lunes, 25 de julio de 2016

La flor de la campana

Cruzan los cielos como danzantes espirales
 todos los viajeros cometas y estrellas fugaces
en fuegos pirotécnicos de las fiestas siderales
 propiciando ambientes para sublimes romances

                                                              Mortaliss.



La flor de la campana

 Siempre había sentido curiosidad por la belleza eslava. La causa de tal interés eran Pedro y Mariano, sus compañeros del trabajo, quienes habían estudiado en la desaparecida URSS y siempre comentaban las agradables experiencias que habían compartido con algunas mujeres de aquellas tierras. —¿Te acuerdas de Diana? —le preguntaba el uno al otro—. ¡Cómo no me voy a acordar sí estuvimos juntos en Kishiniov, en el campamento donde recolectamos frutas todo un mes, ¿qué no te acurdas? —¡Ah! !Pues, claro! Era por eso que andabas con los ojos de borrego ese verano del 88, ¿verdad? —comentaban riéndose con gesticulaciones y manoteos muy obscenos.
Así eran la mayor parte de las conversaciones entre sus dos compañeros del trabajo y cuando no era Anna, era Larisa, y sí no, entonces las Mashas, Lenas y Natashas.

 Era tanta la algarabía que armaban los dos amigos, que Andrés se prometió a sí mismo que un día se iría, sin avisarle a nadie, a San Petersburgo o Moscú y se casaría con una mujer muy guapa. “Para que aprendan”—se decía muy quedo como si estuviera apuñalándolos con sus palabras—. Empezó a tomar nota de las cosas que sus colegas comentaban con respecto a la forma de vida y la cultura moscovita, luego buscaba información en la embajada, en las guías de turistas y en los periódicos. Un día asaltado por la curiosidad les preguntó a sus amigos si la comida era rica. Ellos lo miraron con ojos de rana y le contestaron con una pregunta: “¿Qué no sabes que hay un restaurante ruso en el centro de la ciudad? ¿No? Pues te vamos a llevar para que conozcas la música, los bailes y las delicias rusas”.

 Un viernes se reunieron a la hora de la salida y se fueron al Acorazado Potemkin, que era como se llamaba el restaurante. Cuando llegaron estaba un grupo de músicos interpretando una pieza muy popular y comenzaron a cantar. El camarero los reconoció y con una amable sonrisa y un abrazo muy efusivo los invitó a que se sentaran en una mesa que se encontraba al lado de otra donde había una gran cantidad de rusos. —¿Ves qué popularidad tenemos aquí, Andrés? A ver si aprendes un poquito y te conquistas una muchacha para sentar cabeza, que ya te hace falta—. De nuevo se alegraron y al recibir su botella de vodka, el enorme platón con ensalada de pepinos, tomates y rebanadas de pan negro comenzaron a brindar. Andrés estaba encantado porque no sólo le gustaban las melodías, sino algunas de las muchachas que se levantaban a bailar y gritaban a coro cuando reconocían un acorde que les accionaba un detonador en la garganta y el corazón.
 Mira, nada más qué cara tienes Andrés, estás en babia, cierra la boca no se te vayan a meter las moscas—le decían entre risotadas y fuertes golpes en la espalda—. Andrés se sonrojó y les pidió con la mirada que lo dejaran tranquilo, sin embargo, sus amigos aprovecharon la ocasión para llamar a una conocida que no era muy guapa, pero podía comunicarse en español con gran soltura. ¿Cómo se llama este hombre tan serio con quien vienen? —les preguntó María analizando con curiosidad y deseo al invitado—. Es nuestro compañero Andrés, no conocía este magnífico lugar, ¿te lo puedes imaginar, Masha? —Ella sonrió y saludó a Andrés dándole un beso en la mejilla. Así comenzó una larga conversación en la que el agasajado supo que su nombre en ruso era casi igual y que terminaba en una i muy reducida, o sea Andrej o Andrey; que María tenía una tía en Moscú; que ésta le ayudaría si un día se decidiera a viajar a la capital rusa; que ella no tenía novio y que estaba dispuesta a darle unas clases del idioma si lo deseaba. Seis meses después, Andriusha, como le decía María, hablaba y escribía un poco en el idioma extranjero, tenía el dinero suficiente para hacer un viaje y permanecer dos semanas alojado en el piso de Anna la tía de María.

