sábado, 29 de octubre de 2016

Falso escape

Se salió de la realidad como si lo hubieran invitado a entrar a un salón donde se cometería un delito en forma de espectáculo histriónico. Al principio no sentía su cuerpo, flotaba en algún lugar dentro de su cabeza y una habitación muy iluminada era el escenario. Las rendijas de una persiana servían de colador para el chorro de luz que venía del exterior. El suelo ardía como una plancha y del horno de la cocina salía una serpentina aromática que le provocaba un cosquilleo en el estómago. La espuma de la cerveza lo refrescó, sintió la espalda sudada.

Recordó las playas de arena fina y los balones de fútbol, girando descarapelados a manera de coles desprendiéndose de sus hojas al rodar. Reparó en la mujer que tenía enfrente, la miró por la espalda. Estaba desnuda y sólo la fina seda de la corta bata lograba ocultar la piel morena de su bien formado cuerpo. El pelo teñido le colgaba como crines de yegua palomina. Sintió apetito por la carne, le acarició el pelo con mano dócil, como si quisiera entrar en confianza antes de domar a un animal que no ha conocido montura. No hubo rechazo, pero el filo de ojo le dio un aviso de alerta. No le puso atención y entró en acción. Acortó la distancia mientras unas voces que llegaban del fondo revotaban por el iluminado espacio que se había hecho esférico. Luego, ya estaba con ella en posición fetal simulando ser una oruga que se mueve con persistencia para romper el capullo que lo apresa y convertirse en un ser alado, ligero y bello. ¡Somos unos magos! —le decían dos niños a su madre que se encontraba muy atareada desenrollándose, liberándose de otro cuerpo que la oprimía y abrazaba como un pulpo a su presa.

El silencio hizo que se bifurcara el tiempo y el espacio. La escena era rara y desconcertante. Un infante sintió arcadas y se zafó de ellas con gritos de incredulidad. Una magnífica idea lo ayudó a salir del paso. “Juguemos al ilusionismo —gritó poniendo a la madre sobre la mesa y mirando a los niños con emoción—, este serrucho lo usaremos para dividirla en dos partes”. ¡¿Ven qué fácil?!” —les dijo con alegría mientras les mostraba el instrumento que no chorreaba ni una gota de sangre—. ¿Quieren probarlo? —preguntó mientras ellos indecisos sonreían aterrados tratando de huir. “!No tengan miedo! ¡Esto es un juego, nada más!!Es magia!”. La niña fue la primera en interesarse por la argucia. Se recostó sobre una tabla y se descubrió la barriga para que el gran ilusionista prosiguiera con el espectáculo. Al niño no le quedó otra salida, enfrentó con inocencia algo que no entendió y cerró los ojos sin pensar. Terminó la sesión. Un giro estrepitoso hizo que las cosas cambiaran de color.

 El sol ya no brillaba, no hacía calor y había desaparecido lo blanco. Era como si una bomba hubiera explotado dentro de la habitación. Había cuerpos desmembrados. Eran reales. Se trataba sólo de un truco—pensó—. No iba en serio. ¿Cómo fue posible hacer tal salvajada? Por la falta de una respuesta convincente escondió la evidencia del fallido truco, pero un hombre abrió la puerta y descubrió lo sucedido. No quedaba más solución que luchar por la conservación del pellejo. Cogió la afilada hoja de carnicero con mango de madera, que ya no era de mentiras, y tocó los redobles de los tambores con la boca tarareando. Repitió la estratagema y ocultó con cautela todas las pruebas que evidenciaban su acción.

 Salió oculto bajo una gorra y la capucha de su sudadera. Corrió, se hizo pasar por un deportista mañanero y desapareció en el horizonte. Cuando llegó a su casa lo esperaba un inspector. Le hicieron preguntas y no supo qué contestar. No podía creer lo que le decían esos hombres. Lo llevaron de nuevo a la carpa. Recordó el juego y lo confesó todo. Lo arrestaron y le sorprendió que no lo entendieran. No tenía el poder de convencimiento para que sus aprehensores comprendieran lo que era el otro lado, ese mundo mágico donde las cosas eran diferentes y se podía lograr lo que en ese extremo de la existencia era imposible. Nadie aceptó sus excusas y explicaciones, lo metieron en una celda y lo condenaron. Ya no quiso saber nada de la realidad, prefirió vivir del otro lado, allí donde jugaba con el domador de leones, alimentaba a las fieras y veía con satisfacción los trucos de Houdini y Copperfield.

