domingo, 6 de noviembre de 2016

Un desconocido atípico

Iba por una calle adoquinada del centro de la ciudad por la que seguí arrastrado por la inercia. A veces pienso que si hubiera girado a la izquierda o la derecha mi vida sería otra por completo. Sin embargo, seguí de frente como si me hubiera atraído la fuerza de un imán. Solo me dejé llevar y mis pasos se terminaron en una plaza en la que un equipo de filmación estaba rodando la escena de un comercial o una película.
Como muchas otras personas me quedé mirando lo que sucedía. En realidad, no pasaba nada del otro mundo al principio, pero después aparecía un hombre disfrazado de héroe de cómic y salvaba a una atractiva rubia del ataque de unos ladrones. El director gritó que la escena estaba terminada, felicitó a los artistas y dio la orden de recoger el equipo, las sillas y la mesa, que eran el único mobiliario, y se fue.

La gente se quedó fisgoneando un poco y después comenzó a dispersarse. Hubo algún atrevido que se acercó para pedir autógrafos o felicitar a algún artista conocido, mientras el resto de la muchedumbre se iba con pasos lentos. Seguí mi paseo, pero cuando un hombre de los que estaba conversando con la actriz me vio se vino corriendo hacia mí y me habló con mucha familiaridad. Me dijo que no faltara al siguiente rodaje y que era en el que yo participaba. Le contesté que no era actor y que se había equivocado de persona, a lo que respondió con una sonrisa burlona que la escena se filmaría ahí mismo tres días después a la misma hora.
No pude convencerlo de que estaba equivocado y me fui disgustado y sorprendido al mismo tiempo. Ese día y el siguiente las cosas siguieron su curso normal, incluso se me olvidó el fugaz encuentro con aquel loco de la plaza, sin embargo, al tercer día me desperté antes de lo acostumbrado pensando en la filmación.

 La curiosidad es un gusano incansable, muy molesto, que joroba tanto que si no se satisface puede permanecer años incomodando a las personas. La única solución que existe contra ella es satisfacerla y sufrir las consecuencias que esto conlleva. Dispuesto a terminar con mi malestar fui a la plaza y encontré al equipo de filmación. Parecía que había un retraso porque el equipo y los artistas llevaban prisa y el director gritaba apurando a todos con un altavoz que emitía un sonido horrible cada vez que comenzaba a hablar. El hombre de la vez pasada me vio y me dijo que tenía que cambiarme, mandó a una joven por mí y me llevaron a un sitio acondicionado como vestidor y me pusieron un traje verde como de buzo. La muchacha me advirtió que debía repetir las “Yo no me rendiré, nadaré hasta que salga de aquí”. 

Me fui vestido de hombre rana hasta el sitio donde había un enorme recipiente con un letrero publicitario de la más famosa empresa de lácteos. La mujer rubia estaba allí me saludó, nos subimos a una plataforma y recibimos la orden de tirarnos al recipiente, la rubia llevaba un traje verde igual al mío pero su cuerpo era tan atractivo que los mirones no dejaban de repasarle las partes del cuerpo calculando las proporciones de sus caderas y pechos. Saltamos y la rubia comenzó a hacer movimientos como si tratara de nadar. Unos segundos después gritaba que no podría salir de ahí, entonces la cámara me enfocaba a mí, leí un gran tablón con las palabras que me había dicho la chica del improvisado camerino y grité: “Yo no me rendiré, nadaré hasta que salga de aquí”. Hice los mismos movimientos que la mujer y noté que el líquido se hacía más denso, de pronto me encontraba muy cerca de la superficie y había subido tanto que ya podía salir con dar un solo paso.
Luego la rubia salía con cara de alegría y decía que la única manera de resolver los problemas era alimentándose bien y esforzándose todos los días. Todo era ridículo, pero los fisgones aplaudieron y con sus chiflidos manifestaron su satisfacción.

 Unos minutos después la misma chica del camerino me dijo que ya podía irme, que nos pagarían a fin de mes y que si había necesidad de hacer más comerciales ya me llamarían. Me quedé oyendo los comentarios entre el equipo técnico.  Supe que el artista con el que me habían confundido era Alejandro Méndez porque unas jóvenes se me acercaron a pedirme un autógrafo. Se lo di a las ingenuas muchachas garabateando una firma como la del rey Pelé. Después oí a un hombre que decía que el anuncio no era nada original, puesto que en lugar de inventar algo ingenioso para la crema, habían usado una versión del cuento de Jorge Barclay sobre las dos ranas y la mantequilla.
Volví a mi casa y empecé a buscar información sobre mi doble. Supe que mi copia era un artista con talento, considerado guapo, a pesar de su rostro de raza azteca pura y que había participado en varias comedias en televisión. Siguiendo los consejos de mi sentido común fui a buscarlo para conocerlo y ver qué tan parecido era a mí. Investigué su dirección, supe que tenía dos capítulos pendientes en su telenovela, tenía una amante y solía desayunar con sus amigos en una cafetería muy selecta los domingos por la mañana.

