martes, 13 de febrero de 2018

La visionaria


Amanda María nació arrugada como todos los bebés del mundo, pero su piel estaba corrugada no por su estancia en el líquido amniótico, sino porque desde la gestación el espermatozoide que llegó primero al óvulo ya era dinosaurio. Se había rezagado en varias eyaculaciones anteriores y permanencia allí en el túnel carnoso de salida a la espera de un milagro. Una ocasión, por fin, se desprendió y llego con rapidez a formar el cigoto. El caso es que la madre no lo entendió y tuvieron que explicárselo con un lenguaje más popular: “Señora, Cleo, su niña padece progeria desde antes del embarazo, es decir, ya era anciana antes de nacer”. La señora Cleo miró a su marido Teodoro y se abrazaron en una actitud de resignación. Ya no preguntaron más y decidieron, de forma empírica, llevar la carga de senectud que les habían entregado en una manta con un listón rosa. “Se parece a tu abuela—dijo Cleo mirando con ternura con el ojo izquierdo a su marido y a su hija con el derecho—, mira nada más que cachetes tiene”. Teodoro no contestó, pero su boca de pato constató la veracidad de las palabras de su esposa. Los primeros días no sabían qué hacer porque Amanda ni de broma se acercaba al pecho de su madre. Pedía gachas y papillas con bastante sal y carne molida, a escondidas, se servía el licor de las botellas de su padre.

La vecina Pancha decía que era como el caso de Benjamín Botón o Button, pero en mujer; incluso les puso la película en la computadora para que le creyeran. Amanda dijo que prefería el cuento al filme y que además Fitzgerald tenía algo de anciano en su expresión facial. Para acostumbrarse a su condición de padres primerizos los Villegas tuvieron que ir rompiendo uno por uno los principios que les habían inculcado por generaciones. Trataron de verle el lado bueno a su situación y acordaron poner a prueba la experiencia de su pequeña hija. Pronto se arrepintieron porque la “Abuela”, como le decían los niños en la manzana, sabía de todo y su sentido común, junto con la intuición, era algo tan autentico que ni los más sabiondos maestros de primaria se atrevían a contradecirla.

Pasó un año y con una lupa, la señora Cleo, le contó las arrugas a su hija para ver si ya había empezado su proceso de rejuvenecimiento. La noche anterior había hecho cuentas en sus sueños y, de acuerdo, a ese principio de regresión inventado por el alentoso Scott, calculaba que cuando su hija cumpliera los veinte años tendría la misma apariencia que ella y se verían como hermanas. Se carcajeó frente al espejo del baño de su habitación onírica y se dijo que apuntaría sin falta la recomendación de tomarse una foto y mandarla a una pagina de las redes sociales para preguntarle a los curiosos qué relación tenía con su acompañante. Resultó que no había ni más, ni menos arrugas que las traídas desde su nacimiento. A Cleo le tembló la mano un poco al presentir que su querida Amanda María no rejuvenecería nunca, pero lo consideró una idea tonta, pues si un talentoso escritor americano ya lo había desvelado en la ficción, tenía que pasar en la vida real. A esta segunda idea siguió una temblorina jacarandosa muy larga porque Cleo y Teodoro no eran filósofos, por lo tanto, las cuestiones de metafísica, teo-física, como llamaban a la teología, y las demás físicas los desconcertaban.  Esa fue la razón por la que Cleo no le comentó nada a su marido cuando su pequeña niña estaba soplando las velitas frente a la tarta de cumpleaños y el rostro interrogador de Teodoro exigía el número exacto. Pasaron dos años más y se repitió la escena y el silencio de Cleo. La niña seguía sin rejuvenecer, tampoco había empeorado, pues los achaques que traía desde el nacimiento le seguían dando las molestias habituales.

