lunes, 27 de marzo de 2017

El guionista Di la Rose

Di la Rose era un hombre bajo y un poco afeminado que se dedicaba a escribir guiones para unos famosos estudios de cine. Era feliz realizando su trabajo. No usaba su nombre real y nadie revelaba su identidad, por eso era un desconocido en el mundo del espectáculo, pero los directores no podían vivir sin él. Ese anonimato le ayudaba a meter las narices en todos lados y pasar inadvertido. Su tarea era seguir la vida artística de los grandes actores y pensar en los papeles que se les podrían proponer al terminar tal o cual película.  La última vez había seguido a una famosa actriz, no muy joven, que había tenido que ir con el cirujano y hacer una dieta especial para interpretar a una adolescente. Su trabajo fue todo un éxito y cuando la famosa estrella se preguntó que más podría hacer con su nueva apariencia se acercó un director con un guión de “Algo que se llevó el viento” y se lo ofreció. Firmaron el contrato de inmediato y Di la Rose quedó muy satisfecho porque había escrito el guión para que le quedara como un vestido hecho a la medida. Su olfato no lo había traicionado.

En esta ocasión le seguía los pasos a un artista que tenía pocas películas, pero todos hablaban de su potencial. Se trataba de Donald Peck quien acababa de rodar “Hambre”—basada en la famosa novela de Knut Hamsun— y estaba en los huesos. Donald se había sometido a un crudo ayuno y estaba al borde de la anemia, deseaba comer y hacer cualquier cosa menos seguir sufriendo el martirio de la inanición. Di la Rose tenía ya casi terminado un guión sobre Auschwitz en el que el protagonista sería un filósofo judío disidente. Sabía que Peck leía libros profundos y que en su familia había destacado un pariente lejano en el campo de la filosofía. Conocía todas sus aficiones y su actitud hacia la injusticia. Había planeado toda la trama con vernier hasta el último milímetro y pensaba que no fallaría su plan, sin embargo, Donald declaró que estaba harto de pasar penurias y deseaba hartarse de perros calientes. Fue la primera vez que sus planes se vieron frustrados. El director Luciano Bettoni, que ya tenía reservada una jugosa tajada para Donald por el papel en el campo de concentración, habló seriamente con el guionista y lo amenazó con echarlo de los estudios si no resolvía el problema de inmediato.

Peck descansó una semana completa y comió con voracidad, pero una mañana salió directamente al gimnasio y Di la Rose tuvo que improvisar. Se compró unas zapatillas deportivas y un chándal y se fue a ver qué estaba pasando. Se enteró de que Donald iba a interpretar a un peleador callejero en una película de acción. No pudo contener la risa porque no sabía de qué forma ese raquítico joven iba a sacar los músculos que nunca había tenido. Asistió cada día a la sala de entrenamiento tras el joven que hacía más de quinientas sentadillas al día y levantaba pesos sin descansó. Lo veía comiendo barritas de cereal con miel y chocolate, lo espiaba en los comedores y contaba las porciones de espaguetis que comía, lo seguía a su casa por las noches y se levantaba todas las mañanas para ver los cambios que iba sufriendo el muchacho. Al mes dejó de reírse y su incredulidad le dejó un gesto muy amargo en la cara. Ya estaba claro que Donald en unos meses más sería un luchador fortachón listo para medirse con los perros callejeros de Brooklyn. Peck practicaba con sus instructores y empezaba a dominar los movimientos del boxeo, la lucha y las artes marciales. Di la Rose tuvo la corazonada de que, al momento de terminar su preparación, Donald quedaría ideal para hacer el papel de Bruce Lee en una nueva versión de “Operación dragón”, así que se puso a adaptar la historia y fue a tratar los detalles con el director que lo tenía amenazado por el fracaso anterior. Llegó a un acuerdo con el furibundo promotor y salió de la oficina muy contento. 

