martes, 27 de diciembre de 2016

El premio a destiempo

"Es imposible sacarse la lotería—les decía a sus conocidos, Rogelio Campos—deberían mejor ayudar al prójimo en lugar de perder el tiempo con sus discusiones estúpidas". 

Nadie le hacía caso. Se le tenía como a un hombre inadaptado que refunfuñaba por todo. En realidad, Rogelio, era un tipo inteligente que había hecho su carrera de sociología, pero la falta de empleo y las circunstancias de la vida, aunados a su poca capacidad para escribir ensayos y su poca paciencia lo habían orillado a llevar una vida de pordiosero con un cartel de dignidad. No era del todo pobre y hacía trabajillos de vez en cuando para ganarse la vida. Lo malo era que la mayor parte del tiempo se la pasaba en la calle, incluso en las horas más calientes del día, y renegaba del sistema capitalista, criticaba con saña a los políticos y a uno que otro burgués famoso.

Sus padres le habían dejado un pequeño piso muy viejo cerca del centro de la ciudad. El mobiliario no había sido cambiado en mucho tiempo y en invierno Rogelio pasaba un frío de los mil demonios. Tenía su rutina desde hacía diez años. Ya no esperaba respuestas favorables en las instituciones públicas donde había metido su currículo, pero de todas formas preguntaba. Al oír que no había nada para él, se daba tranquilamente la vuelta y se iba recordando el año en el que lo habían aceptado como profesor de historia en un colegio. En su tiempo libre leía a Marx, Lenin, Engels, Keynes, Gorz y a otros filósofos y economistas de talla mundial. Tenía la idea de que la economía, a pesar de ser una ciencia, se regía por los caprichos de la gente adinerada y las grandes potencias. No podía explicarse por qué cada vez que pasaba algo en la política se devaluaba la moneda. Eso lo comentaba siempre frente a la gente y era el aspecto principal por el que se le evitaba. Las personas sentían lástima por él, pero el sentimiento de rechazo era más fuerte, por eso le daban para comer las sobras de la cocina, la última moneda y la última palabra de aliento para que superara su situación y se alejara lo más pronto posible. Rogelio se había resignado a vivir solo, no podía establecer relaciones firmes y prolongadas con ninguna mujer porque su aspecto descuidado y su carácter fastidioso alejaban de inmediato al sexo débil.

En una ocasión, faltaban unos días para el sorteo de Navidad, Rogelio vio a una mujer que con dificultad cargaba sus bolsas de comida del supermercado y se ofreció a ayudarle. La mujer agitada y sudando por el calor aceptó y se alejaron caminando por una estrecha calle en la que había comercios de todo tipo. Al pasar por un estanco de la lotería, la señora Carmen Romano, que era como se llamaba la dama, se detuvo un momento, sacó un rollo de billetes que llevaba ocultos en el pecho y comenzó a elegir números. Rogelio de inmediato quiso persuadirla de tirar su dinero a la basura, pero se quedó con sus letanías amasadas en la boca sin poderlas escupir. Una vez que la señora había elegido sus tiras de papel le dijo a Rogelio que siguieran su trayecto, pues faltaba poco para llegar. De pronto, Rogelio sintió que Carmen enrollaba un papel de los que había comprado y se lo puso en el bolsillo de la camisa. Él quería devolvérselo, pero con las enormes bolsas en las manos no pudo reaccionar y pensó que la mujer estaba haciendo algo absurdo. “Ten esto para ver si te lo llevas tú”—le dijo con una sonrisa sarcástica. Llegaron al edifico, subieron tres plantas y frente a una puerta blanca con mil capas de pintura blanca, Carmen le agradeció a Rogelio su amabilidad y lo despidió. Rogelio tenía ganas de tirar el billete a la basura, pero no se atrevió, tampoco hubo a quien regalárselo porque las personas que le atraían al principio resultaban presumidas y muy mal educadas, así que llegó a su casa y metió el rollito en la gaveta de su viejo escritorio y se olvidó de él.