 Llegó en el mes de julio, la señora Annia lo recibió, le dijo que se iba a trabajar en su huerto en la casa de campo y que volvería dos semanas después, es decir, cuando él estuviera en vísperas de su regreso. Fue muy amable y le dio todas las instrucciones necesarias para que no tuviera ningún problema, luego se fue cargada de bolsas con retoños de tomates, pepinos, ajos y cebollas. Los primeros días Andrés se dedicó a ver las cosas interesantes de la ciudad y a probar los platillos de comida que le habían recomendado sus amigos, pocos platos le gustaron en realidad, pero lo poco que le satisfizo el paladar se le quedó grabado para siempre, fuera por su aspecto y sabor o la elaboración del guiso. Cosas como el borsh, las tortas de carne, los panecillos rellenos, el kvas (bebida fermentada de pan negro) y algunas ensaladas le parecieron manjares de dioses. En cuanto a los sitios de interés, lo impresionó La Plaza Roja y las iglesias del interior del Kremlin, La Cámara de armas y la catedral de San Basilio, la cual le pareció que estaba hecha de merengue, y el teatro Bolshoi. A parte de la arquitectura, le sorprendía que cada vez que veía a una mujer guapa, se le aparecía una mejor unos pasos más adelante, y luego, otra más bella y así sin parar. Nunca había visto tantas mujeres con los ojos claros y la piel blanca reunidas en tan poco espacio. Se quedaba boquiabierto en el metro y cuando paseaba en las calles daba la impresión de que estaba buscando con desesperación a alguien porque no dejaba de mover la cabeza de un lado para otro.

 Por la noche salió a dar una vuelta cerca del centro y descubrió un bar en el que había mucha gente. Entró y se sentó cerca de la barra. Pidió un tarro de cerveza y se puso a fisgonear a las personas. Pronto calló en la cuenta de que había muchas mujeres solas, muy bien vestidas, pero con gusto un poco vulgar, que se acercaban a los hombres para conversar. Andrés estaba mirando embelesado a una mujer morena de ojos azules cuando escuchó una voz muy potente y aguda a sus espaldas. Se volteó y vio a una chica de ojos grises con un flequillo rubio y cara gatuna muy agradable. ¿Estás solo? —le preguntó la mujer, más con la intención de proponerle su compañía que por lo que era evidente—. Sí, es la primera vez que vengo a Rusia y este lugar lo encontré por pura casualidad. “¿Cómo te llamas?” —le preguntó sin poder separar la vista de sus ojos—. Soy Sveta, ¿y tú? —Andrés—contestó sin atreverse a pronunciar su nombre en ruso.
 Estuvieron conversando media hora y luego se les unió Lera, una chica muy atractiva con enormes senos, pelo castaño y rostro de niña. Era de Moldavia y tenía una voz melosa y aguda pero no era muy comunicativa. Con la música, el ajetreo y las mujeres que lo acompañaban, Andrés se sintió muy relajado y feliz, bailó un poco con sus guapas acompañantes, quienes insistían todo el tiempo en que las abrazara o comprobara la firmeza de sus partes más eróticas. Se estaban divirtiendo mucho, Andrei se desinhibió tanto que, incluso, les contó a sus nuevas amigas chistes en ruso, muy tontos, que se había aprendido de memoria en las clases con Masha, más tarde se sorprendió cuando notó que estaba fumando unos cigarrillos muy fuertes de tabaco húngaro. Se disculpó y fue a orinar.

Cuando volvió, ya estaba algo borracho y, al mirar a sus conocidas que le sonreían con picardía y provocación, se repitió sus nombres, les miró las rechonchas piernas, pues las dos iban en minifalda, las acarició con la mirada y al acercarse las besó con efusividad. No opusieron ninguna resistencia, por el contrario, lo abrazaron y festejaron con caricias muy intensas su decisión. Él se tomó de un tirón la cerveza que tenía hasta la mitad y unos minutos después se sintió haciendo piruetas en el cielo como si fuera un ave, pero el vuelo intenso lo hacía sentir mareos y náuseas, estaba fuera de sí y sin fuerzas para caminar, rápidamente les dijo a sus dos novias que ya estaba demasiado ebrio y que era la hora de marcharse. En realidad, le estaba haciendo demasiado efecto la bebida y cuando oyó que las chicas le habían pedido un taxi se alegró mucho, les dijo la dirección a la que tenía que ir y se desconectó al sentir el golpetazo de aire tibio de la calle.