martes, 25 de octubre de 2016

Desfile del Día de Muertos

 Macario se vistió y se salió armado hasta los dientes, llevaba su blog de notas nuevo, un par de bolígrafos y su cámara fotográfica colgada al cuello. No quería usar el móvil porque era de esos reporteros callejeros románticos que trabajaba a la antigüita. Había esperado este evento todo el año porque en la celebración anterior le habían robado su cámara de vídeo y había tenido que reconstruir su artículo para su blog, recobrando con mucha dificultad los detalles de la marcha. Aquella vez tuvo que “pedir prestadas” las fotos de la red. Ahora será diferente pensó y sacudió la cabeza para deshacerse de las imágenes de la película del agente cero cero siete, que había visto la noche anterior al desfile. Se puso en marcha con pasos muy seguros y el mentón levantado, fue avanzando por la calle de Reforma que estaba vacía de automovilistas.

 En los gruesos cristales de sus gafas se reflejó el Ángel de la Independencia. La imagen tenía las alas más doradas de lo habitual, pues los fuertes rayos del sol caían como crestas de olas salpicando el aire al estrellarse en el cuerpo de la mujer pájaro. La gente curiosa se le unió haciendo comentarios muy atinados sobre los personajes carnavalescos que se encontraban al pie del importante monumento. “Mira, papá, ¿cómo se llaman esas estatuas enormes de papel?”—preguntó una niña con voz muy alegre—. No, hija, no son estatuas de papel. Se llaman mojigangas y las otras son unas marionetas. “Pues me gustan mucho esas mojigatas”—respondió la pequeña enseñando los dientes como una calaca—. No, hija, no son mojigatas, son mojigangas. Antes con esa palabra se denominaban las fiestas carnavalescas en las que la gente se vestía con trajes de animales y máscaras, pero también lo usamos para diferenciar esas estatuas gigantes de papel, como les dices tú.

 En los delgados y un poco agrietados labios de Macario se dibujó una sonrisa condescendiente. Sacó su pequeño cuadernillo y empezó a garrapatear con rapidez. Tenía, también, aptitudes para el dibujo, por eso trazó con soltura los contornos de La Catrina, La Adelita y El Catrín. Sacó fotos de los carros alegóricos y al ver el que tenía la forma de pan de muerto se le hizo agua la boca. Recordó de inmediato los ventanales pintados de las panaderías. Se vio pequeño, era del mismo tamaño que la niña que había preguntado por las mojigangas, interrogando a su padre para que le explicara el significado de las frases que los panaderos escribían para hacer la publicidad de sus sabrosos panes. Saltaron en su memoria, como los pequeños esqueletos, accionados por un hilo en sus ataúdes de azúcar, las expresiones que siempre relacionaba con El Día de Muertos: “Vámonos muriendo todos, que hoy entierran gratis”; “Primero muerto, que difunto”; y “Quien por su gusto muere, hasta la muerte le sabe”. Ésta última expresión le sonó un poco diferente, como las palabras de su escritor favorito, a quien le habían elegido la forma de morir y no le había hecho caso cuando dijo que cada uno tiene la muerte que se merece. Se vio flotando en ese océano de máximas dedicadas a La Catrina.

Por doquier sonaban y revoloteaban frasecitas con alitas de colores como mariposas de papel picado. “Ya se lo llevó la flaca.” “Ya chupó faros.” “Quien a hierro mata, a hierro muere.”—decían, el cura, el fumador y el ciudadano de a pie—. La gente ya formaba una gran masa y Macario vio con gusto cómo pasaba un altar de muertos sobre ruedas, con sus difuntitos de verdad, es decir, disfrazados, con sus trajes de charro y las caras esqueléticas por el efecto de la pintura. Hasta la virgencita de Guadalupe estaba representada por una chamaca muy guapa. Muy moderna, la morenaza Virgen con su manto y sus tatuajes de rosas en los muslos, juntaba las manos en ademán de rezo y lloraba mirando al cielo, clamando perdón para los caídos y castigo a los asesinos de las tradiciones novembrinas. El acalorado ambiente, causado por los cánticos, empezó a chamuscar el aire con la letra de las canciones. Los de la Pulquería saltaron con su “No hay razones y…Morirse de pena por una cualquiera...”, en el café Tacuba tarareaban “La muerte chiquita”, que había crecido alimentándose de la bondad de los policías y ladrones que a punta de tamborazos habían borrado los machetazos y balazos al corazón. Los Caifanes vocalizaron con Germán Valdés y le dedicaron su cántico a la Mariquita, mientras la Llorona tocaba un violín cerca de un templo, venía acompañada de Frida y Chavela Vargas. Las dos con sendos sombreros floreados y su sonrisa descarnada por los largos años de penar.

