martes, 21 de febrero de 2017

Desafío a la moral



La gente me desprecia, me ofende y se asombra de las decisiones que he tomado, bueno no de todas, más bien de las relacionadas con la maternidad y la última que adopté. Por lo general, no soy bien recibida en los lugares donde me presento y las personas, sobre todo las mujeres, me miran de la cabeza a los pies para manifestarme su desprecio, pero no las tomo en cuenta, a mí me importan un comino por moralistas falsas. Soy, para ser sincera, muy feliz. 

He ganado una batalla, un enfrentamiento que empezó hace una década cuando decidí reunir dinero para realizar mi proyecto. Seguí los consejos que me daba mi buena conciencia, mas no los doctores porque se habían aliado con la gente “cuerda” que desconoce lo que es el heroísmo. Estaba consciente de mis posibilidades, la medicina decía que era casi imposible lograr lo que yo quería y que podría morir en el intento— ¡Ah, caray! Eso sonó a título de libro—, pero, aclaro, con los años se fue acumulando una buena suma de dinero en mi cuenta bancaria y aparecieron algunos artículos en los periódicos y revistas especializadas sobre mujeres, que, como yo, aceptaban el enorme riesgo de quedar embarazadas. Mucho tiempo me interesé por las matrices de alquiler, incluso oí una noticia sobre una suegra que para darle una alegría a su hija estuvo de acuerdo en ofrecer su matriz para alojar un crio inseminado y estuve a punto de caer en la tentación, pero me dije: “Ruth eres una mujer, llevas el nombre bíblico de aquella que prolongó su estirpe y fue sumisa, hazlo tú también, esa es tu tarea en el mundo”. Tomé la decisión, era una quincuagenaria y para cuando lograra mi objetivo sería una señora carcacha de más de sesenta y pico de años. Me imaginé lo que diría la prensa: “Sorprende a la humanidad, una abuela sexagenaria, con su parto”. En lo que a mí respecta, estoy muy pasada de edad, diría que medio rancia y guanga, pero con todo y eso, ahí está la prueba de que quien quiere, puede. 
 
Se preguntarán a qué viene todo esto y por qué les comento todas estas cosas. La razón es que soy, desde el punto de vista de mis familiares y ex amigos, una esquizofrénica, egoísta e inadaptada que sólo piensa en su beneficio. Antes de que ustedes también me critiquen, me gustaría dar mis argumentos, ya me los rebatirán después. ¿Alguien de ustedes recuerda lo que hizo el soldado Desmond Doss? Es probable que no, pero si quieren informarse un poco sobre él, vean la película del americano ese que se emborracha y les grita a los policías en los Estados Unidos, ¿cómo se llamaba? ¡Ah! Sí, El Guilsón, creo que se llama Mel, Mel Gibson, también tiene una película sobre la pasión de Cristo, muy fea, por cierto. Bueno, creo que me estoy yendo por otro lado y mejor paro aquí, para no perderme en el tema y no digan luego que si estoy loca de verdad. Pues, bien. El famoso soldado Doss se fue a Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial y salvó a muchos de sus compañeros. No, no los salvó matando japoneses, ni disparando una metralleta, ni echando granadas, sino curándolos y sacándolos del terreno peligroso, es decir, de “La tierra de nadie”. Eso hacen todos los soldados—me dirán, sin duda—, ¿está mal de la cabeza o qué? A ver, déjenme explicarlo bien, pues. Ese chico Desmond era predicador y había jurado no coger un arma en su vida, lo vi en un documental allá por el año de 1987 y me conmovió su historia, luego como ven me influiría su Vía Crucis para hacer lo que he hecho. Por negarse a disparar, Doss, fue llevado a juicio y ganó la disputa. Era muy enclenque y los muchachos fornidos se reían de él. Al final Doss se convirtió en héroe, su historia me inspiró y me ayudó a alcanzar mi meta. ¿Por qué no se inspiró en una mujer? —se preguntarán—. Buena pregunta, señores, pero en la vida no escoges los momentos ni sabes cuándo te llegará la inspiración. Yo me iluminé cuando vi a ese hombre tan guapo y sencillo hablando de sus rescates y sus heridas, sus enfermedades. Luego, leí más cosas sobre ese misionero Adventista del Séptimo Día. Repasé su vida y me di cuenta de sus principios. Me encontraba, también, en una guerra. Una tierra de nadie dónde se escondían fantasmas surgidos de mi desconfianza hacia los hombres y el tremendo ejército de mis familiares que por procurarme el bien, me hacían un mal letal. Trataron de obligarme a casarme sin amor, me dejaron las tareas de la casa porque tenía paciencia y talento para coser, cocinar, hacer la limpieza, cuidar niños, atender a los abuelos y así se comieron mi tiempo. Quedé liberada cuando ya tenía medio siglo reposando sobre mi espalda. 

