lunes, 26 de marzo de 2018

Mal torero


Me califican de criminal, inhumano, verdugo, insensible y más cosas. Allí afuera hay cientos de personas con pancartas exigiendo que se suspenda este espectáculo. Les doy toda la razón, pero al hacerlo mi única fuente de ingresos desaparecerá y, aunque crean que esto es maquiavélico, matando animales es con lo único que puedo vivir. Si analizamos el problema, como le digo a mi compadre Facundo, tendríamos que cambiar la economía. Les doy un ejemplo. En Indonesia, allá por el oriente, no me pregunten por los países y capitales porque tengo cero en geografía, los niños trabajan explotados por los empresarios globalistas y ninguno de estos ecologistas gritones los defiende. Está claro que todos los humanos tienen la decisión de escoger el trabajo que quieren realizar. Estoy muy de acuerdo, pero pónganme a un indocumentado a elegir su trabajo y ya verán lo que hace. Por otro lado, somos un rebaño de borregos, nos dejamos llevar por las opiniones públicas sin ni siquiera detenernos a pensar sobre el asunto.

Eso lo digo por mí, no por ustedes y, discúlpenme si digo idioteces, es que así soy de nacimiento. El caso es que yo no escogí este trabajo. Busqué se los juro, algo creativo, ingenioso y remunerado, no me alcanzó el cerebro, lástima. Probé arreando mujeres en las calles, vi cosas horribles y desistí de continuar. Era joven, inexperto y ahora me remuerde la conciencia de lo que hice. Luego vino mi primo, me animó a lidiar con toros. “A ver, cabrón de qué tamaño los tienes”. Ni me lo hubiera dicho. Seré tonto, pero no rajón. Pues te lo demuestro—le dije—. Nos fuimos a ver al don Anacleto que era monosabio en la Plaza de toros México y nos recomendó. Me puse abusado y vi cómo toreaban los matadores. Luego me iba a mi casa y buscaba los casetes con las corridas del Armillita Espinosa, cogía un zarape y me ponía en el patio de la casa a hacer “sombra” como si fuera un boxeador, imaginando que se me venía un toro encima, entonces lo manejaba con la lana de la mugrosa manta que para mí era como la muleta.

Luego los chamacos del patio me hacían travesuras jalándome de los pantalones y así aprendí a mover los pies y a esquivar los ataques. Un día me dieron chance de hacerle pases a un toro y lo hice tan bien que el astuto don Anacleto me dijo que me iba a organizar una novillada. Estaba emocionado, incluso cuando mi vieja me llamaba para echarme las broncas por no ir a conseguir dinero, se lo dije clarito. “Mira, mamá, ya no voy a irme a robar a los camiones, voy a torear”. Ella se moría de la risa y me dio harta furia, sólo porque me pude controlar no le di una madrina, si no me la hubiera mandado al hospital.  Bueno, perdónenme la cantaleta, pero es que así empecé con esto de los toros, luego me presenté, me dieron la alternativa en una placita de provincia y me hicieron matador, pero mi alegría fue desapareciendo cuando empecé a conocer la profesión y los chanchullos que la estropean. Resultó todo peor de lo que pensaba. Mi sueldo lo recorta mi promotor, los toros están amañados porque no entran por primera vez al ruedo y algunos ya saben tanto de los engaños que te miran fijo a los ojos. Es cuando le tiemblan a uno las piernas. Te ponen entre la espada y la pared.

Los aficionados recriminándote por cobarde. «Mira nada más ese maricón—dicen como si fueras un payaso de fiesta de cumpleaños—, le saca al toro, no se arrima ni de milagro, luego aleja las piernas cuando embiste el cornudo». Si supieran los malnacidos lo que dicen. ¡Dios, perdónalos por pendejos, la neta no saben lo que dicen! Un día mi amigo Felipillo me dijo: “Maestro, debería leer a Ernest Hemingway, tiene un librito sobre toros, échele una leidita, se llama Muerte en la tarde”. Uta, chamaco, ¿qué sabes tú y ese jemingüey de estas bestias? No tiene la menor idea el pinche gringo de todo esto. Lo malo es que sí lo leí y fue peor. Ahora lo sé todo de este trabajo inmundo. Mi contrincante espera, me mira con astucia y se burla de mí. La muerte en la tarde es la mía, el promotor vio a este maldito bicho y sacó a su torero. Que traigan al de reserva. Ni siquiera sabía mi nombre. Bueno, cabrón te toca este, se llama Manchado. Hasta el nombre le quedó como anillo al dedo. Desgraciado Manchado, ya es la hora. Lo bueno es que la lana se la dejé a mi madre, así que tendré cajón donde descansar mi eternidad. Ahí vamos…

martes, 13 de marzo de 2018

Tebori


Tebori

Queridos amigos, la novela corta Tebori está a la vena en:

Tebori


miércoles, 7 de marzo de 2018

Parricidio vicioso


Tenía la mano firme, presta a desenfundar. A unos metros, su enemigo, un poco bebido, pero con la ponzoña en los ojos esperaba inmóvil. Los dos sabían que ese momento llegaría tarde o temprano, no obstante, por los descuidos de la memoria y el tiempo, prefirieron dejárselo al azar. El sol moría y los curiosos se escondieron para evitar balas perdidas o represalias. James Connery había estado buscando al asesino de su padre, en el trayecto se había cruzado con el anciano Bill Crosby quien le transmitió toda su experiencia y lo hostigó cronometrándole el funcionamiento del índice. La práctica le había creado los reflejos condicionados que se necesitaban para un enfrentamiento así. Miró al hombre con traje negro, tenía el sol detrás, era un buen blanco.

El otro torció un poco la boca, le brillaron los ojos. Tenía ganas de insultar, de reírse y desbordar la ira del muchacho. Tu padre era un traidor, maldita sea— se dijo para sus adentros—. Se había retirado y llevaba una vida pacífica de vaquero, enseñándote a trabajar; pero tenía un pasado sucio. Dios lo cambió y así lo conociste, no viste al otro, al borracho pendenciero. Tu madre salió de un burdel, se convirtió al cristianismo debilitándose ella y arrastrándolo a él. Luego, creciste tú. Te inculcaron buenos principios, te alejaron del peligro, eres un hombre bueno; pero los malos actos te alcanzarán pronto. El pasado es arrollador cuando cae por el peñasco de la venganza. Puedes ser un santo llegado el momento, pero la suciedad de antaño te pudre, te devuelve tus actos infestos. Viene la conciencia y te somete al juicio final en el que el Señor está ausente por prudencia. Es un problema personal, te quedas sólo, sabes que tus planes se terminan, que te separa de la muerte una fracción de segundo, que viajarás por la oscuridad con el primer parpadeo. Cuando una gota de sudor caiga al suelo se mezclará con tu sangre.

En este camino absurdo tu asesino siempre será más joven, lo verás como a tu propio hijo y, tal vez lo sea, quizás tendrás enfrente el fruto de una noche de pasión en un día de borrachera. A mí, me pagaron por hacerlo. Era un mal bicho—decían todos cuando sacaban las monedas de oro—, hazlo morir lentamente, no le des la oportunidad de irse sin recordar sus pecados. Tú no estabas cuando sucedió. Me lo encontré igual que tú a mí. Ya lo sabíamos, él caminaba resignado a su suerte, seguro que pensó en ti y lamentó no prevenirte. Era necesario habértelo dicho, pero lo descubrió muy tarde. Pudo habértelo mandado, quizá alguien no te transmitió el mensaje por olvido. No busques venganza, hijo mío—eran, seguramente sus palabras—, pero no te llegaron.

Ya sabes que le di un arma, fue inútil porque no la iba a usar. Fue una formalidad. Tuve que armarme de valor para dispararle, recreé en mi mente sus balazos a bocajarro destrozando cráneos, perforando corazones desde la espalda y sólo así me llegó el valor. Le di en una rodilla y soltó el arma. Cayó y me acerqué para pedirle que recordara sus faltas, que rogara por la salvación de su alma. Se puso a rezar en voz baja, creo que te mencionó. Fue en el momento en el que le disparé al estómago. Se quedó frente a un camino oscuro, fue asaltado por las alucinaciones. Lloró, sus lágrimas no las producía el dolor físico, todo era espiritual. Seguro que obtuvo el perdón porque se fue con una sonrisa. Un poco amarga, pero luminosa. Perdóname, Tom— le dije cuando tiré a su lado el arma maldita—. Seguro que los mirones, que ya formaban un corro, me calificaron de cobarde. Ya no servirás para esto, amigo—parecían decir con los ojos—, quédate esperando el día de tu muerte. Ahora me toca a mí. Ya estás listo y tendrás que soportar el peso del que me liberas. Hazlo ya.