Un palomo murió de amor en pleno vuelo y cayó en las manos de Rocío: “Tú eres la tristeza de mis ojos… El amor es eterno…”. En el cielo se formaron flores de algodón y la luz iluminó las calacas. Se dibujó la alegría en la cara de Moncayo, quien venía cortejado por una escolta de niños músicos que llevaban a cuestas los instrumentos de trabajo. El alma patriótica agobiada por el vuelo en solitario decidió plantarse y sacar la cara: “Hoy los muertos están más vivos que nunca y los vivos se me mueren de pasión, hambre, dolor y sed de justicia”. De pronto, Macario recordó de topetazo que había sido protagonista de un libro de Bruno Traven y vio delante a una mujer con vestido blanco que le entregó, dentro de un morral, un pollo asado, entonces con la cara de Ignacio López Tarso se asombró y le dijo a Pina Pellicer que no podía hacerlo, que sería pecar de egoísta, pero se le pusieron los pelos de punta al descubrir que estaba en los puros huesos. Es verdad, las últimas semanas ya no desayunaba, sus comidas eran poco memorables y las cenas habían sido para el enemigo. El dinero no le alcanzaba y se había cansado de comer fiado y a costillas de sus amigos. Ya no le daban la sopa boba, nadie le negaba el pan, pero el gesto torcido de la cara de sus vecinos y camaradas le recordó que ya no era grata su presencia en las fondas y mercados. Se saboreó las frutas, las enchiladas, los dulces y las bebidas del altar y recordó que su abuela lo castigaba cuando se robaba lo que con tanto esmero la familia preparaba para recordar a los difuntos. “Del altar no se come niño, no sea malcriado”.

Hubiera querido que le arrancaran la vida para morirse ya, pero ésta, la muy empecinada, se aferraba a él como un náufrago a una tabla. “Nada más para hacerme sufrir me quiere—se decía Macario con enfado—, me tiene martirizado, en los puros huesos y  no me suelta, nada más me roe la poca carne que me queda. ¡Ay, canija!!Ya déjame marchar!!La vida de rodillas es más indigna que una muerte de pie!”. Terminada la procesión de la muerte, la gente regresó a sus casas a recluirse en su soledad. Todo mundo sufrió de nuevo la crisis, las amenazas de la cortina de acero, la devaluación, las fugas de los ladrones y la intolerancia de los mandones y matones.

Había quien lloraba de coraje por haber asistido al desfile sin ropa de artificio y haber sido felicitada por su gran originalidad. “Aquí no se comen perdices—le dijo Macario a la muerte—, por eso nadie es feliz y nadie se traga un pollo solo para no zacearse y poder chupar, al final, los enclenques huesos”. Se sentó para hacer su tan esperado reportaje. Abrió su blog y empezó a escribir sobre los espectros. Mientras la Catrina vestida de novia con su velo, un ramo de flores marchitas y zapatillas de tacón alto, se acurrucó a su lado para poder mirar lo que de ella se escribía y poner el grito en el cielo cuando por falta de atención, alguna errata, se tuviera que enmendar.

jueves, 20 de octubre de 2016

La primer experiencia

Se despertó en medio de las palabras que la rodeaban, eran como imágenes plasmadas en enormes cartelones. Las miró. Una enorme pancarta tenía la historia de su primera experiencia sexual. Recordó las sensaciones, pero no había forma de expresar lo que realmente vivió su cuerpo y su corazón. Así que se concentró, puso los ojos muy saltones enfrente del enorme papel y se estiró las orejas para sacar algo de aquel acontecimiento que le había manchado de gris toda su vida. No hubo resultado alguno, su cabeza estaba mal, en blanco. En lugar de la descripción de aquella dolorosa penetración, estaba un duro trozo de carne, unas manos desesperadas y la cara demente de un hombre surgido de la oscuridad.

