jueves, 26 de abril de 2018

La infiel


Salió del consultorio con una sensación contradictoria. Antes de hablar con el urólogo pesaban sobre él las amenazas de las enfermedades incurables como tumores cancerígenos, infecciones venéreas y todo tipo de degeneraciones en los testículos que lo habían dejado sin sueño por dos semanas. Ahora sabía que no tenía nada grave, era sólo un absceso que lo había dejado estéril en la adolescencia. Siempre había pensado que esa pequeña bolita dura que nunca le había molestado era una simple deformación. Nadie le dijo nada al respecto. Ni siquiera cuando se presentó con una blenorragia y unas ladillas en el vientre. 

Había sido un hombre promiscuo. La gente lo veía con respeto, pues su purrela formada por nueve hijos era la prueba de su fertilidad, sin embargo, las palabras del doctor lo habían dejado como a un pasajero abandonado en medio de una carretera vacía. Se sentía fatal. Apretaba los dientes y maldecía su suerte. Hizo un resumen de su vida separando su condición familiar, social y religiosa. La primera no le importaba en absoluto, ya que le había demostrado a su padre en una riña de verdad, que tenía las manos más fuertes; en lo social siempre le había favorecido su capacidad de mediar conflictos entre los pecadores e inocentes. Su gran sentido común e inteligencia le daban siempre la solución para cualquier problema. En cuanto a la fe, había hecho donativos, se consideraba un hijo ejemplar que le daba a Dios los hijos que le pedía y amaba a su mujer. Nunca se metía en cosas filosóficas por precaución y sus principios eran irrevocables. Ganarse el pan con el sudor de la frente, darle al César lo que era de él y a Dios lo que le pertenecía por derecho.

Como padre se le había desbordado el cariño por sus hijas a quienes consentía y valoraba como joyas. A sus tres hijos los tenía bajo el rigor de la disciplina. Había notado que sus vástagos tenían la conducta de algunas personas que le rodeaban. No se había imaginado que se le vendría la maldición bíblica de Sodoma y Gomorra. Por un lado, había sido pecaminoso, le había dejado sumas enormes a los prostíbulos y se había divertido con mujeres fáciles. Lo que más le dolía en ese instante era que había respetado, sobre todas las cosas, como si fuera un mandamiento divino a la mujer ajena. Ninguno de sus conocidos, de sus amigos y sus confidentes, había sufrido el peso de la cornamenta por su culpa. En cambio, él tenía ahora que determinar de quién era cada uno de sus hijos e hijas y si su mujer le había dado el gusto de ser padre para satisfacer su ego. En cuanto a ella estaba claro que era una perdida, pérfida, infiel, desgraciada y más. Merecía la lapidación, pero ¿sería fácil condenarla? ¿Cuál sería el argumento? Tenía, estaba claro, la prueba irrefutable, pero al anunciarlo, reconocería su calidad de medio hombre y todo su pasado se volcaría sobre él enterrándolo en un hoyo del cual saldría sólo para recibir las burlas y desprecio de la sociedad. 

Tenía que inventarse alguna excusa, tenía el deseo de ir a confesión, pero su relación con la iglesia no era tan buena. Les había propinado a los pastores sendas golpizas por hablar de temas comprometedores como el aborto y algunos pecados capitales. Por cierto, se dijo muy irritado, no estaría mal recurrir a ese medio. Me los cargo a balazos a todos y ya está. ¿Y el crimen? Se preguntó. De no haber móvil ni motivos de venganza, era inútil recurrir a él. Pero, si que tenía móvil, pues sus colaboradores, amigos, socios y hasta enemigos, se habían metido con su esposa en la cama para dejarle una familia de conejos bastardos. Recordó el día de la celebración de la primera comunión de su hijo mayor, José, que parado cerca de la pila del bautismo quedó junto a su padrino y la gente los felicitaba por ser tan buenos cristianos. Eran idénticos y ninguna de las caras de toda la descendencia de los Aristegui vino a corroborar que lo que estaba viendo era una simple coincidencia. Luego, pensó en su hijo más querido, Issac, el más pequeño e inteligente de todos, que llegó cuando la maternidad de su esposa Sara ya estaba clausurada. Se alegró mucho, pero no sabía en aquel momento que el crio era producto del tratamiento de su contable Abraham que a fuerza de hacerse operaciones y retacarse de vitaminas había logrado recuperar su potencia viril. Ya no quiso seguir sufriendo la serie rasposa de recuerdos y se sentó en una cafetería sin clientes. Pidió una taza de café y se quedó mirando la superficie reflectante como si fuera un mar profundo donde se podría ahogar. Entonces sonaron en sus orejas, como golpes de paletas de madera, las palabras del doctor. “Es usted estéril desde la adolescencia. No hay duda alguna, pues estas obstrucciones impiden el buen funcionamiento de sus venas del escroto y es posible que sea incapaz de producir esperma”. Ante tal diagnostico quedó derrumbado. Pasó de ser un hombre firme y de severas decisiones a un muñeco endeble incapaz de prolongar su especie. Puso enfrente todas las caras de los hombres que habían entrado en su casa. A cada cual le correspondía una cría, ahora no había duda de la similitud de los ojos, el carácter, la piel, el pelo y todo lo demás. Había vivido con sus nueve hijos en la ignorancia, haciéndole ley a aquella frase que dice que es padre el que educa no el que concibe, pero eso a él le tenía sin cuidado. Estaba también la cantidad de ofensas y bromas con las que había hostigado a sus conocidos, tirándoselas como si fuera un jugador de béisbol burlándose de los novatos. Ahora recibía por ley física esa reacción que correspondía a sus provocaciones. Tenía ganas de llorar, pero no era la impotencia lo que se las producía, sino esa paciencia con la que Dios le había puesto su camino para engañarlo. ¿Qué debía hacer? Dios, por supuesto no se lo iba a decir. Había que perdonar a los que lo habían ofendido. La ley de la otra mejilla. Estaba de acuerdo, pero y ¿el ojo por ojo? ¿y los dientes? ¿sería necesario acostarse con las esposas de los que lo habían engañado para gozar de la venganza? Lo peor no era eso, pues podría hacerlo en cuanto lo deseara. La cuestión consistía en si podría desearlo y no ridiculizarse en el momento crucial ante las mujeres que, tal vez, supieran algo. “Ven aquí y haz conmigo lo que quieras—oía que le decían ellas mostrándole sus cuerpos gordos y cubiertos de piel celulítica—, impotente inútil, poco hombre, a ver si eres mejor que nuestros maridos”.

