viernes, 16 de septiembre de 2016

El deseo de ser reina

Cuando lo vi la primera vez me dio una impresión extraña. Por un lado, tenía una expresión agria que hacía que su rostro cambiara mucho, por otra parte, era el único defecto que le encontraba porque su aspecto amable, su llamativo peinado, su ropa de marca y elegida con buen gusto, su ingenio en las bromas que decía y sus movimientos ágiles me atraían con una fuerza estremecedora. Acostumbrada a ser el centro de atención en todos los sitios sabía que él me quitaría público, que sería la sombra que podría opacarme hasta convertirme en un ser poco perceptible, pero no me importaba nada. 
Me estaba cortejando abiertamente, usaba las formas figurativas para echarme los tejos y yo lo disfrutaba de verdad. “Si fuera el poseedor de una mujer tan hermosa—le decía a su amigo—, seguro que viviría para ella como plebeyo, sería como su esclavo para satisfacer todos sus deseos. Haría hasta lo imposible porque se sintiera como una reina”. Me miraba de reojo para saber qué reacción tenían sus palabras y yo fingía indiferencia, pero mis mejillas me delataban poniéndose como tomates. 

Me levanté y fui al servicio a darme una manita de gato, mi intención era la de sentir su mirada por detrás y que mi cuerpo me diera la respuesta adecuada. Por desgracia, la sensación fue muy agradable y sentí como su mirada me acariciaba las piernas y se centraba en mi holgada falda tratando de descubrir el tamaño real de mis caderas. “Eso es lo que hacen todos, no seas estúpida—me dijo Soledad la pesada, es decir, la otra yo que siempre me estropea las cosas más dulces de la vida—, ese cabrón te quiere usar para satisfacer sus perversiones, ¿no te das cuenta?”. Tú te me callas mamacita—le dije acomodándome el pelo y las chiches frente al gran espejo que tenía frente a mí—, porque esta vez decidimos las sensaciones de mi cuerpo y yo. Volví meneándome un poquito para que él se decidiera a invitarme algo y pudiéramos entablar una conversación. Lo miré fulminándolo con los ojos bajos y los labios en forma de pico de pato, no sé si se pueda explicar así, el caso es que no tuve que esperar mucho porque me miró de lejos, aprobando cada movimiento, cada balanceo y parecía entender la melodía que salía de los tacones de mis zapatos que parecían palitos de tambor golpeándolo, a ritmo de marcha nupcial, las losas blancas de la cafetería. Me senté y él, activado por un resorte, se levantó y se acercó.

—¿Cómo te llamas, preciosa?
—Soledad.
—¡Oh! ¡O sole! O sole mía…Sta nfrote a te. !Suena muy bien!¿Conoces a Pavarotti?
—¿A quién?
—A Pavarotti, un cantante de ópera que en sus conciertos siempre interpreta esa canción.
—No, no lo conozco y a ti tampoco.
—Sí, disculpa, soy Gerardo y ese es mi colega Pedro—su amigo me hizo una seña con la mano y cogió su taza de café y la levantó como si hiciera un brindis.

Después, se pasaron a mi mesa, me hicieron unas bromas y en menos de diez minutos ya me sentía como si nos conociéramos de hacía mucho tiempo. Tenía, por un lado, el problema de sentir que me estaba enamorando del ingenioso Gerardo y, por otro, los reproches de la pesada Soledad que no paraba de refunfuñar dentro de mí y quejarse cada vez que los chicos me decían algo agradable. Estuve soportando esa situación hasta que llegó María y le dije a la pesada Soledad que se fuera mucho a donde ya saben. La tarde pasó como en un cuento de hadas. Gerardo centró toda su atención en mí. Me invitó dos malteadas y tres trozos de pastel: uno de fresas, otro de vainilla y crema chantilly y otro de chocolate. Por increíble que parezca me terminé todo hasta dejar los platos relucientes como espejos.  No sé si fue una forma de calmar mis nervios por la presencia tan agradable de Gerardo, o por lo placentero de su compañía y sus bonitas palabras. Creo que ese encuentro marcó la liberación de algo que yo buscaba desde hacía tiempo. Tuve la sensación de que Gerardo y yo habíamos nacido el uno para el otro.