En el trayecto a su casa tuvo un presentimiento que lo puso ante el dilema de la inconstancia de Donald. Si éste se negaba a participar en la versión nueva de Bruce Lee y pedía otro rol, ¿qué pediría? ¿en qué tipo de personajes se querría convertir? Dado que había pasado de un hambriento profesor a un luchador callejero, era posible que de buscapleitos se pasara a un papel romántico. Lo que si estaba claro era que el magnífico Peck no continuaba la línea de personajes en los que se convertía, al menos de forma inmediata. Decidió que tendría sus guiones de reserva preparados para cualquier imprevisto y escribiría una historia romántica por si se daba el caso. Bettoni fue a buscar al joven Peck, se llevó la carpeta con el guión de “Operación dragón milenium”. Luciano era un gran experto de la persuasión y descubría pronto los puntos débiles de los actores con los que se encontraba. La mayoría de las veces hacía un ofrecimiento, contaba varios chistes y, al final, hablaba de cantidades de dinero muy seductoras. Aplicó su estrategia con Peck y descubrió que el joven era un hombre muy inquieto y ambicioso y todo lo que hacía era para crear un halo de misterio y temeridad en sus decisiones. Por esa razón se había propuesto hacer diez películas tan diferentes entre sí, para entrar al salón de la fama de la actuación. Era impresionante su determinación. Bettoni descubrió que sus estrategias eran inadecuadas y cambió de método. “Mire, querido Donald—le dijo con una actitud de pontífice dando consejos—, le ruego que me diga qué es lo que desea y le proporcionaré lo que busca. Sólo tiene que decirme qué historia quiere y qué tipo de personaje necesita y se lo haré de inmediato”. 

—Está bien. Ya sabe que he hecho nueve películas, me han pedido interpretar a un futbolista, a un filósofo, a un soldado, a una mujer, a Ulises, a un profesor de escuela, a un torero, a un hambriento y un peleador callejero, pero me gustaría culminar con un héroe fuera de lo común. Deseo interpretar a un guionista de cine.
—Pero, ¿qué no sabe que acaba de salir precisamente una muy buena sobre Dalton…, es decir, Dalton Trombo?
—Sí lo sé. Es por eso que representa un gran reto y podría inmortalizarme si lo hago bien.
—Y ¿a quién interpretaría a Kubrick, Scorsese, Ford, Allen?
—No. No me gustaría interpretarlos. Preferiría que hallara a uno menos conocido en la actualidad.
—Ah, entonces ¿qué tal Ben Hecht?
—No, no, ese es muy grande. Le dicen el Shakespeare de Hollywood, ¿no?
—Sí, así le decían. ¿Entonces?
—Mire, no me interesan ni Antonioni, ni Bergman, ni Mankiewicz. Quiero a uno grande, pero que sea desconocido.
—¿Sabe lo que me está pidiendo? Podría decirme mejor que me fuera a freír espárragos.
—Pues, es usted quien ha venido a verme. Si tiene alguna propuesta, hágala, si no, ya puede irse. Gracias.
—No. Espere, espere —hizo una pausa y continuó— creo que tengo algo.

Betonni estaba tratando de terminar con la enorme lista de guionistas que le pasaba por la cabeza. Iba descartando uno por uno a todos los escritores de cine que conocía y se acercaba al final de la gran hilera cuando le pareció escuchar la vocecita de Di la Rose y sonrió—. ¿Si fuera uno con un sobrenombre, talentoso, con maneras de mujer, pero con un gran ingenio, lo aceptaría?

—Sí, pero ¿existe o es sólo una invención suya?
—Claro que existe, incluso es posible que usted lo haya visto.
—No lo creo. Recuerdo muy bien a la gente que me rodea y a todos los que de alguna forma se relacionan conmigo. No soy un patán como las demás estrellas, ¿sabe?
—Sí. Eso es también una de sus grandes virtudes y espero que no la pierda.
—Bueno, dígame, tiene a alguien o me está haciendo perder el tiempo.
—Sí. Se llama Di la Rose—En ese momento, Bettoni se recriminó por ser imprudente, pues conocía muy bien el carácter de Di la Rose y sabía que tenía que consultarlo primero con él, pues si bien era cierto que lo tenía cogido por el cuello, el talentoso guionista podría ponerle trabas y romper todo tipo de relaciones con él. “No tengo otra salida—se dijo a sí mismo—, querido amiguito. Me vas a tener que perdonar”.
—¿Qué dice?
—Nada, nada. Estaba pensando en voz alta.
—Y, bueno, ¿lo tiene o no?
—Claro que sí. El hombre le va a encantar. Se pondrá en contacto con usted en unos días. Deme hasta el viernes para arreglarlo y comeremos juntos este fin de semana con él.
—De acuerdo.

