miércoles, 29 de octubre de 2014

La herencia. Primer capítulo

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 “No hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad”

José María Teclo Morelos y Pavón

  
La herencia
(Novela de ficción)

Juan Cristóbal Espinosa H u d t l e r


I.                   La encomienda

Al llegar a la oficina me encontré con la mirada compasiva de Yadira, la secretaria de Don Doroteo Martínez y mi compañera de trabajo, lo que me hizo suponer que el jefe estaba disgustado conmigo; ahora lo importante era saber la razón, pensé.
-Buenos días, Yadira, ¿A qué viene esa mirada de misericordia?- Ella, haciéndome una señal con el dedo apoyado en sus rubicundos y voluminosos labios me indicó que me callara y, agitando la mano, me señaló que siguiera de frente. Entonces me dirigí al despacho del Sr. Martínez para darle los buenos días. Estaba de muy mal humor y echaba humo por la nariz, la causa de lo primero me era desconocida, la segunda era por el cigarro que mantenía muy apretado entre sus opacos dientes mientras bufaba como un toro.

-¿Qué tal está?- le pregunté, aprovechando que tenía la mirada dirigida hacia unos documentos que leía con atención.
-¿Ya se enteró?- me inquirió, sin responder a mi saludo ni levantar la vista.
-¿De qué?- contesté fingiendo inocencia. Simulé que no me imaginaba en absoluto de lo que se trataba porque las últimas semanas había cometido errores garrafales en los trámites y gestiones de documentos oficiales o demandas. Como era lógico, el resultado era que ya le estaba colmando la paciencia a don Doroteo por los disgustos que le habían ocasionado los clientes, al quejarse de mi ineptitud para realizar cosas tan simples como las que se me encomendaban.

-Pues, ¿de qué va a ser? Otra vez metió la pata con los documentos de los Domínguez,- se levantó bruscamente, arrojó su cigarrillo a la papelera con extrema puntería y me cogió por las solapas del saco.- ¿Sabe cuánto dinero vamos a perder por sus tonterías?- me miró y soltó la cifra de quince  mil pesos deletreándola con ironía.

-Lo siento de verdad, Señor Martínez, no sé qué me pasa. Eso nunca me había sucedido antes, es que… -No me dejó explicarle que me encontraba un poco turbado emocionalmente y que le había perdido el interés a la abogacía.

-Mire, le voy a dar la última oportunidad de que se reivindique conmigo, pero esto lo hago más por usted que por mí. Hay una gran herencia de muchos terrenos, casas y cuentas de banco que no se pueden cobrar porque el difunto, que en paz descanse, nunca se preocupó de poner  los documentos en orden y, claro, ahora no se puede hacer nada. Mejor dicho,-aclaró mirándome con sus pequeños ojos penetrantes-, sí se puede hacer mucho, tanto, que quiero que se ocupe usted del asunto y hasta que no lo resuelva no quiero verlo por la oficina. Yadira le explicara lo que tiene que hacer, vaya y pregúntele por los detalles.-Me miró con los ojos a punto de explotar, sentí su aliento con olor a tabaco fino con aroma de vainilla y su insoportable bilis agria, así que me di la vuelta y fui a ver a Yadira.

 Por un cortísimo instante pensé que había llegado el momento de tirar la toalla y echarlo todo por la borda y dedicarme a hacer lo que realmente me interesaba. Tal vez, me había llegado mi hora y lo mejor sería irme dejándole tirado todo el trabajo a don Doroteo y no volver, pero un pequeño chispazo de autoestima y amor propio me obligó a mostrar que tenía agallas. No iba a darme por vencido tan fácilmente, me prometí a mi mismo que esa sería la última tarea que cumpliría antes de renunciar con todas las de la ley. Traté de no dejarme llevar por los recuerdos de mi infancia pero la imagen imperiosa de mi padre apareció de nuevo diciéndome, cuando era un mocoso, que de grande sería abogado y que tenía que cumplir con los requerimientos de la ley para hacer justicia aunque tuviera que morirme en el intento. Sus palabras resonaron como platillos dentro de mi cabeza, retumbaron con crueldad y solo pude librarme de ellos en el momento en que llegué al escritorio de Yadira que levantó la mirada para darme una carpeta de color amarillo.

