viernes, 21 de febrero de 2025

El pintor del alma

Aparicio Mastache fue rescatado del olvido cuando uno de sus cuadros se vendió por una jugosa suma en una famosa galería. El cuadro era interesante, pero despertaba muchas dudas entre los amantes de lo renombrado y selecto. Muchos volteaban con arrojo cuando alguien subía la puja. Al final, uno de los más empecinados compradores desistió y oyó resignadamente los tres martillazos que le dieron el derecho sobre la pintura a su oponente, un hombre trajeado de aspecto medieval.

Aparicio siempre fue Epifanio. El apodo le llegó por un tío que, al verlo un día alumbrado por el sol, se imaginó que su sobrino era como los rayos solares y tendría un futuro revelador, significativo no solo para él, sino para la humanidad completa. Era un niño fuerte, pero de cuerpo esbelto. Su piel morena era la de un mulato y sus ojos verdes cambiaban a los caprichos de la luz. Sus padres tenían muchos problemas para sobrevivir y le dedicaban poco tiempo. No era posible darle educación, por eso desde los seis años ayudaba con recados y tareas que se le confiaban en la casa. A los doce años conoció a don Pascual un pintor retirado que lo llevó a su casa para revelarle los secretos del arte. Sucedió que Epifanio estaba con sus amigos en la calle y uno de ellos, le arrebató una hoja donde estaba dibujado un perro al que Aparicio quería mucho. Don Pascual recogió los trozos desperdigados de papel y los miró con curiosidad. Se dio cuenta de que el chico dibujaba mal por la falta de técnica, pero ya mostraba su capacidad para ver las cosas de forma muy personal.

—¿Cómo te llamas, muchacho? — le preguntó don Pascual.

—Aparicio, pero todos me dicen Epifanio— Contestó sin asombro ni curiosidad.

—Mira, hijo. He visto tu dibujo y he pensado que podrías ayudarme en mi taller artístico.

—¿Ayudarle? Pero yo no sé nada de arte ni pintura.

—Eso es lo de menos. Comenzarás con tareas simples y luego…Bueno, luego ya veremos. Te pagaré para que puedas comprarte comida y ropa.

Cuando se lo contó a sus padres, ellos se miraron con alivio pensando que podrían llevar mejor los gastos y enderezar un poco la vida que los estaba enterrando en la desgracia. Fingieron un desacuerdo flácido y hablaron de lo inadecuado de su explotación, pero en realidad, era una muy buena noticia porque estaban anémicos y al borde del colapso.

Aparicio pasaba mucho tiempo con don Pascual al que pronto empezó a llamar maestro, a pesar de las tentativas de este último para que hubiera un tuteo de amigos. Las cualidades del muchacho empezaron a surgir poco a poco como pequeños retoños de un árbol. Eran situaciones esporádicas en las que, al preguntarle, qué sería mejor para complementar un paisaje o corregir un rostro, Epifanio daba un consejo original. “Si se contrastara un poco más esa parte de la cara, el efecto sería más real y profundo”. En efecto, don Pascual con su formación académica se había vuelto ciego ante lo natural y evidente. Fue por eso que se preocupó mucho de no usar términos para formar al joven artista. De esa forma se desarrolló una especie de conversación analítica, e incluso filosófica sobre los efectos del color, el volumen, la forma, ciertas perspectivas y contrastes. Un día, inspirado por las palabras de su instructor, Epifanio, que ya tenía quince años, cogió un lienzo que don Pascual había olvidado hacía tiempo por considerarlo malogrado y comenzó a corregir las formas, destacar las sombras y realzar la luz, también quitó los detalles que le rompían el equilibrio a la composición y lo dejó en el caballete antes de salir a hacer unos encargos. Cuando volvió se encontró con don Pascual que no dejaba de analizar la pintura.

—¿Cómo lo has hecho, muchacho? Este cuadro era imposible de rescatar, había nacido defectuoso y no había manera, la verdad, no había manera…

—No lo sé, no lo sé—dijo con una pequeña muestra de orgullo y una sonrisa que dejó ver su colmillo torcido.