Ya no quiso seguir martirizándose con sus ideas y trató de consolarse, diciéndose a sí mismo, que tal vez sus conocidos y amigos no lo supieran. Podía vivir en paz, pero y ¿si de pronto lo asaltara el deseo de la venganza y al ver a su mujer no pudiera contenerse?  Sus pasos lo condujeron a su casa. La gente lo saludó de forma habitual, sus hijos lo vieron entrar y le brindaron sus sonrisas de alegría. Le sirvieron de comer y ya rodeado de su familia se sintió triste porque lo amaban y eran felices. Su esposa seguía con la conducta de siempre sin sospechar que su marido conocía sus infidelidades. Lo abrazó cuando se metieron a la cama y le deseó las buenas noches. Hasta entonces el insomnio no había sido ningún problema para él y su sueño profundo le había proporcionado el descanso que necesitaba. Pronto empezó a bajar de peso y la gente le preguntó la razón de su mal estado, él se refugiaba anteponiendo las penurias del trabajo.

Al final cayó enfermo y tuvo que permanecer más tiempo en su casa. Jamás le había dedicado tantas horas a sus hijos. Lamentó el aislamiento en el que se había mantenido durante tantos años, le remordió la conciencia y se acercó más a ellos. Mantuvo conversaciones muy interesantes y hasta logró olvidar que era estéril. Por desgracia, su reloj biológico llevaba el minutero acelerado y pronto ya no se pudo levantar. En sus últimos minutos decidió interrogar a su esposa. Ella al oír la pregunta le dijo que sí, que le había sido infiel porque un miembro de su familia, no quiso revelar el nombre, le había dicho cuál era el problema de los embarazos frustrados y había decidido pedirle ayuda a las personas en las que él más confiaba. En aquella época de juventud, Sara, era una mujer deseada por muchos hombres, así que todos estuvieron de acuerdo en colaborar de tal modo que nueve embarazos y unos cuantos abortos mostraban la solidaridad de sus amigos y el amor de su esposa. Puedes irte en paz, amor mío— le dijo ella para despedirse—. Recuerda que todo lo hicimos por el amor que sentimos por ti.   

miércoles, 25 de abril de 2018

Anaglifo

Una de las obsesiones que tiene un extranjero es la de tratar de descubrir cuáles son las principales características de la cultura y la gente del país al que ha emigrado o en el que simplemente vive. En esa búsqueda, con ayuda de la literatura, nace este ensayo novela que parece un laberinto por el que el personaje habla con los escritores más populares, oye las canciones folclóricas y modernas, celebra sus fiestas y trata de introducirse en la sociedad moderna para entender los cambios de la gente en los diferentes tipos de economía: soviética y global.
La literatura es el personaje de esta novela corta que se construye con ladrillos de ficción, haciendo de la meta-literatura un recurso que facilita la tarea de sentar a varios escritores rusos famosos. Se mencionan sus obras y se les mete en un procesos de metamorfosis en el que el alumno supera al maestro, pero cuando lo logra se da cuenta de que su pupilo es un nuevo contrincante, renacido, del que ya se había dado por derrotado. Con esperanza y, al mismo tiempo, temor, el personaje principal espera a su sucesor para volver a reencarnar y seguir con ese círculo infinito de sustitutos. Una lectura seria que requiere de concentración y es un reto a los conocimientos del entorno moderno.
Pronto su publicación en:
Lulu editores.

miércoles, 18 de abril de 2018

La desgracia de un lobo


Era un lobo como esos de los cuentos infantiles que se comen a las abuelas o los cerditos. Se había cansado de ser malo y había escuchado una voz que le pedía que se arrepintiera. Él lo interpretó como una llamada de un ser superior. Toda la vida se había preocupado por ser ejemplar. Cumplía al pie de la letra todas las normas que exigía la comunidad lobuna. En las cacerías era uno de los mejores. Se había ganado el reconocimiento de su clan y por modestia había rechazado el puesto de líder. Tenía a sus lobas y procreaba en los períodos que le exigía la naturaleza; pero ahora se sentía incómodo dentro de sí mismo. 

Seguía atacando a las ovejas con el mismo éxito, pero terminada la carnicería, se sentía con remordimiento de conciencia. «¡Arrepiéntete! ¡Arrepiéntete de tus pecados! —le decía la voz, todas las noches—. Debes amar y ser noble, perdona a los que te ofenden y haz el bien». El lobo se preguntaba cómo podría hacerlo, pues si perdonaba a las ovejas y comenzaba a amarlas, tendría que dejar de comer carne y cambiarla por vegetales. Les consultó a todos sus conocidos la cuestión, pero se rieron de él porque la imagen de un lobo comiendo verduras era ridícula. Él lo sabía a la perfección, pero no dejaba de oír los mensajes que le venían del interior y que se repetían con bastante frecuencia durante el día. Fue tanta la presión que un día en el que se reunieron los lobos de su clan para atacar a las ovejas por la noche, él se fue sin decir nada. Se alejó para siempre de sus semejantes y trató de aprender a comer plantas. Le fue muy difícil acostumbrarse porque entró en un método de experimentación que lo llevó de las purgas a la inanición. Al final descubrió que sí podía comer pepinos, tomates, lechugas y zanahorias. Creyó que ya se encontraba en el camino correcto, pero al ver una liebre, saltó sobre ella y se la comió con mucho apetito. Cuando se vio mordisqueando los huesos y lamiendo la sangre en las piedras, lloró porque se dio cuenta de su pecado. Se castigó a sí mismo por su instinto depredador y estuvo metido en el agua fría de un lago por una noche entera. 
Cuando amaneció se tiró en la orilla y perdió el conocimiento. Cuando despertó notó los balidos de unas ovejas, se levantó y fue a mirarlas. El rebaño estaba muy cerca y había unas cabras que lo vieron, se pusieron en círculo y lo recibieron amenazantes.
“¿Qué quieres, lobo? —le preguntaron con mirada agresiva—No te atrevas a acercarte. Somos mayoría y en las condiciones que vienes, es difícil que puedas hacernos algo”. El lobo les explicó su problema, les demostró que estaba capacitado para comer hortalizas y les pidió que lo dejaran estar con ellas. Las cabras se negaron, pero él persistió y se fue siguiéndolas a unos metros de distancia. Poco a poco se fueron familiarizando con la bestia voraz que parecía un perro pulgoso. Un día estuvo en compañía de los cabritos más pequeños y les sirvió de juguete. Lo atacaban con presteza y el con dificultad resistía las embestidas. Lleno de moretones se acercó a la cabra macho que mandaba en el grupo y le pidió de nuevo que lo incluyeran en su rebaño. Fue aceptado. Su conducta era ejemplar, no molestaba a nadie y se comunicaba con sinceridad. Les preguntaba a todas las cabras qué pensaban de los lobos y que era lo que les gustaría que cambiara. Pasaron los días y el lobo empezó a pasar desapercibido, no le ponían mucha atención y todo el tiempo se le veía comiendo cosas que arrancaba de los arbustos o desenterraba de la tierra.

