viernes, 4 de junio de 2021

Buscando un Glashütte


Lo primero que decidí hacer después de la guerra fue encontrar el reloj que había visto en la muñeca de un soldado alemán. Lo recuerdo muy bien porque presumía en el campo de concentración de su valioso y apreciado artefacto. “Es de mi padre, cabrones, ¿lo oís? No es cualquier cosa. Pertenece a un empresario que fabrica bombas. Sí, esas mismas que están cayendo sobre las casas de vuestros familiares”.

Franz era muy blanco y tenía unas pecas que le daban apariencia de mapache. Era fuerte y tenía muy buen apetito. Siempre le robaba lo que podía a sus compañeros y era extremadamente cruel. Su devoción al Reich era más fuerte que cualquier fe. Se sabía de memoria los protocolos de los sabios de Sion y citaba algunos puntos cuando se disponía a mandarnos a la cámara de gas. ¿Es verdad que queréis gobernar el mundo apoderándoos de la riqueza y el oro, malditos bichos? Pues, escuchad bien. ¡No lo podréis hacer porque todo este aparato se ha construido para el exterminio total de la lacra del mundo!”.

Todos le teníamos miedo y cuando percibía nuestros titubeos se acercaba muy despacio y callado. Luego se posaba a unos centímetros de la cara y soplaba, después se reía a carcajadas. Había quien no podía resistir su presencia y al poner un gesto de enfado era castigado con trabajos duros y ayuno hasta la muerte. No había peor cosa que sufrir por el fallecimiento de algún compañero y escuchar su maldita perorata de su reloj Glashütte. Yo no era el único que deseaba con fervor su muerte. Por las noches hubo quien tramó un atentado contra su vida y estuvieron a punto de envenenarlo, pero se salvó y su venganza fue lo peor que nos pudo haber sucedido. Se encargó personalmente de descargar las latas de gas de los camiones. A muchos los puso a trabajar en los hornos y luego los rehabilitó en la construcción de los refugios. Los que volvían parecían seres a quienes se les había extirpado el alma. Durante las mañanas opacadas por la neblina se oían sus pasos agresivos, nos sacaba desnudos al patio y ordenaba que nos bañaran con agua fría. Los pocos que sobrevivimos a sus maltratos nos prometimos encontrarlo para acabar con él.

Un día notamos que los miembros del SS estaban en el campo dirigiendo la fuga. Se quemaban documentos, se empacaban las cosas de valor y se destruía cualquier cosa que pudiera comprometerlos. “Se van a largar estos malditos—dijo Joseph que no podía mantenerse en pie por la tos tuberculosa que lo levantaba del suelo—. Ahora verán lo que les espera”. No duró mucho y en la noche se quedó tumbado en una litera. No nos dimos cuenta de su muerte hasta la mañana siguiente. Una prueba que no olvidaré jamás fue la hambruna que vino cuando nos liberaron. Los rusos nos habían quitado el yugo de los nazis, pero no tenían planeado alimentarnos así que sobrevivimos llevándonos a la boca hierba y cosas incomestibles.