Pasaron los días y siguió con su vida habitual de intelectual con cara de hombre desilusionado de la vida. En el fondo se comparaba con un engendro de los libros de Kafka. Sentía el rechazo de la gente y cargaba resignado con todas las miradas de reproche que le echaban encima. 
Su cara que antes mostraba una risa franca había cambiado su aspecto por una expresión semejante a la de una persona que padece de estreñimiento. Sabía que era un revolucionario inconforme y, de habérselo permitido el destino, habría luchado por los pobres como Robin Hood, habría castigado a los ricos ambiciosos y habría condenado a todos los corruptos. Pensaba en los demás con lástima, sabía a la perfección que se le aceptaba como se acepta al perro callejero que siempre mira con ojos de nostalgia y mueve el rabo cuando alguien descubre algo incomestible en la mesa que se le puede dar al animal. No era rencoroso, había aceptado las cosas como eran. Lo único que lo atormentaba eran las situaciones en las que había tenido que limpiarse los pies sucios en el felpudo de su orgullo. 

Recordaba con pesar el entierro de sus padres, las limosnas para su operación del brazo izquierdo y las palabras de la mujer del tendero. “Dale—le dijo a su marido Mauricio —unas monedas al pobre Roge, no sea que se nos quede manco el pobre y habrá que ayudarlo hasta para ir al baño”. Le pasaban también por la cabeza las interminables ocasiones en las que le habían reprochado que no hubiera trabajado nunca, cosa que resultaba falsa, porque había ido muchas veces a componer tuberías y ayudar en la construcción, pero con tan mala surte que siempre le tocaba la menor parte por ser tan desinteresado. No es que no quisiera ser rico, lo que pasaba en realidad, era que la vida siempre lo había mantenido en los rincones, proporcionándole disgustos, malas experiencias y tristezas que para el caso eran lo mismo.

Se acercó la noche del sorteo y en la calle las personas no dejaban de comentar cosas. Rogelio vio a unos hombres que tenían sus billetes en las manos y rezaban para que dios les diera suerte se persignaban. ¡Eh, ustedes—les gritó Rogelio—no saben acaso que Dios está muy ocupado con la construcción del universo, ¿a dónde creen que nos va a llevar cuando nos caiga un meteorito y se lleve todo esto al carajo? Los hombres lo vieron con desprecio por echarles el momento a perder y se fueron deseándole las peores cosas en Navidad. Cerca de otro estanco encontró a dos hombres similares mirando los números. Cuando lo vieron le preguntaron qué número se compraría él si pudiera. “No le hago al tonto, soñando como ustedes dos, que le piden al Señor sacarse la lotería sin comprar nada. A ver un día de estos baja y les viene a recordar que primero tienen que comprarse el número y luego ver si es posible ganar o no. Par de tarados. Se fue y trató de evitar los lugares muy concurridos para no tener que soportar a los ilusos que le causaban tanto desagrado.

Rogelio había soñado siempre con darle alguna satisfacción a sus padres, pero el destino se empeñó en que sólo les produjera mal sabor de boca y fuera una carga insoportable. Era por su carácter rebelde. No quería aceptar el mundo tal y como era, eso, no le había impedido algunas veces fantasear con verse rico junto con sus padres, haciendo viajes por infinitos países gracias a su buena salud que proporcionada por un seguro médico de primera calidad y una jugosa cuenta en el banco. También, llegó a verse en su imaginación rodeado de mujeres hermosas, en coches caros, codeándose con gente importante, pero todo eso se había quedado en los años de su adolescencia, la realidad le mostró que las cosas se podían obtener de diferentes formas. La más fácil era la deshonesta y no le gustaba, para las demás tenía sólo algunas puertas abiertas pero el esfuerzo para moverlas era inmenso y no le alcanzaba el empuje. Se reía con un gesto amargo y seguía recorriendo las calles con sus zapatillas deportivas agujeradas, su camisa de siempre y sus brazos dorados por el sol y su llamativo pelo retorcido por la intemperie. Aunque se bañaba y lavaba su ropa, su aspecto era muy pobre y la gente lo tomaba más como pordiosero que por un simple infeliz desempleado.