—Bien, muy bien, hijo. Mira—le dijo con rostro de padre ilusionado don Pascual—, podrías incursionar poco a poco en el mundillo del arte. Pinta algo estos días, por favor, y deja todo lo que estás haciendo o te quede por hacer.

Unos días Epifanio se dedicó a bañarse en el río, ver las nubes del cielo, comer y dormir la siesta al aire libre. Una tarde después de haber caminado unas horas cogió una naturaleza muerta que estaba en la habitación de don Pascual. Comenzó a hacer un esbozo al carbón y corrigió lo que le pareció pertinente, luego preparó un lienzo mediano y comenzó a trabajar. Hizo un dibujo con trazos rápidos, roció un poco de barniz para fijar el grafito y se puso a mezclar algunas pinturas de aceite. Decidió que solo usaría tres colores: negro, rojo y verde. Trazó ágilmente las partes oscuras que representarían las sombras, luego comenzó con escalas de tonos más suaves y después de dos horas ya tenía el cuadro casi listo para dejarlo secar. Cuando oyó los pasos de don Pascual escondió el lienzo.

Pasó un mes y las cosas en el taller siguieron su rumbo habitual. Don Pascual restauraba algunas pinturas luchando contra la carcoma del tiempo que con sus fragmentos de segundos apolillados derruía las pinturas, pasándose luego a los bastidores y los marcos de madera. La lucha era diaria y desigual, pero gracias a la dedicación de don Pascual y su ayudante las obras volvían a cobrar vida. Las acuarelas se realzaban, los olios resplandecían y las aguatintas perdían su aspecto gris rancio para atrapar de nuevo la luz.

Una tarde que don Pascual buscaba uno de los cuadros que le habían encargado hacía tiempo, se dio cuenta de que su mirada había chocado con algo, pero no podía definir con qué exactamente se había cruzado, así que volvió al sitio donde había sentido su efecto y dejó que sus sentidos se encargaran de ubicar a aquel intruso que le llenaba de hormigas la mente sin dejarlo en paz. Se puso en el centro de la habitación y miró al frente. Fue girando de cinco en cinco grados poniendo atención en lo que abarcaba su campo visual y de pronto lo encontró. Era la naturaleza muerta de la pared. Se dio un golpe en la frente y se echó a reír— “!Por Dios! ¡¿Cómo es posible que, teniéndolo ante los ojos, no lo había notado?! ¡Pero si resalta a leguas!”. Se acercó con curiosidad y descolgó la pintura. Era la misma que había estado allí por años. Sin embargo, destellaba más y tenía algo que la hacía más interesante, incluso excepcional. Fue por una lupa para ver mejor los detalles y descubrió que en la parte de las uvas había pintada una bella mujer desnuda. Estaba disimulada de forma magistral. ¡Hay que ver de lo que es capaz mi muchacho! —gritó dando saltos de gusto.

Cuando llegó Epifanio, ya hecho todo un hombre, don Pascual estaba comiendo pan con queso y saboreaba un vino sin quitarle la vista al cuadro apoyado en el caballete.

—Ven aquí, hijo. Dime, ¿cómo se te ocurrió la idea? ¿qué estabas pensando cuando lo hiciste?

—Fue solo una corazonada y me dejé llevar por las sensaciones y la suavidad de la pintura—contestó Epifanio comprendiendo a lo que se refería su maestro.

—¡Es asombroso! ¿Sabes? ¡Tendrás que dedicarte a pintar! ¡Ese talento no se puede desperdiciar en un cuchitril como este! ¡Descubre y conquista el mundo! ¡No te costará trabajo, muchacho!!Tienes todo lo que se necesita!

En realidad, fue prematura su aparición en el mundo del arte. No porque no tuviera la capacidad necesaria, sino porque era el mundo y sus habitantes cavernarios los que no estaban listos para un fenómeno de tal magnitud. Tenía una fertilidad artística desbordante, impetuosa y excelsa. Pintaba dejando en cada trabajo un trozo de sí mismo. Era como si de sus sentimientos hiciera una mezcla aceitosa con la que cubría las telas y, al mirar los trabajos, el observador volviera a revivir aquellas sensaciones placenteras en el interior.

