martes, 28 de febrero de 2017

El inspector sospechoso

 Hace unos minutos he salido de la peluquería y he visto pasar por la acera de enfrente a María. Está muy guapa, ha cambiado mucho y estos dos años de ausencia me hicieron crear una imagen completamente diferente de ella. Por desgracia, tal vez no lo fuera, iba acompañada de un hombre de mi estatura, bien vestido, un poco delgado y con andar suave como si no tocara con los talones el suelo.

He dejado que se alejen y me he venido a tomar un café, no quería incomodarla, pues ya habíamos tenido una separación muy dura hace dos años. La camarera de siempre me recibe con una sonrisa, llevo, desde mi separación con María, casi dos años viviendo en este barrio y me siento muy satisfecho de haber dimitido al departamento de homicidios.

 He de confesar que no tengo vocación para las investigaciones y caí en una trampa que me permitió encontrar la excusa perfecta para dejar ese horrible trabajo de una vez. Por naturaleza, soy una persona poco comunicativa, es porque cuando me pongo nervioso tartamudeo un poco. A nadie le gustó jamás responder a mis interrogatorios y, si no hubiera sido por la ayuda de Ramón, mi ex ayudante, jamás habría podido obtener información de los testigos de los casos que traté de aclarar con todas mis fuerzas. Mi ingreso al departamento de policía fue circunstancial porque no tenía trabajo, iba mal en la facultad de derecho y mi tío, queriendo colaborar al bienestar de mi familia, convenció a mi padre de que lo más justo que podía hacer, era obligarme a convertirme en inspector. Pasé momentos duros para acostumbrarme a esa actividad. Le tenía un poco de repelús a los cadáveres y no era muy atento al indagar los detalles de los homicidios, ni seguir bien las pistas. La práctica me fue dando una herramienta útil para desenvolverme con cierta facilidad en ese ambiente, al cual siempre consideré como un inframundo, era la experiencia.

A golpe de fracasos, finalmente llegó el hábito que me dio la capacidad para ponerme a la cabeza de las investigaciones. Tuve, modestia aparte, mis éxitos y pude atrapar a delincuentes bastante astutos. Lo que nunca pensé que llegaría a pasar, era que yo mismo me convirtiera en motivo de sospecha y tuviera que investigar mi propio crimen. Una ocasión, cerca del mediodía, me llamó Ramón para que fuera a un pequeño piso en un edificio muy viejo, para aclarar los detalles de un homicidio. Se trataba de un abusador de mujeres que tenía mala fama. De entrada, sabíamos que habría por lo menos una decena de personas que tendrían un móvil para asesinarlo, y resultó que la lista me incluía sin yo saberlo.

El hombre estaba desnudo en la cama, había recibido un tiro en el pecho y otro en la cabeza. El primer disparo lo mató y el segundo sólo alcanzó a descalabrarlo, pero si no hubiera fallecido con el primer impacto, se habría salvado. Habían usado una almohada para ahogar el sonido del disparo. El criminal dejó las huellas de sus zapatos marcadas en el piso porque al acercarse a la víctima derramó un refresco que estaba casi vacío y al secarse el pequeño charco quedó impresa en el azulejo la forma de la suela. Ninguno de los vecinos había oído nada y si alguien había visto al asesino, no lo confesó, no porque no quisiera colaborar, sino por agradecimiento por haberles librado de tan despreciable bicho.

 El forense nos dio la hora exacta de la muerte. “Entre las dos y las tres de la madrugada—indicó el especialista—. Decidimos que el ejecutor había forzado la puerta, había entrado con una linterna y se había dado el lujo de despertar al hombre y en el momento en que se abrió los ojos lo único que pudo percibir fue una luz en su cara. Ramón tomó nota de todos los detalles y nos fuimos a entregar nuestro reporte. Unos días después recibí la lamentable noticia de que las balas con las que habían ultimado al golpeador de mujeres habían salido de mi arma. Además, la huella del zapato estampada en el piso era de la medida de mi pie y, por si fuera poco, del mismo modelo de los que suelo usar.

Conforme fue avanzando la investigación me vi cada vez más sumido en las sospechas, al grado de que tuve que estar bajo arresto domiciliario. Tenía una coartada y un testigo. Por lo regular soy un hombre al que se puede catalogar como frío. El deseo sexual y las mujeres siempre han sido como enfermedades ocasionales que no suelen reincidir y si lo hacen son tan pasajeras que no llegan a hacer merma en mi vida. La única excepción fue María. La conocí en mi edificio. Ella se encargaba de limpiar los pisos. Siempre llevaba el pelo suelto y nunca le veía muy bien la cara. Por lo regular siempre la veía bailando de un lado a otro con su cubo y su fregona. Me saludaba muy cortés y seguía con sus actividades. Me la encontraba cuando salía a la comisaría y me gustaba ver sus pantalones entallados, sus blusas holgadas y su movimiento de cabeza que parecía más un tic nervioso que un movimiento hecho especialmente para llevar el ritmo de sus cumbias. Le gustaba poner una grabadora. No muy alto para no molestar a los vecinos. Bien se habría podido comprar un reproductor de música de mp3, pero un día me dijo que no le sabía así ni el baile ni las melodías. “La música, Jorge—me dijo atiborrándome las palabras por la oreja derecha—, es para disfrutarse en un espacio abierto. No tiene chiste encerrarla en tu cabeza, las canciones son para calentar el espacio, la atmósfera”.