Después del sorteo, al salir a mediodía de su casa, notó que había mucho ajetreo en la calle. Muchas personas maldecían su mala suerte y sólo los tenderos estaban a la espera de que les compraran más billetes con los reintegros o los felices ganadores de premios poco importantes les invitaran una copa en el bar como regalo de compensación. Los que conocían a Rogelio lo evitaban a propósito para no estropearse el día con palabras realistas de contenido pesimista. Era mejor soñar y dejarse llevar por la ilusión que poner los pies en el suelo y afrontar la crudeza de las cosas. Pasó la tarde alejado de los murmullos y la muchedumbre. Volvió a su casa pronto y vio un cartel enorme con el número 19878 que era el ganador. Escupió con desprecio, bajó la cabeza y se fue a leer para olvidar los reproches de sus tripas. Sabía que podía pedirle a Don Paco un bocadillo de lo que le quisiera regalar, pero no estaba de humor para soportar las absurdas charlas de bar. No quería permanecer allí hasta el cierre del local para ofrecerse a ayudar con las sillas y la vajilla., prefería dejarse arrastrar por su eterna depresión. Estuvo mirando unos artículos de una revista de ciencia que se había quedado por allí. No entendió mucho de los descubrimientos en materia de mecánica cuántica y se fue acostar.

A la mañana siguiente se fue a preparar un té de hierbas a la cocina, sacó de la alacena una lata de galletas y vio que quedaba muy poca hierba seca en el interior, puso a hervir un vaso de agua y buscó azúcar. No había, se tomó el té caliente y desabrido. De pronto, se dio cuenta de que llevaba bastante tiempo tratando de aclarar el significado de su sueño. Le daba vueltas una cifra, era como una mosca zumbona que lleva días dándose golpetazos frente a los cristales. Cuando salió de la ducha comprendió el significado: era la fecha de su nacimiento. “Es una coincidencia inventada por mi mente enferma—se dijo—¿qué se puede esperar de un mediocre fracasado como yo?”. Estuvo soportando el hambre hasta que el orgullo se volvió a tender en el piso para que él le pasara por encima. “¿Cuántas veces más tendré que repetir esto, Dios mío? —se preguntó acomodándose los pelos enmarañados—. Seguro que seguiré con mi cara de payaso triste hasta el último de mis días, ¿no es así, Señor? Se resignó por enésima vez y bajó a buscar algunas sobras para dejar de sufrir el efecto de los jugos gástricos revueltos. Notó en el aire preocupación, por todos lados volaba esa sensación de que algo horrible está a punto de suceder, lo entendió por las palabras de una señora con sombrero que hablaba con su amiga. “Fíjese nada más, doña Evita, que el número se vendió aquí muy cerca, en el estanco de Manolo. Él dice que se lo vendió a alguien de por aquí, pero no recuerda a quién exactamente. —¿Se imagina si se pierde esa millonada por falta de reclamación?” Sí —le dijo Evita—. Uno esperando toda la vida que le toque, aunque sea un premiecito para llegar a fin de mes y esta persona le deja los millones al Estado. Menudo imbécil lo haría.

Las dos viejas siguieron en su alegato y Rogelio vio de nuevo la cifra maléfica de su sueño. Por alguna razón decidió volver a su casa y sacar el maldito rollo que le había dado la señora Carmen. Al desenrollar el papel vio que era cierto. El día, el mes y el año coincidían con el número premiado. “Sólo esto me faltaba—se oyó decir dentro de sí—que estuviera toda la maldita vida protestando y criticando a la sociedad y ahora me dieran una entrada para ocupar un puesto privilegiado en los más altos escaños. Tomó una decisión. Buscó por toda su casa monedas y billetes viejos, reunió muy poco, pero aun así pudo comprarse unos zapatos, una camisa y unos pantalones, todo de muy baja calidad, pero nuevo. Cogió el numerito y no pudo salir para ir a cobrarlo. Estuvo encerrado en su laberinto de sus razonamientos. No podía soportar la idea de que la gente cambiara de inmediato al saber que era rico. Ya veía a todos sus conocidos ofreciéndole la mejor comida y bebida, socios improvisados para realizar negocios juntos, mujeres que de pronto lo encontraban atractivo y una interminable fila de personas con necesidades pidiéndole prestada una suma de dinero.