Regresé a Varsovia para recibir las malas noticias. Con el aislamiento de cuatro años le perdí la pista a todos los miembros de mi familia. Las puñaladas fueron cayendo poco a poco. Mi casa quedó destruida, no quedó nadie de mi familia y me encontraba tan seco e insensible que no pude ni siquiera llorar. Las escenas tétricas que vi en Majdanek me dejaron hueco. Tuvieron que pasar unos años para que las lágrimas volvieran a rodar por mis mejillas, pero eran clorhídricas, me fueron destruyendo el rostro y envejecí demasiado. Traté de encontrar un motivo para vivir y al hacer un repaso de mis planes recordé lo del reloj. Fue una noche en la que me quedé dormido en el sofá y apareció ante mí un reloj de oro con una cubierta para proteger el cristal. No era como el de Franz, pero me hizo recordar el Glashütte. ¿Cómo había podido olvidar mi promesa? Sería por los tranquilizantes que me tomaba como golosinas. Me había tratado de apartar del mundo para existir en un espacio abstracto. La somnolencia me había convertido en un autómata. Mis movimientos se repetían como programados para convertirme en vegetal. De pronto sentí de nuevo latir el corazón. Resonaron esas palabras amenazantes y rencorosas de Joseph. Entonces fue cuando decidí encontrar a Franz y su maldito reloj. Ya habían comenzado hacía mucho los juicios de Nuremberg. Fui a la embajada de Francia a preguntar sobre los prófugos de la II Guerra Mundial y si sabían algo de Franz Schwerin. No me pudieron dar ninguna información, pero me recomendaron que me pusiera en contacto con el Centro de documentación judía de Viena. Así lo hice y me dijeron que tenían pistas de Franz quien se encontraba en Buenos Aires. Estaba muy lejos y no me imaginaba como podría ir a buscarlo. Con las pocas fuerzas que tenía no podía hacer esa travesía. Decidí hacer amistad con algunas de las personas que se encargaban de la búsqueda de nazis. Me invitaron a hacer declaraciones y escribí una larga lista de los oficiales y coterráneos que había conocido. Me lo agradecieron mucho y quedaron de informarme. Empecé a fortalecerme para el momento en que me dijeran que se había detenido a Franz. Quería asistir a su juicio y quitarle el reloj o al menos recordarle sus palabras cuando fuera condenado. Soñé cientos de veces ese momento, pero nunca llegó. Según supe después, se suicidó. Se había casado con una mujer argentina, Rosario Vega. La había dejado con dos hijos.

Me sentía frustrado. No sabía qué hacer. Mi deseo de venganza se vio atrapado en mi raquítico cuerpo y el malestar me incomodaba todas las noches. Llegué a pensar que ese veneno que se producía en mi interior me mataría a fin de cuentas. Hice mis maletas y me fui en busca de la familia de Franz. Me resultó difícil encontrarla, a pesar de que me habían dado todas las referencias. La razón fue que la señora Rosario se cambió el apellido y mis pesquisas duraron más de un año. Tuve que asentarme en esa ciudad porteña. Aprendí el idioma y empecé a comunicarme con la gente. Cada día seguía las falsas pistas que me daban. Estuve a punto de darme por vencido y si no hubiera sido por un golpe de suerte, me habría regresado a Varsovia. Fue un día que estaba paseando por La Plaza de Mayo. Me quedé de pronto estático con la cabeza en blanco. Tenía enfrente un estanque y veía la caída del agua como hipnotizado. Oí a lo lejos algo que resonó varias en mis oídos, pero no podía reaccionar, seguía petrificado. “Franz ven aquí”. Se hizo un eco en mi cabeza y volteé. Era un niño muy rubio con pecas. Lo miré fijamente y encontré un parecido enorme con el otro Franz. Tuve que sentarme para no caerme. El corazón latía inútil porque no llegaba sangre a mi cabeza. Caí en el suelo y cuando me recobre vi a una mujer que me ofrecía su ayuda. “¿Se siente bien?”. Me levanté con dificultad y acepté el café que me ofreció. Me llevó a un sitio muy modesto. El interior estaba fresco y recuperé las fuerzas. Entablé una conversación sencilla con Rosario. Le dije que había emigrado de Europa, que trabajaba ocasionalmente dando clases de idiomas. Pasamos una hora hablando de todo y después me dijo que se iba. No podía dejarla ir, así que me las ingenié para que aceptara mis servicios. Le dije que Franz parecía austriaco y que con toda seguridad podría aprender el alemán. Ella dudó mucho y al final me confesó sus temores. “Lo mejor sería que olvidara esa lengua y que se desvanecieran los recuerdos de su padre. No sabe el peso que nos oprime”. Le dije que estaba de acuerdo, pero que la cultura es lo más valioso que se tiene en la vida. Saber un idioma extranjero siempre ofrece más oportunidades. Ella me dio largas y me explicó que tenían problemas de dinero, que habían llevado todo al empeño y que por eso estaban en la ciudad. Vivian muy lejos y tenían que regresar al día siguiente.

