lunes, 12 de septiembre de 2016

El delirio de Bernardino

“Dios, dame sabiduría y fuerzas para continuar con mi trabajo”—rezaba Bernardino— mientras acomodaba los escritos que tenía amontonados en su mesa. Había sufrido ya, tres alucinaciones y estaba muy nervioso porque no sabía si el origen de sus desvaríos era la influencia de sus colaboradores o el agotamiento causado por alguna enfermedad desconocida. La última vez, se había quedado mirando a los individuos que estaban frente a él sin poder entender de dónde habían salido. Cuando se lo contó a su compañero José, éste se rió de los disparates y se salió adolorido por las carcajadas que le causó la increíble historia. Es imposible que existan cosas así, Bernardino, ¿tú crees que algún día estos indios lleguen a vestirse como occidentales y adopten toda nuestra cultura? Pero lo he visto—contestó convencido de que sus visiones eran más reales que su celda de claustro y su compañero—, lo he constatado hoy cuando salí al patio. 
Cerca de la fuente estaban dos hombres conversando. Uno era mestizo, llevaba un bigote cano y el pelo bien recortado, hablaba con solemnidad, pero su voz era muy plácida. Me impresionó su calidad de orador. Además, me citaba a mí y decía cosas que pasarán en el futuro. El otro era pequeñito, muy moreno, lampiño. Parecía un zapoteca y tenía una cinta en el pecho. A su lado estaba una monja también y eso me pareció espeluznante porque hablaba en verso. Me acerqué y ellos me miraron con respeto, me saludaron y con una disculpa se alejaron de mí. Después vine a trabajar y me recibió Chichimecatécotl. Me dijo que pronto vería más cosas, que la iglesia jamás podría acabar con las creencias de los nativos de aquí porque un día esta tierra sería libre y volverían los grandes emperadores a poner el orden.

No sé qué pensar, José, ¿recuerdas que mi objetivo principal era aprender la lengua para catolizar? Pues, ahora estoy adquiriendo otra visión de las cosas. Los demonios que quería extirpar de estos hombres no existen. Es simplemente otra forma de ver el universo. Entre más profundizo mis conocimientos y me comunico con la población local, más confirmo la existencia de una gran civilización. Nos tienen prohibido seguir con este proyecto porque nos acusan de estar poseídos por el mal, sin embargo, tú conoces a este pueblo. Es cierto que no encajan en nuestra cultura, pero los egipcios tampoco. He perdido el sueño y cada vez me resulta más difícil pensar en latín. Este conocimiento me está transformando. ¿Tú lo considerarías como una posesión diabólica, José?
Oye—me dices—, estás un poco mal de la cabeza. En primer lugar, es verdad que la Santa inquisición nos tiene en la mira, pero de eso a que nos haya poseído un mal demonio estamos muy lejos. En segundo lugar, cuántas veces se ha condenado gente sin pruebas fiables de usufructo de los malos espíritus. Por último, qué sabrán esos vejetes fanáticos de lo que sucede aquí. Lo mejor que podrías hacer es esconder en algún lugar tus escritos y demostrarles a esos bichos representantes de la corona que los indígenas son tan capaces de aprender el castellano como cualquier español.

Hoy, ha sido peor, José. He visto a mis tres colaboradores por las calles de México. Martín, Antonio y Alonso iban con banderolas y gritaban. Los mensajes estaban en un claro español, no en nahuatl. Decían algo así como: “El pueblo unido jamás será vencido”. Los opresores no eran españoles, eran ellos mismos vestidos de color verde y azul. Con unos enormes cascos en la cabeza y en lugar de arcabuces llevaban metralletas. Enfrente de una iglesia los acribillaban, corrían ríos de sangre como en los sacrificios que presenció Cortés. ¿Qué me está pasando, José? Ya no puedo dormir en calma. Me despierto por las noches y siento que no estoy viviendo en mi época. Mi cama es diferente y hay un baño en el que el lavabo es blanco de porcelana y un inodoro en el que el agua forma un remolino y se lleva la defecación y la orina. Además, es suficiente oprimir un botón para que haya luz. Esas no son cosas del mal, debe haber alguna explicación. Dime, José, si eso te ha pasado alguna vez. Verdad que no. Ni siquiera podrías imaginarlo. Después salgo y ya no está nuestro monasterio. Hay infinidad de casas y unas más altas como si fueran enormes montes rectangulares habitados. Los caminos no son de piedra, los cubre una tierra gris muy dura.
José, creo que este es el final. Ya ni siquiera recuerdo cómo eres. Se me ha olvidado el latín y el náhuatl. Las únicas palabras que suenan en mi cabeza son tonalpohualli, xiuhpoualli y huehuetlatolli. ¿Qué quieren decir, José? ¿Por qué las repito todo el tiempo? Se me va a reventar la cabeza, pero no por pensar en ellas sino por la dificultad de entender la situación actual.

Me levanté y entré al baño como siempre. De la ducha ya no salió agua suficiente para empaparme, así que me lavé con el chorrito flácido que salió del grifo. Busqué mi hábito y encontré sólo unos pantalones ajados, me los puse y vi una camisa de algodón a cuadros de mangas largas y me la puse también. Me calcé unas botas blancas muy gastadas, las sentí cómodas, pero al caminar vi que estaban medio rotas, busqué unas más nuevas, pero no encontré nada mejor. Tenía hambre y vi que sólo había un pan blanco duro, le puse un poco de mantequilla y preparé un café. No te explico cómo calenté el agua y de donde saqué la mantequilla porque te reirías de mí, como la vez pasada.

Ahora, lo más disparatado, José. Salí a la calle y me subí en una especie de carreta, pero muy grande que no era arrastrada por caballos y hacía un ruido infernal, paraba en seco y la gente se golpeaba muy fuerte. Bajé pronto y al llegar a la Plaza vi la Catedral metropolitana terminada. No lo podía creer porque, según sabes, hemos visto sólo los cimientos de la construcción. Había más edificios, eran como una ciudad de España. Había mucha gente y vi a Martín Jacovita. ¿Lo puedes creer? Estaba flaco, curtido por el sol, me vio y corrió hacia mí. “Tú nos vas a salvar, Bernardino—me dijo dándome un fuerte abrazo—. Hablarás en nombre de todos nosotros y le dirás al presidente cuál es el problema que atañe a la nación “.

No sé qué quería de mí y se lo pregunté a Antonio Valeriano y Alonso Vegerano. Ellos se encogieron de hombros y me dijeron que ya era la hora de entrar. Nos hicieron pasar al que le dicen el Palacio Nacional. En un gran salón muy bien amueblado me hicieron hablar y dije lo único que sabía. Lo expliqué de la mejor forma posible, pero al parecer, nadie se enteró de lo que expliqué. Me echaron de allí y me dijeron que no sabía nada de la cultura, que no tenía la más mínima idea de lo que era la educación y mucho menos de la forma de enseñar. Contesté a todas las preguntas y las mías fueron omitidas. Nos echaron como si fuéramos perros pulgosos. En la calle seguía el griterío que había empezado por no atender nuestros reclamos. Mis compañeros perecieron por la imposición de silencio que no respetaron. Yo estoy no sé dónde. No te puedo encontrar y no sé qué ha pasado con nuestro monasterio. Hay un cura que no me responde por más que le pregunto porque, al parecer, no me ve ni me puede escuchar.


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