—Su novela es impactante—le dijo el editor—, sin embargo, tengo que
confesarle que no la podremos editar mientras no le haga los cambios
necesarios.
—¿Qué cambios? —preguntó con sorpresa el escritor.
—Mire, amigo. Entiendo que ha trabajado mucho en este libro. Las
referencias históricas son exactas, incluso reveladoras, además ha logrado
presentar al personaje tan real que nos hemos quedado con la boca abierta. Nos
pusimos en contacto con algunos historiadores y todos han llegado a la
conclusión de que, lo propuesto por usted, es asombrosamente factible. Con
respecto a los acontecimientos, todo está en orden. Los aspectos sociales, por
el contrario, son el talón de Aquiles de la obra. Ya sabe que han cambiado los
criterios y si quiere publicar tendrá que incluir, de la forma en que considere
más apropiada, la participación de una lesbiana, un gay, un bisexual, un
transexual, un intersexual, un queer y un sex-androide.
Con la cara descompuesta el escritor miró las enormes gafas de su
interlocutor y sintió ganas de rompérselas, pero se contuvo apretándose las
rodillas. Respiró profundamente y bajó la mirada unos segundos.
—Mire, señor editor—dijo con voz contenida—, no puedo hacer eso. Sería una aberración
incluir a esos personajes porque no pintarían nada dentro de la trama. Sabe
bien que la orientación sexual que tuvieran los personajes es irrelevante. Me
ha costado mucho reconstruir las imágenes de la época y lo que me propone
estropearía todo el trabajo.
—Pues lo toma o lo deja—le contestó el editor poniéndole una cara de
indiferencia—. En último de los casos siempre tendrá la oportunidad de trabajar
con nosotros, piénseselo bien.
Diego se fue desilusionado. Salió del edificio y decidió dar un paseo para
ordenar sus pensamientos. No podía entender por qué la gente se empecinaba en
ver incluidos ideas y conceptos de la conducta social en todos lados. Ya no se
podía hablar sin lenguaje inclusivo, no se podía expresar el rechazo a ninguna
de las minorías y, lo peor, se satanizaba a las personas que tuvieran una
orientación tradicional. Lo veía en todos lados. Recordó la serie del famoso
asesino francotirador que había matado personajes famosos y que, a pesar de ser
un macho declarado, en el último capítulo se revelaba que era homosexual.
Fiasco total—pensó—. Una cosa es la realidad de la historia y otra la tendencia
social.
Estuvo debatiendo a favor de no publicar, pero al final, decidió que podría
hacerlo con un seudónimo y luego usar sus ganancias para sacar sus propios
libros, es decir, bajo su nombre real y, si no se vendían, el mismo los
compraría y los regalaría en los cumpleaños, los donaría a las bibliotecas, ya
encontraría la forma de acomodarlos. Regresó a la editorial. Por fortuna el
editor estaba desocupado. Se encontraba tomando un coñac y fumando un puro
cuando entró en su despacho la secretaria para anunciarle la visita.
—Hola, estimado amigo—le dijo con una gran sonrisa y pensando que el
escritor se había quebrado y la necesidad lo había vencido—. ¿Ha cambiado de
opinión mi intelectual?
—Sí, en efecto—respondió Diego con una sonrisa agria—. He pensado que, si
Kennedy fuera un fetichista, Marilyn Monroe una lesbiana, Harvey Oswald un gay,
Marina Oswald una feminista empedernida, Bernard Parker agalmatofilio y Jim
Carrico un vegano ecologista; entonces la historia sería más atractiva para los
lectores.
—Y no solo eso—le interrumpió el editor mirándolo y tratando de recordar su
apellido—, querido Diego… ¿perdone cuál era su apellido?
—Perdomo—exclamó Diego.
—Sí, pues así es, querido Diego Perdomo, incluso le haríamos la propuesta a
la cadena de televisión OHB para que la llevaran a la pantalla. Y dígame, ¿cuál
sería su seudónimo?
—Jack Al—dijo Diego sin pensarlo y asombrándose de que su lengua fuera tan
rápida.
Cerraron ese mismo día el contrato, establecieron la fecha de entrega y las
condiciones de pago, los derechos de autor, las regalías y todo lo referente a
la impresión y el tiraje. En efecto el libro tuvo mucha demanda y Diego salió
con una máscara de luchador en las entrevistas de televisión. Con las ganancias
que tenía, escribía libros de novelas históricas que a la gente le parecían
insípidas. Solo las personas mayores de sesenta años le adulaban sus trabajos:
“Perdomo, es usted un gran escritor, lástima que haya nacido en otra época,
ya nadie escribe como usted”.
Diego les agradecía los piropos, sonreía y se iba a su casa a trabajar.
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