James reaccionó más rápido de lo que esperaba, Bill habría dicho que se había establecido su récord. Era así, el hombre trajeado sólo había movido un poco la zurda. Respiraba con dificultad. Los pulmones se le llenaron de sangre. Se miraron fijamente. En un susurro le dijo: “Es tu turno, hijo, retírate ahora, no esperes que te aplaste la desgracia. Ve en paz”. James pareció no oír el consejo. Pudo evitar que siguiera el círculo vicioso de los parricidios, pero su inexperiencia cegó su buen juicio.

lunes, 5 de marzo de 2018

El falso monarca


Cuando el horizonte se llenó de agua cristalina y el viento dejó de soplar con fuerza, comprendió que ya estaba dentro de su sueño. Victoriano se levantó con gusto y se acomodó la capa, el peso de su corona era el mismo que el de las esmeraldas de la historia. En ese instante cruzaba el mundo por la era de los cambios y él era partícipe de la transformación. Se auto proclamó rey y tiranizó a su pequeño pueblo. Eran pocos esbirros y se habían muerto los hombres de forma voluntaria, hipnotizados por el deseo de la libertad. Sólo las mujeres habían sobrevivido al espejismo y las hizo sus concubinas. En la realidad todo era tortuoso, vivía en una cueva, se le habían caído algunos dientes y la barba le llegaba al ombligo, apestaba a carne podrida y su cuerpo parecía el de un pez seco. Se dirigió a su palacio en la zona más alta de la isla y desaparecieron las hendiduras de su cabeza. Por costumbre miró hacia al frente buscando naves, embarcaciones del Nuevo Mundo.  Ya no era el farero despreciable a quien habían tratado de asesinar meses antes, sino un gran monarca. No había signos de vida humana en el inmenso océano. Bajó con lentitud y mandó llamar a su amante de turno.

La dama que esperaba llegó ataviada con un largo vestido azul marino y zapatillas bordadas. Los cordones que le ceñían la espalda eran dorados, el peinado se había terminado con una diadema muy cara aprisionando los caireles de su pelo. Estaba esplendorosa y aromatizada con hierbas y aceites. La comenzó a desnudar y se la llevó a la enorme cama real. La música le armonizó el viaje por la basta extensión de aquel fértil cuerpo. Ella lo miró interrogativa y él le introdujo sus ideas, la obnubiló con sus fantásticas historias de los Borgia, los Medici y los Borbón. Ella atenazó su título real con las piernas, le juró que a él no le pasaría lo que a Enrique VIII. La noche no fue muy prolija, pero se cumplió el plan del amor. Luego ella se retiró con el nacimiento del sol y se fue menguando mientras caminaba en dirección a las palmeras, que agitadas trataban de liberarse de los maduros cocos que necesitaba el pueblo para no padecer escorbuto.

Satisfecho el rey permaneció recostado haciendo planes para el futuro. En la parte más alta del atolón construiría un hermoso castillo. Clausuraría las precarias minas y aprovecharía el combustible para fomentar el comercio. Se mandaría hacer unos jardines con fuentes y se pasearía recibiendo los favores de Afrodita, Neptuno y Zeus. Tal vez llegaría a ser un hombre dios y su descendencia reinaría en las islas aledañas. No importaría el abandono de los galos, ni la intervención ancestral de los piratas británicos, ni el fraude del tirano Díaz. Acabaría con la causa de sus sufrimientos y mitigaría la revolución. Su ejército aplastaría como un pie gigante a esas pandillas de bandoleros que habían cortado las vías de comunicación. Se rió incrédulo, volvieron las imágenes de su adolescencia en las que era tratado como una basura por sus superiores. Le mitigaron el dolor las ilusiones de aquella época que en ese momento ya eran realidad. El monarca poderoso y omnipotente les daba rienda suelta a sus deseos. Una vez por semana organizaba orgías y comilonas para satisfacer al pueblo. Pan, juegos y vino, es de lo que hay que abastecer al vulgo para mantenerlo en paz.

