miércoles, 15 de febrero de 2017

Enamoramiento

Estábamos en una reunión de amigos y alguien sacó a la conversación el ingenio de Joël Henry, llamado el viajero dadaísta, y sus viajes experimentales. Nos enteramos de que había una forma muy divertida de pasar el tiempo con pequeñas tareas para realizar viajes que iban desde un simple zigzagueo, girando primero a la derecha, luego a la izquierda, después otra vez a la derecha y así hasta llegar a un lugar sin paso; hasta los más divertidos como el del ero-turismo o el flechazo, en el que una pareja se va a una ciudad y, al llegar, cada uno coge una dirección contraria. El objetivo es encontrarse unas horas más tarde por casualidad y, al converger en un punto indeterminado, renace el amor con más fuerza.  Nos pareció muy romántico a Sandra y a mí, incluso pensamos, sin decírnoslo el uno al otro, realizar “El enamoramiento recuperado”, que era como Andrés llamaba a ese reencuentro en una ciudad desconocida. Pasó una semana y le dije a Sandra que me gustaría que nuestro amor, el cual estaba sufriendo un proceso de transformación— en realidad, quería decirle que necesitábamos reavivar el fuego de la pasión o se nos iría todo al traste—, se reviviera y era imprescindible hacer algo con urgencia. Ella sólo dijo que pronto sería catorce de febrero, que podíamos reunir un poco de dinero y, tal vez, si lo permitía el trabajo, viajar a algún sitio cercano. Sería posible pedir unos días en la oficina—le dije emocionado—, olvidarlo todo y dedicarnos a atizarle el fuego a nuestro amor. ¿Qué te parece? Sí, de acuerdo—me dijo apretándose a mí como si fuéramos dos críos y estuviéramos a punto de realizar algo extraordinario.

Comenzamos a buscar alguna ciudad cercana a la que se pudiera viajar por un precio módico y que fuera romántica. Decidimos que lo ideal sería ir a Praga, una ciudad interesante, menos romántica que París o Venecia, pero con mucho encanto. Compramos una guía turística que estaba de oferta, revisamos los hoteles, aclaramos todos los detalles y decidimos salir el día de los enamorados de madrugada.

El avión hizo casi tres horas y en el aeropuerto nos ofrecieron alquilar, por un precio muy módico, un piso pequeño cerca de la ciudad vieja. Nos dieron una dirección se la mostramos a un taxista y llegamos a la ciudad pronto porque estábamos a sólo diez kilómetros del centro. En una oficina una chica que hablaba un poco de español nos dio un recibo y las llaves de un apartamento que se encontraba a unas cuadras de allí. Sandra estaba reluciente, parecía que el viaje le había servido para florecer como una rosa por la mañana abriendo sus pétalos al mundo. Su habitual sabor matutino, que duraba hasta la tarde, había cambiado de agrio a dulce y estaba un poco empalagosa y muy emocionada. No nos costó mucho encontrar el pequeño piso que tenía poco mobiliario, estaba en la tercera planta y era acogedor. Acomodamos la aparatosa maleta que llevábamos y nos dispusimos a iniciar el experimento del reencuentro. Sandra se arropó mucho porque estábamos a unos dos grados bajo cero. Habíamos consultado mucho sobre la mejor forma de vestirnos para el frío y teníamos un montón de ropa caliente. Ella se puso un gorro de lana blanco, su chaquetón azul celeste de plumas y unos pantalones para montaña que hacían ruido al caminar, se puso sus guantes y sus botas, cogió su bolso y salimos.

