aire como si fuera trompetista en lugar de cargadora. Mostró su sonrisa chimuela y sus cataratas se convirtieron en nubes de verdad, se acarició el pelo plateado, se alisó la falda de percal y salió a caminar por la hermosa ciudad.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Despertar de un coma

La muerte de un hombre resulta generalmente tan insignificante para el mundo, que no puede ser una cosa de gran importancia en sí misma; y sin embargo yo no observo a través de la experiencia de la humanidad, que la filosofía o la naturaleza nos hayan armado suficientemente contra los temores que la rodean. Ni encuentro ninguna cosa capaz de reconciliarnos con ella, sino el extremo dolor, la deshonra o la desesperación. Porque la pobreza, la prisión, la mala suerte, el pesar, la enfermedad y la vejez, generalmente fallan.
                                                               Jonathan Swift.


Cuando Jeremías despertó del coma sentí que el muro de felicidad que había estado levantando durante cinco años se me venía encima. Los ladrillos de ese muro comenzaron a golpearme la cabeza en forma de preguntas desagradables. Las peores fueron las que no formulé yo, sino Salomé. Estábamos en una situación muy comprometedora y, lo peor, es que no sabíamos qué esperar. ¿A qué atenerse? Nos habían llamado del hospital para informarnos de que, como en las películas, nuestro ser querido había vuelto a la vida. Ya estábamos demasiado acostumbrados a pasar un rato a verlo en su cámara y fingir ante el personal de enfermeros y médicos que deseábamos con toda el alma que se recuperara. Han de haber pensado todos que hablábamos con sinceridad porque la encargada de transmitirnos la noticia nos trató con una voz muy dulce y amable, nos felicitó y nos dijo que podíamos ir inmediatamente a comprobarlo; que el milagro se lo debíamos a un doctor que había llegado de Oxford y al escuchar que nos compadecíamos mucho de Jeremías, reunió a un equipo de enfermeros con los que le aplicó una estimulación cerebral profunda con dos electrodos.

 No queríamos ir a verlo, ni hablar con él porque no podíamos adivinar qué era lo último que recordaba. Suponíamos que Jeremías no había visto al hombre que le disparó por la espalda y que el asesino, a quien habíamos convencido nosotros, pues era un amigo mío; había tenido la prudencia de no dejarse ver el rostro. “Lo maté, se lo juro que lo maté”— con esas palabras Saúl nos trató de convencer de que la bala le había deshecho el cráneo a Jeremías, pero al llegar al hospital el doctor nos explicó durante más de una hora que la bala había afectado el sistema nervioso periférico y que Jeremías sólo podía respirar, pero que era casi un vegetal. Estaba en coma por una obstrucción que le había ocasionado la bala. Preguntamos si se recuperaría y el doctor dijo que existía la posibilidad de que se recuperara, pero nadie podía asegurar cuándo podría ocurrir. Leímos todo lo que encontramos sobre los casos de coma en los que los enfermos se habían recuperado y obtuvimos un modesto 5%, porcentaje que nos dio muchísimas esperanzas. Ya habíamos ampliado ese mínimo cinco a un cero y, en realidad, ya estábamos a punto de desconectarlo y hacerle la eutanasia, pero sucedió lo imposible. Ya estaba despierto y teníamos que sacarlo del hospital para traerlo aquí. Eso no era tan fácil porque ya había cambiado mucho nuestra vida.

El exceso de confianza y la falta de previsión nos hizo tomar decisiones erróneas. Pero ¿díganme sinceramente si ustedes lo habrían previsto con esas posibilidades casi nulas? ¿verdad que no? Tiramos todas sus pertenecías: la ropa, los libros, sus discos, sus muebles, los zapatos y sólo nos quedamos con sus documentos más importantes por si las dudas y más para formalizar el entierro que para otra cosa. Yo me divorcié, perdí todos los derechos sobre mi hijo y me quedé con la obligación de pagarle los alimentos hasta que cumpliera la mayoría de edad. Las hijas de Salomé, Rosa y María me trataron, desde el primer día, como al padre que les faltaba. Al compararme con Jeremías dijeron que yo era muy condescendiente, nada agresivo, generoso e inteligente. Les cogí cariño y en cinco años de convivencia me convertí en el cabeza de familia.

Y ¿ahora qué? —me espetó Salomé urgiéndome a inventar algún plan con el que pudiéramos cambiar las cosas, es decir, toda nuestra relación en cuestión de minutos. Me quedé bloqueado porque en lugar de urdir algo sensato, sólo me sumía en el recuerdo de nuestro encuentro y los momentos felices que habíamos compartido juntos. La recordé con su delantal, sus medias corridas y sus zapatos sin tacón, escribiendo mi orden en su bloc, aclarando punto de cocido de la carne, el tipo de vino y la cantidad de pan. Eso se repitió varias veces hasta que un día me decidí a pasar en la noche cuando ya estaban cerrando el restaurante. “Ya no es hora, señor José María, estamos cerrando. Vaya y busque otro sitio para cenar”. No vengo a cenar—le contesté con mi sonrisa de Don Juan, vengo a robarte. Y así fue, nos encerramos en una habitación de hotel y salimos hasta el sábado por la mañana.

 Luego los encuentros fueron durante las horas de comida, pero en un piso que un amigo mío tenía desocupado y que pronto se convirtió en nuestro lecho de amor. Éramos felices, habíamos encontrado nuestra otra mitad. Sólo había un obstáculo que nos impedía que fuéramos completamente felices. Esa fue la razón de que contratáramos a Ramiro Sánchez, el detective que me había mandado mi primo para investigar a algunos morosos que no querían liquidarnos las cuentas en la empresa y se dedicaban a negocios sucios. Mi relación con Sánchez fue buena desde el principio y entablamos amistad con rapidez. Lo invité los fines de semana a comer a mi casa, discutimos acaloradamente algunos libros policíacos que habíamos leído y le ayudé a ampliar su clientela. Ramiro tiene una mente ágil y entendió a la perfección lo que le quería proponer. Fue él mismo quien me dijo que si quería deshacerme de Jeremías, se lo dejara en sus manos. Luego me planteó su estrategia. Era como mover las piezas en un tablero de ajedrez. Estaban todas las jugadas previstas, cada quien tenía su coartada y el asesino tenía la facilidad de encontrarse en el sitio del crimen y, al mismo tiempo, en un bar cerca de nuestro barrio. De hecho, todo salió a pedir de boca y si Jeremías se hubiera muerto, la policía no habría encontrado más que un círculo vicioso, de pistas que no llevaban a ninguna parte, atado con un nudo ciego difícil de deshacer.

“¿Qué vamos a hacer ahora Chema?”. Con esa tediosa pregunta tuve que lidiar hasta que se me prendió el foco. Mira, Salomé —le dije abrazándola para que se estuviera quieta y no anduviera corriendo como gallina asustada—, lo primero que hay que hacer es ir a ver en qué condiciones está tu marido, tal vez la terapia para que se recupere sea larga y no muy efectiva. En cuanto Jeremías sepa que ha estado cinco años en coma quedará impresionado y se despistará con facilidad, podremos engañarlo como a un niño. Lo más importante es saber qué recuerda exactamente de su relación contigo, tal vez ni te reconozca y piense que su mujer es otra persona, así lo podremos controlar con facilidad y, por último, hay que decirle que todo el dinero que tenía en el banco y lo de su seguro, lo hemos empleado para pagar los gastos generados por su conservación y los estudios de nuestras hijas, es decir, de tus hijas.

Todo esfuerzo resultó inútil. Salomé no estuvo de acuerdo con nada de lo que le propuse, por dicha razón tuve que llamar a todos los implicados en el asesinato frustrado para ponerlos en alerta. Primero se lo comuniqué a Ramiro, quien, con sangre fría, me dio indicaciones exactas de lo que tenía que hacer y cómo actuar. “No digas nada, cierra el pico y deja que las cosas tomen su curso, no actúes ni siquiera cuando temas que alguien encuentre una pista para involucrarnos, por último, infórmame todo lo que se relaciones con la recuperación de Jeremías”. Seguí su consejo y le dije a Saúl que hiciera lo mismo que yo, Saúl le dio las mismas instrucciones a Daniel, quien le había proporcionado la pistola, así los tres nos hicimos de palo. La última del grupo fue Salomé, a quien le dije que actuara como si nada hubiera pasado y escuchara con atención a Jeremías para contármelo después.

