viernes, 14 de febrero de 2014

El Rudo Mc Pérez


Marco Antonio Pérez era un chicano descendiente de una familia de hacendados en la ciudad de San Diego en el estado de California. Como todo macho de origen mexicano tenía un carácter fuerte y la sangre le hervía con facilidad, por eso desde pequeño llamó mucho la atención por sus riñas y broncas. Era suficiente que alguien le llamara “Fucking Pocho” para que sus puños se tornaran en rocas y, a la menor oportunidad, tumbara al imprudente que pronunciara esas palabras de un impacto sordo y seco. Tenía tanto carácter que los niños de tres o cuatro años mayores que él, le tenían pavor. Es que golpeaba con los puños bien apretados, además tenía  una puntería y rapidez para acertar en la nariz, el mentón o el hígado que  los contrincantes que se le ponían “al tiro” se le derrumbaban en un dos por tres. Lo peor de todo era que ni siquiera se daban cuenta del momento en que recibían el golpe. Otra de las cualidades que tenía Marquito, que era como le llamaban en su casa, salió a relucir un día que uno de los chamacos más traviesos del barrio lo cogió desprevenido y le propinó una golpiza que no hubiera soportado ni un hombre ya hecho. El chaval alevoso se llamaba Mauricio y era tres años mayor que el pequeñito Marco Antonio. Para derribarlo, el malilla, le asestó por la espalda un tremendo puñetazo directo a la nuca, Marco cayó al piso y se levantó como si fuera un resorte, se puso en guardia y, un poco atontado y desconcertado, recibió un recto a la nariz, un uppercut  en la barbilla  y un swing en la cabeza, pero no se inmutó ni se rindió. Sangrando a chisguetes por las fosas nasales y la boca, miraba fijamente a su agresor que lo superaba en alcance y estatura por unos 15 centímetros. Así, el Rudito Mc Pérez, como comenzaron a llamarle desde aquel fatídico día, se fue acercando al “Mañoso”, que era el apodo de Mauricio, y le tiro con todas sus fuerzas un golpe en el mentón que casi lo derriba.  Luego, por arte de magia, disparó el puño  izquierdo al estómago del que ya no era un contrincante sino un costal de arena flácido, sin guardia y con las piernas tambaleantes como fideos. Se oyó un fuerte resoplido, primero, y luego un impacto contra la tierra de la placita donde se habían reunido los partidarios de Mauricio para celebrar el triunfo que les había prometido el cabecilla. Mas, los que al principio habían vitoreado a su púgil, ahora permanecían  en silencio con los ojos desorbitados e incrédulos. Al ver que Mauricio tardaría algún tiempo en recuperarse, Marquito le escupió en la cara y se marcho vociferando y limpiándose la sangre con el dorso de la mano. Después de ese percance todos sabían que el diminuto Mc Pérez no solo pegaba como patada de mula, sino que resistía los ataques como un toro.
Pasó el tiempo y por los gimnasios del barrio, y luego los de todo el estado de California, corrió la sangre en riachuelos los gimnasios y arenas por donde pasaba el joven Pérez que a los dieciocho años se había convertido en un atleta carnicero e inmisericorde. En pocos años ya tenía en su cuenta los campeonatos del ayuntamiento donde había nacido, el campeonato de pesos ligeros del estado de  California y el primer lugar de las eliminatorias para participar en los Juegos Olímpicos.