Bettoni salió aturdido, no sabía de qué forma tendría que abordar a Di la Rose y tenía miedo de perderlo. Había pensado que podría matar dos pájaros de un tiro, pero ahora le había salido el disparo por la culata. Reprochándose su conducta con una serie de refranes llegó hasta su oficina, cogió el teléfono y llamó a Di la Rose. Se vieron unas horas después y, como era de esperar, Di la Rose puso el grito en el cielo. Se negó por completo a revelar su personalidad, salir en la pantalla grande y, sobretodo, ser analizado, criticado e interpretado por Peck. “Lo siento, pero tendrás que hacerlo—le dijo con tono amenazante Bettoni—. Bien sabes que tengo el poder para destruirte. Si te niegas ahora, tendrás que devolverme mi dinero y me encargaré de que nadie te contrate jamás. Además, escribiré miles de correos a todas las empresas que tengan alguna relación con el cine y la publicidad y no podrás trabajar ni de montador o de camarógrafo. Te desterraré y en el exilio terminarás haciendo pequeños trabajitos para una empresa de El Tercer Mundo, así que piénsalo bien. Se vio obligado a aceptar y quedó de reunirse con Donald el fin de semana. Asistirían los dos a la casa del actor y después de las formalidades, Bettoni se retiraría para que trabajaran a gusto.
El sábado por la mañana Peck salió de la piscina y al quitarse las gafas de natación sintió que se le salían los ojos. Era porque le había sorprendido la presencia del acompañante de Bettoni. Emitió un chasquido y torció la boca. Se saludaron y se sentaron en una mesa. Una mujer llevó un plato con panecillos y café, puso tres enormes vasos de zumo de naranja y se retiró. Di la Rose bajó la vista y fingió mirar las flores del jardín.

—Está claro que esta vez no tendré que esforzarme por adoptar la forma física del personaje, ¿verdad, señor Bettoni?
—No se preocupe por eso, Donald, lo más importante es que logre encontrar la esencia del señor Di la Rose.
—Pero, ese es un seudónimo, ¿no? ¿cuál es su verdadero nombre?
—Gerard Adams—dijo Di la Rose apretando los dientes.
—Bueno, no está mal para una persona como usted. Espero que su mundo interior sea mejor que su aspecto exterior, querido amigo porque si no encuentro nada que me motive, no firmaré el contrato.

Hubo un instante de silencio en el que los tres hombres se dedicaron a ordenar sus ideas y el número de jugadas que harían mientras desayunaban. El primero en poner las cartas sobre la mesa fue Betonni, quien dejó claro el pago de honorarios, las perspectivas del film, el número de sesiones y el plazo de realización. El segundo fue Peck que se limitó a criticar a Di la Rose y exigir que su vida fuera interesante y pensara en algo que pudiera despertar la curiosidad del público porque, en caso contrario, se negaría a hacer el ridículo. Por último, Di la Rose se llenó de vanidad y con voz cortante enumeró sus guiones diciendo los premios que había obtenido y los artistas que habían participado en los rodajes. Al final, Donald siguió con su mala cara, Di la Rose se retiró muy humillado y Betonni tuvo que amenazar a Gerard que había perdido ante Peck la máscara de su disfraz.

Comenzó el trabajo. Peck tenía una gran sala en la que ensayaba sus papeles. La acústica era muy buena y había muchas cámaras de vídeo y pantallas en las que el actor se veía desde todos los ángulos para poder perfeccionar sus movimientos. Esta vez había pedido que le pusieran un sofá y una mesa para analizar al guionista en sus ratos de creatividad. A Di la Rosa le pareció un mal sitio para trabajar porque él se inspiraba con ayuda de un sistema muy específico. Tenía que hacerse tratamientos de belleza por la mañana, desayunar, meditar tumbado en una cama y esperar a que las ideas se fueran transformando en imágenes y estas en palabras para después plasmarlas en el papel.
“Tenemos que ir a mi casa, señor Peck—le dijo a Donald—, aquí me sería imposible trabajar”. Peck no quería aceptar, pero después quedó convencido de que entre más rápido se integrara a la personalidad de Di la Rose, alcanzaría los resultados pronto. Llegaron a una pequeña casa de dos plantas en la que había un pequeño desorden. Peck miró con mucha curiosidad los baños y el jardín, revisó los libros de la biblioteca, se hizo una idea de la forma de vida de su colaborador y empezó a imitar su voz y movimientos. Di la Rose estaba muy disgustado porque su invitado ya había logrado copiarle la voz y le hablaba con el mismo tono. Tuvo que contestar a muchas preguntas impertinentes. Donald le propuso que vivieran unos días juntos para que él pudiera repetir todos sus movimientos. Donald comenzó a moverse, comer, beber y pensar como Gerard Adams. Su talento le ayudó a penetrar con rapidez en ese hombre acomplejado y solo. Di la Rose tenía la impresión de que tenía un espejo en el que evitaba mirarse para no sufrir los dolores del hígado. Después de dos meses de convivencia el actor ya podía repetir cualquier gesto, manifestar cualquier idea y expresarse como el mismo Di la Rose.