 “¡Despierte! ¡Despierte!” —Oyó esas palabras como si vinieran de un túnel y abrió los ojos—. “Menos mal que ha vuelto en sí, lleva tres días durmiendo cómo un lirón. ¿Se siente bien?”. Andrei sintió dolor en la cabeza y vio a una mujer de unos sesenta años de edad que lo escudriñaba con sus ojos de gata montés. Era Marina, la vecina de la señora Annia, que escuchó las voces de dos mujeres en el piso contiguo y se interesó, dos días después, un poco tarde, por el destino del supuesto inquilino extranjero de su amiga. Estaba acompañada de un policía y decidieron llamar a la ambulancia porque Andreí casi no podía hablar y parecía un muñeco de trapo al que tuvieron que acomodar en la cama para que se pudiera sentar apoyándose en la cabecera.
 Estuvo dos días en tratamiento. Le explicaron que había tenido mucha suerte y que había perdido el conocimiento por una sobredosis de escolopamina o belladona, lo cual lo había sumido en un profundo sueño del que despertó sólo después de haberle hecho el tratamiento intensivo de desintoxicación con lavativas y suero intravenoso.

 Un poco más y no lo habría contado, amigo mío—le comentó el doctor levantando la vista e interrumpiendo su activa e intensa escritura en unos papeles que llevaba cinco minutos rellenando, y luego siguió—, si las mujeres que conoció en el bar, porque creo que fue así como lo adormilaron, ¿verdad?, le hubieran agregado un poquitito más de polvo, usted no lo habría contado jamás, ¿sabe? !Tenga mucho cuidado! La próxima vez que vaya a los bares a conseguir prostitutas no deje sus bebidas al alcance de esas vampiresas. Por favor, cuídese.

 Cuando salió del hospital trató de recordar lo que le había pasado en el bar, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Le pesaban mucho las palabras del doctor y la duda de no saber qué había hecho la noche en la que lo adormilaron. Volvió a su piso y descubrió que se había perdido su pasaporte, el dinero, sus cosas de valor y se alarmó. La señora Annia, quien le había llamado a la ambulancia y lo había visitado en el hospital, le recomendó que denunciara el robo y lo acompañó a la policía, luego Andrés se fue a su embajada para tramitar un nuevo pasaporte. Gracias a los sabios consejos y la buena voluntad del cónsul fue posible tramitar una visa y un pasaporte nuevo, además le proporcionaron una cantidad de dinero que obtuvieron, intercediendo por él en su empleo, dirigiéndose directamente al director de la empresa en la que laboraba él.

 Resolvió todo sin contratiempos y, cuando ya le faltaban sólo tres días para volver, su memoria se despertó. Vio claramente la imagen de una puerta grande de madera resguardada por un hombre muy alto de traje negro. Luego el interior con poca iluminación, la larga barra del bar y los bancos; después dos mujeres, una morena y otra rubia, con faldas cortas, largos escotes, peinadas con caireles y sonriéndole con picardía. ¡Eran ellas! Sí, lo sabía perfectamente porque oía un eco, unas palabras muy alejadas y pronunciadas con prisa. Sintió ese desfallecimiento que experimentó después de beberse la cerveza, al final se vio en la cama con mareos y sin fuerzas para incorporarse, ellas se iban con todas sus cosas y el taxista les servía de cargador. Largo rato discutió consigo mismo la posibilidad de vengarse, pero fue sólo la curiosidad la que lo guió de nuevo al antro. Reconoció todo, se fue a pedirle una cerveza al barman y buscó a sus dos amigas, no las encontró y pidió referencias de ellas. Le dijeron que Sveta y Lera iban de vez en cuando y que tenían fama de ladronas, que el dueño no las quería ver dentro del local y por eso se aparecían cuando el administrador y el dueño no estaban. Un poco decepcionado se regresó a su piso y se durmió profundamente.