Mi conciencia me dijo que estaba inventándome una versión muy barata del libro de Saramago “El hombre por duplicado”, yo le expliqué que no era yo, que las circunstancias me iban llevando por ese camino, pero que si por mi fuera dejaría de seguir a este supuesto doble mío, sin embargo, el maldito gusano de la curiosidad era más fuerte que yo.
Yo a diferencia de mi doble no tenía compañera y mucho tiempo había prescindido de las relaciones sentimentales. Investigué sobre su familia, sus estudios, sus gustos y todo lo relacionado con él. Empezamos, mi consciencia y yo, a llamarlo el doble. Cada vez me le fui acercando más hasta que un día, de plano, nos cruzamos en un centro comercial. Él me vio y yo me sentí ridículo, pero no me reconoció. Me detuve en seco y no se me ocurrió nada más que pedirle un cigarrillo. Me miró fijamente y me dijo que no fumaba, luego se alejó sin experimentar el más mínimo ápice de interés. Me quedé con la enorme oruga cotilla que ya había crecido mucho y ahora se retorcía más con sus preguntas. Me desconcerté mucho porque no todos los días uno se encuentra con su doble. ¿Estaría ciego o daltónico? —me pregunté mientras mi voz interna me decía que esa pregunta era estúpida—. No, no podía estar ciego y, tal vez fuera tan inteligente que había evitado relacionarse conmigo para conservar su identidad.

“De ninguna manera—dijo la consciencia—el tonto eres tú porque cualquier persona por muy imbécil, ciega o astuta que sea, no dejaría de interesarse”. ¿Entonces qué es? —le pregunté enfadado—. “Nada, simplemente que no te ve como su doble”.
 ¿Cómo que no me ve como su doble? Eso, si me perdonas, pero creo que es más aberrante que lo que se me ha ocurrido a mí.
Discutí, apoyándome en un barandal, mucho tiempo sin llegar a nada claro y la última decisión fue imitarlo, actuar como él, vestirme igual y frecuentar los lugares a los que él iba. Dos meses después me presentaba como Alejandro Méndez, llevaba las mismas marcas de ropa, hablaba con el mismo tono, usaba las mismas gafas y caminaba con el pecho salido y con pasos largos, pero entre más copiaba a mi modelo me sentía más lejos de él.

A menudo iba a los restaurantes donde se pedía el nombre para asignar mesas, me quitaba las gafas y hablaba de las telenovelas, artistas y directores que trabajaban conmigo, pero todo era inútil. Nadie se fijaba en mí. Me sentí fatal y el maldito insecto chismoso terminó por aplastarme y para quitármelo de encima tuve que ir a indagar, con la esposa de Alejandro Méndez, qué era lo que sucedía.
Si ella no me reconoce, entonces desistiré de mis intentos por ser igual al actor y seguiré como si nada hubiera pasado.  Encontré a Alicia cerca de su coche, estaba bajando unas bolsas y cuando sintió mi presencia me dijo que no me quedara parado como inútil, que le ayudara a subir las cosas al departamento. No me dio oportunidad de hablar porque comenzó a reclamarme por cosas de las que yo no tenía ni idea. Su conversación giró en torno a una fiesta de aniversario, los invitados y los gastos del último mes, que como subrayó, tendría que pagar yo lo antes posible.
 Cuando terminó su sermón y finalmente le pude hacer algunas preguntas dijo que no respondía a los cuestionamientos absurdos, que ya lo sabía yo.
 Me quedé sin saber qué hacer, pero ella se dio la vuelta para ir a la cocina y sonó el teléfono. Me gritó que cogiera la llamada, así que levanté el auricular y una voz me dijo que había una urgencia en el estudio y que tenía que presentarme al instante. Miré a Alicia y ella sólo me indicó que me fuera, pues ya sabía de lo que se trataba, y me recordó que le dijera a un tal Samuel Domínguez que aceptábamos su propuesta para pasar las vacaciones en su casa de la playa.

Salí sin saber qué hacer, pero el sentido común me indicó que la última prueba sería interpretar el papel del actor frente a las cámaras y si sucedía algo inesperado, entonces podía dejar de seguir empeñándome en ser el otro.  Llegué al estudio y la maquilladora me dijo que tenía la piel muy descuidada y curtida, que no era posible que la tuviera tan descuidada, me recortó bien el bigote, me emparejó el pelo, me vestí y salí a escena.
Otra vez estaba la rubia con la que había hecho el anuncio, pero ella hacía de mujer fatal. Llevaba en el oído un aparato por el que me daban las instrucciones de lo que tenía que hacer y decir. Terminamos pronto el capítulo y salí a almorzar como los demás, me acompañó Larisa, la rubia exuberante, y me preguntó por qué me había cambiado los labios. No supe que decir y sólo me encogí de hombros. “Te veías más bravucón con la boca grande —comentó chasqueando la boca—, si no te importa, te pediría que te los inyectes de nuevo porque así pierdes personalidad”.
 No hablé mucho con ella y evité las cosas que me pudieran comprometer. Después de comer me despedí y me fui a mi casa. 