Cuando derrotó al Pelirrojo Floyd Moore, que era el boxeador más prometedor de todos los EEUU para representar la categoría de los pesos wélter en las próximas olimpiadas, todos los entrenadores y promotores del boxeo pusieron el ojo en el correoso e invencible Rudo Mc Pérez. La participación que tuvo El Rudito en las Olimpiadas fue devastadora. Derrotó a todos sus contrincantes por nocaut  en el primero o segundo round. El medallista de oro volvió  envuelto por la gloriosa aureola que le había dado su excelente participación deportiva. Daba entrevistas en inglés y renegaba contra el país vecino cuando le preguntaban por el origen de su apellido. Su familia estaba feliz y orgullosa de él. Su padre, que se dedicaba a la venta de pollos rostizados, decidió ampliar su comercio pidiendo un préstamo al banco. El día de la inauguración de la nueva sala del restaurante familiar se develó una placa de bronce con el nombre de Marco Antonio Pérez García “El Rudito Mc Pérez”- Campeón de Boxeo. La decoración del local contenía una colección muy buena de las fotos del exitoso púgil, y haciendo un recorrido desde la puerta de entrada hasta el amplio salón de fiestas, que era el lugar más amplio y lujoso del establecimiento, se podía ver toda la trayectoria boxística de Marco Antonio. Su padre decía que el puro nombre que le habían puesto al hijo menor de una familia numerosa ya olía a fama, que Marquito había traído al nacer la fortuna debajo del brazo. El lugar estaba a reventar y todos los presentes se morían de ganas por celebrar y comer a costillas del nuevo rico, pero tuvieron que esperar a que se descubriera el mural que se había pintado en honor del campeón olímpico. Un artista callejero de gran talento había cogido una foto del periódico, donde aparecía el Rudito, y le propuso al pollero plasmar en un muro el momento de la gloria de su hijo recibiendo su medalla olímpica dorada. El resultado fue un fresco al estilo callejero pero con sorprendente equilibrio y gusto, incluso alguien se atrevió a decir que habían copiado la geometría de un mural de David Alfaro Siqueiros, lo cual hizo que se marcara una gran sonrisa de satisfacción en la cara de Fernando Pérez  Aguilar y su esposa Laurita dueños del local y progenitores del campeón.
Pasaron los meses y los triunfos vinieron uno tras otro, no había boxeador extranjero o americano que pudiera impedir el imponente paso que llevaba el Rudo Mc Pe, como empezaron a llamarlo lo promotores, hacia el campeonato mundial de los pesos wélter. El nuevo entrenador de Marco Antonio, Ángel Dantés, estaba empeñado en que dejara de ser un matarife estático capaz de matar un buey a golpes, para transformarse en un esgrimista-bailarín de la clase de Sugar Ray Leonard o el mismísimo Cassius Clay. Al principio Mc Pe se negó rotundamente a bailar y desplazarse sobre las puntillas de los pies. Las primeras veces interpretaba los saltitos y alternancia de las piernas como una cosa ridícula y lo interpretaba como una mariconada, pero poco a poco se fue desentumiendo, sus piernas y cadera adquirieron más soltura y agilidad. Un día sintió de pronto la aceptación del público que ahora no esperaba que le destrozaran la cara antes de que derribara a sus rivales, sino la demostración del boxeo defensivo y el ataque, además de los potentes impactos que hacían desplomarse como tablas a los contrincantes. Se comenzaron a publicar artículos sobre el nuevo representante del boxeo americano, se le nominó para boxeador de la década y para eso se incluyó en una famosa revista de boxeo toda su trayectoria pugilística.
Una ocasión, saliendo de su casa de dio de narices con una vecinita que el siempre había recordado por su sonrisa de ángel. Se llamaba Jane Díaz y tendría, según su cálculo, unos diecisiete años. Antonio era un hombre de pocas palabras y nunca había tratado con mujeres, por eso se estremeció cuando vio a tan solo un metro de distancia a una joven rubia de ojos verdes, con  un cuerpo tan atractivo que hubiera dejado impávido al más atrevido de los hombres. Bajó la mirada y quiso pasar de largo pero ella lo detuvo y le preguntó que si él era El Rudo Mc Pérez, el contestó que sí, ella le dijo que lo admiraba mucho y que pensaba que pronto sería el campeón de todas las asociaciones de boxeo. Él se sonrojó y sacó fuerzas de lo más hondo de su ser para decirle tartamudeando que sería campeón del mundo, sólo si ella, aceptaba casarse con él. Ella lo besó.
