Le gustaba
describirlos, pero de una forma especial porque para él no era suficiente trazar
con unas cuantas frases el retrato o aspecto interior de sus personajes, más
bien lo que le interesaba era encontrar una clave que expusiera su alma, que la
reviviera tal y como se revive una imagen en una cinta de película en un
laboratorio fotográfico. Por eso, permanecía horas y horas dándole vueltas a la
figura de sus personajes hasta que encontraba algo especial y lleno de esa
esencia que revelaría lo más intrínseco de su héroe. Como la tarea de la
apreciación era tan larga, este hombre no escribía mucho y tampoco era muy
comunicativo, se llamaba Vicente. Era bajito, muy enclenque, con un pelo espeso
y gran copete, de aspecto limpio y cuidado. Lo conocían todos porque al
saludarlo en las cafeterías o los bares, sus conocidos siempre le preguntaban sobre
lo que escribía en ese momento, él respondía con voz aguda y convincente que estaba consagrado a un tratado sobre el
espíritu de los pobres. Se le tenía como un filántropo que rescataba a los
desamparados para convertirlos en titanes literarios y su método era asombroso,
ya que cuando encontraba a un
pordiosero se detenía en seco y se ponía
en cuclillas a unos cuantos metros del desgraciado y comenzaba la tarea de la
observación y traslación osmótica. Los transeúntes que rara vez ayudaban con
alguna moneda, no se daban cuenta del proceso de simbiosis espiritual que sucedía
en ese momento frente a sus narices. El fenómeno que le acaecía era la
levitación que actuaba solo en su alma porque su cuerpo permanecía sujeto a la
acera, esa elevación era más que espiritual, era una sensación metamorfosea, sentía que se salía de sí mismo y se
trasladaba al otro cuerpo, luego penetraba en el otro armazón de carne y hueso
y empezaba a percibir los acontecimientos más tristes de la vida del otro ser.
Pasadas unas horas se terminaba el proceso de teletransportación y volvía en si.
Cuando se filtraba de nuevo en su propio cuerpo, traía consigo una infinidad de
impresiones que acomodaba en su espíritu, para analizarlas después. Poco a poco
se iba incorporando tal como lo hacen las mariposas recien nacidas al salir de su dura y
frágil armadura. Algunas veces se daba cuenta de que algunos distraídos le
habían dejado unas monedas a sus pies, entonces las cogía y con mucho cuidado
se las entregaba al ser abandonado que hacía unas horas había sido objeto
de su análisis místico. Luego, Vicente se iba a su casa y no salía por varios
días, incluso semanas. Trabajaba en su pequeño estudio, tenía sus cuadernitos
de pasta dura acomodados por fechas en su estantería, además había todo un
tratado de los sentimientos humanos elaborado por el mismo, las obras completas
de Freud y la biblia. Era muy paciente y escribía con excesivo cuidado, su
lentitud no era tanto por cautela sino
porque destilaba las historias de una forma sosegada y esporádica. Un día salió
de nuevo a la calle urgido de una sensación especial que le permitiera escribir
algo asombroso e impactante pero todos los desvalidos que encontraban en su
camino no le servían para el fin que perseguía. De pronto sintió que se alejaba
de su barrio y que un efecto de telequinesis lo conducía hacia algún lugar, se
dejó llevar y poco a poco fue distinguiendo al ser que lo arrastraba. Era una
mujer joven pero con una vida trágica, tal vez la más trágica que conocía él
hasta ese momento. Voló a su encuentro, incluso comenzó su viaje astral de
forma anticipada para mezclarse con el alma de la mujer antes de verla. Así
fue, cuando el cuerpo de Vicente llegó hasta donde estaba la joven, él ya
tomaba notas de los sufrimientos de ese espíritu maltratado y oprimido. Así
permaneció sentado al lado de la mujer marchita. Pasaron las horas, luego los
días, después las semanas. Tenía a sus pies, acumuladas, varias pilas de
monedas acomodadas escrupulosamente, a su lado la mujer dormía un sueño
profundo del que de vez en cuando salía para exhalar un hálito de alma.
Vicente
parecía una de esas estatuas vivientes que abundan en los parques y plazas de
las grandes metrópolis. Al pasar a su lado algunas personas lo reconocían y le
dejaban de manera simbólica una moneda. Cuando alguien preocupado preguntaba si estaba bien que el escribiente permaneciera
allí tanto tiempo, la respuesta era que no había motivo de preocupación, que
seguramente esta vez sí crearía un personaje de la talla de Madame Bovary pobre,
o una mísera Anna Karenina, o la menesterosa Lady Chatterley, o algo aun más
trascendental, quizá. Pasó mucho tiempo
y Vicente se integró al hormigón de la acera y quedó incrustado en el muro en el que se recargaba. La mujer hacía tiempo que había desaparecido.
JCEH
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