Años después, ya muy pasada su adolescencia, se encontró en el campo a una joven atractiva que estaba sentada al lado del río lavándose los pies. Tenía un aspecto fresco, primaveral, llevaba el pelo suelto y las ocasionales ráfagas de viento creaban un efecto especial, que le revolvían las tripas al pobre Epifanio. Él estaba del otro lado contemplando con curiosidad y dolor la imagen que le retorcía el vientre. Tuvo fuerzas para acercarse despacio a la muchacha. Ella alzo la vista y dejó ver su rostro. No era una gran belleza, pero se rodeaba de un magnetismo al que un hombre joven no se podía resistir.

—Hola— le dijo Epifanio con voz alegre, pero apagada, mientras ella lo miraba con curiosidad.

—Hola—dijo ella sin dedicarle mucha atención y bajando la vista para ver los pececitos que merodeaban por la orilla.

—Son chanquetes, aquí hay un montón.

Ella se sonrío y le dijo que ya lo sabía, que nunca faltaban en su casa porque su padre los pescaba y luego los freía. Se quedaron en silencio durante un buen rato y Aparicio le dijo que así se llamaba, pero que todos le decían Epifanio. Ella lo miró con indulgencia y dijo que le gustaba Epifanio, que era un nombre más adecuado para un joven moreno con los ojos brillantes. Él le agradeció sus palabras y sacó un cuadernillo que siempre llevaba en el bolsillo. A ella le gustó el improvisado retrato que tenía algo de especial.

—Me has mejorado mucho en el papel.

—No, la verdad es así cómo te veo.

—Pues, no sé si verás bien, pero yo tengo la nariz más ancha y los ojos más pequeños.

—A mí, no me lo parece, además el arte sirve para crear o plasmar la belleza—. La chica enrojeció un poco y se volteó a mirar unos pájaros que volaban en bandada—. ¿Cómo te llamas? —le imputó de pronto.

—Luz—. Dijo alargando un poco el nombre.

—Es bonito. No conozco a nadie con ese nombre.

—En realidad me llamo Fény, es luz en húngaro, pero aquí es más apropiado. Muchos piensan que Fény es de hombre.

Aparicio se rio mucho con las palabras inocentes de la joven y le parecieron destellos de buen humor, pero en realidad eran resultado de su inocencia. Era muy difícil que aquel interesante rostro no se le quedara grabado. Luego, ya en su habitación, se fue destilando aquella voz sedosa y una figura armoniosa, semejante a las musas de Ingres, se le plantó en frente, tiernamente desnuda y, a la vez, descaradamente retadora.

El encuentro le dejó algo inquietante y difuso en el interior. Sacársela de la cabeza era imposible y pronto comenzó a sufrirla con gran intensidad. Pintaba día y noche imaginándola en diferentes épocas, formas y colores. En los largos paseos ficticios que surgían en su imaginación, él conversaba con ella y le hablaba de la belleza y la armonía de la naturaleza. Esas largas tertulias con Fény se convirtieron en algo tan real, que él era capaz de oír las respuestas desde la lejanía, pues le llegaban en forma de pequeños colibrís.

Una tarde, cuando ya se había separado de don Pascual, se presentó en la casa donde vivía la chica. Tocó la puerta esperando que ella saliera y, al ver a una mujer entrada en carnes de gesto noble, se quedó mudo, pero se repuso con determinación. Le recibieron con cordialidad. Fue así como conoció a la familia y, sin pensarlo, pidió la mano de la mujer amada. Todos se desconcertaron. La madre se quedó mirando a su hija pensando que podría estar embarazada, el padre, un hombre acostumbrado a las cargas fuertes de trabajo, apretó sus manazas y se puso serio. Fény miró implorante a sus padres que con una sola mirada comprendieron que el destino ya se les había adelantado en la organización del futuro de su hija. Resignados a la separación, pero con un buen presentimiento, aceptaron.