Pasamos las primeras semanas visitando todo tipo de locales de comida. Nunca había sido una mujer delgada porque desde muy pequeñita destaqué por ser la gordita en la casa, todos mis escuálidos familiares decían que yo había sido en otra vida la tatarabuela Nora o, dicho de otra forma, la gorda Nora, único representante de los pesos heavy de nuestra descendencia había nacido de nuevo. A mí la comparación me valió hasta la adolescencia, antes del estirón final que me llevó al metro sesenta y ocho. El día que cambió mi vida, ese en el que estaba en la cafetería con mi vestido amarillo de flores, pesaba sólo sesenta kilos y tenía un cuerpo muy atractivo. Tres meses después de conocernos, Gerardo me hizo la proposición. “Vamos a casarnos—me dijo mientras me comía mi segunda hamburguesa—, ya tengo la casita que me dejaron mis padres bien arreglada, sólo faltan algunos muebles y quedará fantástica”.  Le dije que sí y, como ya había aumentado unos cuantos kilos, tuve que comprar un vestido dos tallas más grandes. La celebración fue inolvidable porque nos divertimos muchísimo. Estábamos radiantes de felicidad. A todos mis familiares creo que les encantó mi marido por su ingenio, gentileza y bondad, aunque hubo poca gente la comida abundó y nos saciamos a más no poder, sobretodo yo porque después de cada baile y cada brindis, Gerardo, me hacía comer algún bocadillo, trozos de tarta, frutas en almíbar y helado. Terminamos rendidos y cuando al final, llegamos al lecho nupcial, Gerardo me enseñó un cuadro que había colgado especialmente enfrente de nuestra cama matrimonial.

—Mira, mira, que preciosidad de mujer, ¿sabes de quién es el cuadro?
—No, no conozco a la modelo—le contesté mientras él se moría de la risa—, ni idea tengo de quién sea esa mujer.
—No seas tonta, me refiero al autor. Es un cuadro de Botero. ¿Sabes cuál es su aportación al arte?
—No.
—¿Sabías que es un artista que representa el volumen del cuerpo humano? Ninguno de sus modelos es gordo. Son sólo personas, animales, frutas y cosas voluminosas. !Me encanta!

Estuvo explicándome cosas que no entendí y al ver su cara de sorpresa, causada por mi ignorancia, decidí arreglarme para el encuentro nocturno marital. Por consejo de Gerardo, me puse un liguero y unas medias de color carne que, como según me decía, lo excitaban a morir, además un baby doll con bordados de encaje de color rojo como las pantaletas y el sostén. Mientras me arreglaba escuché de nuevo la voz de mi cuerpo: “Mira nada más que piernas tan gordas, tienes una barriga tres veces más grande que hace sólo seis meses, te han aparecido unas enormes lonjas y tus brazos son los de una luchadora peso completo, lo único que no ha cambiado tanto es tu cara. Te pareces a la niña que fuiste hace veinte años”.