Al no recordar del todo el nombre de aquel individuo, trató de romper el cartelón. Tomó el póster por la parte superior y cuando se disponía a destrozarlo saltaron las palabras como añicos de un cristal, estaban en el piso, desordenadas. Se hicieron líquidas y se mezclaron con las ranuras del parqué, empezaron a filtrarse por las rendijas que había entre los trozos de madera y desaparecieron. Fue imposible recuperarlas. Volvió al rótulo y preguntó la causa de tal vacío, pero ninguna hilera de hormiguitas, de las habituales en la escritura o el habla, salió para darle la respuesta. Descubrió que los pensamientos se transmitían en burbujas. Pensó y meditó mucho hasta que su habitación empezó a llenarse de pompas de jabón. Cada vez que pinchaba una de ellas, salía una sensación, una idea o un concepto.

Cogió los otros murales que cubrían como tapices las paredes y los sacudió para que la capa frágil de los hormigueros contenidos en ellas se resquebrajase y se filtraran los hilos verbales por los canalitos del suelo. Creó con rapidez una nueva forma de comunicación que era más telepática que verbal. “Es mi nueva forma de comunicación”—exclamó con alegría dejando nacer una gran pelota de aíre—. De inmediato lo puso en práctica. Cogió las miles de burbujas esparcidas por la cama y se las puso a su novio en la cabeza, le masajeó el pelo con los dedos y salió mucha espuma. Él se despertó con una sonrisa mansa. Abrió la boca y en lugar de echar globos como ella, vómito palabras. Con gran pericia ella las atrapó al vuelo y las tiró por todos lados, matándolas como si fueran cucarachas. Se esfumaron al instante. Con el cejo arrugado, Carlos, movió las manos pidiendo una explicación. Adela le echó una bola de aire y le pidió que se la comiera. El rostro le cambió al instante y sonrió feliz. “¿Sientes el efecto de las burbujas?”—preguntó Adela con una sandía hueca—. Sí, sí que lo siento—respondió Carlos con un kilo de naranjitas chinas llenas de aíre—. Estuvieron conversando con sus bolitas cristalinas de lejía hasta que el edificio quedó cubierto por la blanca efervescencia de su imparable actividad. Pronto los vecinos se sintieron en una enorme bañera y sintieron el efecto de la transmisión de sensaciones e ideas.

Hubo quién alarmado bajó a protestar, pero ya no pudo hacerlo porque quedó desinfectado por la erupción de espuma caliente. El mundo dejó de padecer la presencia de las palabras y la gente se pasó las ideas y sensaciones con el nuevo método de interacción. Reinó la armonía mucho tiempo. Por desgracia, surgió un grupo de represión que prohibió la espuma, las frutas jabonosas y las bolsas de aire. Se implantaron de nuevo los libros, folletos y cuadernos. Se atiborraron las casas de libros. La gente volvió a usar su repertorio verbal y la industria literaria resucitó. Los rebeldes, amantes de la comunicación telepática emocional, tuvieron que ocultarse en sótanos y cuevas para practicar sus actividades ilícitas.

miércoles, 19 de octubre de 2016

El juego de los anillos

Nunca había sentido tanto el peso del sacrificio. La masa de una piedra colosal lo oprimía, pero tenía que resistirlo, era su obligación, había sido elegido junto con su compañera para atravesar el círculo mágico y milagroso de la conservación del todo, el universo pendía de un hilo en ese momento. Sonó la voz de un quetzal, la agitación de sus plumas le llevó el agradable aroma del incienso, mientras los golpes de los tambores le recordaban una danza de figuras abstractas que solo dejaban una polvareda a su alrededor. Unas mujeres ataviadas con túnicas blancas y el pelo embalsamado pusieron una ofrenda en el centro del campo y las nubes de humo del ocote se unieron retorciéndose en el aire como serpientes en guerra. La envidiable ligereza del vapor lo hizo sentir más la presión de su compromiso.

