martes, 14 de junio de 2016

El último recuerdo es el primero.

Ahora, después de setenta y cinco años, me asalta con persistencia aquel recuerdo.

Hace mucho frío y ya casi va a amanecer. Caminamos por una pequeña vereda en fila india. Primero va mi madre con mi hermana María de las Nieves, en brazos; luego mi hermano mayor Próspero; después mi hermano Juan y yo; detrás de mí camina Consuelo; y al final mi padre con un fusil a la espalda, arreando una mula con las pocas pertenencias que pudimos sacar de la casa antes de huir.

 —Tenemos que largarnos del pueblo ahora mismo —le dijo mi padre a mamá, quien de prisa cogió lo que tenía a mano y salimos sin pedir explicaciones—. Ya sabíamos que eso pasaría y esperábamos sólo ese momento en que nos quedaríamos sin tierras y a la buena de Dios. El poblado más cercano está a unos tres kilómetros y ya casi llegamos, ahí nos ayudarán mis tíos y pasado mañana ya estaremos en la capital. Abandonar el pueblo no es lo peor que nos podía haber sucedido porque, en realidad, el haber sobrevivido a la Revolución mexicana y al caciquismo ya es gran cosa. A pesar del frío y el peligro de las fieras voraces, serpientes y todo tipo de alimañas, me mantiene en pie la esperanza y los buenos recuerdos del pueblo. No sé si volveré alguna vez a ver a mis amigos, lo único que deseo es que no le pase nada a mi familia. Mi padre recibió un balazo en la espalda cerca de una vértebra.
 —Nada grave —dijo con naturalidad y no pusimos en marcha—. Tratamos de mirarlo de reojo y no perder el sonido de sus pies aplastando piedrecitas para saber en qué estado se encuentra. Tiene la cara rígida, el gesto torcido, se nota su odio ante la injusticia, está cansado, pero sigue firme con pisadas seguras. No es cobarde y, sabe bien, que si se hubiera enfrentado a sus enemigos ya estaríamos todos bajo tierra. —Las revoluciones son un mal necesario en la sociedad —nos repetía siempre que había cambios—, tal vez, sea para mejorar, aunque nosotros tengamos que quedarnos en la calle sin cobijo. ¡Aguanten! ¡Ya verán que nos irá mejor! Ya lo dice el dicho: “No hay mal que dure cien años...”

Así fue. Llegamos a la ciudad y mi padre sólo se pudo ofrecer de portero en un gran edificio en el que nos dieron un pequeño cuartito para que no anduviéramos como gatos callejeros. Mi madre no soportó mucho tiempo su enfermedad y la desgracia quiso que nos quedamos huérfanos. Todos los que estábamos en condiciones de trabajar lo hicimos y combinamos la secundaria con jornadas laborales muy duras. Mal que bien, terminamos nuestras carreras y pudimos independizarnos. Como mi padre era muy radical en sus decisiones me ordenó que me hiciera abogado, a mi hermano le impuso la medicina. Próspero se fue de la casa porque no soportó las imposiciones y la presión dictatorial en el seno familiar. No teníamos vocación para las carreras que nos habían asignado y fui el único que terminó los estudios gracias a un golpe de suerte, el cual en lugar de agraciarme me causó muchos problemas, pues conocí a una mujer diez años mayor que yo, me llevó a su casa y me dio tres hijos muy pronto. Mi situación económica mejoró considerablemente, pero mis relaciones conyugales fueron un infierno desde el primer año. Los celos, la violencia, los rencores de mi esposa y el exitoso trabajo que conseguí después, me obligaron a divorciarme.

Había conocido, en mi último año de estudios, a un importante abogado que me llevó a su despacho como pasante. Me enseñó todos los secretos de la jurisprudencia y luego me recomendó para el puesto de jefe del departamento jurídico en un banco importante. Mi vida dio un vertiginoso giro. Había cumplido treinta años y tenía a mi cargo toda una institución financiera. Me relacioné con la crema y nata de la sociedad, participé en la urbanización del país, vi el crecimiento del negocio inmobiliario y compartí con mis jefes la alegría de ver a mi país en plena expansión y desarrollo. Traté de regirme por la honestidad toda la vida, nunca olvidé que por la injusticia de los corruptos y poderosos había perdido mi casa en el pueblo, así que ayudé a quien pude y nunca le negué un mendrugo a quien me lo pidió. Le inculqué a todos mis hijos los principios de la ética, el patriotismo y la moral. Los formé a todos lo mejor que pude.


Nadie sabe nada de mis sentimientos y sólo ahora pienso revelar lo que se oculta detrás de mi imagen de abogado responsable, estricto e imparcial. Nunca pude mostrar mi debilidad ante nadie, fui muy criticado por exigir siempre el cumplimiento del deber. Hice muchos enemigos por culpa de mi obsesión por la justicia, pero no me arrepiento. No cedí ante las propuestas de un gobierno corrupto, ni ante la exigencia de ser abogado personal de un famoso delincuente. Estuve a punto de ser asesinado en varias ocasiones y sólo la suerte o Dios me salvaron. Amé a las mujeres con pasión. Tuve una concubina, una amante y me entregué a ellas en cuerpo y alma. Traté de cumplir con todas y amarlas, tal vez no fui el mejor amante ni el mejor hombre para ellas, pero cumplí y acepté mis derrotas a tiempo. Tuve que luchar contra las adversidades: mi renuncia al banco, mi artritis y la diabetes. Luché hasta el final sin tregua alguna, pero este largo camino mermó mi cuerpo, mas no mi espíritu. Vi desaparecer a muchos de mis amigos. 
Al final, me ha tocado a mí marcharme. Ahora sé para qué perduró ese recuerdo del día en que salí del pueblo. Vuelvo ahora a esa noche oscura y fría. 
Reaparece mi padre con sombrero de paja, envuelto en una manta fina que apenas lo calienta, aplasta los guijarros con sus gastadas botas. Mi madre va resignada oculta bajo un rebozo, con la piel de las mejillas color cobre y su pelo negrísimo, mis hermanos ya no tiemblan ni les cascabelean los dientes y sonríen al verme de nuevo. Me abrazan, reímos y lloramos al mismo tiempo, es por la felicidad del reencuentro.
 Hay un cántico nocturno de cigarras y algún gruñido aislado de los tejones y zarigüeyas para prevenirnos de que no los pisemos en nuestro trayecto. El olor del ocote y un comal nos alientan, el café hirviendo con aroma de canela nos reconforta como elixir de la vida. La canción de un viento suave nos sirve de aliciente y la satisfacción de haber vivido nos hincha el pecho de orgullo. Sólo hay miradas de esperanza expresadas con profundos ojos negros, sonrisas de blancos dientes y mi alma se llena de gozo. Sonrío de satisfacción, por haber disfrutado de todo lo que tuve. Empiezo a aligerarme y dejo este mundo para ir al encuentro de la paz.

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