El día de la visita la espera fue larga. Una tortura. Todo el tiempo traté de seguir las instrucciones de Ramiro, pero la mente trabaja sin control, era imposible ponerle un freno y me surgieron ideas terribles que mezclaron todos mis temores. La falta de lógica en mis hipótesis me encerró en una celda de castigo en la que tenía que luchar contra un monstruo que me aterraba porque sentía su presencia, pero era invisible. Salomé llegó muy alarmada.

 —Chema, Jeremías se acuerda de todo. No lo vas a creer, pero recuerda hasta del momento en el que le dispararon, es decir, el momento en que Saúl le disparó.
 —¿Cómo es posible? Saúl nos dijo que le había disparado por la espalda. ¡Era imposible que lo viera!
— Pues, ya lo ves. Jere me dijo que vio a un hombre cuando iba haciendo footing y que la curiosidad lo hizo voltear para verlo, pues le extrañaron sus desordenados pelos, y en ese momento oyó el disparo. Dijo que reconocería al hombre si lo viera ahora mismo. ¿Crees que sea posible eso?
—Es verdad, porque para él no han pasado más que tres o cuatros días y tiene los recuerdos frescos de ese momento por ser lo último que vio.
—Me ha dicho que me estoy más rellenita, más madura y que está deseoso de ver a nuestras hijas.
—Y ¿qué vamos a hacer cuando las vea? Ellas le van a echar en cara todos sus insultos, la mala vida que te dio siempre y, quizás, le revelen lo de nuestra relación. ¡Hay muchas cosas en juego, ¿entiendes?!
—No sé José María, él está muy raro. Es como si la parte violenta de su carácter se le hubiera caído o perdido. ¿Te imaginas que me abrazó con ternura? Eso nunca lo había hecho. Creo que esa bala le desprendió la parte agresiva que tenía, ni siquiera grita y es muy amable.
—Bueno, ya deja eso y dime qué aconsejan los doctores.
—Pues, me han dicho que su sistema motor está bien, que tiene bien los reflejos y la coordinación y que en unos días me lo podré llevar a la casa.
—Mierda, ¿y cómo le vamos a decir lo de los cambios?
—Pues hay que explicarle que las circunstancias nos fueron poniendo en una situación difícil y que…
—¿Estás mal de la cabeza o qué? Me refiero a nosotros. ¿Recuerdas que dejé a mi hijo por ti? Y ahora vuelve tu marido y yo me quedo en la calle, ¿no es cierto?
—Pero, no estoy divorciada y tú no me has pedido que me case contigo.
—¡Cómo eres inútil! Si no te pedí que nos casáramos era porque estábamos esperando a que lo pudiéramos desconectar para hacer nuestra vida. Eso se sobreentendía, ¿no?
—Pues no sé, José María, nunca me lo dijiste y aunque estábamos bien, tenías la obligación de proponérmelo, al menos.

Después de la estúpida conversación que tuve con Salomé en el hospital, decidí buscar un lugar para vivir porque ya no podría llegar tranquilamente a casa de Salomé y decirle al imbécil de Jeremías que me estaba follando a su mujer y que él era un cornudo. Luego, por alguna razón, caí en la cuenta de que el trato de Salomé había cambiado. Durante cinco años me había dicho Chema, y Chemita después de las largas noche de sexo que pasamos, pero ahora se había dirigido a mi como si nos hubiéramos conocido hacía unos días. Era como si esos largos años de convivencia hubieran desaparecido por completo y ahora, Jere, como le llamó todo el tiempo a su resucitado Jeremías, se había convertido en algo importante en su vida. Era el brillo de los ojos y las pausas en la voz lo que la delataron.

Tuve que ponerme en alerta porque si Rosa y María quedaban bajo la influencia compasiva que sentía Salomé, todo se iría al demonio. Llamé a Ramiro y le pedí que me guiara en ese laberinto de ideas que me comenzaban a oprimir los sesos. Su consejo fue simple y lógico, como era de esperarse, pero yo tenía mil urgencias. No estaba dispuesto a dejar a Salomé con la que ya tenía una vida marital, no le devolvería las hijas a Jeremías, pues ya me había convertido en el sucesor de su padre. Les pagué viajes por Europa, sus estudios, su ropa y muchos de sus caprichos. Era mucho dinero invertido y con la crisis que comenzaba a afectar a toda la gente ese respaldo económico que les había proporcionado era mi único seguro. Si me iba de la casa de Salomé, no tendría en que caerme muerto. Con el pago de los alimentos para mi hijo, un alquiler y la deuda de las matrículas de las niñas, que arrastraba con dificultad, me vería obligado a no salir del trabajo para solventar sólo esos gastos.

Podría presentarme en casa de Jeremías con una cuenta exigiéndole que pagara él, pero todo estaba a nombre mío, pues Salomé con su sueldo raquítico de la cafetería no haría frente a todas esas necesidades. Por un lado, sentía ganas de matarla y maldecía el día en que había ido por ella para llevármela a cenar, pero, por el otro, me la imaginaba en la cama, sumisa, excitada, pidiéndome que la complaciera. Rebotaba en mi vientre su imagen con su minifalda y sus medias color carne que usaba cuando me quería seducir mostrándome sus carnes aprisionadas por la lencería. Sus posiciones de yagua parca esperando con una sonrisa que la jineteara toda la noche era lo que me hacía perder el juicio. Estaba desesperado y los malos presentimientos fueron cayendo como lluvia con granizo. Las cosas iban caminando rápido. Era como en esas jugadas finales del dominó, en las que los participantes ya saben lo que tienen sus contrincantes, y estrepitosamente van mostrando sus fichas para ponerlas con fuertes vociferaciones que resuenan en la mesa como golpes.

A los tres días Jeremías volvió a su casa. Se habituó con rapidez. La actitud de Salomé y sus hijas era muy condescendiente. Al principio, las niñas, se habían acercado a él como gatas curiosas midiendo el peligro que pudiera representar, pero al comprobar que estaba más manso que Moisés, lo abrazaron y el respondió con cariñitos y palabritas dulces. Las cosas se iban a poner peor y el colmo fue que Salomé se enamoró de su resucitado nuevo esposo. No es que estuviera harta de mí, sino que el cambio le llegó justo a tiempo para enfrentar el duro sendero que vislumbraba hacía la menopausia. Pasaron los días y Salomé no sólo se habituó a la presencia de Jeremías, sino que me olvidó por completo. Mientras yo seguía con la esperanza de que ella le pidiera el divorcio a Jeremías, las ventanas de su corazón se fueron cerrando una por una hasta que no quedó ninguna abierta. Yo seguía empecinado en que echara a su marido, pero ella lo único que hacía era darme largas, ya no venía a verme y sólo me llamaba por teléfono para recordarme que tenía que seguir pagando las colegiaturas y que, si intentaba incumplir con los pagos, iría a toda prisa a ver a la policía. Que me hubiera denunciado no me preocupaba, el problema eran Ramiro, Saúl y Daniel a quienes consideraba mis amigos y no estaba dispuesto a sacrificarlos por una tontería, sin embargo, el agua me fue llegando hasta el cuello y ya no pude resistir más.

