domingo, 4 de diciembre de 2016

El gorrino maligno

Salgo del campamento del terror, olvido al poeta pervertido y los recuerdos diabólicos. Abandono mi madriguera, refugio de muchos años. Voy a enfrentar las miradas curiosas y los rostros compasivos que llorarán al verme. Después de contar lo que he sufrido y visto me dirán que tengo visiones, sin embargo, cualquiera en mi lugar habría claudicado. Para mí, para mis hermanas y para mucha gente hubo sólo horror. El temor causado por dos seres maléficos, bestias crueles, no se borra tan fácil. Primero mi padre, cerdo pestilente que se masturbaba a todas horas y, luego, mi madre, que desde que alcanzó la pubertad abrió las piernas para que se la fornicaran a su antojo todos los hombres. Pido disculpas por la sinceridad, pero es imposible referirme a ellos con cariño. ¿Se puede sentir respeto por quienes te han usado toda la vida como objeto sexual? No. Tal vez, tuve mucha suerte de que conmigo no rebasaran los límites de tortura y no me enterraran en el jardín de nuestra tétrica casa.

Por todas partes había objetos que mi padre traía en su vieja camioneta, no le importaba lo que fuera, ruedas viejas, toldos, mantas, bolsas de plástico, costales de harina podridos, le daba igual. Vivíamos en un chiquero.  Además, la gente que no tenía dónde pasar la noche hacía parada en las habitaciones de nuestra casa. Pronto sentían interrumpida su intimidad por la presencia de mi madre, quien entraba casi desnuda a provocar a los inquilinos. Si el huésped era una chica mi padre la violaba y la castigaba por ser una vagabunda, prostituta o estudiante prófuga. La penetraba hasta el hartazgo y la golpeaba. Cuando sangrando de sus partes por el hostigamiento de objetos demasiado grandes para las cavidades de su cuerpo se desmayaba o empezaba a agonizar, con una cuerda, le apretaban el cuello y la asesinaban. Paraba en el jardín en una fosa.

Nadie reclamaba los cadáveres, las pocas jóvenes que lograron salvarse denunciaron todo en la comisaría, pero nadie les creyó. La indiferencia de los agentes y la deficiencia de la prevención de crímenes era tan obsoleta en esa época, que mi padre se sintió un dios al quedar inmune, al convertirse en un monstruo perverso con licencia para violar y matar. A mis padres les encantaba la cámara fotográfica, hacían fotos de todas sus maldades. Podría decir que actuaban como dos niños traviesos jugando a ser malos, pero en realidad dejaban salir sus instintos más bajos y no existía regla moral, ética o religiosa que los pudiera detener, sólo existía la lujuria animal guiada por mentes diabólicas. Cuando nos bautizaban, es decir, cuando nos mutilaban el alma con una violación brutal, decían:

 “Tenéis suerte de haber nacido en esta casa, de otra forma hubierais sido abortadas y quemadas junto con la basura”.

Uno nunca se acostumbra al sufrimiento. Sientes todos los días que te penetran, sean tus familiares u otros hombres o tu propia madre que por aburrimiento te martiriza con palos u objetos de plástico o botellas. Odié mucho tiempo, quise escapar, pero me sentía enjaulada. Me habían dicho desde la cuna que lo que me pasaba ahí no era nada en comparación con lo que me esperaba afuera.

 Fue estúpido no fugarme y comprobarlo por mí misma. Me quedé hasta que cumplí los veinte años, sufrí el abuso cada noche. Me espanta la cifra de intromisiones en mi cuerpo que es más grande que cualquier dolor. Al final, las cosas cambiaron. El descubrimiento de tres víctimas que no pertenecían al bajo mundo llevó la ley hasta nuestra casa. Se descubrió el cementerio de nuestro jardín porque un día se desbordó el río que pasa cerca y al removerse la tierra surgieron los huesos, cuerpos descompuestos y algunas momias. La gente los vio, no podían creerlo. De pronto, en las cabezas del colectivo, las bromas crueles de mi padre en los bares, todas esas historias de violencia que habían escuchado cual visiones de un loco ebrio, se hicieron reales. Ahí estaban los cuerpos de la evidencia de la locura, de la perversión y la descomposición del género humano. Luego, revisaron las denuncias y las desapariciones de personas en los archivos policíacos. 

Todo cobró sentido, el monstruo fue hallado, estaba en compañía de su compinche. Los cogieron antes de que fueran linchados por el vecindario. Caminaron hasta la jefatura de policía con el rostro alto por el orgullo que les daba su fama. Sonreían recordando una a una todas las fechorías cometidas hasta ese día.

Basado en un caso de la vida real.


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