Un día la anciana niña se levantó por la noche y despertó a sus padres. Ellos de forma automática cogieron las pomadas para reumas y las pastillas para el insomnio y se las dieron, pero Amanda dijo que no le dolía nada, que lo que deseaba era conversar un momento con ellos. Se levantaron y se fueron con ella a la cocina. Prepararon un café aguado y sacaron unas galletas de canela que Amanda saboreó con mucha calma antes de hablar. Luego con la mirada fija en algún lugar de la cocina dijo: “¿Saben que los gringos no llegaron a la Luna en el 69? Eso fue una farsa, pero luego si mandaron a unos astronautas y lo que vieron en el satélite no les gustó, por eso prohibieron las expediciones”.
Cleo le contestó que eso ya lo sabían y que había algunos libros que lo trataban con lujo de detalle. Amanda entrecerró los ojos y se quedó dormida. La cargó Teodoro y la recostó con cuidado. Las noches de desvelo se hicieron habituales, en algunas ocasiones Amanda se levantaba dos veces y decía cosas relacionadas con la historia, mucho de lo que comentaba era de dominio público, pero luego comenzó a destacarse su calidad de historiadora. Ya no se conformaba con narrar el pasaje histórico, sino que lo describía con detalles y la información era tan reveladora que Cleo y Teodoro decidieron consultar a varios especialistas, tanto en psicología como en historia. El psicólogo no les ayudó en nada porque su diagnostico señaló a Amanda como una persona con un gran intelecto y una personalidad estable, libre de traumas y complejos, de obsesiones y perversiones, en una palabra, un dulce de anciana inofensiva. Los historiadores fueron más escépticos porque Amanda los ponía en atolladeros insalvables y luego les daba soluciones tan lógicas que hasta los expertos más recelosos movían la cabeza para manifestar su aceptación. Algunos profundizaron en los temas y le hicieron las preguntas evadidas por la historia para tantearla, pero su sorpresa fue grande cuando empezó a citar documentos oficiales de asesinatos, conspiraciones, deportaciones, fraudes y otros asuntos estatales. Amanda se ofreció a llevar una página en un prestigioso periódico, pero todos consideraron que sería muy peligroso por lo comprometido de sus declaraciones, a cambio de su silencio le ofrecieron pagarle por las consultas y ella aceptó. 

Cleo seguía padeciendo los desvelos, pero Teodoro un día dejó de ignorar las conversaciones nocturnas de su hija porque percibió un olor raro en el ambiente. Se dio cuenta de que Amanda olvidaba las cosas que decía y sus opiniones nunca eran sobre el presente, ni siquiera sobre el último año del que había hablado la ocasión anterior. “¿Te das cuenta—le preguntó Teodoro a su mujer—de lo que le está pasando a nuestra hija?”. Al no obtener respuesta soltó de tajo lo que temía. “Nuestra hija está perdiendo la memoria en dirección hacia el presente”. Los ojos de su mujer lo sacaron de sus casillas y gritó lo más bajo que pudo oculto bajo la manta. “Se va a ir hasta la edad de piedra y luego será una vieja autómata, ni siquiera podrá hablar en un idioma normal”. Cleo, con su arrogante sentido común, calmó a su marido y le dijo que Amanda sólo tenía quince años y que sus temores eran infundados. Se dio la vuelta y fingió roncar. Teodoro también hizo lo propio. Los únicos ronquidos reales eran los que llegaban de la habitación vecina. Cleo volvió a hacer cuentas y se dijo que cuando Amanda tuviera treinta años hablaría de la Edad Media o el Renacimiento, así que para el imperio romano llegaría con cuarenta, a Egipto con cincuenta y así hasta los ochenta que era los que aparentaba en ese momento y desde el día de su venida al mundo.

Por desgracia, el proceso se aceleró y a los diecisiete años, Amanda comenzó a hablar de Thomas de Aquino, de la quema de brujas y de Copérnico, ya no se acordaba de la Guerra Mundial, mucho menos de la Guerra Fría ni de la URSS. Se alarmaron cuando un especialista les dijo que muy pronto empezaría a tratar temas de la historia del periodo anterior a Jesucristo. No tenían otra salida más que detener el proceso degenerativo. Probaron con lecturas de la historia moderna, le llevaron especialistas para discutir sobre el siglo XIX y XX. Todo fue inútil porque Amanda se expresaba cada vez más rápido y las personas que la rodeaban apenas se daban tiempo para escribir o grabar lo que ella comentaba con tanto énfasis. Llegó el día temido por sus padres. Amanda ya no salió de la habitación, se había transformado en un ser peludo por descuido y sucio por capricho, con las encías llenas de sangre devoraba vegetales e insectos. Después adoptó la manía de romper todo con un mazo y se la tuvieron que llevar a un sitio apartado para que no causara molestias. Pronto se fueron olvidando de ella y se quedaron esperando la noticia que les anunciaría el final de su hija.

En una ocasión sonó el timbre de la puerta y al abrir vieron a dos hombres que les entregaron una caja de madera. La abrieron y descubrieron a su hija, estaba irreconociblemente momificada. La lavaron le pusieron ropa adecuada y la colocaron en el salón, en un sitio confortable y poco húmedo. La miraban con atención todos los días y cuando se dieron cuenta de que en sus pupilas se podía ver el universo comenzaron a viajar por el espacio con ella. Llamaron a un astrónomo que comparó las imágenes de las niñas turbias de Amanda con las tomas del Hubble. Determinó la posición en la que se encontraba la memoria de Amanda y la conectó directamente al observatorio ALMA en Chile para ir cotejando la valiosa información.

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