Al final le pregunté por los objetos que había dejado bajo consigna. Nombró algunas cosas, pero a mí me interesó solo que el reloj de oro de Franz estaba en el Monte de piedad. Le prometí recuperarlo y entregárselo de vuelta, sin embargo, ella se negó categóricamente. “Si lo recupera, quédeselo y no me busque jamás para hablar de él”. Me despedí de ella y su hijo y me fui. Al día siguiente fui a buscar el reloj. Llegué al mediodía. No había mucha gente y el encargado que me atendió me dijo que una joya como esas no podía pasar desapercibida, así que el señor González que era el administrador se lo había llevado. Le rogué que me pusiera en contacto con él. Tuve que insistir durante varios días y cuando hablé con el señor González se río cuando vio mi cara de asombro. “¿Y qué creía usted? ¿Piensa acaso que era para mí? No, estimado amigo. ¿Sabe quién me lo compró sin pensarlo? ¿No? Pues el mismo licenciado Barón”. Le pregunté cómo podría encontrarlo y me fui al anticuario donde estaba seguro de que podría recuperar el reloj.

Entré en un local muy oscuro con aroma rancio. Había todo tipo de objetos raros, pinturas, lámparas antiguas, esculturas, objetos de latón, plata y cobre. Pregunté por el dueño y me dijeron que había salido porque tenía que cerrar un buen negocio. Pedí que me mostraran todos los relojes que tenían, pero ninguno era el de Franz, así que supuse que el gran negocio que estaba haciendo en ese momento el licenciado Barón estaba relacionado con lo que yo buscaba. “En efecto, señor Saúl, hace unos días vendí ese reloj por una buena suma. Le gané el cincuenta por ciento y sé que el americano que me lo ha comprado sacará aún mucho más. Le pedí las referencias de aquel hombre. Resultó ser un empresario que se hallaba de paso por Argentina y saldría en unos días a los Estados Unidos.

John Steel era un hombre ocupadísimo. Me había costado un trabajo enorme llegar a América y más aún encontrarlo. Tenía dos oficinas. Una en Nueva York y otra en San Diego. Siempre estaba haciendo viajes y cuando me presenté en su oficina en California me dijeron que tendría que esperar una semana a que volviera de Canadá. Se había ido una semana de vacaciones con sus socios. Según decía la secretaria Marie, les encantaba pescar salmones en esa época del año. Pasé los días merodeando por la oficina, por si el hartazgo de pescado lo hacía volver antes. No fue así, por el contrario, fue una semana y media y cuando me presenté en la oficina Marie me indicó que me sentara, que me atendería John en un momento. Fueron unos minutos espantosos para mí. Los recuerdos y las emociones ya casi olvidadas regresaron como fantasmas aterradores. Estaba sudando y no sabía qué decirle. Antes había inventado una historia para convencerlo de que me vendiera el reloj, pero ya no podía recordar cómo contarla y mi cabeza estaba echa un embrollo.

Salió de la oficina. Llevaba un traje azul marino muy elegante. Su pelo estaba embadurnado de brillantina y su rostro de águila me miró como si yo fuera una presa fácil. “En este momento no puedo atenderle, señor Saúl. Explíquele a mi secretaria el motivo de su visita y vuelva otro día”. Me quedé con la mano extendida. Perdí el habla y el dominio de las piernas. Estuve así por la imagen de su muñeca. Llevaba puesto el Glashütte. Sali después como poseído, no sé cuántas horas estuve caminando por la ciudad. En la tarde llegué a mi modesto cuarto de hotel y comencé a beber vodka. Quería disipar con alcohol las ideas, pero entre más me embriagaba, más triste me sentía. Me dormí llorando y a la mañana siguiente decidí renunciar a mi plan. De nada valía recuperar ese reloj, incluso, sería aún peor porque no tendría la fuerza para destruirlo y me acosarían los demonios hasta provocarme la demencia. Hice la maleta y busqué un vuelo a Europa. Encontré un avión que salía en cinco horas a Londres. Esperé con paciencia evitando todo tipo de pensamientos. Me entretuve mirando a la gente. Lo hacía sin juzgarlos, por la necesidad de distraerme. Vi niños correteando, padres gritando, mujeres muy arregladas pavoneándose por todos lados.