Una noche el lobo pensó que debería estar feliz porque su voz interior había cambiado, ahora le elogiaba sus actos y lo animaba a acercarse a las ovejas. Era la hora de ir al encuentro de las criaturas que siempre habían sido sus víctimas. Aprovechó que unos corderos pastaban cerca para comenzar una conversación. Al verlo las hembras se pusieron a la preventiva y estaban listas para llamar a los carneros para que las defendieran, pero el pobre esperpento que quedaba del lobo las hizo recapacitar. “¿Qué quieres de nosotras, lobo?” —le preguntaron en coro.  Les contó su historia y les rogó que lo aceptaran entre ellas, que estaba arrepentido de sus malos actos y que quería redimirse. Lo llevaron con el macho más fuerte del rebaño. Hablaron más de una hora y la comunidad quedó conmovida por los sufrimientos del pobre animal. Lo dejaron permanecer entre ellas un tiempo con la condición de que si se le ocurría atacar a algún crío, lo echarían sin falta.

El lobo acompañaba al hato a pastar y ya tenía varios amigos con los que mantenía largas conversaciones. Comenzaron a estimarlo porque, a pesar de tener un aspecto de fiera voraz, era manso y no comía carne ni cuando se le presentaba la oportunidad. Muchos habían visto cómo el lobo se alejaba de los restos de las presas que dejaban los cazadores. Lo que nadie sabía era que el pobre cánido mantenía una lucha interna muy fuerte. Era una batalla contra sus instintos naturales. El olor de la carne fresca lo ponía nervioso y cuando lo detectaba en el aire y veía a sus compañeras, salía corriendo en sentido contrario para dejar de martirizarse con el antojo. Se iba a la montaña y hablaba con su voz interior. “Guíame, dame fuerzas para soportar esta tentación, no me dejes pecar—le decía al cielo—y luego aullaba por lo bajo llorando de sufrimiento. Volvía a su comunidad masticando largos tallos de hierba y flores. Todos lo veían con cariño y sentían conmovido su corazón. Había quien lloraba de verdad por la ternura del pobre animal que ya no paraba las orejas, llevaba siempre el rabo entre las patas y sus dientes se habían pintado de verde y eran lisos y sin filo. El lobo se acostumbró a su condición y mantuvo sus deseos a distancia. Estaba orgulloso de haber cambiado y sentía que pronto alcanzaría la paz interior, a pesar del sufrimiento constante.

Una noche lo despertaron unos balidos muy apagados. Cuando abrió los ojos se vio mordiendo a un pequeño borreguito que respiraba con dificultad. Todos estaban alarmados y surgieron los rumores, todo mundo se reprochaba haber permitido que el salvaje lobo se quedara entre ellos. Él por su parte se disculpaba y pedía perdón, decía que había sido víctima de un sueño, que realmente tenía distanciamiento con su vida pasada, pero a la hora de dormir había perdido el dominio. Decidieron echarlo y lo amenazaron con matarlo si volvía. Con gran desconsuelo se marchó. No sabía qué rumbo tomar. Se acercó a la montaña y empezó a rezar, conforme iba orando sus plegarias se alejaba cada vez más de sus antiguas amigas las ovejas. Llegó a un sitio muy alto y se sentó viendo el horizonte. Su respiración era entre cortada por el llanto que no dejaba salir. Luego, ya no pudo soportar y derramó sus amargas lágrimas. Tenía la esperanza de que le llegara del cielo una respuesta, pero la luz se fue apagando y sus pensamientos fueron cada vez más oscuros.

¿En qué he fallado? —se preguntaba entre sollozos—¿Qué fue lo que no pude dominar? Estaba a punto de redimirme y vivir en paz, en armonía con la naturaleza ¿Por qué es tan difícil ser bueno y no caer en la tentación? No obtuvo respuesta y le pareció que todos los seres vivos habían dejado de existir. El silencio era como una capa de hielo que lo cubría todo. Entonces el lobo se hizo unas preguntas tontas: “¿Cuál es la razón de mi existencia? ¿Para qué me ha creado dios? ¿Con qué fin llegué este lugar?”.

Meditó mucho tiempo y mantuvo un diálogo en el que su otro yo era su juez. No pudo encontrar razones para volver con los suyos, ni le quedó el deseo de ir a buscar a las ovejas. No quería seguir comiendo vegetales y la carne le pareció más despreciable aún. Se decidió a ponerle una prueba a su resistencia. Se quedó esperando un mensaje que lo salvara, unas palabras de aliento que lo condujeran por un camino razonable. No encontró la respuesta que necesitaba y dejó que se cumpliera el juicio final. Se puso de pie con dificultad y dijo:

 “Nací como un lobo por designio divino. Se me puso a prueba para que pudiera alcanzar el perdón por mis pecados, pero fallé, no pude luchar contra mi naturaleza. La vida se convirtió en un infierno porque renegué de mi esencia, decidí purificarme sin saber que no podría soportar la transformarme en cordero. No me queda nada. No siento deseos de nada. No sé si cometí un error o es así como debía llevar mi vida. Siempre tuve fuerza moral y física, pero no escogí el camino adecuado para realizarme. No le reprocho nada a nadie. Lamento no haber sido capaz”.