Me acostumbre a su presencia, conversábamos un poco cada mañana, incluso en la calle, al encontrarnos en el supermercado o en cualquier otro lugar. Varias ocasiones noté que se maquillaba demasiado los ojos o las mejillas. Descubrí a mi pesar que era maltratada por alguien. Se lo pregunté, pero sólo obtuve la respuesta de sus párpados caídos. No me confesó quién era la bestia que la trataba así. Un día, precisamente el anterior al que me llenó de sorpresas por mi implicación en el crimen al que me he referido antes, llegó María a mi piso. Tocó la puerta muy fuerte. Le abrí y la vi sangrando. La ayudé a limpiarse, le ofrecí que se duchara y se pusiera cómoda. Le di una bata que nunca usaba y ella aceptó. Le preparé un café y cuando salió se arrojó sobre mí. Se le escapó el llanto y me apretó como si fuera su tabla de salvación en el inmenso mar. Se calmó un poco, le puse merthiolate en las heridas, preparamos una tortilla de patatas y cenamos. Se me despertó un instinto fraternal desconocido. Ella sintió el afecto y se despojó del albornoz, le quedaba muy grande y tenía las mangas enrolladas. Vi su cuerpo moreno, bien formado, un poco magullado en algunos lugares. Se acercó y después ya no pudimos detener la corriente de pasión que nos dejó envueltos en una sábana hasta la mañana siguiente. Descubrí que la embriaguez no había impedido que satisficiera a María hasta entrada la madrugada, que estaba tan necesitado de afecto como ella y, lo peor, que me había enamorado perdidamente.

Desperté cerca de las nueve. María estaba acostada de lado y vi su espalda bien delineada por los huesos de las costillas y la columna vertebral, le puse una mano en las caderas y se despertó. Estaba sonriente, había florecido durante la noche y tenía muy buena apariencia. Desayunamos en el café que se encuentra a unos metros de mi casa y nos despedimos en silencio. Me fui a ver a Ramón. Descubrí que el amor no hace a la gente cometer tonterías, más bien son las distracciones ocasionadas por los sentimientos y el embeleso. Cuando llegué con mi ayudante descubrí que no llevaba mi pistola. Era muy raro que después de quince años de mantener una rutina sin cambios, esta vez se me hubiera pasado ponerme el coldre, o pistolera, y que me hubiera ido sin la placa. Entré y escuché todo lo que me dijo Ramón, el forense y los testigos que sólo confirmaron que Ricardo Pérez era un violento vecino de profesión proxeneta. Salí sin darle importancia al caso y eso me condenó. —Como ya he dicho antes—, Ramón me dijo que las balas con las que se había cometido el asesinato eran de mi canana. El resultado del análisis mostraba que mi pistola se había usado para matar al proxeneta.

Yo, la última vez que había disparado, había sido en una redada en un bar de mala muerte en el que tuve que sacar el arma y amenazar a los guardias que no querían dejarnos entrar. Empecé a hacer conjeturas y la única explicación era tan descabellada que la descarté por completo. La investigación estuvo a cargo de Ramón y el jefe se vio en la necesidad de suspenderme por unas semanas, luego tuvo que evitar llevarme a juicio y me pidió que dimitiera. Lo hice porque no quería que se comprometiera ni María, ni Ramón, ni él mismo. Recibí el apoyo de todos mis compañeros y cuando alguien dijo que no era justo encarcelarme por haber matado a un patán como Ricardo Pérez, quién tenía un archivo de antecedentes bastante gordo por sus fechorías que iban desde tráfico de drogas hasta los escándalos en lugares públicos. Tuve que romper mi relación con María y ella decidió irse a vivir a otro barrio.

 Dos años habían pasado. Mi relación con el departamento de la policía era nula y de vez en cuando Ramón venía a verme al restaurante para preguntarme que tal iba mi vida de camarero. No había conseguido otra cosa, pero no me importaba porque mi vida era muy tranquila. Un poco pesada sí, pero no sucedía nada especial. Hasta hoy que he visto pasar a María por la acera de enfrente y se me han despertado los recuerdos. Mucho tiempo estuve tratando de armar el rompecabezas del asesinato de Ricardo Pérez. Ahora creo que lo he entendido todo. Lo que voy a decirles es tan sólo una hipótesis, pero podría haber sucedido así. El día en que llegó María a mi piso, había sido maltratada por el animal de Ricardo, ella había planeado con alguien su asesinato y me habían usado de la siguiente forma. Cuando me quedé dormido, cerca de la una de la madrugada, el cómplice de María vino por mi pistola, se llevó mi par de zapatos puestos, cogió las llaves de mi coche y se fue. Luego volvió cerca de las tres, María recibió el arma y la puso en su sitio, dejó mis zapatos a un lado de la cama y se acostó. Más tarde, tuvimos que defendernos hasta con las uñas porque estábamos como dos círculos concéntricos girando alrededor de nuestra coartada.

El jefe, don Genaro, no se lo creyó y creó su propia versión de los hechos que sonaba mucho más real de lo que se pueden imaginar. Fue por eso que decidió cerrar el caso y despedirme. A mí lo único que me afectó fue la partida de María porque la necesitaba como a la vida misma, sin embargo, por cuestiones morales y, sobre todo jurídicas, no podía obligarla a quedarse conmigo. Se fue y no me volvió a escribir ni a llamar. Se esfumó sin dejar rastro y sólo hoy, que la he visto con su compinche, deduzco que todo estaba planeado con anticipación y he sido sólo una pieza para eliminar al maldito Ricardo. Eso no me duele, lo que más lamento es haberla perdido a ella.

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