Decidí desaparecer. Le informé a los cómplices de nuestro fallido crimen que estaría a unos doscientos kilómetros de distancia y que permanecería en contacto para cualquier cosa que se requiriera. Me libré de la presión de Salomé, supe que Jeremías se había recuperado y había conseguido un empleo modesto, que Rosa y María trabajaban en su tiempo libre para pagar sus estudios y que todo mundo estaba en paz. Por fin, pude respirar con tranquilidad, incluso empecé a salir con una de las secretarias de la filial de mi empresa en la que fungía como jefe de logística. Mi ex mujer se calmó y dejó de molestarme. Envié con regularidad una suma de dinero para mi hijo y seguí mi vida normal.
Un día Saúl se encontró con Jeremías, pero no lo reconoció. Se había quedado con la imagen de un hombre fornido, de pelo recortado al estilo Tyson y con un andar seguro de gladiador de ring. El flacucho, canoso y medio cojo ser que iba hacía su encuentro le dio lástima y se hizo de la vista gorda cuando pasó junto a él. Jeremías, por el contrario, afinó las pupilas y un resorte del recuerdo le rompió una capa de la mente dejando salir una frase que sonó fatídica y se estrelló en el suelo. Lo malo es que esa frase se fue por una alcantarilla y se salió por otro lado para llegarle a Ramiro en forma de tufo. No tardó en hablarme.

—¿Chema?
—Sí, dime Ramiro, ¿qué tal? ¿a qué debo el honor?
—Te tengo malas noticias.
—¿De qué se trata?
—Es sobre Saúl y Jeremías.
—¡No me jodas!
—Sí, Chema, me lo ha comunicado Salomé y está deshecha.
—Pero, ¿qué ha sido exactamente?
—Pues, resulta que Jeremías iba por la calle cuando vio a Saúl que iba a su encuentro y sintió un dolor en la nuca, después le saltó el recuerdo del sonido del disparo, ató cabos y fue corriendo a decírselo a Salomé. “Es el hombre que me disparó, te lo juro”—así se lo dijo Jeremías.
—Y, ¿lo han denunciado ya?
—No, la cosa ha ido peor.
—¿Peor? ¿Qué cosa puede ser peor?
—Saúl, ya sabes que es muy superficial para algunas cosas y muy cobarde para otras, se acojonó cuando lo supo y decidió actuar de nuevo.
—No entiendo nada, explícamelo bien.
—¿No te das cuenta? Fue de nuevo a buscarlo y cuando Jeremías salió por la tarde, lo esperó en una esquina y le volvió a disparar…
—Y ¿lo mató?
—No, no, no.
—¿Entonces qué?
—Lo dejó otra vez en coma.
—!Maldita sea!




martes, 15 de noviembre de 2016

La ventana de Johari

 Las palabras de mi ayudante me habían puesto de muy mal humor. Traté de que no se me notara el disgusto, pero por el tono de mi voz o el gesto torcido de mi boca, Pasha sabía que no aceptaba sus comentarios. Él con su carácter blando y su falta de método no había descubierto a ningún malhechor hasta ese momento. Era porque se guiaba más por la intuición que por el sentido común. Por desgracia, las corazonadas siempre fallan en la mayoría de los casos, pero está vez había dado en el blanco al decir que el psicópata era como yo. Pasé tres días con un humor de los mil demonios, pero al final lo acepté y esa resignación representó mi derrota. “Si usted fuera el asesino, seguro que actuaría igual”. Con esas palabras estúpidas se me cortó el sueño porque empecé a verme en el lugar del criminal elaborando un plan para matar. Primero la elección de la víctima, después una lista detallada de sus horarios: salida al trabajo, horas de comida, encuentros con otras personas, aficiones, ocio, vicios, etc., luego la emboscada y el final.

El inspector Andrei está viejo y su forma tan elemental de analizar los asesinatos está caducada. Tal vez antes esa antiquísima forma de actuar fuera muy buena, pero ahora contamos con mucha tecnología a nuestro servicio. Por un lado, eso no significa que nos lo resuelva todo, pero sí nos ayuda a tomar atajos y solucionar más rápido ciertas dudas. Con su actitud meticulosa, sus notas en el bloc, sus largas consultas a los archivos y carpetas de la comisaría, el inspector pierde mucho tiempo, el cual podría aprovecharse para acorralar al asesino. Además, ya tiene fuertes problemas con el tabaco. Se fuma casi una cajetilla diaria y cuando empieza a toser parece que echa fuera no sólo las flemas, sino también todas las ideas y parte del cerebro. A veces, siento lástima por él. Lo veo de lejos con su único traje, viejo y gris, planchado hasta el hartazgo, los zapatos gastados, pero bien lustrados y su perfil de pájaro con las gafas colgándole en la punta de la nariz y su enorme copete gris que le da aspecto de pájaro carpintero. No sé mucho de su pasado porque nunca habla de eso. Según los rumores, estuvo casado, luego se divorció y su hija se fue a vivir al extranjero. Aquí está solo y sus aficiones son leer el periódico, releer sus novelas policíacas de Ellery Queen y salir los fines de semana al campo para trabajar en su jardín. Tiene una casita que le dejó algún familiar y es, desde hace mucho tiempo, el refugio que tiene para olvidarse de las perversiones de la vida del investigador de homicidios.

En realidad, se dedican a los casos más sencillos. Desde mi punto de vista son la pareja ideal. Andrei tiene la experiencia necesaria para guiar a Pasha y éste tiene una forma de analizar las cosas como si se tratara de un juego de adivinanzas, así que mientras uno va meticulosamente siguiendo los pasos de los delincuentes, el otro husmea como un perro tratando de orientarse en el oscuro bosque de pistas con el que cuentan. Pronto mandaré a Andrei a la jubilación y tendré que buscarle un ayudante a Pável, será necesario asignarle a alguien con una mente ágil, pero que compagine con la personalidad del buen Pável que parece un adolescente empedernido. Tengo dos candidaturas: Slava y Anton. El segundo me parece demasiado perspicaz y peligroso, por eso asignaré, en la primera oportunidad, a Slava. Ya me imagino la cara que pondrán los dos, su relación será un infierno en el que el ayudante pensará con elegancia y el superior le estropeará todas las hipótesis por la falta de sentido común.

La semana pasada después de haber dejado a Pasha en su casa, me fui a mi refugio en el campo y cuando estaba preparando el té, descubrí que las palabras de mi ayudante me estaban volando como moscas inquietas encima de la cabeza, después me quedé mirando las servilletas, la tetera, la tacita y los cubos de azúcar y me di cuenta de que el imbécil de Pável estaba en lo cierto. Me pregunté si el asesino habría puesto la cucharita enrollada en una servilleta, si habría puesto la mermelada en un platito de postre y si habría acomodado con cuidado las galletas en lugar de ponerlas solamente en una pequeña ensaladera de cristal. La respuesta la sentí como un codazo en las costillas porque era un rotundo sí. Además, el hecho de que no conozcamos una parte de nosotros y sean las personas las que nos lo digan, me parece muy interesante, pero en este caso no me gusta nada porque seguramente habrá más cosas desagradables que iré descubriendo en las próximas conversaciones con mi ayudante.
Ha vuelto con un poco de catarro, eso hará que lo tenga que soportar con su continua tos y su barrito de paquidermo. Podría quedarse a descansar y pedir una baja por enfermedad, pero como no tiene nada que hacer en su casa, más que aburrirse así mismo con todas sus cursilerías, se viene a ponernos los pelos de punta con su parsimonia. Creo que si se pusiera a ver las películas de acción en las que nos muestran a los héroes más despiadados persiguiendo en coches a los ladrones o peleando en el techo de un tren con un asesino fortachón e invencible, cambiaría su actitud pero se niega rotundamente. “Si hay que ver películas de detectives—dice—, prefiero El sueño eterno, El halcón maltés y El largo adiós, pero interpretados en mi imaginación por Cary Grand y no por ninguno de los Marlowe. Ni Bogart, ni Montgemery, ni Mitchum, ni nadie, querido Pasha”. Eso me repite siempre que quiere ponerle punto final al tema del cine negro. No sabe que existen películas como Seven u ocho milímetros y se la pasa embobado con su Raymond Chandler.

