martes, 28 de junio de 2016

Noticia inesperada.


“Se va usted a estudiar al extranjero”. Esa frase fue pronunciada con admiración, de forma interrogativa, con envidia, con aprecio, con respeto e indiferencia; por todas las personas que la pronunciaron. Para Carolina era sólo una frase que le incumbía, aunque se la habían dicho primero a su madre y la última en entrarse había sido ella. “Te vas becada, hija, te me vas a Moscú”— con esas palabras la señora Elenita la recibió en cuanto Caro llegó. 
No supo cómo explicarse por qué había deseado con toda el alma, durante casi un año, que le dieran esa noticia, pero no esperaba que su reacción fuera diferente a la que pensaba que tendría porque, en lugar de satisfacción, sintió un escalofrío por todos los botones del vestido que la retorció como culebra. Su madre la abrazó y le dio mil besos mientras decía:

“Te lo dije mija, que te ibas a sacar esa beca por estudiosa”— Caro no quiso hacerle segunda y con actitud seca se sentó a la mesa para comer—. “¿Te pasa algo, Caro? Me sorprende mucho que después de que me hayas hecho pasar tantas noches en vela hablándome de tus proyectos, ahora no digas ni pío”. —No es nada mamá— le dijo como si sintiera un hueco en el corazón—, lo que pasa es que he tenido mucho trabajo hoy y quiero descansar.

Cuando estuvo a solas cobró conciencia de la cantidad de cosas que tendría que hacer antes de irse. Lo primero era dejarle un medio de sustento a su madre porque lo único que sabía hacer era lavar ajeno, servir en una casa como sirvienta o vender chácharas, después debía renunciar a su empleo y darse de baja en la universidad, luego decirle a Andrei que se iba por tiempo indefinido y que tendrían que cortar su relación por el bien de los dos. También, estaba el futuro, ese espacio indeterminado que nos prepara decepciones y sorpresas que nunca podemos adivinar. Sin embargo, está vez Carolina sí sintió el porvenir, pero éste fue tan contundente que ella no entendió su mensaje. Aplicó la intuición, pero las actividades inmediatas le impidieron descubrir algo.
Pasaron los días y llegó el momento de la partida. Se despidió de su madre y le pidió que se mantuviera en contacto con ella para cualquier cosa que surgiera. “No te apures mija, todo estará bien. Sólo me gustaría que supieras una cosa…”

Lo que le dijo su madre derrumbó todas las imágenes del pasado y había que reconstruir y reparar, de forma urgente, la vida desde otra perspectiva. “El ingeniero López a quien conoces como tu padre y que después del divorcio no se ha hecho cargo de ti, en realidad no es tu padre. Tu papá es un joven obrero que me embarazó hace muchos años, luego emigró al extranjero. No sé si sea coincidencia o una burla del destino, pero él está en Rusia, se llama Adalberto Godínez, búscalo”. La noticia la dejó desconcertada, frustrada y con un remordimiento enorme.

Hizo el interminable trayecto del viaje con una escala en Frankfurt y una espera de tres horas para poder salir del aeropuerto moscovita. Llegó a la residencia de la universidad y le dijeron que estaría en cuarentena mientras les hacían los exámenes médicos y los de conocimientos generales. Por las noches tenía sueños que no la dejaban descansar. Se había dado cuenta que detrás de los viajes está el lugar de destino, al que uno se dirige, pero además existen muchas circunstancias y características que hacen de ese trayecto algo único en la vida. Es por eso que recordamos todos nuestros viajes y les ponemos un denominativo. Para Carolina este viaje era de estudios y no se parecía a ningún otro por situación emocional en la que se encontraba. Su viaje era hacía su pasado, el pasado de su madre y el pasado de su verdadero padre, por el cual, comenzó a preguntar desde que llegó a la universidad. Un coterráneo le dio la noticia. “Sí, estudió aquí. Era de la facultad de agronomía. Terminó en el 90 y debe estar trabajando para alguna empresa mixta, en una multinacional”.

Caro quiso encontrarse con él en cuanto saliera a la ciudad, pero no sabía el idioma. Sus compañeros decidieron ayudarla, por eso, cuando se terminó la cuarentena salió, la llevaron a visitar la ciudad y luego le mostraron las oficinas de la empresa en la que se suponía debía estar el ingeniero Godínez. Cuando por fin se decidió a preguntar por su padre, le comunicaron que había renunciado hacías unos años y que nadie tenía referencias de él. Perdido el rastro, esperó a que las cosas se acomodaran solas y siguió su búsqueda un poco después.

El estudio de la lengua, los nuevos amigos y las visitas a la ciudad fueron formando un capitulo nuevo que, esta vez, se proveía de vivencias reales y no de las imágenes de las guías de turistas ni los medios de propaganda socialista. Veía a la gente, convivía con ella, probaba su comida y trataba de comprender su carácter y sus tradiciones. Pasaron tres meses y ya se sentía adaptada a su nueva situación. Llegó a su habitación el 23 de noviembre de 2003 y decidió que ya tendría tiempo de buscar a su verdadero padre, le escribiría miles de cartas a su madre y que estudiaría para ser una doctora de provecho. Se acostó y se durmió en seguida. Entrada la madrugada ya nadie la pudo despertar porque estaba calcinada. En la misma planta a un lado de su habitación hubo un incendio. Fallecieron muchos estudiantes porque no pudieron salvarse. Carolina no lo supo, murió asfixiada por el humo mientras imaginaba que su madre la recibía en compañía de su padre en el aeropuerto internacional de la ciudad de México y se quedaban juntos para siempre.


Dedicado a las víctimas del incendio en la R.U.D.N el 24 de noviembre de 2003. 

viernes, 24 de junio de 2016

El viaje más corto en distancia y más largo hacia la iniciación.

Un viaje—decía mi padre—es la oportunidad de descubrir nuevas cosas y aprender de ellas, pero también es una muy buena ocasión para descubrirte a ti mismo bajo diferentes circunstancias. Puedes leer todos los libros sobre aventuras y viajes y descubrirás que el mismo autor, en cada una sus obras, se descubre a sí mismo en diferentes condiciones y lugares. Podrías ver, si fuera posible viajar en el tiempo, que Homero se soñó como Ulises en alguna de sus travesías, que el mismo Dante, en su barca junto a Virgilio, concibió “La Divina comedia” un fin de semana que remaba por Venecia, que Robert Louis Stevenson, en algún viaje en barco, imaginó su isla del tesoro. La lista es interminable, pero creo que lo más importante es que tú mismo encuentres alguna revelación en tus viajes. Sea cual sea el lugar de destino, lo importante es descubrir quién eres realmente y si eres capaz de comprender lo que tienes frente a tus ojos.

