jueves, 23 de junio de 2016

El supervisor retirado.


Siempre había tenido buena memoria y su capacidad de revivir con rapidez las imágenes del pasado, en el momento preciso, le había proporcionado las mejores coartadas para ocultar los actos aberrantes que había cometido hacía muchos años. Las últimas semanas había notado que los recuerdos empezaban a borrársele y que su primordial aptitud estaba siendo corroída por una enfermedad extraña. En una ocasión vio una película en la que el famoso detective Sherlock Holmes, ya viejo, trataba de escribir su último caso, pero notaba al igual que el protagonista del film que los recuerdos no aparecían; que estaban desperdigados y arrumbados en sitios en los que le era imposible recuperarlos. Por eso, había empezado a escribir en un cuadernito las cosas que casi había olvidado. ¡Eso es horrible! Lo peor que te puede pasar —se decía a sí mismo en los ratos de ocio en los que sus esfuerzos de memoria eran nulos—, es que se te olviden las cosas que tan a menudo, casi de forma inconsciente, has repetido a lo largo de los años y la gente te mire con insistencia tratando de descubrir si les has puesto atención o realmente te estás transformando en un vegetal.

Comenzó a llevar un diario en el que apuntaba las cosas que siempre había repetido sin dudar. Él era Alfonso López, tenía parientes lejanos alemanes, pero había perdido el apellido germano por circunstancias históricas. Había trabajado para una empresa extranjera como supervisor de control de calidad. Hablaba, aparte de su idioma natal, un poco de inglés, alemán y francés. Sus documentos se habían quemado en un incendio y le fue muy difícil recuperar algunos por diversas razones. Se había divorciado de su esposa alemana y con una española, su concubina, había tendido dos hijos a los que veía muy poco o casi nunca. Estaba jubilado y de vez en cuando viajaba a Berlín para ver a un amigo al que había liberado del yugo nazi. Tenía el hábito de pasear sólo y sentarse durante varias horas en un parque. Por lo regular, manifestaba su tolerancia a la prostitución, era muy progresista y las relaciones entre miembros del mismo sexo lo tenían sin cuidado. La tolerancia, amigos, les decía a todas las personas con las que conversaba, es la mejor prueba de que se ha madurado y alcanzado un grado humano superior.

Un día muy soleado, en el que se sentía radiante de felicidad, se sorprendió al verse rodeado de dos hombres de su edad. Eran viejos como él. Uno iba muy bien arreglado y tenía aspecto de empresario, llevaba un traje de color beige, zapatos muy caros y olía a lavanda. El otro anciano contrarrestaba mucho con su compañero y con él mismo, pues iba desaliñado, estaba muy arrugado y apestaba a ajo, cebolla y todo él era moho rancio. Además, estaba un poco gris de la piel y su sonrisa era muy desagradable por su tono gris verdoso. Les preguntó su nombre. 
Yo soy Alfonso, le dijo el primer viejo. —¡Qué casualidad! Yo me llamo igual, mire nada más qué coincidencia—contestó con gran asombro—. ¿Y usted? —le preguntó al otro, mirándolo con desagrado—. Yo soy Franz un ex agente del Servicio Secreto del Tercer Reich, pero me hice pasar por judío durante la capitulación y todos me dicen Alfonso. —¿Se está burlando de nosotros? —gritaron con gran enfado Alfonso y el hombre elegante—. No, en absoluto querido amigo, lo último que haría en esta vida, sería burlarme de ustedes. Por si no lo sabe—agregó señalando con el índice al otro anciano que permanecía con el cejo ceñido— de mi depende que usted y su amiguito Alfonso sigan con vida. Siempre he estado aquí para recordarles quienes son ustedes en realidad. Alfonso—continuó—, ese monigote que tiene al lado, no existe. Es una invención suya que ha creado para vivir tranquilamente en este país y yo soy el verdadero usted. Y…Mire, dejémonos de formalidades. Vamos a tutearnos porque no le veo ningún fin al tratarnos como si fuéramos unos extraños.
Alfonso se levantó con prisa, escupió con fuerza y cogiendo de la mano al hombre trajeado se fue. Durante su partida refunfuñó y soltó unos insultos que dejó, por varios minutos, flotando en el aire. Su compañero comenzó una interesante conversación y el desagradable Franz se fue quedando cada vez más lejos hasta que desapareció y dejó de perseguirlos. El problema fue que la agradable compañía de Alfonso se hizo cada vez más esporádica, en cambio Franz, aparecía en la cama, en la ducha, en el reflejo del espejo en el que Alfonso se peinaba. El colmo fue que se sentara con él en el inodoro y se metiera hasta en sus sueños.