Bueno, ya estoy aquí de nuevo. Espero que el jefe no empiece a persuadirme de irme a descansar por causa de mis mocos. “Váyase ya a su casa—me dirá con su cara de bufón—. ¿Qué hace aquí contagiando al personal? ¿No le da vergüenza?”. No más donde salga con su cantaleta le tiro el trabajo y me voy para siempre. Ahí viene el grandulón de Pasha. Me da mucha pena que su mujer lo tenga por compasión. Si supiera que su ratona le pone los cuernos, se moriría de la desilusión. Recuerdo la vez que me invitaron a cenar en Año Nuevo. Estuvo fatal todo, la ensalada desabrida, la tarta rancia, el vino tinto mal servido y las tortas de carne en un mar de grasa. Ahí los tenía enfrente, cogidos de la mano como dos tórtolos. El inocente Pasha corpulento, con su mirada de sapo y su bigotillo hitleriano es ridículo, pero lo que más me desagradó fue la actitud sumisa, muy fingida de Larisa, meneándose como si estuviera en una pasarela de modas y golpeando el parqué como si le hubiera querido hacer hoyos al piso. Es seguro que eso fue, precisamente lo que vio el tonto de Pasha cuando decidió salir con ella, meneo de caderas y paso seguro; aunque lo más probable es que ella lo haya elegido primero. No hacen buena pareja y mi ayudante solo sirve de tapujo para que la arpía le dé rienda suelta a sus más bajos instintos y perversos deseos, mientras su marido se encuentra ausente tratando de desembrollar casos delictivos muy sencillos. Esa noche bebimos y pude ver claramente cómo ella sonrojada al corregir su equivocación explicando que Misha era su compañero de oficina y que de tanto comunicarse con él, se le había olvidado que estaba en su casa y no en el trabajo. Yo sabía a la perfección que ese tal Mijaíl no era un colega de la empresa, sino nuestro jefe.

A una siempre le gusta que los hombres sean atentos y eso es algo que valoro mucho en mi marido, sin embargo, el cuerpo me pide algo más. Cuando me pongo ardiente, por cualquier tontería: una revista, una compra o un cumplido, no me puedo controlar porque una llama de fuego me quema el cuerpo. Así me encontraba esa ocasión que vi a Mijaíl, tan atractivo, curioso y con sus palabras tan agradables. Estaba al lado de mi marido cuando dejó de darle instrucciones al inspector Andrei y sus ojos verdes se me clavaron en el pecho.  Saludo de forma muy cordial y sentí que él tendría que ser mío. Fue una corazonada que se me incrustó entre las piernas y me paralizó por completo, sólo me sacó el temblor de mi posición petrificada. Tuvo que jalarme Pável para que pudiera moverme. Un mes después, acostada en la cama del hotel se lo dije: “Mijaíl, me excitaste desde que te vi”. Él sólo se sonrió con una mueca burlona. Es muy astuto y adora mis piernas, me pide que me ponga cosas de lencería muy atrevidas y me complace en lo que le pido. A diferencia de Pasha, Misha es un gran conocedor de los cuerpos femeninos. Me acaricia y sabe cómo hacerme aullar de placer. Trato de ser lo más prudente posible y cuando está a punto de salírseme su nombre me muerdo la lengua para que no se revele mi secreto.

Es una mujer ninfómana, no puedo quitármela de encima. La primera vez que la vi me pareció una ratona, pero en cuanto puse atención en sus proporciones, es decir su cadera y piernas, supe que era una mujer ideal para el sexo. Vi cómo se estremecía y bajaba la mirada frente a mí. Decidí que en alguna oportunidad la seduciría y me resultó más rápido de lo que creía. Llamé dos días después a Pável para hacerle una consulta y me contestó ella. Le propuse que nos viéramos sin que se diera cuenta mi subordinado y aceptó. Ya en el hotel me contó que Pasha era paciente, pero no le ofrecía lo que su cuerpo necesitaba. Es una mujer ardiente. Detrás de esa actitud mustia se esconde una tigresa deseosa de placer. Era infatigable al principio y, solo a base de trabajo, he logrado que se controle, pero según su humor puede parar o seguir hasta conseguir lo que quiere. En realidad, me harta un poco porque, si antes no pensaba en su propio placer, es decir, no le preocupaba porque sabía que lo lograría sin duda; ahora desconfía y el temor de no correrse la mantiene tensa y la distrae o la desespera. Me imagino que pronto Andrei se jubilará por necesidad y Pasha se quedará a trabajar con Vladislav, quien me ayudará a deshacerme del inútil de Pável. Lo primero que haré será darle el caso del doble a Pasha y Vlad se pondrá a revolverlo y lo podrá hacer muy pronto, pero como eso no me conviene, cambiaré algunos datos en el expediente para que los dos se rompan la cabeza sin poder encontrar alguna hebra de la que puedan aferrarse para aclarar el caso.

Me di cuenta de que Mijaíl era el indicado para ocuparse de mi mujer. Ella tembló al verlo, se le notaba la atracción que sentía por él, es por eso que no intervine el día que concertaron su primera cita. Los vi entrar al hotel sin sentir celos. Al contrario, pensé que tal vez de esa forma me liberaría de la presión que me había estado ejerciendo Larisa desde el día en que nos encontramos por primera vez. Desde ese afortunado suceso, las cosas han ido mejor. Larisa está más tranquila, me deja descansar. Tengo más tiempo para dedicarme a la investigación, duermo mejor y más horas y no tengo que padecer esos eternos momentos discutiendo por cosas fatuas que afectan nuestra relación. Esta última semana Larisa ha estado muy mal y creo que es por causa de sus ansias. Mijaíl debería prestarle más atención. Ya no duerme bien y en ocasiones me despierta en la madrugada montándose sobre mí para desahogarse.

Siguiendo con el razonamiento anterior sobre la semejanza del asesino conmigo, podría decir que él es tan organizado como yo, más joven, más astuto, y muy egocentrista. En eso si me lleva mucho porque siempre he tratado de ser un altruista con los demás. En ocasiones me arrepiento de regalar dinero o hacer donaciones, pero nunca sería un ególatra tacaño. Es por eso que el criminal recoge hasta lo último del lugar del crimen. Lo deja todo ordenado y limpio. Creo que si me concentro podré llegar al meollo de este asunto y descubrir quién es el asesino de las abuelas. Ya habíamos tenido un caso así, pero con nuestras pesquisas encontramos a la mujer luchadora que durante el día se disfrazaba de enfermera y ofrecía sus servicios de masaje a las viejecitas para luego matarlas. Este nuevo asesino debe ser un hombre. Tan tiquismiquis como nuestro jefe. Mira, no lo había pensado, pero hay novelas en las que aparece precisamente eso. Recuerdo haber leído una historia en la que un miembro del cuerpo de investigación es el asesino y se adelanta en las investigaciones para que sus compañeros no lo descubran, sin embargo, un día comete el error de relacionarse con la mujer de uno de los investigadores y en un momento de amnesia dice algo que lo compromete, así que echa fuera del departamento de homicidios al mejor investigador y deja al mando a un inepto, el cual es precisamente el marido de la mujer con la que se acuesta. En fin, creo que será mejor que renuncie de una vez a mis proyectos y pida mi jubilación.

Creo que es el mejor momento para dejar de salir con Mijaíl. Me he enterado de que Pasha será el nuevo encargado de los homicidios de las ancianas, así que dejaré de acostarme con su jefe. Estoy orgullosa de mi marido, ahora si podrá cumplirme algunos de mis caprichos, aunque seguiré con la necesidad de encontrarme a alguien que pueda controlar el ardor de mi corazón.


Ahora que tengo más tiempo para leer y embellecer mi jardín me siento mejor. No sé por qué he recordado eso de que la personalidad es una ventana dividida en cuatro partes que varían en medida de acuerdo a la persona. La primera es lo que el individuo y los demás saben de él; la segunda es lo que la persona sabe de sí misma y los demás no; la tercera es lo que los demás saben y el individuo ignora de sí mismo; y la última es lo que el individuo y los demás ignoran de él. En el caso de Mijaíl las primeras tres partes de la ventana estaban definidas, pero ¿qué habrá en la cuarta? Siempre será un misterio para mí y sólo el exceso de tiempo y de estarle dando vueltas a todo lo relacionado con las viejas decrepitas me han llevado a sospechar precisamente de él.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El soñador

No sabía por qué se encontraba en esa situación. Todo era muy extraño. Al principio, creyó que le estaba pasando lo que muestran en esas películas donde el tema principal es la vida después de la muerte y una persona se ve a sí misma desde fuera del cuerpo. Para comprobar que no había fallecido se tocó el corazón y sintió los latidos de un músculo sano y fuerte, luego se metió a la ducha y alternó los chorros de agua fría y caliente para tener sensaciones reales. Todo eso le indicó que seguía del lado de los vivos, sin embargo, tenía la impresión de que una parte de su yo se encontraba en una dimensión diferente. Tardó en comprender que esa parte, simple y sencillamente, estaba en el lado del sueño. Eso le ayudó mucho porque concentrándose un poco logró sentir lo que pasaba en ese territorio onírico. Se le transmitieron las caricias de una mujer que no era la suya, sino la que había deseado toda la vida en sueños. Ahora, en estado sobrio, las tiernas manos de aquella deseada hembra lo satisfacían de forma tan contundente que decidió que eran reales, a pesar de venir de esa nube ilusoria del mundo del letargo.