Un mes después se celebró la boda con aspaviento y lujo en uno de los más caros restaurantes de San Diego. Asistieron grandes personalidades del mundo de la farándula y el deporte. Se echó la casa por la ventana y todos los periódicos publicaron en la primera plana de la sección de sociales el gran acontecimiento. En las fotografías aparecía la pareja sonriente y feliz.
Para cumplir la promesa que le había hecho a su esposa, pues era un hombre de palabra, Marco se puso a entrenar como nunca y le pidió a su promotor que formalizara lo que ya era inevitable: el encuentro con el Súper Monarca de todos los cinturones de todas las organizaciones de boxeo habidas y por haber.
Cuando llegó el día de la pelea, Marco Antonio salió de los vestidores hacia el ring, pero antes de subirse al cuadrilátero, fue a darle un beso a su amada esposa y le dijo murmurando -“El cinturón me lo pones tú”-, y fue verdad, porque no pasó ni un cuarto de hora de riña cuando fue necesario llevarse al ex campeón al hospital y declarar al Rudo Mc Pe soberano invencible y dueño de todos los fajines del peso wélter. Jane, haciendo lujo de su gran atractivo y de una hermosa sonrisa de felicidad, le puso el cinturón a su cónyuge tal y como se lo había pedido.
En un pueblito mexicano de las montañas de la Sierra Madre Occidental de nombre Aguaje, como la fruta que crece en regiones tropicales y húmedas,  había también un boxeador que pronto se cruzaría en el camino de Marco Antonio. Mientras el monarca disfrutaba de la fama, la admiración y el cariño de los americanos, Chava Valdés, que era como se le conocía al gladiador mexicano, corría por las cuestas y pendientes de las montañas para luego dedicarse más de dos horas a cortar leños y transportar cargas pesadas sobre su espalda.
Salvador Valdés Chávez entrenaba en un pequeño gimnasio de su pequeño pueblo chihuahueño y un día se lo llevaron para disputar el campeonato nacional y lo ganó. Luego, se fue a disputar el puesto de retador oficial del campeón de la Asociación Mundial de Boxeo (WAB) y de la Asociación Internacional de Boxeo (IFB). Tuvo que enfrentarse al invencible, hasta ese momento, Steve Cazamayó originario de Puerto Rico. En un encarnizado combate, Salva  ganó por decisión dividida de los jueces con la mínima diferencia de un punto y se convirtió de la noche a la mañana en el aspirante oficial al título mundial supremo.
El encuentro entre  Rudo Mc Pe y Cara de Piedra Valdés se fijó para el 16 de septiembre, y fue tal vez un error o tal vez un presagio, porque Salvita Valdés iría preparado como nunca y con hambrienta sed de victoria. Triunfo o muerte, era su consigna.
Llegó el momento tan esperado y decisivo, en el Madison Square Garden había dieciocho mil almas expectantes esperando el inicio de la riña. Tocaron el himno nacional mexicano interpretado por un grupo de mariachis y un charro adorado en todo el Mundo, que se había ofrecido para cantar gratis porque sabía que si él iba a decirle a “Cara de Piedra” que todo México estaba con él, entonces el ídolo mexicano ganaría por puro orgullo patriótico.  Luego, se ejecutó magistralmente el insigne y celebre himno de EE.UU que cantó una de las estrellas de color  más distinguidas de América del Norte.
El réferi llamó a los peleadores al centro del cuadrilátero para darles las instrucciones habituales, Marco no miró directamente hacía la cara de su retador, pero tampoco bajo la mirada, bien sabía que nunca se debe ver de frente al retador antes de comenzar la riña porque eso puede desorientar, engañar o crear falsos juicios, incluso lástima. Lo que vale es que le vas a dar una tunda al osado que se ha atrevido a medirse contigo, -se decía Mc pe a sí mismo-, eso lo sabían todos.

