sábado, 12 de septiembre de 2015

El fin de un linaje.

El señor Tonatiuh Iztaccihuatl se encontraba hincado ante el altar de la Virgen de Guadalupe. Su rostro expresaba agradecimiento, las lágrimas no dejaban de brotarle de las estrechas rendijillas de sus ojos para caer como lluvia de gratitud. Su lengua permanecía colgando e inmóvil, la baba se le caía en hilos elásticos y transparentes. En la mano derecha el humilde vendedor de nieves de limón sostenía un códice azteca en el que se narraba, con imágenes y jeroglíficos, la historia del origen de su familia. Desde la salida de Aztlán, la ahora casta Iztaccihuatl Cortés, había estado formada, única y exclusivamente, por mongolitos; incluso había rumores de que el mismo Moctezuma había tenido desecado, en su museo de curiosidades y monstruos, a uno de los miembros de su familia que murió por la enfermedad de envejecimiento prematuro o progeria, la cual en lugar de ser maléfica, le había dado en su breve vida reconocimiento y admiración al famoso pariente.


—Virgencita, te lo ruego de corazón. Haz que mi hijo no sufra el mismo destino de su antepasado Mixcoatl* y que me dure muchos años —le decía el preocupado hombre a la santísima milagrosa.

Después de media hora de plegarias y ruegos, Tonatiuh salió de la iglesia. Cogió su carrito de helados, se secó las lágrimas, se persignó y, cuando se encontraba a unos cien metros de la casa de Dios, se sonó los mocos. Fue un buen día porque logró vender toda la nieve que había preparado por la madrugada. Hizo de nuevo la larga ruta de todos los días y en cuanto entró a su casa le dieron la buena noticia:  

“Todo terminó bien. Nació muy grande, se parece a ti, es tu vivo retrato”.

Con una sonrisa boba, causada más por la falsedad que por la dicha, agradeció en voz alta que las cosas hubieran salido bien y que su esposa e hijo se encontraran sanos y salvos. A partir de ese día ya no pudo dormir con tranquilidad y su vida se convirtió en un infierno de dudas porque lo atosigaban las preguntas relacionadas con su pequeño hijo y eran tan insistentes que le molestaban como zumbidos de mosco.

 ¿Vivirá como todos nosotros o tendrá el destino de Mixcoatl? —le preguntaba a la Virgen, sin obtener ninguna señal.

Pasaron los años y un día, gracias a la buena observación de uno de los tíos, se dieron cuenta todos de que el niño Mixtli era diferente de los demás miembros de su familia porque sus facciones empezaron a cambiar. A los tres años se le redujo la lengua y pudo cerrar la boca como cualquier persona, después, los ojos se le pusieron redondos y se le abrieron mucho para darle un aspecto inquisitivo y tenaz, luego, su desarrollo fue normal y llegó en su adolescencia hasta el metro setenta y cinco. Para ese entonces el señor Iztaccihuatl había vendido miles de carritos de nieve, había visitado la iglesia cada fin de semana y había hecho todo tipo de mandas para enderezar, o al menos preservar,  el camino de su apreciado vástago. Había dedicado miles de horas para implorarle a la Virgen su indulgencia.
La familia Iztaccihuatl Cortés vivía feliz gracias a los reconocimientos que todo mundo les hacía, pues Mixtli era un genio en las matemáticas y la física. Habían dejado de ser los tarados, tontos, imbéciles y memos de siempre para convertirse en la reconocida familia del matemático Mixtli.
Un día que el señor Tonatiuh fue de nuevo a la iglesia enarbolando su códice azteca para decidir el futuro de su nieto que estaba próximo a nacer, se encontró a un viejo doctor retirado de la casa de maternidad de donde la señora Xóchitl de Cortés atendía sus partos y entabló una conversación con él.

—Buenas tardes, doctor Rodríguez, ¿Qué tal está?

—Bien. Bueno, bien dentro de lo que cabe porque ya sabe usted que a mi edad es uno víctima de todos los achaques habidos y por haber, por desgracia, las enfermedades no respetan a los doctores, al contrario, parece que se ensañan.

En ese momento se le acercaron al partero una mujer, de unos cincuenta años de edad, y su atractivo marido. Iban acompañados de un hombre con síndrome de Down igualito a don Tonatiuh. Fue tanta la sorpresa que el vendedor de nieves enmudeció. Estaba temblando porque una ligera duda le martilleó la cabeza y veló sus ideas. Esperó a que el matrimonio terminara de hablar con el doctor y luego preguntó:

— ¿Quiénes son esas personas, doctor?

—Ah, unos clientes que recibieron por equivocación a un niño con retraso mental y no pudieron recuperar al suyo porque ese día tuvimos una avería en el archivo y los registros de nacimiento se empaparon. Las enfermeras repartieron a los niños según se iban acordando de las madres, pero hubo errores por el ajetreo y nadie puede garantizar que las cosas salieran bien. Imagínese nomás, cuántas cosas suceden por los azares del destino…

Al voltear a ver a su interlocutor, el doctor ya no vio a don Tonatiuh, ya que éste se había esfumado en una carrera estrepitosa hacia la casa de maternidad.

 *Mixcoatl, dios azteca que era el representante y protector de la vida nómada.

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