Trabajó sus ocho horas completas esperando terminar para irse a gozar de su nueva condición. Llegó a la conclusión de que podía permanecer despierto y dormido, al mismo tiempo, durante el día y pensó que si en la noche se desconectara, su otra parte se despertaría. No quiso arriesgarse y decidió permanecer consciente disfrutando de lo que el reino de las imágenes de humo le podía ofrecer. Preparó café, sacó algunas revistas y unos libros de cuentos y se puso a leer. No logró concentrarse porque el aroma de melocotón y la suave piel del cuerpo de su amada desaparecieron para cederle el lugar al sueño del día anterior. Lo supo de inmediato porque se había visto acompañado de un guía negro mostrándole un león, unos jabalíes y un antílope. Oía a la perfección las palabras que le había dicho el africano: “Dispare, dispárele ya”. Otra vez esa sensación del gatillo, el arillo de la lente del ocular de la mira telescópica apoyada en su ceja y el olor a pólvora lo estremecieron. El sonido estruendoso del disparo le rebotó en los oídos. Experimentó una gran emoción, el fuerte sol de la sabana le calentó la cara y sudó. Pasó toda la noche recorriendo el territorio disparejo de una interminable explanada verde. Sacó fotos de leopardos y terminó al lado de una negra que lo felicitaba por su gran éxito.

Por la mañana, se fue de nuevo al trabajo y sus compañeros le dijeron que se veía muy bien, que estaba rodeado por un hálito de un olor fuerte como el del ébano de flores rojas. Pasó todo el día viendo los loros de Mascareñas, los estorninos de Rodrigues y los Otus mauli. Estuvo cerca de los cocodrilos e hipopótamos. Regresó a su casa, cenó y volvió a prepararse café, entonces, aparecieron las imágenes de su sueño que había tenido hacía tres días. Era un recuerdo de la infancia. Estaba con sus primos en la playa haciendo castillos de arena, había enterrado a su tío y de él solo se veía una cara redonda con los pelos revueltos y unas algas verdes que le colgaban como trenzas de medusa. Pedía que lo sacaran de ese horrendo hoyo, pero él y sus primos saltaban de alegría mientras el tío lloraba con unas lamentaciones falsas que hacían que se murieran de la risa los mirones.

Al día siguiente, se puso un traje casi nuevo, lustró sus zapatos y salió de su casa con una enorme sonrisa infantil que lo acompañó en sus horas de trabajo. Su compañera Mariela le dijo que se veía muy bien cuando mostraba su sonrisa descarnada, también le comentó que hacía mucho tiempo que no reía de forma tan sincera. Por la noche vio algunas riñas de boxeo, escuchó las noticias y volvió a prepararse su café. Esta ocasión se le presentaron las imágenes de un sueño que había visto cinco días atrás. Era la mala experiencia que había tenido practicando el fútbol, pues en un encontronazo el portero del equipo contrario le había dado un puñetazo en la nariz. Le salía un chorro de sangre y se le empapaba la camisa del líquido tibio. Oía los gritos de su papá que protestaba porque no lo dejaban entrar al campo. De pronto una idea se interpuso en su contacto con los sueños. Pensó que de seguir así vería en los próximos días los sueños que había visto la semana pasada, lo cual indicaba que él seguía adelante por el sendero de la vida y su mente recorría el camino regresivo de los sueños pasados.

Pensó que de cumplirse ese presentimiento soñaría lo que había visto durante sus veintiocho años y a los cincuenta y seis, si bien le iba, dejaría de soñar. Eso le pareció tonto e infundado porque carecía de toda lógica, así que se arregló de nuevo y se fue al trabajo. El jefe lo llamó a una reunión y le preguntó por qué se cubría con tanto esmero la nariz. Contestó que no era nada, que sólo temía contraer un catarro. El jefe le propuso que se tomara el día, pero no aceptó.
Llegó de nuevo a su departamento, se calentó en el horno un filete de pescado pre congelado y se sentó a mirar su sueño. Era el que se temía, uno de los que veía con más frecuencia. Su primer beso. Ahí estaba de nuevo Alicia con su vestido de flores, su pelo suelto. Con los ojos cerrados esperando que él se acercara. No quiso estropear el momento, por eso, cuando apareció la idea del retroceso en el camino de los sueños dio un manotazo y siguió con determinación. Nunca lo había disfrutado tanto. En sueños el primer beso de Alicia era maravilloso, pero ahora sabía mejor. La carne de sus labios era suave, el olor era excitante en la juventud. Cómo era posible que un beso de la adolescencia fuera tan fantástico en contenido erótico a estas alturas.

Se le pusieron los ojos de borrego degollado y con ellos se fue al trabajo. El efecto fue momentáneo. Mariela no se pudo resistir y lo llamó para que le enseñara unos archivos en el sótano. Allí, rodeados por la penumbra, revivieron los besos de Alicia reconstruyéndolos con todo el ímpetu de sus bocas hambrientas. Al volver a casa, Mariela, le pidió que se acostaran y el único deseo que tuvo fue que no se presentara la horrible pesadilla que seguía en la lista de espera. Por fortuna, lo pudo librar y en lugar del horripilante asesinato con una sierra, vio su relación más placentera en Las Vegas. Lo habían invitado unos amigos y en un casino se le acercó una venezolana rubia, inyectada por todos lados, pero con un carácter muy empático que encajó con el de él. Pasaron tres horas seguidas tratando de aprisionar las bolas de material sintético. Mariela estaba exhausta y le pidió que no fueran a trabajar, que le siguiera compartiendo sus sueños. Él lo habría querido, pero se le presentó la cruda realidad diciéndole que los sueños no se podían controlar y que tenían un orden estricto, que le habían hecho una excepción pero que en adelante tendría que someterse al orden establecido.

Lamentó mucho la salida de Mariela, quien de un azotón quiso cerrar la puerta de su relación para siempre. Como descubrió que Mariela era el amor de su vida, quiso deshacerse de los sueños y buscó un método para interrumpir el prolongado periodo de vigilia que llevaba. Se tomó unas pastillas para dormir, dejó sus preocupaciones sobre la mesa, ventiló la habitación, cambió la ropa de cama y se dispuso a dormir aspirando con fuerza el olor fresco del almidón de su almohada. Llegó al trabajo temiendo el encuentro con Mariela, la noche anterior había visto uno de los peores sueños de su vida y estaba decidido a no compartirlo con nadie. Las cosas no salieron como esperaba, Mariela se le acercó y le pidió de nuevo que bajaran al sótano. No hubo ni besos ni caricias ni palabras envueltas de pasión. Lo único que salió de la boca de Mariela fue una confesión. “Estoy enferma igual que tú —le espetó con una sonrisa nerviosa—, me has pegado esa cosa que no te deja dormir por las noches”. Él quiso darle explicaciones, pero fue inútil.