Gracias a esos sabios consejos, mis viajes siempre resultaron muy interesantes y siempre pude aprender algo que, sin lugar a dudas, sirvió para formarme como persona de mundo. Ayer, durante una reunión de amigos, me preguntaron por el mejor viaje de mi vida. La pregunta era muy tonta porque cada viaje tiene algo especial y la valoración depende de lo que hayamos querido obtener de él en el momento en el que lo realizamos. Pensé un momento la respuesta, pero me quedé completamente bloqueado. La razón fue un recuerdo que se enlazó con otro y después ya no pude salir de mis meditaciones, así que me quedé callado sin decir nada.

Para que comprendan la causa de mi silencio, queridos amigos, les diré que hace mucho tiempo, yo tendría unos diez u once años, hice con mi familia un viaje al mar. Llegamos al hotel en el que siempre nos hospedábamos porque mi padre tenía una membresía y era un cliente distinguido. Como siempre, mis hermanos y yo nos fuimos a la piscina en cuanto llegamos. Nadamos y jugamos todo el día y a la mañana siguiente nos levantamos muy temprano, salimos a pasear y como mis padres seguían dormidos y teníamos que esperarlos para irnos a desayunar nos fuimos a matar el tiempo a una placita donde había un arenal y unos columpios. Cuando llegamos encontramos a una señora con su hija. La niña era muy bonita y estaba muy alegre, le pedía con mucha insistencia a su madre que la impulsara cada vez más fuerte. La señora la empujaba moderando sus fuerzas para que la niña no saliera volando. Me llamó mucho la atención que la señora estuviera vestida con una camiseta no muy larga y en lugar del bikini, que era lo que se acostumbraba en esa época, llevara unas bragas muy transparentes de color verde. Yo no podía separar la mirada de esa prenda que me resultaba muy atractiva, no podía entender por qué lo que se transparentaba del cuerpo de la señora llamaba tanto mi atención. Estuve mirándola media hora hasta que mi hermana menor vio a mamá y nos fuimos corriendo. Al cabo de una semana se terminaron las vacaciones y volvimos a la ciudad.

No fue hasta 1987, año en el que se sucedieron los mayores cambios de mi vida, cuando esas bragas transparentes volvieron para revelarme lo importante de las palabras de mi padre. Había terminado el servicio militar y estaba estudiando en un instituto técnico. La horrible experiencia, de una relación rota en la adolescencia, me había mantenido casto hasta los diecinueve años. La nostalgia añeja de ese amor irrecuperable me había privado de la posibilidad de tener novias y me había sumergido en el estudio obsesivo de la física y las matemáticas. Estudiaba con mucho afán, lo confieso, no porque me gustara mucho, sino porque era la única forma de olvidar mi frustración del primer amor. Por fortuna, apareció Araceli, una ex compañera de la secundaria que al crecer se había puesto muy guapa y estaba sin novio. Nos encontramos en una fiesta y la reconocí con gran dificultad. Llevaba el pelo suelto y no recogido como acostumbraba antes, además sus piernas de fideo se habían puesto rechonchas y estaban muy bien formadas. Era más abierta ahora y su gesto reacio de niña caprichosa se había transformado en sensual y pícaro. Me miró con sus ojos glaucos y no rechazó el beso que le di.

 Unos días después entramos en un hotelito y al desnudarse me ofreció el mejor viaje que jamás había tenido. Apareció la línea blanca de la carretera moviéndose como serpiente, los arbustos y cactus corriendo erectos por las ventanas del coche, el ronroneo del motor del escarabajo VW, el mar en su plenitud, las olas golpeándose en la arena y el viento silbando un cántico dedicado al astro rey. El aire tibio llenando a reventar mis pulmones. Después, al final del trayecto, estaban unas piernas blancas y el eco de la sonrisa de una niña, los movimientos de las caderas de una mujer con bragas verdes transparentes y las protuberancias mágicas que en cada impulso crecían más y más. Araceli estaba de pie frente a mí, me miraba con perversidad y encanto, se acariciaba el cuerpo y bailaba como ninfa o como si estuviera en un harem y era entonces cuando las cosas cobraban sentido. Abría las piernas y yo veía las comisuras de su bella sonrisa. Me acercaba y la besaba. Sus labios eran más grandes, más húmedos, la línea divisoria entre la tierra y el paraíso era un dulce túnel de felicidad. Recorrí de nuevo esos cuatrocientos kilómetros de espera que se me habían hecho eternos y en ese instante, ya consagrado, me convertía en el personaje de los más asombrosos viajes. Veía a Penélope tejiendo y llamando a Ulises, había un capitán en un submarino explorando las profundidades del océano. El espíritu del viajero se había despertado y sentía una gran liberación. Por fin me había convertido en viajero. 

jueves, 23 de junio de 2016

El supervisor retirado.


Siempre había tenido buena memoria y su capacidad de revivir con rapidez las imágenes del pasado, en el momento preciso, le había proporcionado las mejores coartadas para ocultar los actos aberrantes que había cometido hacía muchos años. Las últimas semanas había notado que los recuerdos empezaban a borrársele y que su primordial aptitud estaba siendo corroída por una enfermedad extraña. En una ocasión vio una película en la que el famoso detective Sherlock Holmes, ya viejo, trataba de escribir su último caso, pero notaba al igual que el protagonista del film que los recuerdos no aparecían; que estaban desperdigados y arrumbados en sitios en los que le era imposible recuperarlos. Por eso, había empezado a escribir en un cuadernito las cosas que casi había olvidado. ¡Eso es horrible! Lo peor que te puede pasar —se decía a sí mismo en los ratos de ocio en los que sus esfuerzos de memoria eran nulos—, es que se te olviden las cosas que tan a menudo, casi de forma inconsciente, has repetido a lo largo de los años y la gente te mire con insistencia tratando de descubrir si les has puesto atención o realmente te estás transformando en un vegetal.