Esto es insoportable. —¿No puedes dejar de meter tus narices en lo que no te importa? —le decía Alfonso a su inoportuno perseguidor mientras éste miraba de forma descarada al pobre Alfonso que ya empezaba a olvidar al otro, al fino, educado y atractivo viejo de traje color crema. —No sé qué es lo que persigues con tu acoso—le recriminó Alfonso al andrajoso—, pero sea lo que sea; no lograrás que confiese nunca lo que he negado por cinco décadas—. Ese es tu problema—respondió el hombre maloliente—a mí no me importa tu pasado, tengo libre la conciencia y todo te lo debo a ti, a tu gran ingenio. Es por eso que, después de tantos años vagabundeando en las sombras de tu mente he decidido asomarme un poco a la realidad para ver en qué estado se encuentra el mundo, después de tanto tiempo. No debes preocuparte. Jamás te obligaré a decir nada de lo que no quieras hablar. Ni siquiera te recordaré que fuiste un verdugo en los campos de concentración, ni que realmente disfrutaste de los martirios que realizaste en Polonia. —¿Para qué me hablas de esas cosas que he logrado reprimir durante tantos años? ¿A caso no hemos podido vivir en paz tú y yo después de habernos fugado? ¿Por qué no despareces de una vez y para siempre? —Lo siento, querido Franz, perdón, quería decir Alfonso— respondió con voz trémula el hombre hediondo—. Es que está despareciendo una parte de tu vida. La causa es la esclerosis que te está pelando el sistema nervioso, pronto olvidarás quién eres en realidad, es decir, recordarás que eres un impostor, cada vez te será más difícil meterte en el cuerpo de tu adorado Alfonso y te irás pareciendo más a mí. Primero, verás a un niño estudioso con uniforme de social demócrata, luego un joven atractivo activista del partido, luego un destacado general del ejército más poderoso del mundo y después no habrá vuelta atrás porque te quedarás incrustado en tu uniforme y tus lustrosas botas. Confesarás todo y la gente te lapidará en las calles. Serás juzgado por toda la sociedad y los pocos sobrevivientes que se acurden de ti te mirarán con odio, te escupirán en la cara por impostor y torturador. Tendrás suerte si no te llevan a juicio por los crímenes que cometiste contra la humanidad.


Esa fue una de las últimas veces que mantuvo una conversación con sus fantasmas del pasado. Después olvidó su nombre falso y comenzó a presentarse como Franz. Olvidó el inglés y el español y sólo se comunicaba en alemán. No podía comprender lo que había escrito en su diario y se le descompuso el carácter. Un día, se levantó de un salto de la cama y se puso un uniforme de color claro que tenía oculto en un baúl, le pintó cruces esvásticas de color rojo y salió a la calle con un fusil de madera amenazando a los transeúntes. Llamaron a la policía y se lo llevaron a un manicomio. Pasó el resto de sus días encerrado en una celda húmeda y oscura. Antes de dar su último suspiro vio a Alfonso quien le acarició la cabeza y se despidió de él con un beso en la frente antes de que decidiera colgarse con su cinturón de una de las vigas de su calabozo.

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