-Mira,-dijo con su hermoso acento habanero y su voz aguda-, aquí está toda la información. Por desgracia hay muy poca cosa, chico, y todo está patas arriba. Los documentos,- continuó diciendo, mirándome con sus enormes pestañas rizadas y acomodándose el incómodo sostén que contenía el fuerte empuje de su respiración ( dicho hábito era una forma automatizada que repetía varias veces durante el día, algunos clientes adoraban esos movimientos y tardaban más de lo habitual en saludarla o despedirse de ella cuando se aparecían sin motivo alguno por el bufete) -solo muestran.-continuó- el nombre del bisabuelo, el cual, por desgracia, no lleva el apellido de sus descendientes, aunque todos afirman que eso está relacionado con las peripecias que el rico hacendado tuvo que urdir para engañar a sus enemigos durante el paso del Porfiriato a La Revolución y de ésta a La Guerra Cristera, así que ármate de paciencia y empieza a buscar algunas pistas que te lleven al meollo del asunto y no te eche del trabajo el jefe. ¡Ah, perdona que no te lo haya dicho al principio!,-gritó de pronto-, pero es que con tantas prisas una tiene que hacer maravillas, mi amor, ya tú sabes, pues, que se trata de una gran herencia de muchas tierras, ganado y haciendas en Zacatecas y Aguascalientes. Mira y estudia los documentos,  si no entiendes algo, llámame y ya te lo investigo, papito. -Le di las gracias a la mulata cubana con la esperanza de que esa no fuera la última vez que la trataba como colega, ella me mandó un beso soplando sobre sus dedos de forma muy sensual y fue cuando entendí por qué nuestro vecino, el señor Pedrito, la adoraba tanto.

Salí del edificio donde se encontraba nuestra oficina y bajé por la calle Cinco de Mayo hasta llegar a la cafetería donde se reunían los abogados para comentar los chismes del día. No sé si exista en otro lugar un sitio tan singular como la cafetería El Águila, que no tiene nada de peculiar, salvo que fue fundada a principios del siglo XX por un comerciante muy rico y poderoso. Con el paso de los años había perdido su opulencia para servir de punto de reunión de los letrados, jubilados y en función, que se daban cita todos los días, incluyendo los fines de semana, para acordar transacciones, decidir juicios, crear conspiraciones y hacer todo tipo de chanchullos para que los jueces en los juzgados decidiera las sentencias a su favor.