Comenzó a llevar un diario en el que apuntaba las cosas que siempre había repetido sin dudar. Él era Alfonso López, tenía parientes lejanos alemanes, pero había perdido el apellido germano por circunstancias históricas. Había trabajado para una empresa extranjera como supervisor de control de calidad. Hablaba, aparte de su idioma natal, un poco de inglés, alemán y francés. Sus documentos se habían quemado en un incendio y le fue muy difícil recuperar algunos por diversas razones. Se había divorciado de su esposa alemana y con una española, su concubina, había tendido dos hijos a los que veía muy poco o casi nunca. Estaba jubilado y de vez en cuando viajaba a Berlín para ver a un amigo al que había liberado del yugo nazi. Tenía el hábito de pasear sólo y sentarse durante varias horas en un parque. Por lo regular, manifestaba su tolerancia a la prostitución, era muy progresista y las relaciones entre miembros del mismo sexo lo tenían sin cuidado. La tolerancia, amigos, les decía a todas las personas con las que conversaba, es la mejor prueba de que se ha madurado y alcanzado un grado humano superior.

Un día muy soleado, en el que se sentía radiante de felicidad, se sorprendió al verse rodeado de dos hombres de su edad. Eran viejos como él. Uno iba muy bien arreglado y tenía aspecto de empresario, llevaba un traje de color beige, zapatos muy caros y olía a lavanda. El otro anciano contrarrestaba mucho con su compañero y con él mismo, pues iba desaliñado, estaba muy arrugado y apestaba a ajo, cebolla y todo él era moho rancio. Además, estaba un poco gris de la piel y su sonrisa era muy desagradable por su tono gris verdoso. Les preguntó su nombre. 
Yo soy Alfonso, le dijo el primer viejo. —¡Qué casualidad! Yo me llamo igual, mire nada más qué coincidencia—contestó con gran asombro—. ¿Y usted? —le preguntó al otro, mirándolo con desagrado—. Yo soy Franz un ex agente del Servicio Secreto del Tercer Reich, pero me hice pasar por judío durante la capitulación y todos me dicen Alfonso. —¿Se está burlando de nosotros? —gritaron con gran enfado Alfonso y el hombre elegante—. No, en absoluto querido amigo, lo último que haría en esta vida, sería burlarme de ustedes. Por si no lo sabe—agregó señalando con el índice al otro anciano que permanecía con el cejo ceñido— de mi depende que usted y su amiguito Alfonso sigan con vida. Siempre he estado aquí para recordarles quienes son ustedes en realidad. Alfonso—continuó—, ese monigote que tiene al lado, no existe. Es una invención suya que ha creado para vivir tranquilamente en este país y yo soy el verdadero usted. Y…Mire, dejémonos de formalidades. Vamos a tutearnos porque no le veo ningún fin al tratarnos como si fuéramos unos extraños.
Alfonso se levantó con prisa, escupió con fuerza y cogiendo de la mano al hombre trajeado se fue. Durante su partida refunfuñó y soltó unos insultos que dejó, por varios minutos, flotando en el aire. Su compañero comenzó una interesante conversación y el desagradable Franz se fue quedando cada vez más lejos hasta que desapareció y dejó de perseguirlos. El problema fue que la agradable compañía de Alfonso se hizo cada vez más esporádica, en cambio Franz, aparecía en la cama, en la ducha, en el reflejo del espejo en el que Alfonso se peinaba. El colmo fue que se sentara con él en el inodoro y se metiera hasta en sus sueños.

Esto es insoportable. —¿No puedes dejar de meter tus narices en lo que no te importa? —le decía Alfonso a su inoportuno perseguidor mientras éste miraba de forma descarada al pobre Alfonso que ya empezaba a olvidar al otro, al fino, educado y atractivo viejo de traje color crema. —No sé qué es lo que persigues con tu acoso—le recriminó Alfonso al andrajoso—, pero sea lo que sea; no lograrás que confiese nunca lo que he negado por cinco décadas—. Ese es tu problema—respondió el hombre maloliente—a mí no me importa tu pasado, tengo libre la conciencia y todo te lo debo a ti, a tu gran ingenio. Es por eso que, después de tantos años vagabundeando en las sombras de tu mente he decidido asomarme un poco a la realidad para ver en qué estado se encuentra el mundo, después de tanto tiempo. No debes preocuparte. Jamás te obligaré a decir nada de lo que no quieras hablar. Ni siquiera te recordaré que fuiste un verdugo en los campos de concentración, ni que realmente disfrutaste de los martirios que realizaste en Polonia. —¿Para qué me hablas de esas cosas que he logrado reprimir durante tantos años? ¿A caso no hemos podido vivir en paz tú y yo después de habernos fugado? ¿Por qué no despareces de una vez y para siempre? —Lo siento, querido Franz, perdón, quería decir Alfonso— respondió con voz trémula el hombre hediondo—. Es que está despareciendo una parte de tu vida. La causa es la esclerosis que te está pelando el sistema nervioso, pronto olvidarás quién eres en realidad, es decir, recordarás que eres un impostor, cada vez te será más difícil meterte en el cuerpo de tu adorado Alfonso y te irás pareciendo más a mí. Primero, verás a un niño estudioso con uniforme de social demócrata, luego un joven atractivo activista del partido, luego un destacado general del ejército más poderoso del mundo y después no habrá vuelta atrás porque te quedarás incrustado en tu uniforme y tus lustrosas botas. Confesarás todo y la gente te lapidará en las calles. Serás juzgado por toda la sociedad y los pocos sobrevivientes que se acurden de ti te mirarán con odio, te escupirán en la cara por impostor y torturador. Tendrás suerte si no te llevan a juicio por los crímenes que cometiste contra la humanidad.


Esa fue una de las últimas veces que mantuvo una conversación con sus fantasmas del pasado. Después olvidó su nombre falso y comenzó a presentarse como Franz. Olvidó el inglés y el español y sólo se comunicaba en alemán. No podía comprender lo que había escrito en su diario y se le descompuso el carácter. Un día, se levantó de un salto de la cama y se puso un uniforme de color claro que tenía oculto en un baúl, le pintó cruces esvásticas de color rojo y salió a la calle con un fusil de madera amenazando a los transeúntes. Llamaron a la policía y se lo llevaron a un manicomio. Pasó el resto de sus días encerrado en una celda húmeda y oscura. Antes de dar su último suspiro vio a Alfonso quien le acarició la cabeza y se despidió de él con un beso en la frente antes de que decidiera colgarse con su cinturón de una de las vigas de su calabozo.

martes, 21 de junio de 2016

Crimen accidental


Ella, Angelina, olvidaba con facilidad las cosas, pero no porque fuera víctima de la esclerosis sino porque no le ponía atención a las ofensas o agresiones verbales de los demás, era su técnica para conservar la calma y poder enfrentar los problemas en la vida, pues había sufrido mucho en una ocasión y la mejor solución que encontró entonces, fue la de borrar con esfuerzo y persistencia cualquier vínculo que la sumergiera en sus dolorosos recuerdos. Para otras cosas, las que sí eran importantes como las fechas de cumpleaños o la información de su trabajo, si ponía atención y todo lo guardaba en su memoria como si llevara unos pesados muebles con sus cajoneras llenas de archivos y un tarjetero con las referencias en orden alfabético necesarias para ubicar cualquier información.