 El tiempo se le pasó muy rápido y supo que sus vacaciones se habían terminado cuando oyó que alguien abría la puerta e inundaba con gritos el espacio silencioso que había mantenido hasta ese momento. Andriusha, Andriusha, perdona que no haya venido a cuidarte cuando estuviste enfermo —le decía la gruesa y rubicunda mujer— y que no haya velado por ti cuando estuviste enfermo, pero mi casa de campo está a trecientos kilómetros y no siempre hay trenes. ¿Cómo estás, hijo mío? ¿Qué le voy a decir a Masha?!¡Oh, dios mío, dios mío! Pasadas las emociones del encuentro Andrei y la señora Annia cenaron, tomaron un poquito de vino para encaminar al huésped, como era la costumbre rusa en vísperas de un viaje largo, y desearse buena suerte en todas sus empresas. A las dos de la madrugada llegó el taxi y se llevó a Andrei con una maleta de mano y sus documentos. No tuvo ningún problema en el aeropuerto y entró al avión a las cinco menos diez.
Se sentó en el lugar que le correspondía cerca de la ventana. Entrecerró los ojos y trató de dormirse un rato. Despertó cuando el avión llevaba media hora de vuelo. A su lado estaba una mujer muy atractiva leyendo un libro en inglés. Andrei se levantó para ir al baño y pidió permiso en ruso para cerciorarse de que su compañera no era americana o inglesa. Como el lugar del corredor estaba vacío no le fue difícil salir al pasillo. Volvió del servicio, se sentó y permaneció un momento callado mirando el amanecer anaranjado a través de su ventana.
 La mujer seguía leyendo. ¡Qué hermosa es! —pensaba Andrés—cualquiera estaría dispuesto a dar lo que fuera por tener una esposa así. Estuvo dándole vueltas a esta idea, se imaginó que él podría conquistarla y ofrecerle una vida tranquila y llena de amor, fantaseó con la idea de mantener una fuerte contienda con el hombre con el que ella estuviera comprometida, salía triunfador, vencía con descomunal esfuerzo al tipo atractivo, rico y fuerte, ganándose el amor de ese portento de mujer joven que lo tenía embelesado. Miró el libro que ella leía y se dio cuenta de que era la novela “If tomorrow comes” de Sidney Sheldon de la cual no sabía nada, por eso le preguntó si era interesante. No lo sé todavía—contestó con una voz muy dulce—, es que más la compré para practicar mi inglés que por la misma obra, además estaba de oferta, mire costó sólo 350 rublos. ¿Y habla usted español? —inquirió temiendo que sus raquíticos y escasos conocimientos de ruso e inglés le impidieran comunicarse—. Sí, tengo unos parientes en la embajada de Rusia en Argentina, estudié unos años en Buenos Aires, pero voy a trabajar en México y después viajaré a Los Ángeles para desarrollar un nuevo sistema de distribución de partes y piezas hidráulicas de una empresa rusa. — Y… ¿le gusta su trabajo? —Sí, claro, soy ingeniero y mi especialidad es la mecánica y la hidráulica, además, está es una gran oportunidad para mí. ¿Y usted? —Pues, yo sólo soy un abogado en derecho fiscal, trabajo con declaraciones de impuestos, contratos y esas cosas, ya sabe...
 De esa forma Andrés conoció a Anastasia Chejova o simplemente Nastia, como ella le pidió que la llamara cuando empezaron a tutearse. Le pidió su número de teléfono y quedó de invitarla al restaurante ruso para que no sintiera la nostalgia de su tierra. Ella le agradeció mucho su amabilidad y también escribió sus datos. Se despidieron con un abrazo y se fueron cada quien por su lado.