Mariela le dijo que tenían que seguir juntos hasta el final. Por acuerdo mutuo decidieron unir sus visiones, compartieron muchos años todas sus fantasías, chascos, dolores y dichas de sus respectivas nubes de ilusión. Cuando, al final, se quedaron vacíos esperaron con resignación que pasara lo peor, no obstante, renació una serpentina de humo de ilusión y siguieron su ruta hasta que esta se fue dispersando en el cielo.  

martes, 8 de noviembre de 2016

Homicidios paralelos

Es momento de que lo dejemos, James —dijo el inspector Frederick Cane conteniendo el llanto por la frustración—. Hemos intentado por todos los medios resolver este caso, pero creo que ya no nos queda otra salida, más que la de dejarle el asunto a otro investigador. Hablaré hoy con el jefe de homicidios para que se lo asignen a Tovar. Quise persuadirlo de que lo hiciera, pues el inspector Tovar sólo se dedicaba a darnos los chivatazos sobre las acciones delictivas de la mafia. No hacía más que meterse en bares, burdeles y lugares de mala muerte. Fue inútil pedirle al inspector que repasáramos de nuevo los detalles de los asesinatos paralelos para ver si encontrábamos un hilo de donde jalar. Ya lo habíamos hecho cientos de veces sin resultado alguno.

Mañana será otro día, James, descansa y sácate este caso del coco— susurró con la cabizbajo—. Me fui a mi casa, pero no pude seguir las instrucciones de mi jefe porque entre más trataba de olvidar, más reaparecían los cadáveres ahorcados de las dos veintenas de chicas. Los criminales nos tenían en jaque y en un año y medio de estarles siguiendo la pista, sólo habíamos logrado saber lo más elemental. No teníamos la mínima oportunidad, eran mucho más inteligentes que nosotros y se movían con rapidez. Actuaban en los momentos inesperados y seguían siempre el mismo patrón. Al día siguiente llegué a la oficina a mediodía, pregunté por Cane pero me dijeron que no se había presentado. Me fui a revisar la prensa y al poco tiempo llegó Frederick apresurado. “Tienes que ver esto”—me dijo jalándome de la solapa de la chaqueta—. Nos sentamos y me pidió que repasara los pasos que seguían los asesinos. Eligen a la presa, la siguen hasta un lugar poco concurrido, estrechan la distancia, le proponen a su víctima tener una relación, le ofrecen una suma grande de dinero, desarman a la víctima de cualquier sospecha y la matan ahorcándola. Dejan el cadáver en una posición como si estuviera en un féretro, le ponen en las manos la cuerda con que ha sido asfixiada y se van. Media hora después…

 —¡Espera, James, ¿qué has dicho que dejan en las manos de la víctima?
—Una cuerda, es una cuerda, o un cable, o un alambre.
—Pues, mira esto.
—¿Qué es?
—Un libro. Se llama “El caso de la media de seda” y aquí está la solución, te sorprenderá saber que hemos sido unos tontos de primera.
—¿Y qué tiene que ver este libro con nuestro caso?
 —Elemental, mi querido Watson, ¿recuerdas que siempre que llegamos a investigar los homicidios encontramos lo mismo? Sí, verdad. Pero la última vez, en lugar de cuerda, cable o alambre, ¿qué había?
 —Creo que una media.
 —Exacto, era una media. Con eso los asesinos nos mandaron un mensaje. Ya sabíamos que, por la forma de ejecutar dos asesinatos al mismo tiempo, los criminales eran cómplices. Un gemelo actuaría con la misma cautela porque, a fin de cuentas, dos gemelos son casi como una persona, ¿has oído eso que dicen que todos tenemos un doble en algún lugar? Pues, los gemelos lo tienen enfrente cometiendo otro asesinato. Así que ya los tenemos.
—Bueno, pero ¿quiénes son los sospechosos?
—Esa es una excelente pregunta. ¿Te acuerdas del testigo negro que nos pareció muy extraño?
 —Sí, me pareció un hombre muy ridículo. Pero no me pareció que fuera él el criminal.
 —Gran error, James, ese hombre tiene un cómplice. Su doble, pero en negativo.
—¿A qué se refiere?
 —A que su hermano gemelo es blanco.
—¿Blanco? Eso es imposible.
—Claro, James. Mira, el fenómeno se llama gemelos univitelinos. Es cuando un óvulo es germinado por un esperma y el cigoto se divide en dos, la información genética puede ser cualquiera y como eso sucede uno en un millón, puede nacer un gemelo blanco y otro negro. Ahora dime, ¿recuerdas el rostro de Jack el de los hot dogs?
—Sí, claro. Lo vemos casi todos los días.
 —¿A sí? Pues mira esta foto.
 —Dios, es el mismo Jack, pero en negro.
 —Ahora, ¿lo has entendido?
 —Por supuesto. Hemos estado buscando a los criminales por toda la ciudad y todo el tiempo uno ha estado en la esquina de enfrente burlándose de nosotros. ¡Vayamos por él!
—Claro que sí James, pero antes disfrutaremos, por última vez, de sus exquisitos perros calientes.
—¿Con mucha mayonesa y mostaza?
—No, James, esta vez, será con mucha salsa cátsup y mayonesa.
—Ja, ja, ja.

lunes, 7 de noviembre de 2016

El doble de Bruno (Ucronía)

En una gran ciudad oprimida por las batallas tribales de los clanes hambrientos; alterada por el desorden surgido debido a la falta de una legislación adecuada para la lucha contra la delincuencia; y desbastada por la guerra para ampliar el territorio de influencia en la venta de estupefacientes, vivía un hombre casado.
Se llamaba Bruno, era un oficinista, ganaba un sueldo que apenas le alcanzaba para sobrevivir y no veía películas ni leía libros por falta de tiempo, su esposa estaba embarazada y en los nueve meses de la gestación de su hijo se le comenzó a caer el pelo con una rapidez asombrosa. Tenía sólo cuarenta años y la hermosa cabellera que lo había acompañado en su juventud desapareció en el transcurso de unos meses. Consultó a varios especialistas y todos le dijeron que el mal era hereditario y no se podía hacer nada. Decidió afeitarse por completo la cabeza y quitarse el bigote. La decisión fue muy acertada porque sus compañeras del trabajo comenzaron a fijarse mucho en él. Hubo quien le propuso aventuras sin ningún compromiso y una desquiciada le dijo que lo amaba.

 Su cambio fue tan considerable que cuando se presentaba como Bruno Guadarrama la gente lo miraba con mucha atención y luego se oía un escéptico susurro. Se puso a trabajar su cuerpo a base de ejercicios y en poco tiempo el volumen de sus pectorales y bíceps no dejaron a nadie indiferente. Era muy bien atendido en las cafeterías a las que iba, las cajeras le hacían descuentos y le sonreían mucho. Decidió que el cambio de actitud de las personas se debía a sus fornidos brazos, pero estaba equivocado.
Lo comprobó un día que salió apresurado de su casa en dirección al hospital porque su hijo estaba a punto de nacer. Paró un taxi y el conductor, antes de oír la dirección de su destino, le dijo que era muy parecido a un artista muy famoso, incluso le mostró una foto porque era su actor preferido, pero a pesar de que había mucha similitud, Bruno con la revista en la mano dijo que eran solo coincidencias y que la gente imaginaba todo tipo de cosas, ya que el color de la piel, los ojos era otro.
El taxista no le creyó y comenzó a dirigirse a él usando el nombre de Bruce. Señor Bruce por aquí, señor Bruce por allá. El trayecto se comenzó a hacer más largo porque había bastante tráfico y el joven chófer se detenía más tiempo del debido para que los transeúntes o vendedores ambulantes que lograban ver a su pasajero pudieran apreciarlo mejor. En una ocasión tocó el claxon y llamó a un vendedor de periódicos para que le diera su opinión sobre él. Bruno le dijo que se apresurara porque en verdad llevaba prisa. En un semáforo en rojo un hombre se subió, sacó una pistola y amenazó con disparar si no le entregaban el dinero, las joyas y el código secreto de la tarjeta de crédito. Bruno no opuso resistencia y se quitó el reloj, sacó su cartera y se los dio al asaltante, pero éste lo miró con atención y le dijo que era igual al artista de la película Armagedón. Muy apenado el ladrón se disculpó haciéndose un selfi y salió apresurado del coche con reverencias al estilo chino.