 En la precisión de sus manos, brazos y muslos estaba la conservación de la tierra. De pronto todas las miradas de los dioses se habían depositado en él, expectantes, sentados en sus tronos de piedra y con gesto severo le pedían que no fallara. Él habría preferido darse la vuelta y retirarse con su pareja para que dejara de llorar con el corazón. La miró de reojo y sintió sus lágrimas, a él también le corroían por dentro, pero le salían en forma de sudor. Se encontraron sus pensamientos, los dominó la imagen de dos cuerpos desnudos cubiertos por la luz plateada de la luna. Experimentaron la suavidad de la piel y los hizo temblar el contacto de sus carnosos labios. Ya no había tiempo para el recuerdo. Un hombre se le paró enfrente y con su presencia el cuero de las rodilleras, las coderas y el taparrabos se le endureció tanto que más bien parecía madera. Sintió el reflejo de la luz del fuego en su cara pintada con líneas de yeso y carbón. Las líneas marcadas en el suelo lo apartaron en el tiempo y retrocedió más de mil quinientos años.

Ya no era el modesto José Sarmiento llevando en su cartera los documentos para las sentencias, apelaciones, instancias y amparos ante el juez de lo civil y penal, era simplemente Ixbalanque, el sol jaguar. Recordó a su hermano gemelo luchando contra un gran murciélago, desangrándose y pidiéndole ayuda. Perecieron los dos para yacer en el fondo de la tierra como todos sus antepasados hasta que su madre Ixquic se acercó al árbol Hun Hunaphú en el reino de los Xibalbá y quedó embarazada al tocar la savia en la corteza del rugoso palo. Su pelo con brillantina estaba atado con una cinta de cuero de venado, sus orejas estaban decoradas con huesos de jabalí y su cuerpo se había tensado marcándole los músculos. La pintura de arcilla en su cuerpo se agrietó y sintió que la aplastante responsabilidad que había estado soportando en los hombros se aligeraba. A su lado estaban con penachos y máscaras de jade: Quetzalcóatl, Tláloc, Mictlantecuhtli, Chihuacóatl— esta última extendió su pie para que Ixbalanque se lo besara. Él levantó la mirada y su campo visual quedó encerrado en dos paredes inclinadas por las que descendían las serpientes de luz y sombra.

Este y Oeste confrontados con el nacimiento y muerte del sol. “Eres la luz y pronto serás dios”—pensó cuando la pelota de caucho voló en el aire para sumergirse en el vientre carnoso de la diosa—. La savia divina empezó a hervirle. Entró rápido en trance, ya no pisaba la tierra, iba flotando por las galaxias, tenía el poder de manejar al astro divino, el contacto con su cuerpo era placentero, con cada impacto las carnes emitían un alarido meloso, grito lácteo dulce que anegaba el cielo. Al igual que Tláloc, Teresa, transformada en divinidad, tiene una vasija entre las piernas, está recostada y lo invita a recorrer todo su cuerpo. Él, empleando toda su fuerza la maneja con destreza, apoya las rodillas y tensa el vientre, jala aire y lo contiene mientras sube por los empinados pechos de la vasta cancha y embiste, endurece los brazos, atraviesa el estrecho círculo con su masa de fuego que llega hasta la vasija para llenarla, entonces se desborda de lava el hondo recipiente. Hay gritos, los instrumentos musicales vernáculos claman victoria. Se salva el mundo.

La victoria está tendida frente a él con las piernas cansadas, el pecho agitado y una sonrisa en los labios. Le hubiera gustado que el encuentro hubiera sido en algún gran coloso moderno, de los que tienen cavidad para miles de espectadores, sin embargo, aquí sólo están los personajes más importantes. Sacerdotes, reyes y dioses unidos en un grito eufórico festejan su triunfo. Una gran hoja cubierta de escamas relucientes se levanta silbando en el aíre. Su corazón se estremece y el flujo carmesí de su sangre lo baña. Ya no está nadie, sólo Teresita, su amor, lo sostiene en los brazos. Le acerca sus labios carnosos embadurnados de cera de panal y se despide con voz fugas y el aliento tibio.