Un ser muy característico en este local era el licenciado Chepe, un hombre muy  astuto, que se sabía las leyes al derecho y al revés, que usaba el pequeño comercio de café como oficina personal y no le importaba dar consultas a cualquiera que se lo pidiera a cambio de un café con leche o una sabrosa comida; todo dependía de lo complicado del caso que se le planteara. Don Chepe, ni siquiera era abogado pero de oídas habría podido presentar una tesis en cuestiones laborales, civiles o penales y defenderla, sin lugar a dudas, con mención honorífica. Era por eso que las personas que no tenían dinero para pagarse un abogado de renombre se dirigían a él y, en la mayoría de los casos, salían victoriosos de sus disputas legales gracias a la enorme sabiduría y experiencia del simpático anciano.
Entré y le pedí a una camarera baja y fortachona unos huevos fritos bañados con salsa picante, un café con leche y un bísquet, e inmediatamente me fui a sentar a la única mesa que quedaba libre y muy encajonada a un lado de la ventana. En cuanto me senté y levanté la vista para buscar a la mesera, la mujer ya estaba a mi lado, colocó frente a mí un enorme plato llano con los huevos y un platito con el bísquet.
 Cualquiera habría pensado que el servicio  del establecimiento era el mejor del país, sin embargo el que me hubieran atendido tan rápido se debía, en primer lugar, a que a esa hora el menú estaba compuesto de tres combinaciones de platos y en la repisa que había a un lado de la cocina surgían las porciones de huevos como las flores en primavera, los preparaban con salsa,  fritos o con jamón,  así  que las camareras solo iban por lo que necesitaban y lo servían al instante.
 La ceremonia del café, otro atractivo del establecimiento,  iba acompañada de un chorro marrón oscuro vidrioso, semejante a una serpiente liquida de cristal, que dejaba caer la camarera desde lo más alto que le permitía su brazo levantado, el sonido del choque del café con la leche producía unas burbujas deliciosas y excitantes que se agrandaban vistas a través de  los vasos, los cuales al semejarse a una lupa, dejaban, también, entre ver la liga aprisionadora en los muslos que cada encargada descubría al estirarse tanto, entonces era imposible comprender qué causaba más deseo, si el muslo regordete aprisionado o la ansiedad de ingerir cafeína lo antes posible. Le di las gracias a la complaciente camarera y se retiró.

En ese momento Don Chepe, quién estaba sentado a dos mesas de distancia debajo del  enorme y elevado candil del salón, contaba una de sus famosas anécdotas que le había dado una envidiable popularidad. Había varios practicantes de derecho riéndose a sus costillas, pero en el momento en que el anciano comenzaba a remedar e interpretar las voces de los jueces y abogados que conocía, las cuales le salían casi idénticas, cerraban el pico para disfrutar más de lo cómico del espectáculo. Como me sabía al dedillo las historias de don Chepe decidí echarle una ojeada a los papeles que me habían dado en la oficina.

Al ver unas pocas cartas en manuscrito con mala caligrafía y las viejas copias de documentos oficiales que contenía desistí y me relajé. Oí las divertidas historias de don Chepe, solo para confirmar que el divertido octogenario bonachón gozaba aun de buena salud y sentido común. Don Chepe era muy bajito y llevaba una barba al estilo de Alonso Quijano que en su fino rostro de afilado perfil  se tornaba en medieval caballeresco, a pesar de eso cuando se le veía paseando por la calle era muy fácil asociarlo con un gnomo travieso, dado su andar enérgico, rítmico y alegre. Así  que escuché por enésima vez la historia del juez que no entendió a don chepe cuando le propuso, en broma, que resolviera un acertijo muy popular en los juzgados, pero que por desgracia, era desconocido por ese ilustre magistrado y el final fue trágico.

-Mire, señor juez,- decía don Chepe con un aire de majestuosidad imitándose a sí mismo- nuestro caso es como el del hombre al que le propusieron salvarse dando únicamente la respuesta correcta a un acertijo cuando fue apresado por una tribu africana. La situación era esta, escuche con atención.
Un  explorador cayó en manos de unos aborígenes  y para morir con honor se le ofrecieron dos  posibilidades, debía decir una frase que de ser cierta moriría envenenado y de ser mentira moriría en la hoguera, sin embargo con la frase que dijo el hombre no pudieron condenarlo. ¿Sabe Ud. cuál fue, señoría? 

-Don Chepe hizo una pausa para recibir las ovaciones de los presentes, al igual que lo había hecho entonces en aquel juzgado,- Todos disimulaban la risa,-susurró con voz chillona don Chepe, - mientras todo mundo reía por lo bajo, el juez con su actitud heló cualquier intento de burla o escándalo, puesto que estaba muy pensativo. Pasaron unos segundos y toda la gente notó que el juez, en realidad, estaba tratando de resolver el acertijo, con gran sorpresa lo miré,- decía don Chepe  como si estuviera contando una historia de terror,- sin poder creer que tan alta autoridad se tomara la molestia de resolver una nimiedad conocida,  incluso por los niños, entonces se me escapó la siguiente frase,-agregó aullando como un  lobo-