 En el hospital una enfermera lo recibió y le dijo que su niño ya había nacido. Lo condujeron a una sala y vio a un pequeño envuelto en una sábana blanca. Se alegró mucho y pidió que lo dejaran ver a su mujer. No fue posible porque estaba sedada, así que tuvo que esperar más de tres horas. En ese periodo de tiempo algunos pacientes le sonrieron y le preguntaron por su esposa, pero no decía su nombre correctamente pues en lugar de Diana decían Demi y un señor de bigote le preguntó cómo le pondría a su hijo y al oír la respuesta dijo que sería mejor el nombre de Rome. Bruno trató de no hablar mucho porque la gente lo ponía nervioso con sus ocurrencias. Al final se reunió con su esposa, pero el encuentro fue muy diferente al que había imaginado en la sala de espera.
 Según el auto-proclamado presidente de la asociación mundial de la felicidad, la dicha empieza en la sala de espera de la felicidad, argumenta el señor con cara muy cordial. Comenzamos a experimentar —dice— ese sentimiento antes de lograr u obtener el objeto de nuestro deseo, por eso es tan importante disfrutar todo lo que sucede antes de la realización de un sueño. En el caso de Bruno, la espera le había dejado muchas impresiones poco memorables, así que para él ver a su esposa fue la felicidad. Ella no lo reconoció muy bien, tardó en hablar y después de dictarle una lista de cosas necesarias para el bebé se durmió de nuevo. Bruno le prometió volver al día siguiente para recogerla a ella y a su hijo.

Llegó acompañado de sus suegros. Diana estaba mejor y habló mucho, recibió con placer los cumplidos para el niño y volvió a su casa feliz porque para ella la espera sí que había representado un momento digno de recordar. Un día, cuando su hijo era adolescente, tuvo que interceder por su hijo y gracias a los sabios consejos que le dio, evitó que se juntara con malas compañías y se convirtiera en un delincuente. Vio a sus nietos y tuvo una vejez tranquila. Su esposa también participó en la educación de su hijo y siempre pensó que de haberle faltado la seguridad que le proporcionaba su marido. Ella habría terminado comerciando su cuerpo y su vástago habría sido un drogadicto empedernido. Por fortuna, todo salió bien.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Un desconocido atípico

Iba por una calle adoquinada del centro de la ciudad por la que seguí arrastrado por la inercia. A veces pienso que si hubiera girado a la izquierda o la derecha mi vida sería otra por completo. Sin embargo, seguí de frente como si me hubiera atraído la fuerza de un imán. Solo me dejé llevar y mis pasos se terminaron en una plaza en la que un equipo de filmación estaba rodando la escena de un comercial o una película.
Como muchas otras personas me quedé mirando lo que sucedía. En realidad, no pasaba nada del otro mundo al principio, pero después aparecía un hombre disfrazado de héroe de cómic y salvaba a una atractiva rubia del ataque de unos ladrones. El director gritó que la escena estaba terminada, felicitó a los artistas y dio la orden de recoger el equipo, las sillas y la mesa, que eran el único mobiliario, y se fue.

La gente se quedó fisgoneando un poco y después comenzó a dispersarse. Hubo algún atrevido que se acercó para pedir autógrafos o felicitar a algún artista conocido, mientras el resto de la muchedumbre se iba con pasos lentos. Seguí mi paseo, pero cuando un hombre de los que estaba conversando con la actriz me vio se vino corriendo hacia mí y me habló con mucha familiaridad. Me dijo que no faltara al siguiente rodaje y que era en el que yo participaba. Le contesté que no era actor y que se había equivocado de persona, a lo que respondió con una sonrisa burlona que la escena se filmaría ahí mismo tres días después a la misma hora.
No pude convencerlo de que estaba equivocado y me fui disgustado y sorprendido al mismo tiempo. Ese día y el siguiente las cosas siguieron su curso normal, incluso se me olvidó el fugaz encuentro con aquel loco de la plaza, sin embargo, al tercer día me desperté antes de lo acostumbrado pensando en la filmación.

 La curiosidad es un gusano incansable, muy molesto, que joroba tanto que si no se satisface puede permanecer años incomodando a las personas. La única solución que existe contra ella es satisfacerla y sufrir las consecuencias que esto conlleva. Dispuesto a terminar con mi malestar fui a la plaza y encontré al equipo de filmación. Parecía que había un retraso porque el equipo y los artistas llevaban prisa y el director gritaba apurando a todos con un altavoz que emitía un sonido horrible cada vez que comenzaba a hablar. El hombre de la vez pasada me vio y me dijo que tenía que cambiarme, mandó a una joven por mí y me llevaron a un sitio acondicionado como vestidor y me pusieron un traje verde como de buzo. La muchacha me advirtió que debía repetir las “Yo no me rendiré, nadaré hasta que salga de aquí”. 

Me fui vestido de hombre rana hasta el sitio donde había un enorme recipiente con un letrero publicitario de la más famosa empresa de lácteos. La mujer rubia estaba allí me saludó, nos subimos a una plataforma y recibimos la orden de tirarnos al recipiente, la rubia llevaba un traje verde igual al mío pero su cuerpo era tan atractivo que los mirones no dejaban de repasarle las partes del cuerpo calculando las proporciones de sus caderas y pechos. Saltamos y la rubia comenzó a hacer movimientos como si tratara de nadar. Unos segundos después gritaba que no podría salir de ahí, entonces la cámara me enfocaba a mí, leí un gran tablón con las palabras que me había dicho la chica del improvisado camerino y grité: “Yo no me rendiré, nadaré hasta que salga de aquí”. Hice los mismos movimientos que la mujer y noté que el líquido se hacía más denso, de pronto me encontraba muy cerca de la superficie y había subido tanto que ya podía salir con dar un solo paso.
Luego la rubia salía con cara de alegría y decía que la única manera de resolver los problemas era alimentándose bien y esforzándose todos los días. Todo era ridículo, pero los fisgones aplaudieron y con sus chiflidos manifestaron su satisfacción.

 Unos minutos después la misma chica del camerino me dijo que ya podía irme, que nos pagarían a fin de mes y que si había necesidad de hacer más comerciales ya me llamarían. Me quedé oyendo los comentarios entre el equipo técnico.  Supe que el artista con el que me habían confundido era Alejandro Méndez porque unas jóvenes se me acercaron a pedirme un autógrafo. Se lo di a las ingenuas muchachas garabateando una firma como la del rey Pelé. Después oí a un hombre que decía que el anuncio no era nada original, puesto que en lugar de inventar algo ingenioso para la crema, habían usado una versión del cuento de Jorge Barclay sobre las dos ranas y la mantequilla.
Volví a mi casa y empecé a buscar información sobre mi doble. Supe que mi copia era un artista con talento, considerado guapo, a pesar de su rostro de raza azteca pura y que había participado en varias comedias en televisión. Siguiendo los consejos de mi sentido común fui a buscarlo para conocerlo y ver qué tan parecido era a mí. Investigué su dirección, supe que tenía dos capítulos pendientes en su telenovela, tenía una amante y solía desayunar con sus amigos en una cafetería muy selecta los domingos por la mañana.

Mi conciencia me dijo que estaba inventándome una versión muy barata del libro de Saramago “El hombre por duplicado”, yo le expliqué que no era yo, que las circunstancias me iban llevando por ese camino, pero que si por mi fuera dejaría de seguir a este supuesto doble mío, sin embargo, el maldito gusano de la curiosidad era más fuerte que yo.
Yo a diferencia de mi doble no tenía compañera y mucho tiempo había prescindido de las relaciones sentimentales. Investigué sobre su familia, sus estudios, sus gustos y todo lo relacionado con él. Empezamos, mi consciencia y yo, a llamarlo el doble. Cada vez me le fui acercando más hasta que un día, de plano, nos cruzamos en un centro comercial. Él me vio y yo me sentí ridículo, pero no me reconoció. Me detuve en seco y no se me ocurrió nada más que pedirle un cigarrillo. Me miró fijamente y me dijo que no fumaba, luego se alejó sin experimentar el más mínimo ápice de interés. Me quedé con la enorme oruga cotilla que ya había crecido mucho y ahora se retorcía más con sus preguntas. Me desconcerté mucho porque no todos los días uno se encuentra con su doble. ¿Estaría ciego o daltónico? —me pregunté mientras mi voz interna me decía que esa pregunta era estúpida—. No, no podía estar ciego y, tal vez fuera tan inteligente que había evitado relacionarse conmigo para conservar su identidad.

