Las tres hijas no tenían opción, se habían solidarizado con la madre, pero
¿y Memín? Él los amaba a los dos por igual. Lo más doloroso era verlo suplicar
igual que el padre. “No entiendo por qué quieres que se vaya mi padre. Siempre
ha sido bueno y ahora que se ha recuperado de la tortura que le hicieron
podríamos seguir con más esperanza y valor”. Teresa le dijo que ya estaba todo
decidido y que si quería se podía ir también.
Empezó a llover y el patio se llenó de charcos. José salió con sus maletas
seguido de su hijo. Sentados en el coche Cadillac del año de la pera se oyó una
pregunta. ¿A dónde vamos a ir papá? La respuesta no llegó, José se encogió de
hombros y encendió el motor. En silencio se dirigieron hacía una explanada que
se encontraba cerca. Dos rostros llenos de lágrimas miraban por el cristal.
Rondaban por el salón los recuerdos y el dolor de la desesperanza.
El coche se detuvo. “Dormiremos aquí y mañana nos iremos a Morelos, a
Cuautla, allí donde tenemos un amigo”. Memin afirmó con la cabeza y se pasó a
la parte trasera para dormirse. Fue una noche de derrota, desprecio y dolor.
Sin ánimo, se despertaron y miraron alrededor. No había más que tierra y una
carretera muy angosta. Se fueron por allí.
A las cuatro de la tarde ya estaban entrando en la pequeña ciudad, leyeron
las palabras del gran héroe de la independencia: “Más vale una muerte de pie,
que una vida de rodillas”. Para José era solo una frase, pero a Memin le entró
hasta el tuétano. Se quedó poseído por unas imágenes y unas ideas poco claras
que le mitigaron el dolor.
Llegaron a la casa de un hombre muy moreno y macizo. Se abrazaron los
amigos y al ver al chaval el anfitrión dijo: ¡Qué cambiado está Memin!
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