En un cruce nos despedimos sin besarnos y me asaltó la idea tonta de que este tipo de viajes experimentales era magnífico, sin embargo, se debía planear con cuidado, ya que de haber viajado a Roma o la Habana, Sandra se habría perdido con algún Mastroianni o un mulato romántico con cuerpo de atleta. Por fortuna, los checos —pensé—son más fríos y no cortejarían a mi novia cuando la vieran paseándose por las calles con su ropa de alpinista y su aspecto distraído. De alguna manera, mi sentido común me dijo que Sandra iría primero a ver algunas cosas en las tiendas, sonaba raro, pero conociendo su debilidad por los trapos era lo más probable, luego se iría a la ciudad vieja y ahí nos encontraríamos sin duda, pues la posibilidad de vernos en el puente Carluv Most era del cien por ciento porque estábamos cerca de una calle que daba directamente a él. Me reí por lo ridículo de imaginar que estaríamos dando vueltas por la tarde cerca del puente para encontrarnos y volver excitados al pequeño lecho de amor que nos estaba esperando en un edificio viejo.

La vi alejarse, iba balanceando los brazos como si fuera a emprender una gran ruta de caminata. Había una pendiente y al subirla contoneaba sus prominentes caderas que le daban más voluptuosidad a su inflado pantalón rosa. Me imaginé su cara y tuve la certeza de que se iba riendo. Tenía unos dientes grandes y bien alineados, sus pestañas eran negrísimas y sus labios carnosos, lo único que desafinaba en su hermoso rostro ovalado era la nariz que, por herencia de un pariente árabe, era muy larga y se había posesionado de una gran superficie del rostro y vigilaba los olores con su forma de gancho y las fosas siempre abiertas. Desapareció detrás de una esquina. Respiré y sentí el olor de la ciudad, era muy diferente al de Madrid. Emprendí mi marcha en sentido contrario al de Sandra. Vi en el mapa que la estación del metro más cercana estaba en la ruta de mi novia, así que no le costaría trabajo ir al centro a ver lo que deseaba. Calculé que en unas dos horas y media ya se habría aburrido de mirar sin poder comprar mucho, por lo que descansaría tomándose un capuchino en alguna cafetería de los centros comerciales y luego emprendería el trayecto de vuelta para encontrarme en el casco viejo al final del puente de Carluv Most. Seguro que ella pensaba que yo iría a buscar los museos y fisgonear por las calles aledañas para irme perdiendo un poco en la selva de asfalto, como llama a las ciudades toda la gente cuando se refiere a las metrópolis, y luego iría a visitar la catedral para tomarle fotos al reloj astronómico. No estaba equivocada y, al parecer, había leído mis pensamientos o, peor aún, tal vez yo se lo había comentado diciéndole mi plan con la voz e imaginándome una ruta diferente con los pensamientos. En fin, estábamos allí para recuperar nuestro amor y eso era lo que más me importaba.

Caminé por una calle que se cruzaba con otra que daba al museo de Alfonso Mucha de quien había visto alguna vez un cuadro llamado “Job” y me había encantado su estilo porque era como las ilustraciones publicitarias de principios del siglo veinte y, además, resultaba muy atractivo por la belleza tan especial de la modelo. Necesitaba impregnarme de ese optimismo, persuasión y buen gusto que desbordaban sus ilustraciones. Fui despacio por la estrecha calle Milantrichova observando los escaparates de los comercios de cristalería y me detuve frente a una puerta, a través de la que vi un anuncio que decía “Museum” y en la parte superior del cartel había un cuadrado con la siguiente descripción “Máquinas del sexo”, que se refería más a los artefactos que a las máquinas para hacer gozar a la gente. Quería pasar de largo, pero algo me detuvo y me obligó a entrar, no era el morbo ni la lívido, que llevaba padeciendo el insomnio varios días, sino el simple hecho de que era igual a la entrada a una papelería. Me pareció ver un aparato de hierro del tipo de los que se usaban para torturar en la Edad Media, pensé en la falta de sentido estético que tenían los checos, pues no le habían dotado nada de erotismo a su aparato para evitar que se le pusiera la piel de gallina a cualquier espectador que no supiera los usos sexuales del armatoste. Mucho después, supe que los herreros de la ciudad eran muy famosos y se conservaba la tradición de hacer pequeños objetos de hierro en la plaza del casco antiguo y los domingos se les podía encargar a los forjadores del metal que hicieran alguna figura como souvenir. Decidí comprar una entrada al museo de artefactos sexuales para ver de cerca el horroroso mecanismo metálico. Calculé el tiempo que me tardaría en llegar a ver las pancartas de Alfonso Mucha, que se encontraban a unas dos cuadras de ahí. Vi unos cinturones de castidad dentados en los orificios por donde orinaban las mujeres, corsés y reproducciones de goma y madera de las partes íntimas del hombre. Había un ridículo sillón que indicaba con un termómetro muy grande el grado de pasión de los que se sentaban en él y los turistas se aposentaban sólo para sacarse fotos. No había mucha gente, llegué a la enorme silla de hierro que no era tan antigua como pensaba y servía sólo para que la mujer se apoyara de forma cómoda en cuatro patas. Perdí el interés de inmediato. Salí con la determinación de borrar esas absurdas imágenes de mi mente. Caminé hacia el museo de Alfonso Mucha, pasé cerca del museo del comunismo, pero no me atrajo mucho la idea de ver los carteles de estilo realista soviético y seguí mi trayecto por la calle adoquinada hasta que llegué a Panská, vi una banderola con el nombre del artista checo y llegué hasta la entrada.