Los años fueron pródigos en amor y, a pesar de que Epifanio no conseguía mucho con las pinturas que lograba vender o restaurar, aparecieron sus hijos y las responsabilidades. Fény tenía una fortaleza espiritual y física asombrosa. Era capaz de lavar ropa ajena sin descanso o estar en la cocina preparando comida para venderla, sin que se le notara el agotamiento. Era tan fuerte el caudal de sus sentimientos que no había adversidad que borrara la sonrisa de su rostro. En esas aguas de comprensión, solidaridad y pasión, lograron salir siempre a flote, por más adversas que fueran las circunstancias. La familia creció y con unos cimientos bien apoyados logró salir de todas las tormentas y tempestades. Por desgracia, el genio de Epifanio no era comprendido en su época y lo que se consideraría selecto y original muchos años después, en aquellos años era solo una forma caricaturesca e incomprensible.

Ningún crítico de arte o galerista lo tomaba en serio. Parecía que aquellas palabras de don Pascual, dichas sin maldad alguna, se habían convertido en una enorme roca que lo aplastaba día a día. Recordaba con cierto odio aquel momento en el que su maestro lo miró con bondad y le dijo:

“Epifanio, hijo mío, por más dura que sea la vida, por más necesidad que tengas, por más hambre y decepción que te mitiguen, nunca dejes de pintar. Tu gloria no es de este tiempo y solo Dios sabe hasta cuándo llegará tu reconocimiento. Resiste, aunque te sientas desfallecer”.

  Tiempo después, cuando sus hijos adolescentes le reprochaban su exceso de amor por el arte y la incapacidad para ganar dinero, Epifanio se acordó de aquel día en el que entró soltero a la casa de su novia y salió casado y con un compromiso para toda la vida. Nunca lo lamentó porque siempre había sabido que la vida sería adversa hasta el último día de su vida. Su familia no lo aceptaba, Fény ya cansada se volvió exigente, pero se contenía para no quebrar la voluntad de su marido.

El sufrimiento, las hambrunas y los repetidos reproches, jamás lograron matar el amor que él sentía por su mujer. Le había jurado amor eterno y estaba dispuesto a llegar hasta el final. La vida no quiso darle una oportunidad, considerando que aquel sometimiento permanente era justo y ya era la hora de dejarlo descansar. Partió sin sufrimiento y dolor. Se fue apagando como una vela. Perdió pronto su salud de hierro y su determinación. Perdió pronto el pelo, luego la vista, el juicio y semi demente se quedó dormido a la orilla del río mientras pintaba un paisaje raro, lleno de figuras inexistentes, pero de un colorido y ejecución poco habituales.

Muchos años después cuando el último de sus descendientes decidió venderlo, el precio se disparó. Se decidió que los más de tres mil cuadros que se habían almacenado en una modesta vivienda a las afueras de la ciudad, serían parte del patrimonio nacional. Hubo muchos intentos, por parte de los corredores de arte y los coleccionistas particulares, de adquirir la colección, pero gracias al resguardo del gobierno permanecen bajo la vigilancia de uno de los museos más prestigiosos del mundo. Se organiza una bienal para conmemorar al artista, pero nadie habla de su tortuoso paso por este mundo, solo de su talento.

sábado, 1 de febrero de 2025

Desolado por la pena se recostó sobre el viejo diván. Los sonidos del exterior se filtraban por la rendija de la ventana entornada. Las vibraciones provenientes del ferrocarril llegaban en ráfaga y dejaban una temblorina. Marcos que parecía haber nacido con un maleficio, que se le materializó al recibir su nombre, estaba harto de las desgracias, había sido rechazado de nuevo en su intentona por conseguir empleo.  No era mala persona, por el contrario, era muy solidario y empático, pero también, lo caracterizaba un halo de acritud. No era su aspecto, sino algún humor que despedía su cuerpo. No se podría definir como tufillo, sino algo amenazante apenas perceptible; pero aterrador, quizás en sus antepasados algún cazador cavernícola derramaba tanta bilis en las cacerías de mamuts que se lo había transmitido en los genes.

Se oyeron unas voces detrás de la pared:

—Aquí estarás cómoda, Nora, y podrás dedicarte a tus cosas sin que te molesten.

—Bueno, gracias, no es lo que me habían prometido, pero me vale.

—Trae tus cosas, hija, y ponte a tus anchas, y si necesitas algo, llámame.

—¿Y eso?

—¿Eso? ¿A qué te refieres?

—A esa hendidura en la pared.

—¡Ah! ¡Eso! Pues es lo que quedó después del último temblor, pero no es de riesgo, ¿sabes? Don Nicanor vino a verla y dijo que esa pared no es de apoyo, así que no temas.