Un día fue con su jefe a negociar la compra de equipos especiales de limpieza de aguas residuales. —Es muy importante, Angelina, que pongas mucha atención en las palabras de este hombre y me traduzcas lo mejor posible lo que diga porque de eso dependerá que hagamos un gran negocio, ¿entiendes? —le comentó el jefe antes de salir de la oficina—. Además, si logras ver que tiene algún propósito oculto en sus mensajes, coméntamelo de inmediato, por favor.

Llegaron al sitio del encuentro, los recibió un hombre fornido, bastante moreno y no muy alto, con la cabeza afeitada y un traje bastante caro de color azul marino, se veía muy elegante pero su aspecto de obrero contrarrestaba con la calidad de su ropa. Se sentaron todos y pidieron algo ligero para desayunar. Habían decidido que con este cliente llegarían a un acuerdo no en una comida de negocios sino en un desayuno. Querían que la conversación fuera muy fluida, los acuerdos concretos y la duración breve. Así fue en realidad y la compra se llevó a cabo con éxito, firmaron algunos contratos y establecieron las fechas de entrega y las formas de pago.

Lo único malo fue que durante la conversación Angelina presintió que ya había hablado con una persona semejante. No se lo dijo al jefe porque no podía confirmar que conociera a ese individuo, pero la inquietud comenzó a atosigarla y causarle nauseas en el estómago. El acento del hombre aquel, que enfatizaba las ventajas de sus productos y garantizaba sus servicios como si en esta vida no hubiera nunca complicaciones, comenzó a surgir como una corriente de viento frío procedente de un pozo, localizado en su inconsciente, que rezumbaba en sus oídos. Algo se había despertado en ese profundo túnel del olvido y surgía poco a poco como un monstruo amorfo que estiraba sus deformadas extremidades y bostezaba expidiendo un olor pestilente.

 ¿Era peligroso? —se preguntaba a si misma con inquietud, pero no obtenía ninguna respuesta. Al volver a la oficina se fue a comer con su amiga Darya. Entre los golpeteos de las cucharas y tenedores con la loza Angelina le reveló sus temores a su confidente y, gracias a las persistentes preguntas de su íntima compañera, fue reconstruyendo un rompecabezas empolvado que se había quedado muy lejos en el tiempo. Las piezas iban reconstruyendo la imagen de un tipo muy astuto al que había conocido hacía veinte años. Claro que las diferencias eran muchas porque el embaucador del pasado era más delgado, llevaba un peinado de púas pegadas con gel y no tenía las enormes ojeras de ahora, pero las facciones y la voz eran exactamente iguales.

Se sorprendió mucho de que él no la reconociera y se concentró en los detalles de la conversación que había tenido por la mañana, repasó todas las miradas que le había dirigido el hombre y activó sus sentidos para saber si en algún cruce de sus ojos había habido un temblor de voz o se había manifestado la duda y el miedo con algún parpadeo, pero no encontró nada.
—Sí, Darya, creo que ya empiezo a recordarlo —le comentó a su compañera con una actitud ausente, luego no quiso revelar más detalles y se despidió de ella, al final de la jornada, con la promesa de contarle todo al día siguiente a su amiga.  

Por la noche tuvo una pesadilla. Soñó que estaba en una discoteca muy concurrida por los extranjeros en el casco antiguo de la ciudad. Vio que se le acercaba un joven bien vestido con una cerveza en la mano. Era poco atractivo y se veía un poco ridículo con los pelos pegados con gomina y su sonrisa de dientes de granos de maíz, pero su conversación le parecía interesante. Le empezó a contar que tenía una villa en España y que podrían viajar allí en cualquier momento si ella lo deseaba. Bebieron algo y bailaron abrazados. Después las escenas se hacían más lentas, las palabras se alargaban en el aire como si fuera enormes pompas de jabón. Sin darse cuenta se veía rodeada por un brazo fuerte y tenso. Sentía unos labios gruesos sobre los suyos y una gruesa lengua escudriñándole los dientes y las encías. Después estaba recostada, desnuda, libre de su vestido rosa y protegida sólo por unas medias de bordados sencillos y sin las bragas que desaparecieron dejándola sin ninguna prenda de castidad. Él, de pie, todavía vestido la veía con desprecio y comenzaba a golpearla con un fuete, Angelina sentía el ardor de los golpes, el latigazo en el sistema nervioso que debía hacerla saltar, pero no podía moverse, resistía el dolor con gran esfuerzo, sentía el cuerpo pesado y oía miles de insultos y maldiciones.
 El fuego la quemaba por dentro y ella permanecía paralizada. Luego amanecía, ella estaba deformada del cuerpo, sola, se vestía con lentitud porque su cuerpo apenas estaba recuperando el movimiento. Al salir le sorprendía que no fuera de su casa, sino de una habitación de hotel barato. Los huéspedes la miraban con curiosidad, eran prostitutas de la zona más pobre de la ciudad. Salía a la calle y lo que más la desconcertaba era que su cuerpo iba andando independiente de ella, apartado como si fuera una marioneta. Se paraba en una calle y subía a un taxi. Se despertó y buscó con desesperación los moretones en su cuerpo, su ropa rasgada y manchada de semen, pero no los tenía, estaba recostada en su cama y su camisón de seda era el de siempre.
Pasaron algunas semanas que sirvieron para reconfortar las heridas del pasado que se habían abierto de pronto. En una ocasión, cuando llegó a la oficina, el jefe le comunicó que tendría que ir a recoger unas facturas al despacho del nuevo socio. Ella aceptó y se fue a hablar un momento con sus empleados, tenía malos presentimientos. Por su cargo en el departamento de ventas debía dejar claro qué proyectos debían entregarse en los períodos más próximos, así que fue a ver a los subordinados y con papel en mano les dio las instrucciones necesarias para cumplir con el programa. Dio unas indicaciones muy extrañas y se fue.

Durante su trayecto se detuvo en una tienda de ropa interior, se compró unas medias con bordados muy llamativos. Se abrió los botones del vestido y se quitó el sujetador y las bragas, además se perfumó en exceso y se pintó con más sombra verde los párpados y los labios se le pusieron como tomates frescos.