—Ya estoy listo para filmar—le dijo a Bettoni.
—De acuerdo, Peck, en unos días Di la Rose tendrá el guión listo.
—No. No se preocupe. Me imagino lo que va a escribir, por eso sería mejor que yo actuara en el estudio y que Gerard me corrija si es que me equivoco.

El día de la filmación Di la Rosa llegó oculto tras unas enormes gafas de sol, se sentó y esperó a que Donald lo imitara. En la primera sesión, se vio repitiendo sus actividades matutinas: haciéndose sus mascarillas, paseándose por su habitación con movimientos cadenciosos, tomando unos aperitivos, repitiendo algunos pasajes de sus guiones, imitando los diálogos como lo hacía cuando escribía. Terminó muy sorprendido porque Donald le había mostrado cosas en las que nunca había puesto atención y, lo peor, que el impertinente se había puesto a corregirlo. “Sí—se dijo—. Ese cabrón está tratando de perfeccionarme. ¡Maldita la hora en que acepté este contrato de mierda!”.

Era consciente de que no había marcha atrás y que su vida quedaría destrozada, su persona pisoteada y el injurioso Donald ganaría un Oscar a costa suya. Sintió deseos de matarlo, pero sabía que eso no ayudaría en nada y sólo lograría aumentar la fama de Donald Peck. Tuvo que resignarse a ver la forma tan ridícula con la que su otro yo comía pastelitos estirando demasiado los labios, la forma de recitar desnudo frente a un espejo y gritar como una cotorra repitiendo las palabras de las heroínas de sus guiones. Asistió a todas las sesiones, descubrió infinidad de cualidades que no se había visto, también muchos defectos. En varias ocasiones riñó con Peck y consigo mismo. Por las noches no pudo dormir después de los disgustos en la sala de filmación. Cogió el hábito de llevar siempre las gafas de sol y se las quitaba para nada más para ducharse. 

Tenía unas ojeras muy marcadas y cuando la cinta estuvo lista, descansó. No fue por mucho tiempo porque Donald fue nominado al Oscar por el mejor actor y el mejor guión. Esto último fue como un rayo que fulminó a Di la Rose junto con Gerard Adams, sin embargo, eso no era lo peor. Le faltaba todavía ver cómo varios directores de cine se acercaban al joven Peck para proponerle que se dedicara a escribir historia que se pudieran llevar a la pantalla. Donald aceptó y empezó a combinar su trabajo de interpretación con la escritura. Muy pronto dejó los escenarios para dedicarse exclusivamente a la escritura. Bettoni sustituyó a Di la Rose. Pasaron los años y Peck se fue haciendo imprescindible, los grandes creadores de Hollywood le pedían guiones como si se tratara de pan caliente. Donald decidió esconderse detrás de un pseudónimo, adoptó el de “Hard nut to crack” y no se volvió a parar en los estudios para actuar. Ganó mucho dinero persiguiendo a los artistas famosos que potencialmente podían interpretar a sus personajes. Fue adquiriendo costumbres raras como la de saborear demasiado los postres, repetir sus diálogos en la situación que fuera, incluso desnudo frente al espejo, se hacía mascarillas y tenía su casa desordenada. 

Un día lo llamó Bettoni para que persiguiera a un joven que estaba causando furor con su forma de actuar. El mentado actor novel había terminado una película sobre los campos de concentración alemanes y estaba en condiciones de interpretar algún papel sobre las personas que sufren hambre. A Donald se le se le ocurrió el título de “El precio del azúcar” y se fue a ver a Bettoni para que se lo ofreciera, pero el vanidoso joven lo rechazó y le dijo que quería un personaje especial para cerrar su ciclo de diez películas premiadas.

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