lunes, 10 de febrero de 2014

Dibujante de almas


Le gustaba describirlos, pero de una forma especial porque para él no era suficiente trazar con unas cuantas frases el retrato o aspecto interior de sus personajes, más bien lo que le interesaba era encontrar una clave que expusiera su alma, que la reviviera tal y como se revive una imagen en una cinta de película en un laboratorio fotográfico. Por eso, permanecía horas y horas dándole vueltas a la figura de sus personajes hasta que encontraba algo especial y lleno de esa esencia que revelaría lo más intrínseco de su héroe. Como la tarea de la apreciación era tan larga, este hombre no escribía mucho y tampoco era muy comunicativo, se llamaba Vicente. Era bajito, muy enclenque, con un pelo espeso y gran copete, de aspecto limpio y cuidado. Lo conocían todos porque al saludarlo en las cafeterías o los bares, sus conocidos siempre le preguntaban sobre lo que escribía en ese momento, él respondía con voz aguda y convincente  que estaba consagrado a un tratado sobre el espíritu de los pobres. Se le tenía como un filántropo que rescataba a los desamparados para convertirlos en titanes literarios y su método era asombroso, ya que cuando encontraba  a un pordiosero  se detenía en seco y se ponía en cuclillas a unos cuantos metros del desgraciado y comenzaba la tarea de la observación y traslación osmótica. Los transeúntes que rara vez ayudaban con alguna moneda, no se daban cuenta del proceso de simbiosis espiritual que sucedía en ese momento frente a sus narices. El fenómeno que le acaecía era la levitación que actuaba solo en su alma porque su cuerpo permanecía sujeto a la acera, esa elevación era más que espiritual, era una sensación metamorfosea,  sentía que se salía de sí mismo y se trasladaba al otro cuerpo, luego penetraba en el otro armazón de carne y hueso y empezaba a percibir los acontecimientos más tristes de la vida del otro ser. Pasadas unas horas se terminaba el proceso de teletransportación y volvía en si. Cuando se filtraba de nuevo en su propio cuerpo, traía consigo una infinidad de impresiones que acomodaba en su espíritu, para analizarlas después. Poco a poco se iba incorporando tal como lo hacen las mariposas recien nacidas al salir de su dura y frágil armadura. Algunas veces se daba cuenta de que algunos distraídos le habían dejado unas monedas a sus pies, entonces las cogía y con mucho cuidado se las entregaba al ser abandonado que hacía unas horas había sido objeto de su análisis místico. Luego, Vicente se iba a su casa y no salía por varios días, incluso semanas. Trabajaba en su pequeño estudio, tenía sus cuadernitos de pasta dura acomodados por fechas en su estantería, además había todo un tratado de los sentimientos humanos elaborado por el mismo, las obras completas de Freud y la biblia. Era muy paciente y escribía con excesivo cuidado, su lentitud  no era tanto por cautela sino porque destilaba las historias de una forma sosegada y esporádica. Un día salió de nuevo a la calle urgido de una sensación especial que le permitiera escribir algo asombroso e impactante pero todos los desvalidos que encontraban en su camino no le servían para el fin que perseguía. De pronto sintió que se alejaba de su barrio y que un efecto de telequinesis lo conducía hacia algún lugar, se dejó llevar y poco a poco fue distinguiendo al ser que lo arrastraba. Era una mujer joven pero con una vida trágica, tal vez la más trágica que conocía él hasta ese momento. Voló a su encuentro, incluso comenzó su viaje astral de forma anticipada para mezclarse con el alma de la mujer antes de verla. Así fue, cuando el cuerpo de Vicente llegó hasta donde estaba la joven, él ya tomaba notas de los sufrimientos de ese espíritu maltratado y oprimido. Así permaneció sentado al lado de la mujer marchita. Pasaron las horas, luego los días, después las semanas. Tenía a sus pies, acumuladas, varias pilas de monedas acomodadas escrupulosamente, a su lado la mujer dormía un sueño profundo del que de vez en cuando salía para exhalar un hálito de alma.


Vicente parecía una de esas estatuas vivientes que abundan en los parques y plazas de las grandes metrópolis. Al pasar a su lado algunas personas lo reconocían y le dejaban de manera simbólica una moneda. Cuando alguien preocupado  preguntaba si estaba bien que el escribiente permaneciera allí tanto tiempo, la respuesta era que no había motivo de preocupación, que seguramente esta vez sí crearía un personaje de la talla de Madame Bovary pobre, o una mísera Anna Karenina, o la menesterosa Lady Chatterley, o algo aun más trascendental, quizá.  Pasó mucho tiempo y Vicente se integró al hormigón de la acera y quedó incrustado en el muro en el que se recargaba. La mujer hacía tiempo que había desaparecido.

JCEH


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