Creyó que algo lo despertaba. Eran golpes en la cabeza, se los propinaba la mujer de la noche anterior, que había regresado muy enfadada. Le preguntó con desesperación, rogándole al cielo para saber lo que se le exigía, pero adivinó el maleficio que perseguía a la realeza. Le estaban aplicando la ley popular del rey muerto para que viviera el rey, ese paradójico mandamiento que exige sustituir al monarca cadáver y otro vivito y coleando. Les preguntó por qué en ese instante tan inoportuno lo despertaban.  Como respuesta recibió un dedo señalando la lejana imagen de un barco varado detrás del arrecife. Ondeaba una bandera enemiga de franjas rojiblancas y ya se acercaban unos soldados con una careta por rostro. Se quedaron pasmados por la incredulidad, por la incongruencia de la realidad. No aceptaban la crudeza del espectáculo. Habían conspirado contra él—pensó el militar, pero siguió la estela de los acontecimientos imposibles de interrumpir— y yacía el monarca enemigo muerto por una dócil mujer que le había robado el arcabuz y le había perforado el jubón. La blancura de la tela no se tiñó como él pensaba. El deseado azul de los soberanos apenas humedecía con gotas espesas de frustración la prenda. Sintió que la reseca vida que había guardado, como un tesoro, se le desvanecía en un respiro como vapor matutino. Vio el rostro de un hombre rubio con mostacho que con sus ojos grises lo interrogaba. Rezó como si en lugar de un teniente tuviera a un sacerdote para la confesión.

Fueron los demonios—balbuceó—. Un día nuestro espíritu se partió y salieron los seres satánicos. La venganza en forma de bruja malvada, el engaño como hechicera, la perversión como sátiro, la muerte como hambre. No logró decir más y no le alcanzaron a exhumar sus pecados para mandarlo limpio al cielo. Lo dejaron como alimento para los cangrejos, como símbolo de la lucha contra la injusticia y el abuso del poder. También, su sacrificio fue empleado como lección para los gobiernos que prefirieron ordenar las cosas sin ton ni son; para que se apagara esa mentirosa afirmación sobre el fin de la historia. La sabia matrona existiría, engalanada con su vestido de fechas y nombres, mientras estuviera sobre la Tierra el ser humano y la podían transformar, manipular, embellecer o ridiculizar, pero siempre permaneceríamos abrazados a ella para que nos mostrara, con cara alegre, cuan ridícula y perjudicial puede ser una decisión tomada veinte años después. Por suerte, se trataba sólo de un ingenuo sueño.

viernes, 2 de marzo de 2018

Año del gato


Se cruzó con Gilberto y no le sorprendió que hubiera vuelto del extranjero, tampoco que hubiera cambiado radicalmente de aspecto físico, ni que se hubiera hecho ingeniero fuera del país; sino que lo acompañara una hermosa mujer. Esta es Renata—le dijo con cara de satisfacción—, mi esposa. Ramón se había negado a creerlo, aunque le habían dicho sin descanso que las mujeres de Europa del Este eran guapas y esta que tenía enfrente era algo excepcional. Ella lo miraba con sus penetrantes ojos verdes y estaba inmóvil esperando que su marido se despidiera de su viejo amigo. ¿Dónde la conociste? —le preguntó olvidándose de todas las formalidades, la ética y la moral. Gilberto, que estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones decidió gastarle una broma a su amigo—. Es muy fácil, querido Ramón, tienes que buscar una mujer que tenga tres encantadores elementos que son: unos zapatos de tacón alto, alguna prenda con estampado felino y algo de encaje en la blusa o, quizás, en las medias. Si se juntan esos tres elementos puedes estar seguro de que la mujer será irresistible, incluso si la ves de espaldas. Gilberto se retiró abrazado de su mujer y le confesó susurrando el pecadillo que había cometido.

Para Ramón no fue una broma, sino la fórmula que necesitaba para alcanzar la felicidad. Mentalmente trató de citar en su cabeza a todas las extranjeras que había visto en la Plaza Mayor. Se recriminó no haberle puesto atención a los tres elementos básicos que le había revelado su hermano del alma. Se le aparecieron unas rubias de pelo liso, unas morenas con el pelo ensortijado, incluso orientales de pelo negrísimo, pero parecía que la ropa se les borraba al evocarlas. Tomó la decisión de comenzar la búsqueda ese mismo día. Vio cientos de turistas extranjeras, incluso unas más guapas que la misma Renata, pero a él le parecían inadecuadas para sus fines. A partir de ese día se arregló más, se puso unas gafas de moda y en sus paseos revisaba con atención a las mujeres que veía. Se dio por vencido unas semanas después porque no lograba encontrar a nadie que llevara encima la fórmula triangular del hechizo. Sólo en una ocasión logró aproximarse a una mujer con unos botines de tacón alto, una falda de estampados de ocelote y una blusa con unos dibujos semejantes al encaje de la lencería. Por desgracia, estaba parada en una calle famosa por sus travestidos. La decepción lo obligó a renunciar a su agobiante empresa y se resignó a prolongar su vida solitaria.