Se encomendó a Dios para encontrar la solución, pero éste le dijo que se leyera la Biblia y que buscara la respuesta. No lo hizo porque muchas veces había abierto el libro sagrado al azar y siempre habían sucedido cosas malas. “Es para forjarte, para hacerte un fiel incondicional como Job”—oía que le decía Jehová, sin embargo, no quiso hacerle caso. Le costó varios días encontrar el ánimo para salir a la luz pública y cuando ya habían festejado los ganadores de los otros premios y la preocupación y el suspenso comenzaban a transformarse en un arbusto seco, de esos de los pueblos abandonados del desierto como los que vemos en las películas del Oeste, salió la foto de Rogelio Campos con un enorme cheque de ocho cifras en las manos. Ya no había forma de dar marcha atrás. Tuvo que llegar de madrugada a su casa porque sabía que la gente lo iba a esperar para supuestamente felicitarlo y cobrarse a lo chino todos los favores que le había hecho hasta ese día. No pudo evitar que le fueran a tocar la puerta día y noche. Después de las felicitaciones venía la lista de calamidades que todos tenían. Aparecieron de pronto familiares que ya creía desparecidos y que nunca habían pensado en él, estaban aquellos a quienes no había visto desde el fallecimiento de sus progenitores. En fin, toda la marabunta de hormigas incansables se dirigía a él con un saludo, una felicitación y muchas demandas de ayuda económica. Fue por eso que decidió cambiar de residencia y dejó su piso para ir a radicar a otro lugar. Compró un apartamento modesto, dejó en el banco una cuenta no muy gorda y el resto lo destinó a un orfanato, una clínica y un asilo de ancianos.

Al desaparecer Rogelio surgió un torbellino de gritos que reprochaba la conducta mísera del ganador del premio mayor. “Es un maldito desagradecido—decían—, toda la vida manteniéndole para que ni siquiera nos dejara un milloncito. Si hiciéramos las cuentas—comentaban otros— de lo que nos debe el muy desgraciado no le alcanzaría su fortuna para pagarnos el buen trato que le dimos siempre. ¡Que se pudra con sus millones —gritaban los más despechados—, tenemos la fortuna de habérnoslo quitado de encima, el muy lacra!

Cabe mencionar que Rogelio buscó personalmente a Carmen Romano y tuvo que sufrir el acoso de todas las vecinas que lo reconocieron y aprovecharon la ocasión para ofrecerle la mano de sus sobrinas, hijas y hasta nietas. No la encontró y tuvo que resignarse a buscarla, sin éxito alguno, mucho después.

El día que fue en compañía de un abogado y un notario a hacer efectivas las donaciones, creyó que tendría una vida apacible y habitual. Pudo ser así, pero, por desgracia, el mundo es tan pequeño que sus antiguos conocidos descubrieron su nuevo domicilio y no dejaron de visitarlo. Al enterarse de su decisión en favor de los desprotegidos, sus supuestos amigos, le pedían la devolución de los regalos que le entregaban, le echaban en cara su desfachatez y con un azote de puerta se iban a toda prisa escupiendo como si hubieran ingerido algún veneno.