Recostado sobre el diván me empecé a hacer infinidad de preguntas porque Alicia me había reconocido, Larisa había notado sólo una diferencia en la boca y la gente seguramente era muy parca y no se decidía a pedirme autógrafos en los restaurantes. En la noche tuve una pesadilla y me levanté muy atolondrado, No me podía concentrar en nada, Decidí tomarme una copa y no salir de casa. Me terminé la botella y me quedé dormido. Desperté cerca de las nueve de la noche. Puse la televisión para ver el capítulo de la telenovela que había grabado, pero recordé que Larisa me había dicho que el capítulo saldría unas semanas después. De todas formas, dejé el canal para ver cómo actuaba mi doble. En las tomas en primer plano noté con horror que era verdad lo de los labios, él los tenía más anchos y pronunciaba las emes y las bes muy explosivas. Pensé lo que sucedería cuando Alejandro se enterara de que yo había hecho el rodaje en su lugar. Me sentí un impostor y decidí que debía terminar con el juego. Creí que la mejor solución sería ir a verlo y enfrentar con él esta situación tan absurda.

La consciencia me preguntó qué haría si el tal Alejandro resultaba ser antagónico o peligroso. Respondí que estaría prevenido y para eso haría antes una lista de mis cualidades y defectos para saber cómo sería él, en caso de un enfrentamiento. Empecé a escribir en un papel del lado izquierdo mis defectos y en el derecho mis virtudes. A cada adjetivo le ponía su antónimo y las cualidades que destacaba con frases las cotejaba con otras que expresaran lo contrario. Repasé las columnas garabateadas y finalmente memoricé la mayoría de diferencias entre mi contrario y yo.
Decidido a encontrarme con mi adversario salí de mi casa con prisa y, como iba discutiendo dentro de mí todos los detalles, no noté que un ciclista venía por la calle por donde iba a cruzar en dirección contraria. Lo único que sentí fue un golpe en la cabeza. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba acostado en una incómoda cama de hospital.

 “¡Ah, buenas tardes! ¿Cómo se siente, amigo?”. Era un doctor muy bonachón que me miraba con curiosidad. Le pregunté la razón de mi estancia en ese sitio. “¡Ah, no se acuerda! Es normal. Después del golpe sorpresivo que le dieron es natural que lo olvidara o de plano no lo supiera. Mire, señor…” Mariano, me llamo Mariano Andrade—le dije con voz gangosa—. “Pues bien, señor Andrade, resulta que le rompieron el tabique de la nariz y el cartílago. Tuvimos que hacerle una cirugía, tendrá que llevar esos vendajes unas dos o tres semanas y luego le revisaremos los huesos para ver si han soldado bien. Ahora puede seguir descansando y pasado mañana podrá irse a su casa.

Pasaron los días con mucha lentitud y conforme se acercaba la fecha de quitarme los vendajes un mar de preguntas y dudas me inundaba la cabeza, la obstinada oruga ya se había convertido en una enorme anaconda. Llegó el día en que me descubrieron la nariz. Grité desconsolado porque me la habían dejado muy pequeña y chata. Los ojos todavía inflamados sobresalían dándome la apariencia de una rana. Me sentí humillado y cuando le dije al cirujano si podría agrandarme la nariz dijo que era imposible porque no tenían operaciones de implantes en el hospital, que si quería podía ir a Texas para hacerme una operación reconstructiva por veintitantos mil dólares. Me saltaron las lágrimas sin querer y el hombre me cogió del hombro y me llevó a otro consultorio.

“Le quiero mostrar algo—dijo con voz paternal—. Mire los casos que hemos tratado”. Sacó unas fotos y fue diciendo detrás de cada una de ellas: “Antes, después, antes, después…”.
Vi muchas fotos de hombres con narices muy feas, de pronto reconocí una mirada en una de las caras del famoso antes, y el después, fue peor. Ya se imaginarán a quién vi en la foto. Sí, sí, era Alejandro Méndez. El cirujano al notar que yo veía el impreso con mucha persistencia dijo: “En ese caso fue lo único que pudimos hacer. Le dejamos esa nariz al paciente y le recomendamos inyectarse los labios y dejarse crecer el pelo para que tuviera un aspecto menos impactante”. Me levanté de un salto y salí maldiciendo mi suerte. El doctor me dio palabras de aliento pero ni siquiera se las agradecí.


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