 Él la recibió con gran gusto, pero como estaba un poco apurado, le indicó que se sentara en el sofá de su oficina. Ella le obedeció y al acomodarse en el incómodo mueble se subió el vestido hasta los muslos dejando al descubierto sus macizas piernas. Al volver le preguntó si quería tomar algo. No tardó su mirada curiosa en centrarse en las medias, la conversación se limitó a cosas habituales, pero en su actitud había pretensión y deseo, tanto ella como él actuaban como si quisieran estrecharse y tumbarse desnudos para hacer el amor. Angelina se le acercó y fingiendo distracción apoyó su mano en su entrepierna. Recibió una mirada de aprobación.
 ¿Tienes algo de beber? — le preguntó Angelina, con voz dócil, agitando la mano para disipar el aire caliente que le producía sofocación—. Él, muy animado respondió que tenía hielo, pero sólo bebía whisky, que si lo deseaba podía pedir un refresco. —No hace falta, tomaré uno en las rocas—contestó ella precisamente en el momento en que entró la secretaria para decir que se iba a comer. Bebieron y se desnudaron, él salió un momento al baño y cuando volvió fue directamente hacía ella para separarle las piernas. No encontró resistencia, sintió la carne tibia, la fricción de una piel fresca y lechosa, se sumergió hasta el fondo y comenzó a deleitarse con el cuerpo ardiente que lo aprisionaba con unas fuertes piernas de medias bordadas. 
El aire se llenó de gemidos, chasquidos y crujidos de las articulaciones. Le empezó a dar vueltas la cabeza y se hincó, luego ya no pudo sostenerse más y se recostó a un lado, respiraba con dificultad, sintió que le oprimían la garganta y gritó pidiendo ayuda, pero su voz salió como un fuerte soplido. La vio encima, con las piernas regordetas muy abiertas y la vagina rasurada, la vulva dejaba asomar una pulpa rosada. —¿Te acuerdas de mí? —le preguntó con los dientes apretados y con la actitud de alguien que habla con un niño travieso—. No, seguro que no te acuerdas, pero te voy a refrescar la memoria. Fue en un bar, me pusiste un somnífero en la bebida y luego me metiste a un hotel, me golpeaste, me dejaste destrozada por dentro, estéril y lo peor es que no podía recordar nada, se había borrado tu rostro de mi memoria y apareciste de nuevo, ¿para qué? Ahora, ha llegado la hora de la venganza. Te destruiré como tú lo hiciste conmigo, pero yo lo haré de forma más profesional. Lamentarás haber nacido ¡Hijo de perra! Ya no pudo oír más porque perdió el sentido y se ahogó en un profundo sueño.

 Unos meses más tarde el hombre perdió su empleo y tuvo que ir a varios tratamientos médicos para curarse de una grave enfermedad. No tuvo más deseo que el de poder olvidar que un día había abusado de una joven inexperta a la cual torturó y dejó infértil. Ahora, compartía con ella esa impotencia, su libido se había esfumado como el vapor. No sentía el más mínimo interés por las mujeres y vivió para siempre en el anonimato tratando de recordar si en realidad había abusado alguna vez de una joven. Su mente no encontraba indicios de ese crimen que se le imputaba. Día y noche repasaba su juventud, pero lo único que encontraba era su imagen de joven estudioso, tímido y reservado que con gran esfuerzo había logrado tener modestos dotes de orador. Entre las pocas mujeres que habían llenado su vida no había ninguna Angelina y los abusos a mujeres eran impensables, sin embargo, él seguía empecinado rebuscando, hasta en lo más ínfimo de su existencia, ese desgraciado encuentro durante el cual había violado y martirizado a una joven inocente en una habitación barata de hotel de paso.


martes, 14 de junio de 2016

El último recuerdo es el primero.

Ahora, después de setenta y cinco años, me asalta con persistencia aquel recuerdo.

Hace mucho frío y ya casi va a amanecer. Caminamos por una pequeña vereda en fila india. Primero va mi madre con mi hermana María de las Nieves, en brazos; luego mi hermano mayor Próspero; después mi hermano Juan y yo; detrás de mí camina Consuelo; y al final mi padre con un fusil a la espalda, arreando una mula con las pocas pertenencias que pudimos sacar de la casa antes de huir.

 —Tenemos que largarnos del pueblo ahora mismo —le dijo mi padre a mamá, quien de prisa cogió lo que tenía a mano y salimos sin pedir explicaciones—. Ya sabíamos que eso pasaría y esperábamos sólo ese momento en que nos quedaríamos sin tierras y a la buena de Dios. El poblado más cercano está a unos tres kilómetros y ya casi llegamos, ahí nos ayudarán mis tíos y pasado mañana ya estaremos en la capital. Abandonar el pueblo no es lo peor que nos podía haber sucedido porque, en realidad, el haber sobrevivido a la Revolución mexicana y al caciquismo ya es gran cosa. A pesar del frío y el peligro de las fieras voraces, serpientes y todo tipo de alimañas, me mantiene en pie la esperanza y los buenos recuerdos del pueblo. No sé si volveré alguna vez a ver a mis amigos, lo único que deseo es que no le pase nada a mi familia. Mi padre recibió un balazo en la espalda cerca de una vértebra.
 —Nada grave —dijo con naturalidad y no pusimos en marcha—. Tratamos de mirarlo de reojo y no perder el sonido de sus pies aplastando piedrecitas para saber en qué estado se encuentra. Tiene la cara rígida, el gesto torcido, se nota su odio ante la injusticia, está cansado, pero sigue firme con pisadas seguras. No es cobarde y, sabe bien, que si se hubiera enfrentado a sus enemigos ya estaríamos todos bajo tierra. —Las revoluciones son un mal necesario en la sociedad —nos repetía siempre que había cambios—, tal vez, sea para mejorar, aunque nosotros tengamos que quedarnos en la calle sin cobijo. ¡Aguanten! ¡Ya verán que nos irá mejor! Ya lo dice el dicho: “No hay mal que dure cien años...”