Detrás del sonido del choque de la puerta, surgió un pequeño tarareo aterciopelado que traspasó el espacio y se le metió por los oídos a Marcos. Al pobre se le cortó la respiración y sintió que se desmayaba por el efecto de aquella suave caricia que le recorría todo el cuerpo despertándole la vida. Unos minutos después, cuando Nora no estaba, Marcos comenzó a palpar el tapiz. Parecía un pintor revisando la superficie de un lienzo. De pronto descubrió algo. Había una grieta en la pared. Cortó el papel y logró ver un muro con un espejo y un armario.

Se quedó inmóvil cuando apareció la figura de una mujer joven iluminada por la tenue luz tibia. Comenzó a desnudarse y Marcos tuvo que morderse la mano para no gritar. Por sus ojos entraban las proporciones de una figura radiante. Sintió terror de ser descubierto porque su corazón golpeaba tan fuerte que le pareció que Nora lo escuchaba. Se quedó petrificado cuando ella se acercó a la grieta y dijo:

“Habrá que pegar allí algún poster”.

Marcos ya no pudo dormir tranquilo. Salía a vagar por las tardes y llegaba en la noche esperando la hora, en que, del otro lado, apareciera el encantador cuerpo. Una noche a Marco se le cayó una figura de porcelana que estaba en la estantería cercana a la ranura. Nora gritó del susto, pero después volvió al espejo para seguir mirándose. En el transcurso de un mes, Marco hizo anotaciones, estableció un horario de salidas y llegadas, fue al peluquero y empeñó cosas para comprarse un traje. Hubo unos días en que los ruidos solo llegaban del otro lado porque Marco se había ausentado.

Yo seguía suspendido en el mismo sitio, acumulando motitas de polvo que nadie jamás me quitaría. Oyendo las canciones de Nora. Tratando de adivinar qué encantos de aquella joven habían vuelto loco al pobre Marco. Nunca lo supe porque jamás la vi. Lo que si puedo confirmar es que en una ocasión. Marcos llegó con un maletín lleno de dinero. Era otro hombre, le había cambiado el semblante y su olor se mezclaba con un fuerte perfume de sándalo. Empezó a venir menos, ya no lo veía sufrir a conciencia como antes. Dejaba un objeto muy pesado sobre la mesa. Dormitaba unas horas, se asomaba de nuevo por la fisura y se deleitaba con los susurros de Nora.

Un día me sorprendió escuchar sus dos voces juntas. Eran voces alteradas, recriminatorias y solidarias. Eran las siete de la tarde, los tacones de Nora repiqueteaban en un baile desesperado, sacaba cosas, las ponía en una maleta. Marcos la apuraba, ella le gritaba y en todo ese revuelo se notaba la urgencia. Estaban listos para irse cuando un golpetazo los detuvo en seco.

—¡¿Creías que te ibas a salir con la tuya, bribón?!

—¡Espera, Roco!!Espera!!No dispares! ¡Te devolveré el dinero, te lo juro!

—¡Te vas a morir!!Eres un traidor y lo pagarás caro! ¡Devuélveme mi dinero, desgraciado!

Se oyeron disparos y gritos, los dos cuerpos cayeron como toneles al piso. Se oyeron pasos alejándose. Más tarde, llegó la policía.

jueves, 9 de enero de 2025

Despertar temprano

Estaba enfurecida, él solo le pedía clemencia con lamentos y súplicas. “No quiero verte más por aquí. Te me vas de la casa”. Largos minutos corrieron en la vecindad. Nadie se atrevía a salir para ver lo que pasaba. Ya era suficiente con lo que se oía y los vecinos se imaginaban las caras de José y Teresa. Fue inútil repetirle que se moriría sin ella. Lo sabían los dos. Su historia era única, pero la presencia de otro hombre la estaba destrozando.

Las tres hijas no tenían opción, se habían solidarizado con la madre, pero ¿y Memín? Él los amaba a los dos por igual. Lo más doloroso era verlo suplicar igual que el padre. “No entiendo por qué quieres que se vaya mi padre. Siempre ha sido bueno y ahora que se ha recuperado de la tortura que le hicieron podríamos seguir con más esperanza y valor”. Teresa le dijo que ya estaba todo decidido y que si quería se podía ir también.

