martes, 28 de abril de 2015

Débora y Barac (Cuento apócrifo)

 Hizo una pausa para beber un poco de agua y se sentó sobre una roca. La ardiente arena quemaba sus pies y su túnica de lino a penas lo protegía de los punzantes rayos del sol que comenzaban a caer como lluvia de incandescentes flechas. Cogió su corambre de carnero, que por el uso estaba zurcido y ajado, y comenzó a beber lentamente dándole oportunidad al agua de hidratar sus  resecos y partidos labios, luego fue sorbiendo pequeños traguitos que pasaba lentamente para prolongar la agradable sensación del tibio líquido. Miró a través de la persianilla de ondas calientes que brotaban del suelo y vio el terreno desfigurado, como si fuera una alucinación, entonces levantó más la cabeza y dirigió la vista hacia la montaña buscando la palmera de Débora y no vio a la mujer, esperaba distinguir su silueta y que ella lo llamara  agitando los brazos como lo hacen las personas que claman auxilio, pero la palmera permanecía sola e impasible, alta y frondosa, mirando muy serena el horizonte.

 ¿Hasta cuándo soportaremos este yugo?-Pensó- ¿Cuánto tiempo más tendrá que soportar nuestro pueblo la opresión de Hazor y su bellaco Sisara? Hemos sido condenados a sufrir una pena injusta, ¿hasta cuándo soportaremos los maltratos del pueblo extranjero?  Acaso hay pecado más grave que el olvido de tus hijos, oh, señor. ¿Dónde está tu bondad?  Este interminable intento por conquistar nuestra tierra y reinar con calma no llegará nunca mientras no nos perdones y ayudes. Hemos errado, sí, pero cuenta las generaciones, los hombres que han perecido en el intento,  ¿qué más hay que hacer para fortalecer nuestra fe y ganarnos tu perdón?  Incluso ahora, has preferido comunicarte con nosotros a través de una mujer, ¿será posible que los hombres hayamos perdido tu preferencia? -Con esos pensamientos y dudas, Barac, siguió andando su camino.

Todos los días caminaba por el mismo sendero, llevaba sus herramientas cargadas en bandolera en un enorme bolso de lana que de tan pesada parecía más una yunta. Por lo común iba a Jasor o a Cadés para emplearse como albañil en la construcción de murallas, casas y fortificaciones. En esas ciudades  sufría las ofensas y humillaciones por parte de los emigrantes paganos y los nativos que lo hostigaban dándole más trabajo o encomendándole tareas absurdas e inútiles.  Él no se quejaba nunca de su destino, sabía perfectamente que era un designio divino y era consciente de que tenía que esperar, por eso cada mañana, al pasar por la montaña de Efraín buscaba con ansiedad un presagio en la figura de la profetisa.  Su intuición, más no su voz interior, le decía que pronto llegaría un mensaje y ,aunque bien era cierto que nunca había escuchado ninguna orden celestial, tenía la esperanza de que fuera Débora quien se la transmitiera.

¿No estaba para eso Débora? Por su parte, él podría esperar eternamente porque de todas formas cada día pasaba al lado de la montaña.

 A veces, se imaginaba que subía, que se plantaba frente a la portentosa mujer visionaria y ésta con su mirada tierna de olivo le daba la orden, esa pequeña frase que encerraba tanto, que contenía la liberación de un pueblo, para la cual se había guardado tantos sufrimientos y dolor.
¡Es la hora! - Le parecía oír,- qué frase tan corta y, sin embargo, tan llena de esperanza y satisfacción. Le parecía que eran solo ideas suyas, resultado de una mente afectada por la locura. Le causaba pavor pensar que la voz de Dios no tendría ni emisario ni destinatario y que los ángeles del cielo, los mensajeros divinos, se habían olvidado para siempre de los hijos fieles del pueblo elegido.