Salva estaba tranquilo e inmutable, su cara de guerrero azteca lo hacía parecer una estatua de bronce, además tenía una expresión del rostro férrea  e inexpresiva, quizá milenaria y oxidada por el viento de las montañas. Tenía  una cicatriz en el pómulo izquierdo que parecía una grieta, era la marca que le habían dejado unos enemigos después de haberle atacado con un machete cuando transportaba una carga de leña.
Sonó la campana y comenzó el primer asalto. El campeón salió disparado y dispuesto a terminar con su adversario, el cual comenzó a dar vueltas como cangrejo. Marco Antonio giraba, revoloteaba, recorría cientos de veces los rincones de la lona, y al mismo tiempo, iba soltando sus mortales golpes rectos, ganchos, jabs, uppercauts y volados, pero Chava no daba muestras de dolor, parecía que ni siquiera percibía los golpes que le propinaban. Al término de los primeros tres minutos Mc Pe solo recibió cuatro impactos, muy dolorosos claro, pero no era nada en comparación con lo que él le había recetado a la Piedra Valdés.
Fueron avanzando los asaltos y, poco a poco, al Rudo Marco le surgió la sensación de que tenía enfrente a un guerrero jaguar de la época del imperio Azteca, algo le dijo en el fondo que esa era también su esencia; que él había surgido de la misma tierra con las mismas cualidades de los minerales; que su carácter y su fuerza venían de los más profundo del maíz, los frijoles y el chile. De pronto tuvo miedo, sudó frío. Había comprendido que la vida le había puesto un reto que no podría superar porque mientras él cambiaba la lucha a muerte por el baile y la gimnasia, Salva había seguido luchando en la guerra. Valdés no había parado de combatir la adversidad, había seguido guerreando contra todo tipo de enemigos e invasores, en cambio el se había dormido en sus laureles. Gozaba de las comodidades y el reconocimiento que le daba la fama y una Nación de cuento de hadas que convertía a cualquier anuro en príncipe. Se reprochó el no haber parado a tiempo: el no haber despertado del paradisiaco sueño americano.
A la altura del octavo round, Cara de Piedra ya era un Jaguar armado de cuchillos de obsidiana, su cuerpo era de jade con tonos rojizos y en la cabeza llevaba un plumaje psicodélico que se balanceaba de forma hipnótica y cuando disparaba los golpes se oía el sonido de un cascabel. Marco Antonio se desmoronó en el noveno. Cayó y no se pudo levantar a la cuenta de diez, sus ojos estaban perdidos y veían como en una pesadilla que sobre el volaba la sombra de un águila que se disponía a devorarlo.

En la rosticería del señor Fernando Pérez García  imperaba el silencio, la gente se había quedado con el pollo masticado a medias en la boca, se miraban unos a otros con sorpresa, el televisor parecía haberse congelado y solo mostraba la imagen del cuerpo tendido del ex campeón. Una lágrima de plomo caliente recorrió la mejilla de la Señora Pérez, que no sabía si lamentaba más que su hijo estaba inconsciente en Las Vegas, o que habían perdido el titulo y honor de la familia. Todo mundo gritaba maldiciones contra el maldito mexicano que se había atrevido a llevarse el fajín de incrustaciones, joyas y escudos que avalaba la certificación de soberano de los pesos livianos del Mundo, a México. Entre tanto alarde, furia y lágrimas, un espalda mojada cansado y viejo, cuarteado por el trabajo de la pisca y la mala vida de brasero, sonreía con satisfacción y sus ojos mutilados por el sol de los campos miraban con ilusión un firmamento inexistente mientras sus labios repetían con un dulce y embriagante susurro “Se ha hecho justicia, se ha hecho justicia, Virgencita de Guadalupe”. 

Juan Cristóbal Espinosa Hudtler












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