Empezó a llover y el patio se llenó de charcos. José salió con sus maletas seguido de su hijo. Sentados en el coche Cadillac del año de la pera se oyó una pregunta. ¿A dónde vamos a ir papá? La respuesta no llegó, José se encogió de hombros y encendió el motor. En silencio se dirigieron hacía una explanada que se encontraba cerca. Dos rostros llenos de lágrimas miraban por el cristal. Rondaban por el salón los recuerdos y el dolor de la desesperanza.

El coche se detuvo. “Dormiremos aquí y mañana nos iremos a Morelos, a Cuautla, allí donde tenemos un amigo”. Memin afirmó con la cabeza y se pasó a la parte trasera para dormirse. Fue una noche de derrota, desprecio y dolor. Sin ánimo, se despertaron y miraron alrededor. No había más que tierra y una carretera muy angosta. Se fueron por allí.

A las cuatro de la tarde ya estaban entrando en la pequeña ciudad, leyeron las palabras del gran héroe de la independencia: “Más vale una muerte de pie, que una vida de rodillas”. Para José era solo una frase, pero a Memin le entró hasta el tuétano. Se quedó poseído por unas imágenes y unas ideas poco claras que le mitigaron el dolor.

Llegaron a la casa de un hombre muy moreno y macizo. Se abrazaron los amigos y al ver al chaval el anfitrión dijo: ¡Qué cambiado está Memin!


sábado, 4 de enero de 2025

Un as en la manga

—Su novela es impactante—le dijo el editor—, sin embargo, tengo que confesarle que no la podremos editar mientras no le haga los cambios necesarios.

—¿Qué cambios? —preguntó con sorpresa el escritor.

—Mire, amigo. Entiendo que ha trabajado mucho en este libro. Las referencias históricas son exactas, incluso reveladoras, además ha logrado presentar al personaje tan real que nos hemos quedado con la boca abierta. Nos pusimos en contacto con algunos historiadores y todos han llegado a la conclusión de que, lo propuesto por usted, es asombrosamente factible. Con respecto a los acontecimientos, todo está en orden. Los aspectos sociales, por el contrario, son el talón de Aquiles de la obra. Ya sabe que han cambiado los criterios y si quiere publicar tendrá que incluir, de la forma en que considere más apropiada, la participación de una lesbiana, un gay, un bisexual, un transexual, un intersexual, un queer y un sex-androide.

Con la cara descompuesta el escritor miró las enormes gafas de su interlocutor y sintió ganas de rompérselas, pero se contuvo apretándose las rodillas. Respiró profundamente y bajó la mirada unos segundos.

—Mire, señor editor—dijo con voz contenida—, no puedo hacer eso. Sería una aberración incluir a esos personajes porque no pintarían nada dentro de la trama. Sabe bien que la orientación sexual que tuvieran los personajes es irrelevante. Me ha costado mucho reconstruir las imágenes de la época y lo que me propone estropearía todo el trabajo.

—Pues lo toma o lo deja—le contestó el editor poniéndole una cara de indiferencia—. En último de los casos siempre tendrá la oportunidad de trabajar con nosotros, piénseselo bien.

Diego se fue desilusionado. Salió del edificio y decidió dar un paseo para ordenar sus pensamientos. No podía entender por qué la gente se empecinaba en ver incluidos ideas y conceptos de la conducta social en todos lados. Ya no se podía hablar sin lenguaje inclusivo, no se podía expresar el rechazo a ninguna de las minorías y, lo peor, se satanizaba a las personas que tuvieran una orientación tradicional. Lo veía en todos lados. Recordó la serie del famoso asesino francotirador que había matado personajes famosos y que, a pesar de ser un macho declarado, en el último capítulo se revelaba que era homosexual. Fiasco total—pensó—. Una cosa es la realidad de la historia y otra la tendencia social.