 “Las estaciones del año” y “El día” me encantaron y se me despertó el deseo de comprar un biombo y las reproducciones de esas obras en poster para pegárselos y ponerlo en el dormitorio conyugal cuando pudiera adquirir un piso. Me imaginé a Sandra saliendo de la mampara con una bata como la de Ete en las cuatro estaciones. Terminé de ver toda la exposición, compré un libro de ilustraciones, una camiseta y unos imanes, luego salí y me dirigí al puente de Carluv Most. Habían pasado más de tres horas y pensé que Sandra ya estaría esperándome en medio del río Vitava al lado de una estatua de las que embellecen la construcción arquitectónica que une la parte vieja de la ciudad con la nueva. Recorrí dos veces, sin éxito, el puente bajo la mirada de los personajes bíblicos que ahí se encuentran petrificados atentos de los turistas, quienes sólo se interesan en tomarles todo tipo de fotografías. Decidí que la curiosidad habría llevado a Sandra hasta el Castillo y estaría muy cerca del reloj donde pensaba que me encontraría yo. No la vi y estuve buscándola en la Plaza de la ciudad vieja más de una hora. Al final, decidí sentarme a un lado del monumento dedicado a Jan Hus, un reformador religioso que murió en la hoguera por sus ideas, tal vez por la misma razón que San Valentín. Empezaba a oscurecer cuando noté el cuerpo un poco encorvado de Sandra, sus movimientos eran inconfundibles. Di un grito de alegría y corrí hasta ella. Estaba de muy mal humor, pero el hecho de vernos después de tantas horas de búsqueda inútil nos alegró mucho y, sí, en realidad sentimos el fuerte pinchazo de Cupido.

Nos abrazamos y después de un largo beso empecé a ver cosas en ella que antes no había notado. Lo primero era la cara de Sandra que se había hecho un poco más delgada y pálida, su nariz se había reducido, ya no se le notaba tanto el abultado tabique, su sonrisa seguía siendo la misma pero sus ojos se habían puesto un poco aceitunados. Ella notó mi sorpresa y dijo que eran unas lentillas que se había comprado y que el empleado de la óptica le había dicho que ese color le quedaba magnífico. Se lo confirmé con un beso y nos fuimos a cenar. Probé una sopa que servían en un pan negro hueco al que llamaban Gouliash. Sandra fue más modesta con su orden, pero se nos subió a la cabeza una bebida que el camarero llamaba červená y eran de color rojo oscuro por la mezcla de becherovka con zumo de grosellas. Salimos del restaurante riéndonos como bobos. Era el efecto del amor. En el piso nos entregamos a la pasión y nos quedamos dormidos cerca de la madrugada.