Quizás esa alusión me hizo temblar un poco por el temor de estarme convirtiendo en una foca, pero entre más rebosante se hacía mi cuerpo, más era el cariño y atención de mi amado Gerardito. Eso lo noté de inmediato y desde la primera noche, pues nada más salir del baño, me pidió que posara para él, que caminara de forma sensual, que le mostrara mis piernas, las caderas y que me sobara las nalgas. Nos acostamos y se montó sobre mí con una furia y pasión que no le conocía. Estaba incontrolable, me mordía y bufaba como un toro salvaje. Repetía todo el tiempo que me amaba por mi abundancia, que quería poseerme más y cada vez que hacíamos el amor decía que su sueño dorado era que yo fuera mucho más grande. Te quiero fecunda, desbordante, amplia, generosa e interminable. Llegué a los cien kilos y mis vecinas al verme pasar me criticaban. Yo las oía perfectamente y no les ponía atención porque, por lo regular, no me importaba nada su opinión y tenía que lidiar de nuevo con la pesadita de Soledad que se había vuelto insoportable con sus críticas hirientes.
 Mi cuerpo, por otro lado, había dejado de protestar por el aumento de grasa porque el placer que obtenía con las caricias, mordidas y embestidas de Gerardo le agradaban tanto que no pasaba un día sin soñar con ellas. “Pídele más, pídele más, dile que te lo haga más tiempo, que te complazca toda la noche, que te muerda cuantas veces quiera, que te arranque en pedazos la carne, que te haga chillar de placer mientras inundas la cama con tus líquidos hirvientes, pero que no pare”. Así lo hacía, abrazaba con fuerza su cabeza y le ordenaba con susurros que se metiera dentro de mí, que me fundiera con su calor, que terminara conmigo convirtiéndome en un enorme queso derretido, que me hiciera desparramar por los lados de la cama y que me ayudara a crecer hasta que nuestro placer trajera la felicidad celestial y eterna. Su conducta nunca cambió, incluso cuando ya no podía levantarme de la cama y mi cuerpo y Soledad, la pesada, me daban toques de alarma todo el tiempo. El día que vino don Mario a preparar el armatoste metálico con correderas, poleas y cuerdas para levantarme de la cama y poder cambiar las sábanas porque ya había alcanzado los doscientos cincuenta, gritó conteniendo su sorpresa y sacando el alarido por los ojos.

 “!Qué enorme estás, mujer!”.

 Al instante, saltó la insoportable Soledad—haciendo ademanes y muy descompuesta por la anorexia para decirme—, ¿ya lo ves? Te he repetido mil veces que estás hecha un monstruo, la gente dice que eres una enferma y que te vas a morir de tanto engordar. Podría decirte que te miraras en un espejo, pero ese maldito Gerardito tuyo los ha escondido todos y te engaña diciéndote que debes verte a través de sus palabras y en el reflejo de su mirada, ¿que no ves que te quiere matar? —Mi cuerpo— reaccionó de inmediato y un cosquilleo debajo de la pelvis me dio la suficiente fuerza para acomodarme en la cama y enfrentar a la estúpida flaca que se había puesto como objetivo adelgazar hasta lo inimaginable tan sólo para salvarme. Tú te vas a pelar primero, mírate cómo estás, no comes y ya se te transparentan los huesos, pareces una calavera y seguro que en unos días se te caerán los dientes por falta de uso. ¿Y tú qué? —respondió con la voz cambiada, un poco más áspera y varonil—. ¿En verdad piensas que eres hermosa? —gritó muy enfadado—. Luego, al poner más atención me di cuenta de que había dicho todo en voz alta y que don Mario me miraba con odio y me decía que sí, que estaba flaco, pero era por el trabajo, que tenía que mantener a cuatro hijos y que su mujer estaba enferma, que qué quería yo, una cerda tragona y enferma de gula. No pude explicarle lo que había pasado. Es que, a veces, tengo visiones, don Mario, no se ponga así, no se lo he dicho a usted sino a mi otra yo. Por más esfuerzo que hice no lo pude convencer y se fue de la casa odiándome por impertinente. Ni siquiera me quiso disculpar cuando vino a instalar el aparato de poleas y Gerardo, por petición mía, le pagó el doble por su trabajo.

Lo más trágico sucedió hace un mes. Fue un leve descuido el que le ocasionó la muerte, cuando iba en el coche, repasando la lista de comida que debía traerme, se dio la vuelta en sentido contrario en una calle ancha. Salió un camión de carga y el chófer, que seguramente iría viendo a alguna mujer por la calle, se estrelló con el escarabajo de Gerardo y me los destrozó a los dos. Lo amaba tanto que habría estado dispuesta a morir en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, con tal de que nunca le hubiera pasado nada grave. Siento como si él estuviera aquí dándome mi ración diaria. Las dos tartas de chocolate o de fresas con mis malteadas por la mañana, mis hamburguesas del Burger King o Mc Donalds por la tarde y algo casero por la noche preparado con amor y muchas calorías. A decir verdad, me ató a Gerardo no sólo el placer sexual, el cual se acabó cuando tenía doscientos kilos, sino su forma de tratarme. En cuanto me fue imposible levantarme de la cama, su esmero aumentó, tanto fue el esfuerzo que se puso musculoso. Levantaba mis piernas con las cuerdas, las ataba con firmeza para que no se le cayeran encima. Se llenaba de sudor en diez minutos, traía los enormes cubos de agua y las esponjas y me quitaba el pañal desechable, me lavaba con esmero preguntándome si sentía las nalgas pegajosas por el jabón, yo lo hacía trabajar más diciéndole que sentía jabón en el culo y él me ataba de la cintura y comenzaba a levantarme hasta que quedaba en el aire, entonces me limpiaba hasta que la piel se me ponía rojísima.