Así fue. Llegamos a la ciudad y mi padre sólo se pudo ofrecer de portero en un gran edificio en el que nos dieron un pequeño cuartito para que no anduviéramos como gatos callejeros. Mi madre no soportó mucho tiempo su enfermedad y la desgracia quiso que nos quedamos huérfanos. Todos los que estábamos en condiciones de trabajar lo hicimos y combinamos la secundaria con jornadas laborales muy duras. Mal que bien, terminamos nuestras carreras y pudimos independizarnos. Como mi padre era muy radical en sus decisiones me ordenó que me hiciera abogado, a mi hermano le impuso la medicina. Próspero se fue de la casa porque no soportó las imposiciones y la presión dictatorial en el seno familiar. No teníamos vocación para las carreras que nos habían asignado y fui el único que terminó los estudios gracias a un golpe de suerte, el cual en lugar de agraciarme me causó muchos problemas, pues conocí a una mujer diez años mayor que yo, me llevó a su casa y me dio tres hijos muy pronto. Mi situación económica mejoró considerablemente, pero mis relaciones conyugales fueron un infierno desde el primer año. Los celos, la violencia, los rencores de mi esposa y el exitoso trabajo que conseguí después, me obligaron a divorciarme.

Había conocido, en mi último año de estudios, a un importante abogado que me llevó a su despacho como pasante. Me enseñó todos los secretos de la jurisprudencia y luego me recomendó para el puesto de jefe del departamento jurídico en un banco importante. Mi vida dio un vertiginoso giro. Había cumplido treinta años y tenía a mi cargo toda una institución financiera. Me relacioné con la crema y nata de la sociedad, participé en la urbanización del país, vi el crecimiento del negocio inmobiliario y compartí con mis jefes la alegría de ver a mi país en plena expansión y desarrollo. Traté de regirme por la honestidad toda la vida, nunca olvidé que por la injusticia de los corruptos y poderosos había perdido mi casa en el pueblo, así que ayudé a quien pude y nunca le negué un mendrugo a quien me lo pidió. Le inculqué a todos mis hijos los principios de la ética, el patriotismo y la moral. Los formé a todos lo mejor que pude.


Nadie sabe nada de mis sentimientos y sólo ahora pienso revelar lo que se oculta detrás de mi imagen de abogado responsable, estricto e imparcial. Nunca pude mostrar mi debilidad ante nadie, fui muy criticado por exigir siempre el cumplimiento del deber. Hice muchos enemigos por culpa de mi obsesión por la justicia, pero no me arrepiento. No cedí ante las propuestas de un gobierno corrupto, ni ante la exigencia de ser abogado personal de un famoso delincuente. Estuve a punto de ser asesinado en varias ocasiones y sólo la suerte o Dios me salvaron. Amé a las mujeres con pasión. Tuve una concubina, una amante y me entregué a ellas en cuerpo y alma. Traté de cumplir con todas y amarlas, tal vez no fui el mejor amante ni el mejor hombre para ellas, pero cumplí y acepté mis derrotas a tiempo. Tuve que luchar contra las adversidades: mi renuncia al banco, mi artritis y la diabetes. Luché hasta el final sin tregua alguna, pero este largo camino mermó mi cuerpo, mas no mi espíritu. Vi desaparecer a muchos de mis amigos. 
Al final, me ha tocado a mí marcharme. Ahora sé para qué perduró ese recuerdo del día en que salí del pueblo. Vuelvo ahora a esa noche oscura y fría. 
Reaparece mi padre con sombrero de paja, envuelto en una manta fina que apenas lo calienta, aplasta los guijarros con sus gastadas botas. Mi madre va resignada oculta bajo un rebozo, con la piel de las mejillas color cobre y su pelo negrísimo, mis hermanos ya no tiemblan ni les cascabelean los dientes y sonríen al verme de nuevo. Me abrazan, reímos y lloramos al mismo tiempo, es por la felicidad del reencuentro.
 Hay un cántico nocturno de cigarras y algún gruñido aislado de los tejones y zarigüeyas para prevenirnos de que no los pisemos en nuestro trayecto. El olor del ocote y un comal nos alientan, el café hirviendo con aroma de canela nos reconforta como elixir de la vida. La canción de un viento suave nos sirve de aliciente y la satisfacción de haber vivido nos hincha el pecho de orgullo. Sólo hay miradas de esperanza expresadas con profundos ojos negros, sonrisas de blancos dientes y mi alma se llena de gozo. Sonrío de satisfacción, por haber disfrutado de todo lo que tuve. Empiezo a aligerarme y dejo este mundo para ir al encuentro de la paz.

viernes, 3 de junio de 2016

El crítico

El crítico.

Estudió la carrera de letras porque había sido rechazado en la facultad de ingeniería. Toda la vida había luchado contra la voluntad de su padre, quien le impuso el arduo trabajo de dominar las matemáticas. Sergio lo logró con mucha dificultad y sus notas fueron muy bajas, pero suficientes para aprobar los cursos. Cuando llegó a la universidad no soportó la presión de los profesores de las ciencias exactas y habló con su padre para decirle que era inútil seguir por ese ilusorio camino y que tendría que buscarse un mejor heredero para ser el director de su empresa. El padre muy enfadado le dijo que no quería verlo más y lo echó de la casa con una pequeña sustentación que le era entregada cada fin de mes. “Si no quieres estudiar ingeniería —le reprochó—, búscate la vida como puedas”.

De esa forma Sergio empezó a dedicarse a lo que siempre había querido: la literatura. Se leyó a todos los escritores famosos que encontró, se puso retos y emprendió una cuidadosa búsqueda entre los críticos literarios para amalgamar su estilo de análisis. Encontró a Bajtín y descubrió la polifonía en las novelas de Dostoievski y lo carnavalesco, Shklovski le abrió los ojos con los conceptos de estética, leyó a Barthes, Engels y a muchos filósofos. Terminó su carrera presentando una tesis escrita con el mismo método que Vargas Llosa había empleado para su historia de un deicidio. Obtuvo un título honorífico y se fue a buscar empleo. Por desgracia, los lugares donde podía trabajar escribiendo artículos periodísticos o de crítica literaria estaban cerrados y nadie lo quiso aceptar en ninguna institución educativa pública o privada. Vivía con dificultades y sólo unos allegados, viejos amigos de juergas bohemias, le ofrecían trabajillos ocasionales y lo invitaban a comer para que no se muriera de hambre. Sergio habría podido pedirle a su padre dinero, pero el orgullo era mucho más fuerte que su necesidad. Además, como él mismo se decía, para tranquilizarse y encontrar fuerzas para sobrevivir el sufrimiento lo forjaría para ser en el futuro un respetable crítico literario y, por qué no, el autor de unos libros como Hambre de Knut Hamsun o Ante la ley de Franz Kafka.