“De ninguna manera—dijo la consciencia—el tonto eres tú porque cualquier persona por muy imbécil, ciega o astuta que sea, no dejaría de interesarse”. ¿Entonces qué es? —le pregunté enfadado—. “Nada, simplemente que no te ve como su doble”.
 ¿Cómo que no me ve como su doble? Eso, si me perdonas, pero creo que es más aberrante que lo que se me ha ocurrido a mí.
Discutí, apoyándome en un barandal, mucho tiempo sin llegar a nada claro y la última decisión fue imitarlo, actuar como él, vestirme igual y frecuentar los lugares a los que él iba. Dos meses después me presentaba como Alejandro Méndez, llevaba las mismas marcas de ropa, hablaba con el mismo tono, usaba las mismas gafas y caminaba con el pecho salido y con pasos largos, pero entre más copiaba a mi modelo me sentía más lejos de él.

A menudo iba a los restaurantes donde se pedía el nombre para asignar mesas, me quitaba las gafas y hablaba de las telenovelas, artistas y directores que trabajaban conmigo, pero todo era inútil. Nadie se fijaba en mí. Me sentí fatal y el maldito insecto chismoso terminó por aplastarme y para quitármelo de encima tuve que ir a indagar, con la esposa de Alejandro Méndez, qué era lo que sucedía.
Si ella no me reconoce, entonces desistiré de mis intentos por ser igual al actor y seguiré como si nada hubiera pasado.  Encontré a Alicia cerca de su coche, estaba bajando unas bolsas y cuando sintió mi presencia me dijo que no me quedara parado como inútil, que le ayudara a subir las cosas al departamento. No me dio oportunidad de hablar porque comenzó a reclamarme por cosas de las que yo no tenía ni idea. Su conversación giró en torno a una fiesta de aniversario, los invitados y los gastos del último mes, que como subrayó, tendría que pagar yo lo antes posible.
 Cuando terminó su sermón y finalmente le pude hacer algunas preguntas dijo que no respondía a los cuestionamientos absurdos, que ya lo sabía yo.
 Me quedé sin saber qué hacer, pero ella se dio la vuelta para ir a la cocina y sonó el teléfono. Me gritó que cogiera la llamada, así que levanté el auricular y una voz me dijo que había una urgencia en el estudio y que tenía que presentarme al instante. Miré a Alicia y ella sólo me indicó que me fuera, pues ya sabía de lo que se trataba, y me recordó que le dijera a un tal Samuel Domínguez que aceptábamos su propuesta para pasar las vacaciones en su casa de la playa.

Salí sin saber qué hacer, pero el sentido común me indicó que la última prueba sería interpretar el papel del actor frente a las cámaras y si sucedía algo inesperado, entonces podía dejar de seguir empeñándome en ser el otro.  Llegué al estudio y la maquilladora me dijo que tenía la piel muy descuidada y curtida, que no era posible que la tuviera tan descuidada, me recortó bien el bigote, me emparejó el pelo, me vestí y salí a escena.
Otra vez estaba la rubia con la que había hecho el anuncio, pero ella hacía de mujer fatal. Llevaba en el oído un aparato por el que me daban las instrucciones de lo que tenía que hacer y decir. Terminamos pronto el capítulo y salí a almorzar como los demás, me acompañó Larisa, la rubia exuberante, y me preguntó por qué me había cambiado los labios. No supe que decir y sólo me encogí de hombros. “Te veías más bravucón con la boca grande —comentó chasqueando la boca—, si no te importa, te pediría que te los inyectes de nuevo porque así pierdes personalidad”.
 No hablé mucho con ella y evité las cosas que me pudieran comprometer. Después de comer me despedí y me fui a mi casa. 

Recostado sobre el diván me empecé a hacer infinidad de preguntas porque Alicia me había reconocido, Larisa había notado sólo una diferencia en la boca y la gente seguramente era muy parca y no se decidía a pedirme autógrafos en los restaurantes. En la noche tuve una pesadilla y me levanté muy atolondrado, No me podía concentrar en nada, Decidí tomarme una copa y no salir de casa. Me terminé la botella y me quedé dormido. Desperté cerca de las nueve de la noche. Puse la televisión para ver el capítulo de la telenovela que había grabado, pero recordé que Larisa me había dicho que el capítulo saldría unas semanas después. De todas formas, dejé el canal para ver cómo actuaba mi doble. En las tomas en primer plano noté con horror que era verdad lo de los labios, él los tenía más anchos y pronunciaba las emes y las bes muy explosivas. Pensé lo que sucedería cuando Alejandro se enterara de que yo había hecho el rodaje en su lugar. Me sentí un impostor y decidí que debía terminar con el juego. Creí que la mejor solución sería ir a verlo y enfrentar con él esta situación tan absurda.

La consciencia me preguntó qué haría si el tal Alejandro resultaba ser antagónico o peligroso. Respondí que estaría prevenido y para eso haría antes una lista de mis cualidades y defectos para saber cómo sería él, en caso de un enfrentamiento. Empecé a escribir en un papel del lado izquierdo mis defectos y en el derecho mis virtudes. A cada adjetivo le ponía su antónimo y las cualidades que destacaba con frases las cotejaba con otras que expresaran lo contrario. Repasé las columnas garabateadas y finalmente memoricé la mayoría de diferencias entre mi contrario y yo.
Decidido a encontrarme con mi adversario salí de mi casa con prisa y, como iba discutiendo dentro de mí todos los detalles, no noté que un ciclista venía por la calle por donde iba a cruzar en dirección contraria. Lo único que sentí fue un golpe en la cabeza. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba acostado en una incómoda cama de hospital.

 “¡Ah, buenas tardes! ¿Cómo se siente, amigo?”. Era un doctor muy bonachón que me miraba con curiosidad. Le pregunté la razón de mi estancia en ese sitio. “¡Ah, no se acuerda! Es normal. Después del golpe sorpresivo que le dieron es natural que lo olvidara o de plano no lo supiera. Mire, señor…” Mariano, me llamo Mariano Andrade—le dije con voz gangosa—. “Pues bien, señor Andrade, resulta que le rompieron el tabique de la nariz y el cartílago. Tuvimos que hacerle una cirugía, tendrá que llevar esos vendajes unas dos o tres semanas y luego le revisaremos los huesos para ver si han soldado bien. Ahora puede seguir descansando y pasado mañana podrá irse a su casa.

Pasaron los días con mucha lentitud y conforme se acercaba la fecha de quitarme los vendajes un mar de preguntas y dudas me inundaba la cabeza, la obstinada oruga ya se había convertido en una enorme anaconda. Llegó el día en que me descubrieron la nariz. Grité desconsolado porque me la habían dejado muy pequeña y chata. Los ojos todavía inflamados sobresalían dándome la apariencia de una rana. Me sentí humillado y cuando le dije al cirujano si podría agrandarme la nariz dijo que era imposible porque no tenían operaciones de implantes en el hospital, que si quería podía ir a Texas para hacerme una operación reconstructiva por veintitantos mil dólares. Me saltaron las lágrimas sin querer y el hombre me cogió del hombro y me llevó a otro consultorio.

“Le quiero mostrar algo—dijo con voz paternal—. Mire los casos que hemos tratado”. Sacó unas fotos y fue diciendo detrás de cada una de ellas: “Antes, después, antes, después…”.
Vi muchas fotos de hombres con narices muy feas, de pronto reconocí una mirada en una de las caras del famoso antes, y el después, fue peor. Ya se imaginarán a quién vi en la foto. Sí, sí, era Alejandro Méndez. El cirujano al notar que yo veía el impreso con mucha persistencia dijo: “En ese caso fue lo único que pudimos hacer. Le dejamos esa nariz al paciente y le recomendamos inyectarse los labios y dejarse crecer el pelo para que tuviera un aspecto menos impactante”. Me levanté de un salto y salí maldiciendo mi suerte. El doctor me dio palabras de aliento pero ni siquiera se las agradecí.