Estuvo debatiendo a favor de no publicar, pero al final, decidió que podría hacerlo con un seudónimo y luego usar sus ganancias para sacar sus propios libros, es decir, bajo su nombre real y, si no se vendían, el mismo los compraría y los regalaría en los cumpleaños, los donaría a las bibliotecas, ya encontraría la forma de acomodarlos. Regresó a la editorial. Por fortuna el editor estaba desocupado. Se encontraba tomando un coñac y fumando un puro cuando entró en su despacho la secretaria para anunciarle la visita.

—Hola, estimado amigo—le dijo con una gran sonrisa y pensando que el escritor se había quebrado y la necesidad lo había vencido—. ¿Ha cambiado de opinión mi intelectual?

—Sí, en efecto—respondió Diego con una sonrisa agria—. He pensado que, si Kennedy fuera un fetichista, Marilyn Monroe una lesbiana, Harvey Oswald un gay, Marina Oswald una feminista empedernida, Bernard Parker agalmatofilio y Jim Carrico un vegano ecologista; entonces la historia sería más atractiva para los lectores.

—Y no solo eso—le interrumpió el editor mirándolo y tratando de recordar su apellido—, querido Diego… ¿perdone cuál era su apellido?

—Perdomo—exclamó Diego.

—Sí, pues así es, querido Diego Perdomo, incluso le haríamos la propuesta a la cadena de televisión OHB para que la llevaran a la pantalla. Y dígame, ¿cuál sería su seudónimo?

—Jack Al—dijo Diego sin pensarlo y asombrándose de que su lengua fuera tan rápida.

Cerraron ese mismo día el contrato, establecieron la fecha de entrega y las condiciones de pago, los derechos de autor, las regalías y todo lo referente a la impresión y el tiraje. En efecto el libro tuvo mucha demanda y Diego salió con una máscara de luchador en las entrevistas de televisión. Con las ganancias que tenía, escribía libros de novelas históricas que a la gente le parecían insípidas. Solo las personas mayores de sesenta años le adulaban sus trabajos:

“Perdomo, es usted un gran escritor, lástima que haya nacido en otra época, ya nadie escribe como usted”.

Diego les agradecía los piropos, sonreía y se iba a su casa a trabajar.


martes, 17 de diciembre de 2024

Yan K

Ha surgido de lo más profundo del caos un ser extraño que se autodenomina Yan K. Es difícil determinar su origen porque, a pesar de que tiene un aspecto semihumano, su conducta es verdaderamente salvaje y autoritaria. Lo descubrieron en una de las calles de la más grande metrópoli del continente. Vagabundeaba por las calles imponiendo reglas, amenazando a transeúntes y automovilistas. Lo detuvo la policía y lo mantuvo unos días en una celda, hasta que se le citó a declarar en un juicio. No quiso que le asignaran abogado.

Yo me valgo por mi mismo y van a lamentar su osadía—dijo con voz hueca y potente Yan K cuando le hicieron la propuesta.

El juez lo miró sin comprender cómo aquel ser extraño de pelos erizados, ojos exorbitados y dientes afilados argumentaba. Era como si dentro llevara un código antiguo que mezclaba las leyes de Dios con sus aberrantes principios éticos.

Soy yo quien debe imponer la conducta de los demás, he sido elegido para gobernar el mundo y nadie se atreverá a impedírmelo—decía echando espuma por la boca—. Soy el elegido y mi palabra es la ley.

Permítame que le recuerde señor Yan K—le dijo enfadado el juez—. Que debe primero jurar ante Dios posando su mano en la Biblia, luego podrá comenzar sus declaraciones.

Como respuesta Yan K empezó a morderse las mangas del traje gris que llevaba, se desató la corbata y se la arrojó al jurado. Escupió violentamente en el piso y se negó a hacer juramento. Dos policías lo sometieron a punta de macanazos y un tercero lo obligó a posar su mano en las Sagradas Escrituras. El juez le dijo que se sentara, cosa que se realizó gracias a que lo ataron con una soga, y se dio por abierta la sesión.

Se le acusa, señor Yan K—dijo solemnemente el juez—, de amenazar a la población, de imponer impuestos y sanciones y de declarar la guerra a las organizaciones responsables del orden. También se le adjudican las agresiones a personas de la tercera edad, corrupción de menores, tráfico de armas y estupefacientes, especulación bursátil y degradación moral de la nación. ¿Se considera culpable o inocente?