Miré el reloj y vi que faltaban unas horas para hacer el registro. Fui a buscar el mostrador de la empresa British Airways y cuando iba a llegar vi a John. Estaba sentado con aire distraído. Me quedé unos segundos pensando qué le diría y me fui a sentar a su lado. Lo saludé y él no me reconoció. “Es muy bonito su reloj —le dije amablemente—. ¿De qué marca es?”. Es un Glashütte—contestó mostrándomelo—, perteneció a un empresario judío que murió en un campo de concentración. No podía creer lo que oía. ¿Quién le habría contado esa falsa historia para embaucarlo? Le comenté que un objeto tan valioso debía tener alguna inscripción. Dijo que sí, que en efecto tenía una dedicatoria en alemán. Se quitó el reloj y me la mostró.

“Für meinen lieben Sohn Franz. Hilf ihm durch schwere Zeiten während des Krieges.

Sein Vater: Carl Schwerin”.

¿Sabe usted quien fue Franz Schwerin? Negó con la cabeza y empecé a contarle lo que había hecho el dueño de su preciada adquisición. John me oía con asombro y por sus muecas estaba claro que me tomaba por un farsante, sin embargo, le mostré mi tatuaje del brazo. El cincuenta mil novecientos treinta y siete. Llegué antes de que se empleara el número uno para las series y mucho antes de que se pusieran en práctica las categorías A y B. John quedó convencido, pero las cosas que oía lo desconcertaban tanto que se deshizo el nudo de la corbata y se quitó la chaqueta. Su rostro mostraba vergüenza y estaba como un tomate. “Mire, Saúl, si quiere le doy el reloj, por lo que me ha dicho, usted tiene sus razones para conservarlo. Pagué mucho dinero por él, pero si tiene detrás tanta crueldad y lo necesita para cumplir su promesa, se lo doy”. En seguida me lo puso en la mano, pero no podía sostenerlo. Mi mano parecía resistirse y temblaba como si le estuvieran administrando una gran descarga eléctrica. Al final lo pude coger y le dije a John que lo destruiría allí mismo. Dijo que se tenia que ir. Me levanté para despedirme y me abrazó. No pude contener el llanto y me convertí en una estatua de piedra. Se alejó sin volver la mirada. Vi su espigado cuerpo desaparecer. Pasaron unos minutos y vi el reloj. Era verdad lo que me había imaginado. No tenía fuerzas para destruirlo, era más fuerte que yo. Me sentía otra vez en las filas de presos con la horrible mirada de Franz. Oía que me decía: “A ver, inútil, a ver si eres capaz de destruirlo. Seguro que no tienes fuerzas ni para sostenerlo”.  Permanecí en mi sitio hasta que se anunció la salida de mi vuelo. Fui al baño y saqué el reloj. Lo tiré por el inodoro. Tuve que bajar varias veces la cadena hasta que la cañería se lo tragó. Salí de los aseos peor que nunca. De nada había servido tanto esfuerzo. No podía perdonar a Franz y la venganza que según pensaba se comía fría, era tan indigesta que no podía andar.

Llegué a mi piso. Saqué lo que tenía en la maleta y preparé un café. Estuve mucho tiempo viendo la pared. Todas las cosas malas que había sufrido regresaron. Nunca debí empeñarme en seguir el rastro de aquel reloj. Ya no quedaba más remedio que vivir con eso el resto de mis días. Intenté distraerme frecuentando personas de mi edad. Traté de leer y pasar el tiempo jugando al ajedrez. Nada me pudo ayudar y sentí que estaba cerca de la locura. Un día amanecí peor que nunca y perdí una parte importante de la memoria. Ahora los médicos me dicen que me resigne, que las cosas irán a peor. Ellos lo lamentan mucho, pero para mí es un alivio, una liberación.

2 comentarios:

  1. Una historia tan fascinante, pero no podía parar de averiguar si había encontrado el reloj, y si estaba aliviado

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  2. Gracias por tu comentario, Mia. Al parecer, la vida le jugo una broma de mal gusto al personaje. Primero por el signifacado que el reloj adquiere cuando se lo regala el abuelo, después viene la maldición de haber sido portado por un colaborador con los alemanes y, lo peor, es que se deshace del reloj, pero el heredero del primer dueño podía haberlo redimido. Una minitragedia. Saludos

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