“Ya, ya está bien—me decía jadeando—, por fin, mi amor, estás completamente limpia—. Luego, se iba a la cocina y preparaba mi comida, se sentaba a mi lado y como si estuviera alimentando a un bebé me daba todo a grandes cucharadas. Yo me enternecía al saber que él era sólo para mí y que me había convertido en su abeja reina, como me lo decía en el oído, cuando dejamos de hacer el amor por las dificultades que teníamos por el exceso de peso, y me aconsejaba imaginar que el comer era igual de satisfactorio que el sexo. Es por eso que acompañábamos los alimentos con gemidos. Los vecinos siempre pensaron que era por nuestras noches lujuriosas de los primeros meses de matrimonio, pero estaban equivocados, era por los emparedados de jamón con mayonesa y tomate, por las pizzas, por los helados y los tarros de mermelada. Ahora sufro mucho y no sé qué me espera en el futuro. Me ha quedado un cuerpo al que desprecian mis padres y odia mi enemiga la pesada Soledad, quien revivió un poco después de la muerte de Gerardito, y me echó una bronca enorme cuando supo que estaba buscando por Internet a un hombre que ocupara el lugar de mi fallecido marido. “Los hombres de hoy —me gritó—buscan mujeres esbeltas, con las piernas largas, ¿no entiendes que estamos en una época del culto al cuerpo estético? ¿Ignoras que la moda y los alimentos están elaborados para la gente ágil que se mueve, trabaja y come sólo lo necesario para mantenerse activa y guapa? Estuve en el entierro y vi a gente desconocida que lloraba por él, todos ellos delgados, no había ni un gordo, entre los concurrentes, estaba una chica muy atractiva. Era rubia y con un cuerpo muy bien formado que se deshacía en lágrimas. Era su amante, ¿lo sabías? ¡Ja! Ni siquiera te lo imaginabas, ¿no? ¿Una amante? ¿Gerardito? No, no, él sería incapaz, pero quién lo iba a decir. Una mujer de veintitrés años estudiante de la universidad, esbelta, atractiva y con el descaró de gritar a los cuatro vientos que lo amaba con toda el alma.

 ¡Deberías adelgazar y hacer tu vida nuevamente! Mira cómo te ha humillado, su maldición perdura incluso después de su muerte. ¿Qué te queda ahora? ¡Estás perdida! ¡Cambia o morirás!


Me ha dolido mucho esa noticia y desde hace unas semanas estoy tratando de recuperarme. Casi no como y veo que cada día la otra Soledad se fortalece ayudada por la indiferencia de mis padres, mientras yo, pierdo peso y mi cuerpo se debate por sobrevivir en esta horrible cama. No tengo fuerzas para llegar al final y si no consigo que me alimente alguien, una persona para la que yo sea lo más importante, me dejaré morir sin remedio. Estoy sola, el único que habla conmigo es mi cuerpo que sufre. La otra Soledad desapareció dando un fuerte portazo y sin decir nada. El tiempo transcurre lento, cae como pesadas gotas de plomo, llevo tres días sin comer y me parece que ha pasado todo un mes. Dormito todo el tiempo para olvidar mis desgracias. No le intereso a los vecinos y nadie se ha tomado la molestia de ofrecerme su más sentido pésame.

 Nadie me ha contestado en la red, he puesto anuncios por todas partes, pero la gente se burla de mí y los amantes de las gorditas están ocupados o no le atraigo en lo más mínimo. ¿Qué será de mí, dios mío?

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