Siguió mirando cómo se ponía el cielo de color azul marino. Una fuerte corriente de aire le enfrió el pelaje. Su mirada seguía divagando en su cabeza. De pronto encontró fuerzas para acercarse a un precipicio, cerró los ojos y soltó su último aullido.  

lunes, 9 de abril de 2018

El pintor de las sensaciones (terror)


Acabó los últimos detalles del cuadro con unos trazos dolorosos, llenos de nostalgia y agonía. No podía asegurar si volvería a repetirse la experiencia, pero sabía que valdría la pena intentarlo otra vez. Se sentó a unos metros de la pintura y suspiró, la estuvo contemplando largo rato. Las baldosas dejaron de sentir el calor de su cuerpo y las gotas de sudor formaron un charco alrededor de sus piernas. Estaba desnudo y la luz del sol iluminaba su espalda dorada. Se puso de pie y encendió un cigarrillo, luego se sirvió ron añejo y se quedó mirando por la ventana. Eran las diez de la mañana. Se marchó sin rumbo.

Lu´fredo era su nombre artístico. Lo conocían bien en los círculos intelectuales, pero como tenía un talento especial lo descartaban como representante del arte contemporáneo. Su obra estaba impregnada de un tono callejero, vulgar y obsceno, no obstante, era eso precisamente, lo que reconocían los críticos y valoraban sus admiradores. Estaba catalogado como “El artista de las sensaciones”. Sus pinturas, adquiridas por una bicoca en el mercado negro, se encontraban en las mejores colecciones privadas. También algunos museos poseían las pinturas que él mismo había donado en un acto de altruismo. En realidad, estaba tan inmerso en su método de experimentación que ni siquiera se preocupaba por el sustento y la apariencia. Confiaba en que algún mecenas lo sacara del atolladero—lo intuía en la práctica—y, por eso iba confiado por la vida, fumando sus cigarrillos de tabaco montés y sus porciones de aguardiente mal destilado y viejo. Tenía muchos conocidos, pero con ninguno había estrechado lazos de amistad porque veía la realidad como falsificada y ellos la autentificaban. Alquilaba un pequeño cuarto en una casa vieja. La dueña le toleraba que no pagara la renta siempre que le dejara algunos cuadros firmados. La astuta casera, la señora doña Leticia, no se veía obligada a esperar a fin de mes para recibir los añorados trabajos de Lu´f, como le decía de cariño, porque todo dependía de la prolijidad del pintor. Había días en que trabajaba durante más de quince horas. Después de sus maratónicas jornadas podía quedarse muerto en un colchón o salir con el pelo desordenado y los ojos hambrientos a pedir sopa o un trozo de carne con pan.

Cuando le llegaba la inspiración se quedaba con los ojos clavados en algún sitio y se ponía a preparar el lienzo y las pinturas a tientas. Parecía que después de pintar en su mente los cuadros los mantenía frente a él y sólo los filtraba a través de sus dedos transmitiendo sus sensaciones con el pincel. Los resultados eran desconcertantes para el observador común. La gente que no lo conocía pensaba que sus trabajos eran fotografías de gran tamaño embadurnadas de pintura en forma de garabatos, pero en cuanto se acercaban a las telas descubrían que la foto de la manzana tachonada con fosforescentes colores, era en realidad un óleo en el cual el artista había trazado primero, con líneas anárquicas muy finas, los círculos, triángulos y espirales, de tonos verdes, rojos y marrón, y luego había sacado de esos grumos de pintura que ponía en su paleta, todos los recortes de la fotografía que se encontraba dentro de su cabeza. Los fenómenos más impresionantes acontecían con los cuadros eróticos porque, si bien los melocotones, fresas, naranjas, verduras y carne de pollo producían un poco de hambre en los espectadores y admiradores de su obra; las partes del cuerpo humano, desnudas e innegables emitían el calor de la pasión que hacía temblar a dos metros de distancia. 

Lu´fredo tenía un gran secreto. Primero cogía los objetos que deseaba pintar, los acomodaba en la posición más estética según su concepto de equilibrio cósmico y, luego, permanecía varias horas tratando de transformarse en esa composición. Si había madera entre los elementos que escogía, meditaba reconstruyendo la vida del árbol de donde se había sacado la tabla para la elaboración del mueble o adorno. Con lo comestible era más sencillo, ya que lo único que debía hacer era probarlo y dejar que su gusto, tacto, olfato, oído y vista se encargaran de mezclarlo con el caudal de alcohol que le corría por la sangre y esperar a que el humo de la hierba quemada formaran un espectro en el aire, en cuanto este procesos se realizaba, Lu´fredo cogía los pinceles y no dejaba de trabajar hasta que tenía todo representado en la tela, cartón u objeto sobre el que había decidido pintar.

Un día don Camilo de la Serna, un terrateniente con mucha influencia, escuchó los comentarios que su más cercano amigo hacía del artista y se interesó por él. Pidió que le mostrara las fotografías de la revista en la que le habían dedicado un pequeño artículo. Miró con atención y decidió que debía contratarlo para que le hiciera un retrato al estilo de los grandes impresionistas o, mejor aún, como un postimpresionista del tipo de Roger Ing. En realidad, Camilo de la Serna no tenía la más mínima idea del arte, pero como tenía dinero, en cuanto escuchaba que había pinturas como las de Frida Kahlo, José Luis Cuevas, Rufino Tamayo y otros no dudaba en adquirir, aunque fueran copias o falsificaciones. No fue difícil localizar al maestro de los sentidos en el arte, sin embargo, hubo que recorrer más de ochocientos kilómetros. Lo encontró el señor Mateo, el fiel chofer de don Camilo, que ya tenía sus años y conducía cada vez con más precaución, fue por lo que, de las previstas nueve horas de trayecto, resultaron quince. “Lo necesitamos para un trabajo especial, Luis Alfredo—le dijo el chofer mientras le entregaba un sobre retacado de billetes—, nomás necesito que se venga conmigo al estado de Durango, ahí tendrá alojamiento y comida mientras termina su encargo. Además, el patrón dice que esto, y señaló el bonche de dinero, es un pequeño adelanto, luego le dará más.