 Cuando Andrés volvió a la oficina, un lunes por la mañana, se sorprendió mucho al no encontrar a Carlos y Alfonso, pensó que no habían ido a trabajar y se fue a su oficina. No encontró su ordenador y su mesa, que había cambiado mucho, estaba llena de carpetas amarillas y en su silla estaba sentado un hombre calvo con cara muy sería. No lo quiso importunar y se fue a la oficina del jefe. No lo encontró tampoco y dejó el recado de que se sentía muy mal y que volvería al trabajo al día siguiente. En su casa comenzó a atar cabos e intentó de disipar las dudas que lo mantenían tenso. Primero, sacó de la gaveta del escritorio su pasaporte, leyó con mucha atención su nombre, Andrés Pérez Ruíz, vio su foto y hojeó el documento hasta encontrar la visa que le habían pegado en una hoja de en medio. Confirmó que había estado en Rusia dos semanas, estaba el sello del registro de pasaportes tanto de su país como del otro. Después buscó sus documentos del trabajo, leyó el contrato y verificó las fechas, todo estaba en orden. Se tranquilizó y comenzó a ver la tele.
Por la tarde salió sin prisa a comer algo, llegó a la pequeña cafetería donde siempre se comía algo ligero para no cargar el estómago por las noches. Pidió un bocadillo de jamón con queso y una cerveza oscura. Permaneció meditando sobre su viaje y su deseo frustrado de tomar venganza contra las dos golfas que lo habían adormecido. Reconoció que seguía un poco raro y que no se había recuperado del todo. Cerró los ojos y decidió imaginar algún sitio de los que había visitado. Recordó una terraza en la que se había sentado para ver a los paseantes en una calle no muy lejana al Kremlin, abrió los ojos y tuvo la impresión de que estaba recibiendo los rayos del sol directamente en la cara, las mujeres llevaban puestos unos vestidos blancos con flores rojas y amarillas en forma de bigotes de Dalí, escuchó cómo la gente se comunicaba en ruso y sonrió alegre porque les entendía muy bien todo lo que decían. De pronto apareció la imagen de Anastasia Chejova, vestida también con un hermoso vestido de flores invertidas semejantes a pequeñas campanitas. Decidió que la llamaría al día siguiente para invitarla a cenar, por arte de magia desapareció la imagen que tenía ante sus ojos y empezaron a moverse los hombres trajeados y las mujeres de pelo negro clavando sus tacones en la acera. Pidió la cuenta y se fue a su casa.

 Al salir del ascensor le asaltó una pequeña duda que lo dejó frío. Se había preguntado si él era él en realidad, o su yo verdadero, se había quedado en Moscú, se lo preguntó varias veces y la única respuesta que obtuvo fue el silencio húmedo de su edificio. Entró a su casa y se quitó el jersey y los zapatos, se aproximó al espejo y se empezó a tocar para comprobar que sentía cosquillas y dolor. No pasa nada—dijo en voz alta—. Voy a llamar a Masha para pedirle que me traduzca el reporte médico que me dieron en el hospital ruso y me explique si los medicamentos que tomé o la escolopamina que me dieron esas brujas me afectó el coco y ahora estoy mal de la cabeza. A la mañana siguiente, se fue a mediodía a buscar el restaurante Potemkin. No estaba, dio tres vueltas contando los pasos exactos, pero en lugar del célebre lugar encontró una oficina de seguros. Se fue a llamar a María y una grabación con voz de robot le dijo que el número no existía. Le dio una fuerte patada a una farola que tenía cerca. Enfadado decidió llamar a Nastia para pedirle ayuda, pero no se decidió. Estaba demasiado desconcertado y no sabría qué decir. Volvió a su piso y comenzó a buscar todas las referencias que había sobre él. Estaba su acta de nacimiento, sus certificados de secundaria y bachillerato, su título profesional. Miró sus fotos y fue ordenándolas para ver cómo había evolucionado los últimos años. Tenía el pelo más corto, había perdido la cara inocente que tenía el primer año de su trabajo en la oficina. Había ganado unos cuantos kilos y sus músculos habían cobrado mayores dimensiones. Antes de acostarse preparó su traje y planchó una camisa, lustró sus zapatos y eligió una corbata nueva muy bonita que nunca se había puesto. Mañana será un gran día—se dijo sonriendo y poniendo las manos en una posición como si estuviera abrazando a alguien—. Nastia será mi mujer, lo juro. ¿Cómo se llamarán mis hijos? —pensó—. Bueno, todos serán Pérez Chejov. Logró conciliar el sueño muy tarde y tuvo pesadillas. A la mañana siguiente ya no encontró su oficina, ni siquiera el edificio y se regresó preocupado a su casa. Empezó a comunicarse con sus familiares, pero tenía cortado el teléfono, fue a ver a los vecinos y nadie lo reconoció. Por último, volvió a mirarse en el espejo y no pudo recordar su nombre. Se quedó inmóvil viendo cómo se desvanecía en forma de humo y apareció ante él una calle empedrada, pasaron unas chicas rubias que le sonrieron con coquetería y le guiñaron el ojo, él las siguió con la mirada y escuchó una canción que lo alegró mucho.

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