Rogelio vivía relativamente tranquilo y de forma muy modesta. Soportaba a conciencia las críticas de sus conocidos y familiares y se aisló mucho. Lo peor es que comenzó a tener pesadillas. Se despertaba agitado y padecía de la tensión arterial. Había ocasiones en que deseaba desfallecer y morirse de verdad. Era porque su inconsciente se divertía alimentando sueños con los deseos ocultos de Rogelio, en los que había hoteles de lujo y una actriz muy guapa que le había gustado siempre y había sido partícipe de sus sueños más románticos. Tuvo la desgracia de encontrar a una mujer muy parecida, pues a pesar de que la actriz era muy rica y talentosa su tipo era muy habitual. Rogelio le propuso matrimonio en la primera cita, pero Lola, como se llamaba la hermosa joven, era muy materialista y lo mandó a freír lo que se le pegara la gana. Rogelio lamentó no tener sus millones para callarle la boca, llevársela a la cama y meterla en una iglesia para hacerla su mujer. No pudo soportar que ella lo tomara por un pelele y se prometió no volver a ver las películas de su actriz favorita.

Fue sobrellevando las cosas y se alejó de todos. Corría a las seis de la mañana por la playa, se tomaba un aperitivo a mediodía y soportaba los brutos comentarios de siempre, pocas veces entraba en las conversaciones de los demás, no tenía amigos y se dedicaba a ver películas en su casa, leer libros y revistas. Iba al teatro una vez al mes y cuando sintió la proximidad de la vejez recordó la casa de ancianos y decidió irse a vivir allí porque su salud ya no era tan buena y prefería cualquier cosa a ser encontrado como aquella momia de un hombre que estuvo cinco años descomponiéndose en su cama hasta que lo hallaron por casualidad.


Lo recibieron muy bien en la casa de ancianos, nadie recordaba que él había hecho una donación, pero le creyeron. Las enfermeras sintieron un poco de rechazo hacia él, las ancianas lo evitaban y mantenían las normas de etiqueta durante las comidas. En las salas de juegos no le invitaban a participar y sólo tomaba parte en el dominó o el ajedrez. En una ocasión estaba jugando con unos compañeros cuando salió a la conversación su nombre. “¿Se imaginan? —dijo un tipo al que le parecía que había visto antes— Uno de los hombres más ricos de este país hizo una gran donación para este asilo y no tenemos ni servilletas para limpiarnos en las comidas, y del baño, ni hablar. Malparidos. Se aprovechan de la gente, el dinero es como los dulces: todos los quieren y jamás se hartan de ellos, ¿verdad? “¿Quién es ese hombre de quien habla?” —preguntó un curioso—. Se llamaba Rogelio, como usted—y señaló en dirección de su compañero de juego—, Rogelio Campos, para ser exactos. De joven y después de terminar la universidad, el muy holgazán se dedicó a hacer trabajillos ocasionales y mendigar el pan. No era un pordiosero, por supuesto, pero esa era la impresión que teníamos todos. Nadie lo quería de verdad y le brindábamos nuestra amistad por pura compasión. Un día se sacó el gordo, ¿se imaginan? La gente se esperanzó y creímos que Rogelio sería generoso con todos nosotros, pero el muy cabrón se desapareció. 

Ni siquiera fue al entierro de su hada madrina, Carmen Romano, llamada “La Usurera”, que fue quien le regalo el billete. ¡El muy cabrón ni siquiera lo compró él mismo! Todo el tiempo se quejaba del capitalismo y con su aspecto de hippie marihuano hablaba del comunismo y no sé qué tantas tonterías. ¡Ah, pero en cuanto tuvo la plata, se fue! No le quiso ayudar a mi comadre, que debía su casa, ni a Don Pancho que estaba a punto de perder su negocio. Fueron tantas cosas que nunca acabaría de contárselas. ¿Y qué hizo al final? Pues donarle el dinero a este asilo, en el que el director es un ladrón, y a no sé cuál orfanato. No digo que eso sea malo, pero debió velar por sus amigos, primero. A mí, por ejemplo, me habría ayudado a salvar a mi mujer, que en paz descanse, de un cáncer terrible.

 Ahora ya es demasiado tarde para lamentarse. Me imagino que ese hijo de su madre debe estar en una isla con todos los servicios a la puerta y su avión privado. ¡Cuántas cosas no se habrá comprado el falso comunista ese! En fin. Terminemos la partida…voy a cerrarlo, queridos amigos…!Mula de tres: la luna de miel!

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