La suerte quiso que encontrara trabajo como ayudante en un taller de escritura donde laboraban licenciados en filosofía y letras que tenían la particularidad de haber estudiado mucho y publicado poco. Por alguna razón, los miembros de esa asociación tenían un carácter muy parecido y compatibilizaban a la perfección. Les gustaba mucho tomar café, fumar y hacer citas memorables, el único defecto, a parte del egocentrismo, era que sentían un poco de rencor al encontrar entre sus concursantes personas con verdadero talento que nunca habían estudiado literatura y sólo iban al taller con la ilusión de poder escribir sus cuentos y soñar con convertirse algún día en escritores.
 Sergio enseñaba a escribir cuentos, tenía cien modelos de las mejores historias cortas de la historia, consultaba su libro de Vladimir Propp y les revelaba a sus alumnos los secretos de los cuentos populares rusos, además les hablaba de Ray Bradbury y Steven King quienes decían que la labor del escritor es ejercitarse diariamente describiendo personas, objetos, situaciones, etc. Todos sus alumnos participaban en los concursos, que el mismo taller organizaba y, por lo regular, todos ganaban con votaciones unánimes de los miembros del jurado. En el taller estaban orgullosos del trabajo realizado por todos sus miembros y el paso de los años les había dado la experiencia suficiente para reconocer un escrito triunfador con la sola lectura del título. Se celebraron muchos concursos en los que se invitó a organizaciones importantes, editoriales y librerías de renombre. Todo habría salido bien y el taller se habría mantenido por muchos años laborando, si no hubiera sido por la digresión de criterios que surgió un día que habló Sergio sobre los métodos de evaluación en los certámenes y un visitante notó que había algo raro a la hora de hacer las críticas.

—Discúlpeme —interrumpió un hombre de aspecto muy modesto—, ¿puedo preguntarle algo?
— Sí —contestó Sergio—. ¿Qué quiere saber? Dígamelo.
—Pues, mire, he leído lo que está escrito en la reseña que ha hecho el jurado y no corresponde a la historia y si corresponde está demasiado ensalzada.
—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿No sabe que en nuestras reuniones leemos con mucha atención cada uno de los textos y hacemos un consenso arduo para llegar a una resolución?
—Sí, señor Sergio, no lo dudo, pero si me permite dar mi humilde opinión le diré que este cuento, premiado y ensalzado por el jurado, está escrito por mí y lo hice de acuerdo a las instrucciones que he recibido en el taller, pero lo ha leído un vecino mío que frecuenta una cafetería en la Plaza Cataluña y como él es escritor renombrado, me ha dicho que esto no sirve para nada y, que, si me han enseñado a escribir así, mejor debería dejar de asistir a mis clases.
Sergio se enfadó mucho y abandonó el estrado disculpándose por no poder continuar con su disertación. Entró en el cubículo donde estaban tomando café los otros miembros del taller y les comentó a sus compañeros el incidente, ellos lo único que dijeron fue que no se preocupara, que siguiera dando sus clases, que proseguirían formando escritores aficionados y que les darían los premios a quienes se los merecieran. Sergio se fue a su casa y trató de olvidar el mal rato. Comió algo y se puso a ver el fútbol. Olvidó muy pronto lo que había acontecido y volvió a sus labores habituales.

 Lo que no sabía en aquel momento era que le habían disparado la alarma que lo llevaría a realizar un cambio total de actitud en su trabajo. Pues como él y sus compañeros nunca habían publicado nada y siempre se habían remitido a los criterios, frases y opiniones de los críticos famosos a quienes tomaban como dioses, ya no se cuestionaban nada y se habían encerrado en un círculo vicioso en el que ya eran más dogmáticos que los miembros de la secta más conservadora. La exagerada cantidad de incapacitados para la escritura que asistía a los cursos los había obligado a contentarse con alguna que otra narración bien escrita para darle el primer lugar y recuperar el dinero de la premiación obligando al ganador a hacer una pequeña donación y matricularse de nuevo en los cursos. Hacía mucho que se les había formado el hábito de hacer apuestas en cada concurso, echando los dados y sacando cartas para determinar a los triunfadores gracias a un golpe de suerte. La ludopatía resulto ser más fuerte que el sentido común y, en muchas ocasiones, se tuvo que sacrificar la calidad por la cruda e irresistible orden de un naipe o seis puntos en un dado.

Recostado con sus dos gatos, Teodoro Adorno y Svetan Todorov, Sergio oyó una voz que le sonó como su la de su conciencia, pero un poco más ronca, incluso les preguntó a los mininos quién estaba hablando, pero los dos morroños se encogieron de patas y pusieron cara de asombro.
—No te hagas el tonto, soy yo—repitió la voz.
—¿Quién eres? No te pudo reconocer.
—Soy tú, pero cinco años más joven. El mismo que entró a trabajar en ese tallercito donde lo único que has hecho es aprender a jugar a los dados, las cartas y al dominó.
—¿Qué es lo que quieres?
—Sólo quería preguntarte si recuerdas estas palabras: “…le diré que este cuento premiado está escrito por mí y lo hice de acuerdo a las instrucciones que he recibido en el taller, pero lo ha leído un vecino mío que en ocasiones frecuenta una cafetería en la Plaza Cataluña y conversa conmigo. Pues, él, que es un escritor renombrado, me ha dicho que este relato no sirve para nada y, que, si me han enseñado a narrar así, mejor debería dejar de asistir a mis clases”.
—Sí, claro que las recuerdo. Las ha dicho uno de los tontos que ganó el premio esta semana en nuestro taller. ¿Cuál es el problema?
—En realidad ninguno, pero me ha quedado el deseo de saber quién es ese famoso escritor que le ha recomendado a este alumno que deje de asistir a clases.
—Y ¿para qué necesitarías saberlo?
—Pues, para nada, pero ya ves cómo es la curiosidad. Primero te dice una cosa, luego te hace preguntas, después te acosa con su persistencia y, al final, se pone tan pesada que no te deja ni dormir para que la satisfagas. Lo que ahora me temo es que ya no podrás estar tranquilo hasta que vayas a ver quién es ese escritor que habló con tu alumno.