Mi familia se había encargado de robarme el tiempo para conocer hombres y, mi desconfianza, a parte de todas mis exigencias, me alejó de todos mis pretendientes. No, no siempre fui una vieja achacosa y débil como me ven ahora. Tuve una época en la que los hombres me acosaban, me miraban con unos ojos que me arrancaban la ropa a tirones. No me eran indiferentes, los deseaba también, pero llegada la hora, por una u otra razón. No podía alcanzar el final. Está claro, a ningún hombre le gusta que le calienten la cabeza, por decirlo así, y se iban. Nadie volvió a intentar por segunda vez, pero estoy segura de que quien lo hubiera hecho me habría obtenido de forma incondicional. Creo que es tarde para estar mortificándome con esas tonterías de niña mojigata y estúpida. 

Una noche que no podía dormir decidí que tenía que hacer algo para realizar mi naturaleza femenina. No había venido a este mundo nada más a limpiar ventanas, hacer guisados y ponerle botones a la ropa. Miré a toda mi familia y los vi casados, con hijos reuniéndose los fines de semana con toda la prole, yo quería ser igual, pero el tren se me había ido hacía mucho. Se lo comenté a todos mientras comíamos y la única reacción que hubo fueron gritos de sorpresa y risas por la idea tan descabellada. No lo tomé muy a pecho y comencé a analizar mis cualidades, mi fortaleza y mis debilidades, luego me marqué una meta y decidí tomarlo como el proyecto de mi vida. Estaba dispuesta a todo por tener un hijo. Diseñé mi plan, a largo plazo, imagínense nada más, una mujer cincuentona haciendo un plan de diez años para embarazarse. Si me dicen que estoy mal de la cabeza, lo acepto sin rechistar. Lo más duro fue no caer en actitudes depresivas como sentirme débil, desprotegida y sola. Tampoco tenía mucha gente de mi lado. La única que me siguió la corriente fue Dora, mi vecina, que está como una cabra, pero tiene buen corazón. Me compartió su optimismo, me dio ánimos, a pesar de que se preocupaba más por mi salud que por mi proyecto. A ella le agradezco haber podido seguir con esto, de todo corazón lo digo, si no hubiera estado ella, todo se habría ido al carajo. El mejor momento fue cuando me convenció de ver mi problema como algo distante, como si no fuera yo la loca anciana que se quiere embarazar para ser feliz viendo a sus hijos, sino como otra persona. Muchos me lo han echado en cara. Señora—me dicen con unos ojos saltones de sapo—usted es una egoísta que por rejuvenecerse unos años está dispuesta a traer a un pobre niño al mundo y este no verá a su madre cuando llegue a los diez años. Sí, señores— les contesto—tienen razón, pero no lo hago por eso. No siquiera conocen mis razones, así que cállense la boca y vayan a regañar a sus abuelas. Aquí nadie quiso ayudarme en nada. Los doctores se rieron de mí y me dijeron que lo olvidara, así que tuve que ir al extranjero. Me llevé un dineral y descubrí que los americanos estaban de acuerdo en hacerlo. ¡Menudo chasco me llevé! Toda la vida echándoles en cara los problemas del planeta y vienen a darme precisamente lo que les pido.

 Me leyeron la lista de posibles complicaciones, me hicieron firmar un documento en el que los eximía de cualquier problema que pudiera surgir, me metieron a una habitación y me hicieron el in vitro. Volví feliz a mi casa, mis familiares notaron mi cambio de humor. Primero, estaba feliz, pero luego se preocuparon todos cuando me comencé a marear, cuando me asaltaban los vómitos. Las primeras en quedarse blancas por la sorpresa fueron mi hermana y mis sobrinas que notaron los síntomas del embarazo. Pusieron el grito en el cielo, nadie me quería ver y si se acercaban era para gritarme y decirme que era una locura, que mejor hubiera sido suicidarme.  Fuera por preocupación, miedo u odio, todos se alejaron de mí. Salió en mi ayuda Nora, con su apoyo salí adelante porque hasta antes de los cólicos nadie se me acercó. Todos estaban indignados por mi persistencia, por esa terquedad de querer tener hijos y no abortar, pero no sabían que había gastado cincuenta mil dólares por el tratamiento y no los iba a tirar a la basura nada más porque me decían que mi acto era inmoral. Al final, me trajeron anteayer, el doctor me dijo que haría una cesárea. Me revisaron todo y me llevaron al quirófano. Me anestesiaron y cuando desperté ya tenía toda la panza rajada. Les pregunté por los niños. Uno pesó casi tres kilos y el otro es un poco más flaco, pero están bien de salud. Ya he logrado lo que quería, ahora me toca enfrentar la realidad, se me avecinan las noches en vela, los biberones y los montones de pañales. Eso, creo, sí que es un gran reto y si nadie me ayuda me lo voy a tener que apechugar solita. Y, otra cosa, ni piensen que lo hice por romper un récord y quedar allí en el Guinness, pues he oído que hay una rusa que dio a luz con setenta años, seis más que yo. Bueno, ya no les quito su tiempo, ahora les toca a ustedes dar su opinión. ¿Qué piensan?

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