“Vamos, hombre, ¿no se lo estará usted tomando en serio, verdad señor juez? Sí todos saben que…No pudo terminar porque el juez dijo: “Moriré envenenado”

 -Por un instante, don Chepe sintió que había llegado demasiado lejos proponiéndole ese tonto acertijo al juez, y éste aprovechándose de la ocasión para sacar alguna sorpresa con su característico ingenio, había dado la respuesta incorrecta. No obstante, el temor de don Chepe era infundado porque el  juez estaba hablando en serio, completamente convencido de que su respuesta era la correcta. Luego don Chepe, sin pensarlo explicó:

“Señoría, el explorador dijo que  moriría  en la hoguera y como para morir en la hoguera la frase tenía que ser falsa, no pudieron quemarlo;  y para morir envenenado la frase tenía que ser verdad, por lo tanto también se salvó del envenenamiento.  No es posible que sea usted tan tonto.”

De pronto, el juez advirtiendo que estaba quedando en ridículo, tomó lo primero que tenía a mano, que era un martillo de madera, y se lo lanzó a don Chepe, éste alcanzó a esquivarlo pero se cerró la sesión y después, como era de esperarse,  don Chepe perdió el caso. A partir de ese día todos los que se lo encontraban por las salas de los juzgados, en la calle o la cafetería, en lugar de saludarlo, le decían:

 “Don Chepe morirás de un martillazo, ¿eh?”

Después de disfrutar del divertido chascarrillo, recordé que ya llevaba casi dos años oyéndolo. Había seguido una línea rutinaria compuesta de los encargos que me daba don Doroteo, encuentros amorosos ocasionales con María, visitas a la facultad de derecho y tardes divertidas ambientadas con las bromas y chistes de abogados que tenían formada aquí su abadía del café El Águila. Me cuestioné nuevamente sobre mi futuro como abogado y no me causó el más mínimo sentimiento de alegría o satisfacción, por el contrario, experimenté  el pesar de convertirme en un viejecillo fracasado pidiendo limosnas en un café divirtiendo como humorista a los miembros de la abogacía que eran mucho más sagaces que yo.
 Me dieron ganas de irme en seguida, así que pagué la cuenta y me fui hacía el teléfono del local para  llamar a María, con quien, unos días antes había quedado para ver una película que nos tenía en ascuas por la publicidad que se le había hecho y, además, porque aparecía en el papel principal Al Pacino, quién tenía según palabras de María, un parecido enorme conmigo. Yo siempre le decía que eran sus figuraciones y que de ser ciertas tendría que compararnos  al revés, pues siendo tan famoso Al Pacino, lo normal era que me comparara a mí con él y no a la inversa, pero a ella eso no le importaba nada y seguía irritándome, llamándome Al.

A decir verdad, no éramos muy adictos a ver películas en una sala de cine con olor a palomitas rancias, violada a menudo, por los gritos, las risas, las malas críticas y comentarios soeces de los espectadores. Esta vez no teníamos más remedio que ir porque habían llevado a la pantalla la historia real de un hombre que se metió a robar un banco para hacerle a su amigo la operación de cambio de sexo. Sentíamos el morbo de verla y para satisfacer la curiosidad pensamos que valía la pena dejar nuestros prejuicios. Además habíamos leído una crítica de “Tarde de perros” en el  suplemento semanal del periódico y creíamos que esa película sería muy reconocida en las premiaciones del Oscar en Hollywood cuando se celebrara dicho evento.