Lu´fredo había terminado de hacer un cuadro y se estaba recuperando del trance cuando tocaron a su puerta. Tenía mal aspecto porque durante sus viajes astrales y meditación, su cuerpo se descomponía, era como si su espíritu alcanzara un nivel celestial, pero su cuerpo se resecara o marchitara por el abandono de la energía vital. Con los ojos entrecerrados por los dos enormes párpados hinchados aceptó la propuesta de Mateo. No salieron de inmediato porque la casera no quería dejar marchar a su inquilino. De forma muy persuasiva insistía en que el único lugar dónde el talentoso pintor estaba bien era su casa. Tal vez tuviera razón y su instinto maternal la previniera causándole una sensación de asco en la barriga. “Nadie podrá cuidarlo como lo hago yo, señor Mateo, se lo juro”. Repitió mil veces la frase, pero no logró nada. En el momento en que Lu´fredo consideró que ya era suficiente, cogió todo el dinero que tenía y se lo dio. Doña Leticia ya no pudo contener su amor incondicional y comprendió que había perdido su gallina de los huevos de oro y se resignó. Calculó la suma del fajo de billetes, el precio de los cuadros que vendería pronto y lloró de felicidad. “Te voy a extrañar, mijo. Ya sabes que aquí tienes tu casa”. No se preocupe señora—le dijo Mateo pensando que era la madre adoptiva del pintor—, ya verá que en menos de unos meses ya está aquí de vuelta—hizo una pausa y luego agregó para calmarla e ilusionarla— y va a llegar con un chingo de lana, ya lo verá.

Se quedó frente a su ex inquilino mirándolo con atención para grabarse su cara. No sabía que unos meses después volvería a tener noticias de Lu´fredo, pero serían tan desagradables que preferiría no haberlo conocido nunca. En ese instante sólo pensaba en las reformas que le haría a su casa, los muebles nuevos que compraría y el coche que había deseado inútilmente hasta ese momento. Observó a Mateo para recordar la forma que debe tener un chofer experto por si se le presentaba la necesidad de contratar uno. Los dos hombres salieron y se treparon a la camioneta negra que echó un rugido en cuanto la pusieron en marcha y volando desapareció tras de una nube de esperanza.

Durante el trayecto, Lu´fredo se durmió porque el viaje nocturno no tenía ningún atractivo. Cerca de las cinco de la mañana se despertó por un tremendo enfrenón. Una vaca se había cruzado en medio de una curva no muy prolongada y Mateo tuvo que detener de golpe el auto. Lu´fredo se hizo un gran chichón en la frente. Preguntó la causa del alboroto y vio a un hombre con una carabina apuntándole detrás del parabrisas. Mateo apaciguó al arriero y siguió su marcha. A mediodía ya estaban en compañía de Camilo de la Serna. Los recibió muy contento y se rio mucho cuando le contaron lo de la vaca, pero le advirtió a su chofer que, si le pasaba por segunda vez algo parecido, sacara la fusca sin pensarlo. Se preparó una gran comilona para el recibimiento y Lu´fredo comió a morir. Hacía mucho tiempo que no probaba la comida campirana y el estar cerca de la naturaleza le cambió el humor. Sus reflejos perdieron la lentitud habitual y oía mucho mejor, además el olfato se le agudizó. Lo notó cuando sintió en el aire la cosquilla de la canela y preguntó si estaban preparando algo para despanzar la comida. Sí—le dijo Camilo—le tenemos preparado un tequilita y café con canela. Por la tarde le mostraron el rancho, los animales y los peones y el personal que se encargarían de servirlo. Había a su disposición tres muchachas que le arreglarían la habitación y le proporcionarían lo que les pidiera. Le recomendaron que no intentara abusar de ellas en la cama porque estaba prohibido, él asintió y se fue a dormir.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Camilo le explicó lo que deseaba. “Quiero que me pinte unos cuadros como esos que usté sabe hacer—le dijo retorciéndose el bigote y alisándose su barba de chivo—, pero necesito que sean los mejores trabajos que haya hecho hasta hoy”. No le prometo nada don Camilo—le contestó Lu´fredo un poco enfadado porque no soportaba que le dieran ese tipo de órdenes—, pero como en este sitio me siento muy bien, lo más seguro es que sean muy buenos. Lu´fredo ya estaba listo para empezar, incluso empezó a estudiar el rostro de su cliente, pero éste lo previno de que primero tendría que practicar con algunos objetos, animales y personas del rancho. Camilo ya había entendido que su huésped tenía que asimilar las cosas, experimentarlas, metamorfosearlas en su cuerpo si era posible para poder pintarlas, por eso le encargó una naturaleza muerta que resultó magnífica, ya que los intensos sabores, nada parecidos a los artificiales de las frutas que se venden en la ciudad, le inspiraron tanto que hasta las imágenes del lienzo despertaban el apetito.

Satisfecho por el resultado, don Camilo dijo que el siguiente paso serían las aves de corral, luego los conejos, seguidamente las ovejas, las vacas y los cerdos. Durante tres semanas de intenso trabajo, Lu´fredo llegó a perfeccionar tanto su arte que se sentía un iluminado como Leonardo Da Vinci. Había ido adquiriendo unos hábitos raros. Paseaba unas horas por el monte, olía las yerbas, recolectaba plantas, hongos y minerales con los que a medianoche se pintaba la cara con una mezcla que hacía con ellas. Sus sueños eran muy intensos y le parecían viajes a un pasado desconocido. Se veía junto con otros hombres haciendo ceremonias. Invocaba a los espíritus y participaba en sus festines. Unos guerreros le daban de probar la carne-esencia de sus enemigos, se la servían en pequeños platitos y le decían de qué estaban impregnadas. Fortaleza—decían mostrando sus pectorales—, inteligencia, resistencia, astucia y odio. También había otros con aspecto de brujos enrollados en pieles de lobo que le hablaban de su árbol genealógico. Le daban vísceras y le llenaban la boca de cariño ventral, mamaba la sangre clorofílica de sus ancestros. Ya estaba habituado a todo y ni siquiera se lavaba la cara ni se quitaba los dibujos hechos en las piernas con sangre de conejo.