Un grisáceo sábado de lluvia se quedó en casa y puso una película. Se pidió una pizza a domicilio y se tumbó en el sofá. Aparecieron las imágenes de Bogard y la Hepburn en el filme Sabrina, la iba a quitar porque la que realmente deseaba ver era la del remake con Harrison Ford y Julia Ormond, pero se detuvo al mirar el rostro de la guapa protagonista. Despacio, le quitó el vestido ampón, le arregló el pelo y le puso una blusa negra de encaje, una falda de tigre y la montó en unos zapatos de tacón de cigarrillo. Las escenas seguían con los enviciados diálogos que había oído cientos de veces su padre y se hizo la luz. Era esa la razón por la que su progenitor se pasaba admirando a esa mujer. Tiene rostro de gata traviesa—se dijo sin poder despegar los ojos de la pantalla—. Se acercó y tocó la superficie plana del cristal para dibujar su cara. Más tarde apagó la televisión y en ese preciso momento se filtraron, por la ranura de la puerta, unas notas olvidadas. Eran los arañazos de las pezuñas de un gato en las teclas del piano, luego llegaron las sordas notas de percusión que eran como latidos del corazón y, por último, el rasgueo de una guitarra para invadir su habitación con miles de hormigas negras entrándole por los oídos. Esa marabunta le reconstruyó las imágenes de su pasado. Abrió la puerta y se encaminó hacia las escaleras de caracol. Vio una estela de mariposas efervescentes y las atrapó con su red del oído.

“Una mañana de una película de Bogart. En un país donde retrocede el tiempo, vas paseando entre la multitud como Peter Lorre contemplando un crimen. Ella sale del sol, corriendo, con un vestido de seda como una acuarela bajo la lluvia. No te molestes en pedir explicaciones, ella sólo te dirá que vino en el año del gato…”.

Era Al Stewart a quien odiaba y amaba como a su padre. Bajó con sigilo moviendo la cabeza para poder encontrar las chillonas bocanadas de un saxofón que subía de intensidad mientras el descendía. Se encontró en la calle y miró el bullicio plácido y lento de los fines de semana. Levantó la nariz y pudo sentir un cosquilleo, de pronto pasó a su lado el férreo aroma de una falda de color amarillo pardo, estaba manchada de puntos negros, el repiqueteo de unos precipitados tacones violentos, un peinado de bicho de angora o plumas cortas de pollo y unos volantes bordados lo hicieron temblar. El rayo del fiasco, en la calle de las hembras falsas, lo fulminó y pensó en aquella bruja postiza, sin embargo, las prominentes caderas aprisionadas bajo la corta falda y los bordes de las bragas marcadas en el acrílico y algodón lo revivieron. Levantó las orejas y empezó a traducir a su manera la canción de otro Stewart, esta vez Rod, que le llegaba desde un local: Da ya think I´m sexy?  “Estás esperando alguna propuesta, estoy nervioso evitando las preguntas, tengo los labios secos y el corazón rebotando como tambor…”. Siguió hasta el final de las estrofas en las que el macho sexy le propone a la curiosa mujer ver una película recostados en el sofá. Se imagina preguntándole si desea tocarlo y si le parece erótico e irresistible con sus pantalones de cuero negro y camisa de seda blanca.

Ella ni siquiera lo había visto, iba ocupada en su sensual andar, rompiendo el aire a caderazos, retirando las turbulencias con las manos, mientras los mirones temblaban al manosearla con la mirada. Ramón la alcanzó en el momento en que entraba a la tienda de discos, sonaba una música de órgano de circo con una inflamable canción, el vocalista imploraba la pasional ignición del amor. Ella lo miró como lince siberiano y lo dejó hecho sal. A Ramón la sorpresa le produjo un levantamiento espiritual y un entumecimiento en el vientre. Supo que era rusa, que tenía un trabajo temporal de encargada en la tienda de música, que su cantante favorita era Zhana Aguzarova, una especie de Amanda Miguel que interpretaba en idioma eslavo una canción parecida a Mi gato y yo y, que, además, portaba consigo el inseparable maleficio de los gatos negros. Por último, le advirtió que sus antepasados, en especial las mujeres, se habían emancipado y que eso las hacía peligrosas. Ramón no opuso resistencia y se dejó engatusar. La invitó al cine. Ella aceptó chupándose los labios y le ofreció la mano para que le indicara el camino.