María era diez años mayor que yo y, a pesar de que en ocasiones tenía sus malos ratos, nos compaginábamos muy bien, además salíamos sin ningún compromiso moral o sentimental. Lo que más nos importaba era pasar un rato agradable con ella obteniendo cada uno la ansiada satisfacción y placer que nos podíamos proporcionar mutuamente. Estaba divorciada, no tenía hijos y trabajaba como secretaria en una oficina de venta de electrodomésticos, tenía mucho tiempo libre y le gustaba leer. Fue precisamente ese amor por los libros lo que nos había unido por casualidad  porque un día fui a su oficina a entregar unas facturas y, mientras esperaba que me revisaran los documentos, entablé conversación con ella. Unos cinco minutos después ya habíamos hablado de Franz Kafka, Guy de Maupassant  y Antón Chejov, habíamos hablado  de literatura como si fuera una conversación sobre el estado del tiempo.         
                                                                       
  Luego supe que esos cuentistas eran sus escritores preferidos y decidí regalarle unos libros de otras historias cortas  que consideré adecuadas para su temperamento práctico y  realista.
Un día me llamó a la oficina para invitarme a comentar un libro que en especial le había gustado y quedamos de vernos en una cafetería muy popular de la zona rosa. Llegó muy ataviada con un pañuelo blanco con estampados de flores y un vestido rojo entallado que realzaba su esbeltez y lo largo de sus piernas. Llevaba el pelo recogido y el maquillaje modesto que la hacían semejarse a una bailadora de flamenco antes de su participación en el tablado.  El libro que me comentó fue el de  los cuentos misóginos de Patricia Hightsmith, luego tratamos el tema de El Varón Domado de Ester Vilar, La Romana de Alberto Moravia,  después, por el calor de la conversación y alguna palabra erótica que nos hizo remitirnos a Xaviera Hollander, el aire y la luz se tornaron más íntimos y seductores, volaban sobre nuestras cabezas ideas que entibiaban la atmosfera impregnándola de deseo y algunos vecinos de las mesas contiguas comenzaban a sentirlo, fue por eso que decidimos que lo más prudente sería continuar la conversación en un sitio más íntimo, así que María me propuso que la acompañara  a su casa.      
                                                                                                       
 Ella vivía en una habitación alquilada que era parte de una casa con un estrecho patio y un enorme zaguán rojo, no estaba lejos del centro, según María era una ganga porque el alquiler era ridículo y además, la dueña, una viejita muy modesta la tenía en gran estima y la consideraba su amiga o, tal vez, su propia hija.

Pasamos una noche romántica untándonos de pasión el uno al otro, con quejidos de placer y sudor consagrado, divirtiéndonos con juegos eróticos y risas pícaras. Dormimos unas cuantas horas y a la mañana siguiente, muy amodorrados. Salimos, ella para ir al trabajo y yo para la universidad.
En muchas ocasiones prefería mejor quedarme con María acostado en la cama que ir a escuchar las lecciones de derecho romano que nos impartían en la universidad profesores de segunda. Por desgracia, ese día era imposible proponérselo a María porque las obligaciones que teníamos nos lo impedían. Llevábamos dos años juntos y teníamos una amistad que nos satisfacía en todos nuestros deseos y necesidades, por eso la relación iba avante.


En realidad salíamos poco porque a mí me acomplejaba demasiado que me vieran con una mujer que me sacaba, sin tacones, diez centímetros de altura. María era muy bonita, tenía unas facciones que habrían envidiado las fotomodelos o las actrices de Hollywood, pero no fue tan agraciada en otros aspectos porque  tenía más cintura que caderas y los hombros tan anchos como los de una nadadora olímpica alemana. A parte su voz, que era un poco masculina y en muchas ocasiones cuando nos escuchaban conversar nos tomaban por un par de amigos que se habían encontrado para tomar una cerveza y conversar en el bar. Ella era muy femenina en sus maneras, pero por las dimensiones de su cuerpo a algunos hombres les parecía que era un travesti cuando la miraban  de espaldas, no obstante, era suficiente que alguien viera su fino rostro de adolescente tardío en el que la tersura servía de prohibición al paso del tiempo para que quedara prendado de su belleza para siempre.