Lu´fredo pintó a una sirvienta que después se sintió muy indispuesta y renunció a su trabajo. No pudo ver el cuadro terminado porque impresionada por la forma de plasmar las imágenes del artista renunció a la vida. La misma suerte corrió una ama de llaves y un capataz. Don Camilo de la Serna estaba a punto de renunciar a su proyecto, pero era demasiado tarde. Lu´fredo tenía a todos en fila posando para sus pinturas. No tenían forma de escapar porque todos permanecían enclaustrados en un almacén de granos. Cuando por fin pintó a don Camilo ya no quedaba nadie más a quien plasmar en las telas, entonces Lu´fredo se puso triste y sin coger el dinero que debía cobrar por su esmero, emprendió la marcha a pie. Por la carretera unos patrulleros lo confundieron con un aborigen. Le preguntaron sobre su domicilio y contestó que no tenía, que la ultima dirección que recordaba era la del rancho de don Camilo de la Serna. Lo acomodaron en el asiento trasero y se dirigieron hacia donde les había indicado. Cuando llegaron se sorprendieron de ver una masacre, parecía que una jauría de lobos había pasado por ahí y se había cobrado con creces una deuda pendiente con el hombre. Lu´fredo fue remitido a un hospital psiquiátrico en el que no se le encontró anomalía alguna. Se le citó a juicio y el abogado defensor tuvo la genial idea de invitar a un antropólogo que demostró que Lu´fredo era descendiente directo de unos nativos de las islas caribeñas en las que la población había desaparecido por la hambruna y las guerras entre tribus. Los estudiosos en genética mostraron una proteína que contenía esa información. Dijeron que Lu´fredo al volver al ambiente natural de sus ancestros se había comunicado con ellos y le habían despertado sus instintos. No se le pudo dar una condena y se declaró objeto de estudio para la ciencia. Lo llevaron a un zoológico y lo pusieron cerca de los cánidos. No se pudo demostrar que por las noches sintiera deseo de comer carne cruda, por el contrario, la cercanía con las bestias voraces le había despertado el gusto por las verduras y las frutas.

La señora Leticia lo visitó un día para hablar con él, pero no lo logró porque Lu´fredo ya no se comunicaba en cristiano y usaba sólo señas y gestos para la comunicación. Los especialistas le contestaron a doña Leticia que era imposible demostrar que el salvaje de las jaulas vecinas a los zorros pudiera pintar y le mandaron de vuelta a su casa con sus pliegos enrollados. Se alejó decepcionada recordando al joven artista que por unos años había sido representante de un nuevo tipo de arte, pero eso ya no le servía de nada.

miércoles, 4 de abril de 2018

Argucia del gladiador


Una corriente de aire levantó el polvo del circo romano y los pies de Nauplio quedaron rodeados por unas pequeñas dunas que lo hacían parecerse al Coloso de Rodas, los espectadores gritaban y exigían la presencia de Marcus, el favorito del emperador que había sido adquirido hacía un mes y ya era el terror de los púgiles en toda Roma. Era un samnita muy audaz y tenía las cicatrices de las batallas que había librado en el ejército, pero la mala suerte había hecho que lo olvidaran y fuera comprado como esclavo en África. Nauplio era del sur de la península ibérica y lo habían cogido junto con su padre cuando se encontraban pescando. Un gobernador los acusó de robo para quedarse con sus mujeres y sus propiedades. Así Nauplio perdió a su madre y su hermana.  

Su padre pudo mantenerse durante unos cuantos combates, pero al enfrentar a un griego muy corpulento no pudo contenerlo con la red y terminó degollado.  La única herencia que le dejó fue la red y el trinche. Nauplio desde el principio mostró habilidad con la espada, pero el lanista que había oído que el joven era pescador decidió darle la red y llamarlo Poseidón. Le resultó bien el cambio, pues de un adolescente con espada débil, se transformó en una araña altamente peligrosa.
Se movía con agilidad esquivando las estocadas, mantenía al enemigo a una distancia imposible de acortar y nunca fallaba con la malla. Un día se enfrentó a un etíope muy fuerte y ágil, el lanista vio fallar a Poseidón tres veces con su urdimbre y se resignó a que le mataran a su luchador. La contienda había sido muy larga y uno era tan ágil como el otro, la diferencia era sólo el tamaño y la fuerza que estaban del lado del negro. De pronto, se levantó un nubarrón dorado y se oyeron los gritos de asombro. Los hombres ricos que habían apostado a ojos cerrados por el enorme gigante de ébano apretaron los puños y se mordieron el labio inferior. Cuando vieron que éste yacía en el suelo con el trinche en el cuello. Había caído enrollado como un enorme bagre, respiraba con tranquilidad y miraba sin vida a su oponente, sabía que era su final. El dueño y los invitados se encontraban haciendo los cálculos de las pérdidas que les acarrearía esa ejecución y propusieron que se le dejara con vida. La suma que el dueño de Poseidón obtuvo le dio muchas cosas y, sabiendo que podría ganar mucho más, decidió velar por la vida de su retiarius. El gigante de ébano llegó al circo romano y le dio al emperador muchas satisfacciones porque lo convirtieron en el adversario a vencer en todo el imperio. No había muchos gladiadores que pudieran hacerlo, pero la vida quiso que Marcus lo matara de un medio giro. Había adelantado el pie derecho para defenderse con el escudo, luego había girado y, en el aire, dejando caer la rodela, empuñó la corta espada y la clavó en el cuello del Titán. Todos los espectadores lo vieron caer, pero nadie podía explicarse la razón, fue la coloración roja la que les dio la respuesta, pues la arena se humedeció rápidamente provocando los gritos de alegría de los enemigos del régimen. Marcus pudo haber recibido en ese momento la espada de madera, pero el astuto Cesar se dijo: “Mortuus est rex, post regem” y puso al nuevo héroe de su lado. Fue entonces cuando los caminos los llevaron al mismo cruce. Nauplio venía desde Mantua pasando sobre griegos, árabes, africanos y uno que otro eslavo. Marcus sólo esperaba a los contrincantes para acortar su vida de guerrero, abrazaba la ilusión de recibir la libertad pronto.  No sabía que la obtendría, pero de una forma completamente distinta.