Teníamos el día libre y por eso no nos importó levantarnos muy tarde. Salimos y el dolor de cabeza se nos fue quitando por el efecto de las aspirinas que tuvimos que tomar. Paseamos y vimos los hermosos paisajes medievales de la ciudad, lamentábamos mucho tener que irnos tan pronto. Bueno—dijo Sandra en voz muy baja—el objetivo se ha cumplido, ¿no? Sólo veníamos por ese efecto amoroso de Cupido. Sí—le respondí—, pero me gustaría quedarme aquí y no volver a Madrid. Si tan sólo pudiéramos encontrar algo en que ocuparnos, podríamos permanecer un año, tal vez más. Nuestro amor crecería, formaríamos una familia, tendríamos hijos. Un silencio pesado y gris nos hizo bajar la vista. No podíamos hacerlo, el avión salía esa noche y no llevábamos mucho dinero.

Sacamos fotos de todo lo que nos pareció interesante, nos pusimos de acuerdo para contarles a nuestros amigos la versión oficial de nuestra aventura en la que había resucitado nuestro amor. Le hice un sinfín de preguntas a Sandra sobre las cosas que había visto, ella también me interrogó y, al final, la historia quedó terminada. Llegamos al piso y preparamos nuestras cosas para salir. Llegó un taxi para llevarnos al aeropuerto, pero en las escaleras una mujer madura nos preguntó por nuestra procedencia. Le respondimos sin ponerle mucha atención, sin embargo, ella se alegró mucho al saber que éramos sus coterráneos y nos pidió que la escucháramos unos minutos, nos condujo a su piso y nos sirvió un poco de té. Le comentamos lo del taxi y ella se ofreció a llevarnos en su coche en cuanto termináramos la conversación. Nos negamos.  Cuando estábamos a punto de salir, la mujer mirándonos con ojos de detective nos preguntó si no nos gustaría quedarnos, pues necesitaba gente que le ayudara en sus asuntos y al enterarse de que éramos recién egresados de la facultad de derecho nos dijo que nos pagaría por los servicios y trabajaríamos en su oficina. Decirle que sí tenía varios inconvenientes porque tendríamos que buscar la forma de regular nuestra condición migratoria, buscar un piso y aprender el idioma que nos sonaba rarísimo. Florence, que era como se llamaba esa mujer, hija de una española y un alemán aventurero, dijo que todo sería muy sencillo. Lo pensamos mucho en la cabeza, pero en tiempo real nos costó unos cuantos minutos decir que sí. Despachamos al taxista y conversamos sobre los detalles de nuestra nueva situación de empleados de la gentil Florence.

Pasaron los días y Sandra se fue transformando con cada salida del bastidor con las imágenes de Mucha que puse enfrente de nuestra cama. Su cuerpo se hizo muy fértil por las noches de pasión arrebatada y se embarazó. Cambió su forma de hablar, se acortó su pelo, se le desarrolló un exagerado instinto maternal, su dedicación y empeño en el hogar empezó a llenar nuestra vida de alegría y olores y sabores nuevos. Dos años más tarde nuestros amigos nos recibieron con mucha curiosidad, aunque estaban al tanto de nuestros cambios, gracias a los correos y las fotos en las páginas de las redes sociales, les dio gusto ver el efecto de “El flechazo”.

En una velada repasamos algunos recuerdos de aquella tarde en que salieron a colación las ideas de Joël Henry y de nuevo nos asaltó la curiosidad.  Andrés y su nueva novia, Lourdes, se quedaron pensando en los viajes experimentales que llevaban el nombre de “literario” y “Cinematográfico”, los dos como reconstrucción de los capítulos de una novela, el primero, y la filmación sin cámara de un escenario de una película, el segundo. Empezó una tormenta de ideas, luego los títulos de libros y películas, en la enmarañada nube de nombres hubo uno que se les quedó atravesado en la cabeza a los dos tórtolos sin que lo pudieran eliminar. Sí—dijo Lourdes—. “Vacaciones en Roma”, no estaría mal, nada mal. Sí—dijo Andrés—“Roman Holiday”, yo seré el periodista y tú mi princesa…


No hay comentarios:

Publicar un comentario