A menudo soñaba despierto mientras construía los muros de adobe y barro. En esas largas horas en las que iba forjando esas enormes murallas, se veía a sí mismo al frente de un ejército, veía morir en sus propias manos al injusto y cruel Sisara, el cual lo veía con sus ojos negros y desorbitados saliéndosele de las cuencas, oía su voz ahogada pidiendo clemencia como un vil cobarde, sentía el olor de su asquerosa boca de dientes putrefactos y su despreciable corpulencia gorrina ya inerte.  Con sus fuertes manos mezclaba el barro con la hierba seca y luego iba colocando con una precisión milimétrica los adobes para formar muros, cuando ponía los tejados los ataba a las trabas con tanta fuerza que parecía imposible derribarlos, y era que en su trabajo, Barac, acumulaba esa energía, ese odio que necesitaría para el momento culminante de la verdad.  Había ocasiones en que, sin  darse cuenta, trabajaba él solo, mientras sus compañeros hacían el tonto fingiendo ocuparse de algunas tareas a su lado, culminaba las obras y recibía una humilde paga, muchas veces inferior a la de sus astutos compañeros. A él no le importaba, estaba embelesado con su sueño y más que agotarlo, el trabajo lo dignificaba, lo fortalecía, pues había empezado a emplearse como albañil cuando era un adolescente flacucho. A pesar de que fue duro al principio, él iba motivado por la ilusión y el sueño de la liberación de su pueblo y ahora que parecía un toro joven, musculoso y digno, esperaba con abnegación a que llegara su momento.

Cuando volvió por la noche a su casa encontró a los niños durmiendo, sus padres estaban ocultos bajo unos mantos, sumergidos en una conversación en voz baja que más parecía un canto de plegarias. Al verlo lo saludaron y él se fue a cenar leche de cabra con pan ácimo y dátiles, era lo poco de comida que había sobrado en un plato llano de arcilla que estaba al lado del fogón. Comió con mucha calma, sin hambre y con los ojos fijos en el vacío, sorbiendo maquinalmente la bebida tibia y aguada. Se durmió al sentir el contacto de la tela áspera de su rudimentaria almohada. Se derrumbó en un sueño profundo y su cuerpo se hizo de trapo. El frío de la noche lo despertó, respiraba con dificultad y tenía el cuerpo titiritando y mojado de sudor. Cogió su fino y viejo manto, salió sin hacer ruido y miró el cielo sin luna, solo las estrellas con minúsculos destellos ofrecían un poco de luz. Entonces recordó su sueño, la causa de su desvelo, primero aparecían unos ojos glaucos, luego unos labios silvestres le anunciaban las dignificantes palabras, pero lo más emblemático de su visión era el dedo índice de Débora señalando el firmamento, evocando el poder del creador.  Se preguntó en voz baja si no estaría su pueblo entrando en una nueva era. Por qué hasta antes de Débora los profetas habían sido hombres, ¿Acaso dios había perdonado a la mujer de su pecado original? ¿Por qué su mandato tenía una voz femenina, fuerte y decidido, pero femenino?

 A parte de escuchar la frase: ¡Es la hora!, esta vez había escuchado la voz de Débora diciéndole, ¡esta será la señal!,-luego, desaparecía. A qué se refería, qué tipo de signo tendría que esperar para empezar a actuar. No encontró respuesta a sus interrogantes y se metió de nuevo en el lecho para descansar, concilió el sueño con dificultad y a la mañana siguiente buscó de nuevo la figura de la palmera y la encontró, esperaba nervioso recibir la señal de Débora, pero fue en vano, ella no estaba. Permaneció parado frente al árbol una media hora con la esperanza de ver a la mujer zahorí o distinguir un signo, todo fue inútil.  Se fue lentamente por un estrecho camino cubierto de harina de polvo opaco y se preguntó cuántos años habían pasado, cuántos meses y días eternos vendrían. Cuando llegó a la ciudad de Cadés miró con atención los enormes muros que había edificado con sus propias manos y sintió que la fuerza que había empleado, durante años, ahora tensaba sus fuertes músculos. -Esta debe ser la señal,-Pensó Barac y volvió rápidamente sobre sus pasos hasta el monte de Efraín. Desde muy lejos distinguió la figura de una mujer envuelta en un manto rojo oscuro, era la mujer de Lapidot. Llegó hasta la palma y la mujer levantó la mano hacía el cielo señalando con el dedo y le dijo:

“El Señor te ha llamado! !Es la hora!  Deberás reunir un ejército de diez mil hombres y avanzar contra  las fuerzas de Sisara. Hazlo como lo ordena tu señor y triunfarás”.

Por un momento, Barac, dudó de lo que oía, se vio sobrecogido por la angustia y el temor, su voz quedó atrapada por un momento en el vacío. Creyó conveniente buscar el apoyo en la profetisa.
-Vendrás conmigo, señora, y nos darás las ordenes que indique Dios a través de tus palabras.
Débora lo miró incrédula y sus ojos se fueron entornando, después se pusieron blancos. La vidente comenzó a temblar, luego respondió:
-Iré a tu lado y derrotarás al ejército de los mil coches de hierro, vencerás en la batalla, sin embargo, la gloria no será tuya porque te has negado a emprender el ataque bajo la señal de la nube del señor. Iré contigo y cuando busques a tu enemigo te dejaré ir solo siguiendo un rastro que te llevará a una casa donde descubrirás una gran revelación.