Se abrió una puerta y apareció la figura maciza del consentido del pueblo romano. El nombre de Marcus se elevaba por el cielo, su cuerpo brillaba gracias a los aceites que le habían untado antes del combate. Nauplio siempre se había guiado por dos consejos, el primero de su padre, que le recomendó antes de morir que fuera prevenido y que luchara por su vida pasara lo que pasara. Lo hizo a menudo, pero cuando creció, se dio cuenta de que era una recomendación para un adolescente porque estaba anegada del cariño paterno, la segunda la recibió de Marcus, que le enseñó todos los secretos del combate y lo obligó a automatizar sus movimientos para reaccionar en el momento exacto. Este secreto era el que los había unido durante muchos meses de entrenamiento y ahora los confrontaba en la arena más importante del mundo. Pensó, casi soñando, en un combate como el de Vero y Prisco que todavía no se había llevado a cabo, pero que había concluido con dos espadas de madera como símbolo de su compartida libertad. Nauplio recordó las largas tardes en las que conversaban de cosas habituales, de su pasado y sus esperanzas.  Marcus lo único que deseaba era ser libre, pero su gran capacidad de luchador y sus estratagemas lo llevaban cada vez más cerca del emperador. Eran tiempos miserables, en el pasado la gloria había llegado con honores y reconocimientos, con villas y esclavos al servicio de los grandes combatientes. Ahora sólo le importaba al pueblo la sangre derramada, los gritos de dolor y las humillaciones perversas. Se desconocía el indulto y se pedía que los perdedores fueran masacrados sin conmiseración. Para no mirar la figura agresiva de su contrincante, Nauplio rebuscó en su pasado algo que lo alejara de esa situación tan desagradable en la que no sabría matar a su cercano amigo. Estaba dispuesto a perecer y terminar con todos sus sufrimientos. Llegó la imagen de Fulvia, una joven con la que se quería casar, no la otra mujer famosa, la preferida de Cayo, sino la que se parecía a una de las Pléyades, Mérope, quien era la única de las diosas que se había enamorado de un hombre. Ahora, le pertenecía a un rico mercader, la había visto por última vez cuando lo compraron para formar el equipo de su nuevo lanista, en aquel momento perdió a su amigo Marcus y se le quedó herido el corazón, Fulvia su Mérope, la hija de sus vecinos, era la protegida del vendedor de especias, la había robado y la tenía como una criada a la cual le daba también la categoría de amante. Él estaba en espera de las órdenes de su entrenador, cuando ella entró con una bandeja con frutas y vino. Se miraron con desconsuelo, tratando de explicarse por qué la vida los había acomodado en esa posición. La desesperanza los sumió a los dos en un túnel oscuro en el que perdieron sus sentimientos.

Se oyeron las trompetas anunciando el inicio del combate. La muchedumbre sólo deseaba ver al pescador Poseidón, descuartizado por la filosa espada de Marcus. Nauplio no sabía cómo frenar a su contrincante que atacaba como una bestia. En unos cuantos segundos se sintió bañado por el sudor. El sol era devastador, Marcus lo miraba furioso y se lanzaba como un oso. Nauplio pensó que, por la gran estima del pasado, Marcus estaba dispuesto a morir y no usaba sus armas letales o, tal vez, con la gran experiencia que había adquirido durante los combates, se había convertido en todo un maestro de las fintas y las trampas. Por instinto de conservación Nauplio aplicó todos sus sentidos a sus movimientos, calculó con exactitud cada ataque y en fracción de segundos adivinó las variantes de cada lance. Habló con él, pero no obtuvo respuesta. Marcus rugía como león y se defendía con la agilidad de siempre, sin embargo, unas heridas le habían dejado más lenta la pierna izquierda y, al notarlo, Nauplio supo que en el momento en que el cansancio llegara y la luz del sol se pusiera de su lado, podría atrapar a la fiera que parecía insensible a los recuerdos. Era como si de un fuerte golpe en la cabeza hubiera perdido las imágenes del pasado. Más de media hora fueron recorriendo los rincones del estadio y no hubo quien se quedara con el deseo de arrojarles algún objeto para incitarlos a un enfrentamiento más cruel. Nauplio lanzó la red en la dirección incorrecta para que Marcus se librara de ella y al girar le mostrara una parte de su espalda. En ese momento sería herido por el trinche y desarmado de su espada. Fue una cuestión de segundos. El mismo Nauplio no sabía lo que había hecho, pero había conseguido derribar a Marcus y cogiendo el tridente se lo apoyó en el cuello.
El griterío de los espectadores animaba al emperador a desangrar a su gladiador. No se decidía y lamentaba que no hubiera oportunidad de argumentar algo en contra del reciario que esperaba paciente para hundir la fuscina. El dedo apuntado hacia abajo decidió la muerte de Marcus. Permaneció en silencio hasta el último minuto, no maldijo, ni gritó, sólo emitía pujidos y sonidos indescifrables. Con el corazón en pedazos, Nauclio, apoyó todo el peso de su cuerpo en el largo mango de su trinche y vio cómo se revolvía su amigo sin poder evitar las convulsiones. Nauplio le pidió en voz baja perdón y sus ojos se llenaron de lágrimas anegados por los dulces recuerdos. Se le premió y fue comprado a su lanista por una cantidad estratosférica. Se convirtió así en el gladiador oficial del emperador y tenía que servir ahora como monigote en las celebraciones. Salió encorvado, sin el ego que cualquier otro en su lugar hubiera sentido. En cuanto llegó al sitio donde estaban sus compañeros, se derrumbó en un rincón y amenazó con matar a quien se le acercara.