Sergio no hizo caso de lo que había oído y siguió con sus actividades normales. No notó ninguna alteración en su rutina, hasta que se vio una mañana paseando cerca de la Plaza Cataluña buscando una cara en particular. Entonces se dio cuenta de que la maldita conciencia lo había estado atosigando durante las noches, le había quitado el sueño y lo había obligado a levantarse, después de una mala noche, a recorrer las cafeterías para descubrir quién era el escritorzuelo que había hecho una mala crítica de su trabajo. No era exactamente así, pero el que le dijeran que el cuento de uno de sus alumnos era malo, le había herido un poco. Buscó entre los clientes a alguien que se distinguiera en la forma de comer su cruasán con café, su forma de mirar y, sobre todo, su actitud ante las páginas de un diario o un cuadernillo de notas. No tuvo que buscar mucho porque apareció la aplanada cara de su alumno sonriéndole. El dueño de ese rostro de tipo chino estaba acompañado de un hombre de unos cincuenta años que llevaba un pañuelo de seda enrollado en el cuello, camisa de color carmesí y pantalones blancos que cumplía con todas las características de intelectual refinado.

—Hola, señor Sergio. ¡Qué sorpresa!
—Hola Huang, ¿qué tal estás?
—Bien, mire, este es el escritor del que le hablé —dijo el hombre con acento andaluz—, se llama Ebrody Sca Lanté.
—Encantado— exclamó el escritor extendiendo la mano derecha y señalando con la izquierda un sitio libre para que se sentara Sergio—. ¿Toma algo?
—Sí, un café con un cruasán por favor. Ah, ¿está leyendo el país? Entonces, otro para mí.
—Oiga, Sergio, mi amigo Juan me ha hablado mucho de usted. Dice que es un buen profesor, que el cuento se le da muy bien y que haría bien en escribir. Sin embargo, tengo la impresión de que en su taller no se dedican a escribir en serio.
—Quizás sea porque desconozca el funcionamiento de nuestras clases, las tareas con las que ayudamos a los alumnos a superarse y los demás trabajos que hemos premiado.
—¿Sabe? Le voy a confesar una cosa. Yo mismo he participado con un nombre falso en los certámenes de su escuelita y estoy muy decepcionado. No entiendo cómo pueden pasar por alto algunos buenos trabajos. Para que esté al tanto le diré que en el concurso de novela entré con la historia, copiada con puntos y comas, de Tiempos de codicia de Mario Sueñas y ocupé el penúltimo lugar. Al principio, creí que se habían dado cuenta los del jurado y por cortesía no me habían llamado la atención, pero me arriesgué escribiendo citas de ese autor tan famoso y todas pasaron desapercibidas, luego mandé cartas haciendo observaciones y análisis de las pocas obras que valían la pena, incluso en los comentarios y en los foros hablé de las aportaciones reveladoras de los escritores noveles, subrayé el empleo de las voces en los relatos, las bien logradas estructuras de las novelas, la importancia del tiempo en algunas obras. Hice un trabajo titánico y al final ganó un desconocido que se había copiado la serie de “Los muertos rotantes”, en partículas los capítulos tres, cuatro y cinco de la segunda temporada. ¿Qué me puede decir al respecto?
—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿No sabe que en nuestras reuniones leemos con mucha atención cada uno de los textos y hacemos un gran consenso para llegar a una resolución? —Entonces, por alguna razón de las extrañas reglas del espacio real y la ficción, Sergio oyó que su voz interior, esa que le había hablado de la curiosidad, le decía las siguientes palabras: “Oye, cabrón, eso ya lo dijiste y siempre lo repites cuando te enfadas”.
—¿Lo ha escuchado? —preguntó el escritor acomodándose su hermoso pañuelo en el cuello y sin dirigirle la mirada.
—¿Qué es todo esto? ¡Explíqueme! ¿Cómo sabe usted, quién me habla por dentro?
—No se ponga así, señor Sergio, ¿ha leído el cuento de Enoch Soames? Seguro que sí, pero esto no va de eso. Aunque los temas siempre se repiten y los escritores renacen en otros, un poco cambiados y con otra apariencia, y yo podría ser Max Beerbohm pero…No lo soy, no se preocupe,  lo único que le pido es que vaya a su trabajo y busque en su página de Internet lo que le he comentado ahora.

Sergio se despidió de su alumno y del escritor y se fue apresurado a las oficinas del taller. Entró en el cubículo donde estaban tomando café los otros miembros del taller y les comentó a sus compañeros el incidente, pero esta vez los vio diferentes cuando le dijeron que no se preocupara, que siguiera dando sus clases, que proseguirían formando escritores aficionados y que les darían los premios a quien se los mereciera. Sergio reaccionó de forma violenta y les dijo que eran unos zánganos, que habían dejado de trabajar hacía mucho tiempo y que les iba a demostrar que todo lo despreciable de su trabajo. Abrió los foros de las participaciones de los certámenes, les leyó en voz alta las críticas de algunos usuarios y apuntó sus nombres, luego abrió la base de datos y revisó sus correos, con pasos seguros y certeras búsquedas, que era ejecutadas como por arte de magia o por la dirección de un ser experto en informática, fueron saliendo los perfiles falsos, las cuentas duplicadas, las votaciones manipuladas con un programa especial, incluso las palabras de ellos mismos se habían transformado en otras. El único que reaccionaba ante el caos era él porque sus compañeros permanecían apacibles e indiferentes.
—Pero ¿qué les pasa?  —preguntaron los dos Sergios, el esbelto con peinado de brillantina de hacía cinco años y el gordo, desaliñado y refunfuñón de ahora.
—Nada, ¿qué habría de pasarnos? —balbucearon sus colegas, mientras se retorcían por causa de un hábito añejo, las barbas de chivo. Las mujeres, secretarias y profesoras, se levantaban los sostenes masajeándose las tetas como si se dispusieran a salir de allí.
—¡¿Cómo es posible que hayamos llegado a este grado de indiferencia y hastío?! ¡No es posible seguir así! —sus compañeros lo miraron con indiferencia y agitaron las manos como si quisieran matar unas moscas o se santiguaran.

Sergio se fue enfurecido y se olvidó de regresar al trabajo. Luego se le vio conversando con dos hombres, uno de aspecto refinado y otro de cara muy redonda. Había cambiado y su apariencia era la de aquel Sergio que varios años atrás se había peinado el pelo con gomina, se ponía trajes de pana y citaba las frases de sus escritores preferidos. Un poco después comenzó a escribir un libro al que le dedicó muchos años de trabajo y le puso el título de “Gato escamado” al culminarlo lo firmó con el seudónimo de Guizazo Lam Pelusa.


La gente comenta la historia de Sergio porque se reconcilió con su padre, se puso a estudiar cosas de provecho y se casó con una extranjera muy guapa. Tuvo hijos mulatos de ojos verdes y pelo liso que destacaron en el fútbol profesional. Se retiró no muy mayor y con las buenas arcas que heredó de su padre se permitió vivir de forma holgada y leer a sus escritores preferidos.