Barac reunió de Neftalí y Zabulón diez mil hombres dispuestos a tomar por sorpresa a Sisara, pero Jéber, quién se había enfrentado en su día al suegro de Moisés, dio aviso a los hombres del comandante de Sisara y estos tuvieron tiempo de enfilar sus novecientos herrados y fortificados carros. Así comenzó el avance hacía la pendiente del monte Tabor.  Sisara divisó el ejercito judío y arreció la marcha haciendo levantar una enorme nube de polvo semejante a un torbellino, en ese momento, Débora habló con la voz del creador e indicó que se prepararan los hombres para atacar bajo una fuerte tormenta. En ese mismo instante el cielo se puso gris y el viento escarchado tomó la dirección de la nube de polvo aplacándola, el torrente era tan fuerte que los caballos del enemigo parecían pequeñas estatuas de juguete que arrastraban sus cargas con mucha dificultad, los soldados apenas podían sostener la espada y sus cascos se les desprendían de la cabeza por efecto del vendaval. Empezaron a chocar las armas al ritmo de un cantico de metal y los soldados de Barac, más habilidosos y diestros con la espada, derramaron la sangre del enemigo.

El grupo de soldados de las fuerzas armadas de Sisara se mantenía en una masa compacta pero sin la suficiente fuerza para detener la ola humana que los rodeaba y sometía con golpes mortales. En la pequeña maqueta del mundo creado por Dios, los guerreros judíos, guiados por la portentosa mano del Señor, aplastaban a sus contrincantes. Asustados por la inminente derrota, algunos soldados  se desperdigaron, entre ellos el comandante en jefe se dio a la fuga, pero fue visto por Barac. Atravesando  los cuerpos inertes de los guerreros, Barac se abrió paso para darle alcance a Sisara y, a pesar de que no estaba muy lejos, lo perdió de vista y solo pudo continuar la búsqueda caminando tras las huellas que el otro había dejado en su precipitada carrera. Cuando el suelo se hizo más firme y las huellas ya no se marcaban por la dureza de la superficie del campo, Barac vio la casa de Yael y supuso que Sisara estaría al asecho dentro de la tienda. Se acercó sigilosamente pero sus pasos fueron oídos por la esposa de Jéber, Barac levantó la espada y se preparó para el ataque, sin embargo, al dar el primer paso vio que salía Yael con un martillo en la mano derecha y el puño izquierdo ensangrentado.

-No temas,-le dijo ella- el hombre que buscas está muerto.

Barac entró con prisa en la tienda y descubrió el cuerpo de Sisara tumbado sobre el costado derecho y la cabeza clavada al piso. Un enorme charco rojo que se empezaba a coagular rodeaba el cráneo destrozado del general. Barac oyó a sus espaldas las palabras de Yael que le decía:

-Ha venido pidiendo agua y cobijo, pero al entrar la voz de Dios me indicó que era un traidor y venía a buscar su propia muerte. Entonces, oí la orden del ángel que me alentó a que le diera a Sisara de la leche del odre y en cuanto se durmió cogí el martillo y un enorme clavo y le atravesé la sien. El enviado de Dios me dijo que venías tú, que te me adelantara y te avisara la buena nueva mostrándote el cadáver.

Barac desconcertado se alejó en busca de Débora para hallar una explicación. En el campo de batalla todo era alegría y festejo porque no había quedado enemigo vivo. El cielo estaba despejado y los hombres de Barac creían ver el mundo más pequeño, como si estuvieran observando desde una gran altura los pequeños cuerpecitos de los caballos atrapados entre las ruedas de los férreos y plateados carros.
Esa misma noche se compuso un himno de victoria, tal vez uno de los más importantes de la antigüedad porque en él se cantaba el triunfo del pueblo elegido sobre sus enemigos en el reino cananeo de Hazor y el devenimiento de una nueva era donde la mujer sería también vocera y mensajera de las palabras de Dios. Barac tuvo un sueño profundo, oscuro y tranquilo, sin imágenes, solo con el murmullo de una dulce voz celestial que le decía que había llegado una nueva era, pero él, ya no vería su final.








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