En la noche comió poco y dejó que le curaran las heridas. Tenía una en el lado derecho del tronco y el galerus y la manica lo habían librado de la muerte. Recordó un movimiento de Marcus, tirándole una estocada al cuello, pero había sido lenta, como si la hubiera querido anunciar para que no fuera mortal. Después del fallido espadazo, Nauplio había tirado la red y lo había vencido. Lamentó que su amigo hubiera muerto por sus consejos: “Nunca dejes de ver al enemigo y reacciona en el momento en que se descuide”. Así lo había hecho y había triunfado, perdiendo. Habría preferido mil veces ser la víctima. Morir tirado en la arena mirando con desprecio al vulgo, aprovechando su condición de vencido para escupirles su desprecio, pero Marcus lo había estropeado todo. Ahora abrazaría la esperanza de recuperar a Fulvia o quizás sufriera el martirio de buscarla en las esclavas que sin duda le proporcionaría su nuevo dueño en las fiestas privadas donde tendría que sacrificarse combatiendo con ponzoñas criminales, expertos soldados y gladiadores de su entorno. No pudo conciliar el sueño y se aferró al vino para viajar al pasado feliz en el que abrazaba a su amigo y miraba con ojos tiernos a su prometida. Estuvo a punto de escapar para que la guardia lo detuviera y lo matara por desobedecer la orden de detenerse. Hubo un momento en el que el vino fue más poderoso que él y se durmió.

Despertó rodeado de unas mujeres que le estaban lavando el cuerpo, le sirvieron de comer y lo vistieron para que se presentara ante unas grandes personalidades. Se levantó con dificultad y caminó renqueando porque las heridas le dolían intensamente. Fue despacio y en el trayecto una mujer joven le permitió que se apoyara en ella. Al hacerlo, le entregó un papel que decía:

“Querido Nauplio, ayer escapé de Roma, en mi lugar pusieron a un griego que se parece a mí físicamente. Si has recibido esta nota, lo cual creo con toda seguridad, estaré satisfecho. Me gustaría encontrarme contigo alguna vez, pero no se cuando será. Recibe un fuerte abrazo y rompe esta nota y quémala. Tu sincero amigo Marcus”.

domingo, 1 de abril de 2018

La cómplice


Siempre he considerado la hoja en blanco como una aliada, más que una enemiga. Podría reprocharle que es olvidadiza, pero no infiel ni chismosa ni, mucho menos, un simple folio en blanco. Me extraña que haya escritores que le dediquen tanto tiempo a ese supuesto problema de la falta de inspiración. “Pamplinas—me dice la hoja virginal muy coqueta—, eso sucede sólo por falta de sensatez. Pues si no tienes inspiración, no te sientes a llorar frente a una hoja en blanco. Tampoco escribas en el momento inoportuno. Lee primero y ve películas, observa a la gente y piensa, piensa en cómo contarías eso o lo otro, luego espera el momento en que salte la chispa y, sobre todo, permanece listo para hacer cosas que la gente normal no hace, como: parar a una señorita para describirla en un cuento erótico diciéndole que necesitas ver sus prendas de lencería, salirte del baño con el papel higiénico en la mano porque no puedes dejar que se te vaya la inspiración o arrebatarle un lápiz a un niño para poder pintar el rostro de tu personaje más villano con cara de limón”.

En realidad, siempre escribí siguiendo más o menos esas reglas y era verdad, la benigna lucidez creativa, era capaz de surgir en medio de un sueño de terror o durante un paseo con una chica o, incluso en la cama, en medio de los gritos de placer en el momento más dulce y deseado de la relación. Una vez me pasó y Magdalena casi me mata, pero la obra fue publicada y después ella misma me preguntaba antes de bramar de placer si tenía algo pensado, yo sólo la miraba con los ojos de huevo y balbuceaba algo que la hiciera callar. Publiqué bastante y nunca tuve problemas con la creatividad. Lo que si me causó realmente un problema grave fue mi afición a mi literatura secreta, esa que escondía en los minutos del retrete, en las noches de insomnio y las horas muertas del trabajo en la oficina. Empecé con cosas sencillas que iban cayendo en mis manos. Grushenka, El diario de Fanny Hill, Memorias de una pulga, La Venus de las pieles, Tiresias y muchas más. Mi capacidad descriptiva, que combinaba las sensaciones comprobadas en la experiencia de cuerpos ajenos y la imaginación, que me daban la poesía, causó un enorme desagrado en los editores y los pocos amigos que me leían. Mis historias les parecían demasiado ardientes, difíciles de terminar, un día José Alfredo se empapó los pantalones de engrudo leyendo uno de los pasajes que escribí sobre una mujer fatal que padecía de amor y la definían peyorativamente como “La ninfómana”.  Avergonzado por el mal que le había ocasionado a mi amigo y, previendo que muchas personas se podrían encontrar en la misma situación, no podía imaginarme a una inocente señorita en un autobús con ese tipo de lecturas, decidí que no escribiría más, habría sido un crimen. Ya pensarán que lo dejé todo y que eso de la hoja en blanco es verdad y que no soy capaz de contar nada digno de lectura, pero siento decepcionarlos. Les revelaré mi gran secreto.

Cuando me ha llegado una gran idea y es imposible controlarme, cojo un folio en blanco y lo pongo sobre la mesa. Lo dejo en un sitio muy visible para que mi mujer Magdalena vea que no estoy escribiendo y comienzo a redactar la historia al estilo de los grandes maestros de la antigüedad y los impresionantes altruistas pintores del Oriente. Escribo con ritmo, pongo música adecuada para el tipo de historia y voy siguiendo las notas con la imaginación, luego remojo mi pluma de ganso en el tintero y hago la descripción, voy siguiendo los bordes del camino que lleva al erotismo puro de mis historias y dejo que las sensaciones de mi cuerpo se plasmen en el papel. Remojo y escribo, remojo y escribo, y cuando viene Magdalena y trata de leer lo que estoy narrando, no ve absolutamente nada, se queda extrañada viendo como me arde el cuerpo y me transpira la piel y se aleja, ella interpreta mis locuras como un rezo, como un ejercicio semejante al de los artistas chinos que se entrenan mil veces dibujando con agua para poder dominar el trazo perfecto. De la misma forma, yo remojo mi pluma en agua y disfruto las historias, las vivo plenamente y lo hago sin recato, sin enrojecer por la presencia de las miradas curiosas, ya no discuto con nadie, me realizo en cada cuento y cada vez soy más pródigo.