 Ixbalanque deja de ser parte de la mitología, se sale de las páginas del Popol Vuh y se despierta en una cama, convertido en un abogadillo a medio sueldo. Las sábanas están enrolladas y dentro está un cuerpo moreno de pies pequeños, parece el Iztaccihuatl. En la almohada hay un sol de rayos negros y un anafe despide vapor. José abraza a Teresa y le da los buenos días. Encamorrada, ella farfulla algo ininteligible. José se levanta y recibe al sol con el cuerpo pleno. En la calle se eleva el humo pardo de los escapes de los coches, la música es el ruido de los motores y el griterío. La tierra recuerda que ha sido rescatada del desastre y soporta el caos de todos los días con resignación, soñando con el nuevo ciclo de cincuenta y dos años para ver renacer de nuevo el sol. Se sienta tranquila y tira dos dados de hueso sobre una piedra plana donde giran el jaguar, el viento, las nubes y el agua de los ríos.

jueves, 13 de octubre de 2016

El fiasco

El día había estado opacado por un tenue hálito gris. Las cosas no habían salido del todo mal y el inspector había logrado atrapar al delincuente. Lo tenían frente a ellos, estaba sentado con las manos atadas y con su cara pintarrajeada.

 —Es por él, señor inspector—dijo Casimiro, el ayudante, señalando al preso—por quien hemos tenido que darle tantas vueltas a las cosas, lo bueno es que ya lo hemos atrapado.

 El inspector miró al hombre con su disfraz de payaso y recordó la infinidad de novelas en las que aparecía un asesino con dicha indumentaria. —Tienen muchas cosas en común los bufones asesinos — se dijo a sí mismo el inspector farfullando.

 —¿Cómo dice inspector?

 — Nada, Casimiro, estaba pensando en que estos dementes son iguales, todos usan el terror como denominador común de sus crímenes y han sido agredidos sexualmente en su infancia. Me parece que los guía un deseo insaciable de venganza, ¿no crees?

 — Sí, inspector, además, ¿ha notado que estos imbéciles no tienen sentido del humor? Se ofenden por cualquier cosa, no entienden los chistes y, lo peor, tienen muy mal gusto al escoger los colores con los que se maquillan la cara. Mire cómo se ha pintado este imbécil. Se ha delineado una boca triste cuando sus dientes son enormes y quedarían mejor con una sonrisa.

 —Sí, Casimiro, y qué me dices de los ojos.

— Pues, son tan pequeños y agresivos que lo mejor sería haberles puesto unas pestañas rizadas, pero vea, este inútil se puso los párpados de color verde oscuro, ¿qué idiota haría eso en su sano juicio? ¿Y la peluca? Ese estropajo de color lila es de tan mal gusto que nadie estaría dispuesto a pagarle por su actuación. Si será estúpido este hombre. Mire que vestirse de amarillo con rojo para parecerse al monigote del Mc Donalds, es la peor tontería.
 En ese momento notaron que el criminal lloraba en silencio y unos enormes lagrimones le salían de los ojos como baba de vaca. Se compadecieron de él y le preguntaron cuál era su último deseo antes de morir. El ridículo bufón sacó de su bolsillo un delgado cuadernillo y lo abrió, buscó unas notas y se lo entregó al inspector. “Esto es una receta de hamburguesas, ¿es que acaso quieres que te compremos una para que te despidas de este mundo disfrutando de tu comida basura? — El payaso afirmó con la cabeza—. Bueno, te daremos el gusto y nos pediremos unas también para compartir contigo tu última comida.

 Casimiro se fue por las hamburguesas y cuando volvió colocó en un banco la comida rápida. Bien, señor payaso, aquí está su comida —le dijo el inspector. Como respuesta obtuvo la expresión triste del asesino que le mostraba las manos atadas. —Bueno, te desataremos y comerás, pero luego te mandaremos fusilar—. Le quitaron las esposas y le permitieron coger la hamburguesa, pero en cuanto le dio el primer bocado el payaso dijo que le faltaba un poco de salsa cátsup y pidió que le pusieran más. Casimiro no había tenido la precaución de pedir más sobrecitos de cátsup en el restaurante y, como a él mismo no le gustaba, había pedido que le pusieran muy poca. La solución la ofreció el preso, dijo que en su bolsillo siempre llevaba unos sobres de salsa por si acaso. Le permitieron usarlos y procedieron a comer. Cuando terminaron de engullir su comida se levantaron y ordenaron que se ejecutara al homicida.

El payaso no llegó al paredón porque perdió el conocimiento a causa del veneno que contenía la salsa cátsup, la cual usaba para atolondrar a sus víctimas. Llamaron a un doctor para que evitara la muerte del infeliz. Lo pudieron salvar y se pidió que permaneciera una semana en cama para que su recuperación fuera satisfactoria. Se le concedieron unos días para ejecutarlo más tarde, pero cuando iban en dirección a unos dormitorios el criminal se resbaló y se estrelló contra una reja, con tan mala suerte, que el ojillo por el que se mete el candado le atravesó la nuca y murió desangrado.

 —Ya lo decía yo, señor inspector, hoy no es nuestro día de suerte.

— Ni la de él, Casimiro, ni la de él.

martes, 11 de octubre de 2016

Herencia familiar

Un gato aristócrata mandó a su criado a comprar un espejo que le había pertenecido a su familia y en la Segunda Guerra entre perros y gatos se había perdido. Cuando se llevó a cabo la subasta recibió una llamada de su mensajero que le previno de las consecuencias de adquirir la reliquia familiar. Haciendo oídos sordos, exigió que la pieza fuera pagada y enviada lo más pronto posible a su casa. Al día siguiente unos gatos fornidos se le dejaron en su cuarto de antigüedades. Ordenó que se desenvolviera y colgara en el salón junto a los cuadros de sus famosos parientes.

 No se pudo mirar en él porque el espejo reflejaba sólo los malos sentimientos de las personas que se posaban ante él y al ver los suyos huyó aterrado. Ningún felino, fuera de la clase que fuera, era lo bastante limpio, desde el punto de vista espiritual, como para poderse mirar sin sentir algún remordimiento. La situación se hizo intolerable. Los invitados se veían desnudos al pasar frente al enorme marco dorado con el cristal de plata que, en lugar de entregarles la imagen de sus atuendos y joyas, les mostraba monstruos desnudos dedicándose a sus perversiones. El tesorero se encontró tirado en una cama rodeado de gatas de burlesque, el general del ejército se tapó los ojos al no poder ver cómo torturaba ratones y gatos jóvenes echándolos vivos a las hogueras, el primer ministro se ofendió cuando parado frente al espejo se peinó sin poner atención en lo que había en el reflejo, pero las gatas de la alta sociedad le gritaron que el onanismo, las felaciones y el orgasmo rectal realizado en compañía de miembros del mismo sexo era un pecado capital. Enfadados todos invitados por la forma en la que se les había ridiculizado mandaron desmontar la horripilante reliquia.

Una gata blanca de la cocina que siempre se miraba allí antes de entrar en la biblioteca, por costumbre se arregló las orejas, la cola y los bigotes, y provocó el silencio sepulcral de los presentes, puesto que seguía siendo la misma dentro del marco. ¿Cómo haces eso? —le preguntó la esposa del ministro de economía—. ¿Qué cosa? —inquirió ella sin entender a lo que se refería la importante dama—. Pues mantenerte tú misma dentro del espejo— dijo la importante gata agitando su abanico y alisando su vestido de seda—. No lo sé, simplemente me veo y pienso en cómo me gustaría verme para no desagradar a los demás. No tuvo tiempo de pronunciar otra palabra más porque la empujaron y todos comenzaron a mirarse en la refracción tal y como querían que los vieran los demás felinos. No hubo buenos resultados y alguien gritó que la gata blanca era una bruja. Así fue convocada la comisión de expertos y se decidió que la prueba para determinar que era una bruja era la de verse en el espejo sin sufrir cambios.

 El resultado fue evidente. La quemaron en la hoguera y le pidieron al aristócrata que rompiera su herencia familiar porque la gata la había embrujado. Se llevó al pie de la letra la petición y se colocó un nuevo espejo en el sitio que había dejado el otro espejo. Se volvieron a organizar las fiestas y los mininos quedaron encantados al notar que se veían, tal y como eran, en el reflejo del cristal detrás del cual se encontraba un mayordomo poniendo las fotografías que se les tomaban a todos los invitados en cuanto llegaban a las fiestas y reuniones de la mansión.