Es una pregunta absurda—contestó Yan K—, puesto que el concepto de culpabilidad sería cierto solo en caso de que yo hubiera violado alguna norma, sin embargo, mis actos han sido guiados por los más altruistas principios, por lo tanto, es obvio que soy inocente.

Se trató sin éxito llevar un juicio según las normas y, notando que Yan K representaba un peligro sin precedente, se decidió encerrarlo en una celda de alta seguridad con un régimen alimenticio de pan modificado y agua. Se procuró que la luz permaneciera encendida las 24 horas y se estableció un horario para poner música de Heavy Metal tres veces al día.

Pasó el tiempo y de aquel calabozo solo salían las siguientes palabras:

¡Debo gobernar! ¡Debo mentir, ultrajar!  !Debo saquear y amenazar!...

 

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Atin an ab

Pepito Peralta Pérez no era cualquier persona. El destino le había jugado una inocente broma al obligarlo a nacer en Senegal, no hablar francés, sino fula o fulani, de manera muy inadecuada, además a los cinco años había llegado en una patera a España. Fue adoptado por unos pescadores que lo vieron desamparado en una playa. La pareja de ancianos que lo encontró se compadeció de él y le brindó protección para que el pobre niño lograra sobrevivir en una tierra tan inhóspita. José y Pablo que estaban viudos, eran hermanos y vivían en una pequeña casa del pueblo de Tres piedras en Cádiz, lo enseñaron a pescar y le inculcaron los valores de la moral y la ética. En el pequeñito y oscuro ser proveniente de África pronto germinó esa esencia latina católica, dándole unas características muy especiales, dado que era alegre, comunicativo y muy, pero muy fantasioso. Hasta los dieciocho años se dedicó a los estudios y la pesca, pero un día vio un hermoso barco de la marina y decidió que su camino se encontraba en aquellas aguas. Hizo sus maletas y se despidió de sus padres, luego se ofreció de ayudante de cocinero en el Ministerio de defensa y, al aprobar todos los exámenes, se le concedió el grado de Marinero Primera y la obligación de asistir con premura todos los encargos que le dieran en la cocina de El Audaz, un barco de operaciones para la prevención de tráfico de personas y mercancías.

El buen gusto para preparar la comida le atrajo el aprecio, respeto y cariño de los 48 tripulantes de la nave. En poco tiempo, PPP desarrolló unas cualidades que le sorprendieron muchísimo. He de decir que por cuestiones de tiempo y el mismo objetivo de esta narración que no es el de convertirse más que en un cuento corto, no contaré los sueños extraños que tuvo triple pe cuando era pequeño, tampoco hablaré de sus largos diálogos con su Ángel de la guarda o Ángel custodio, quien le reveló que sería un pitoniso o adivinador o visionario o clarividente o yiyoowo labbdo como le fue dicho originalmente. Tampoco hablaré de sus cualidades físicas, su resistencia a la adversidad, su espontaneidad a la hora de reírse de sí mismo, ni mucho menos de la mujer que se le apareció desnuda en un sueño inquieto de verano gaditano o kadiis, en fulani o fulano de tal idioma, y evitaré hablar de las eternas noches estrelladas en las que triple p soñaba con el amor puro, al rojo vivo, pero puro.

Por cuestiones que, solo el mismo sino o destino o azar o como se le diga en cualquier idioma del mundo incluyendo el fulani, en el que, por cierto, esa palabra se asocia más con un plátano que con la caótica incertidumbre fatum, hado o suerte, pues se dice “bana ni tan”; llegó PPP a un pueblo mexicano llamado Catemaco. Este sitio es famoso por sus curaciones poco tradicionales, cada año miles de enfermos decepcionados de la medicina tradicional acuden a sus especialistas que llamaremos sellinoowo jaambaaro, ya que es la única forma que triple p conocía hasta ese momento.

Al desembarcar para buscar un sitio en el que los marineros pudieran hacer ejercicio, Pepito vio detrás de una palmera una aparición. Lo que notó de reojo fue una hermosa cabellera negra de pelos rizados, pero debajo se vislumbraba una piel morena de formas sensuales. Empezó a seguirla, se guiaba por las huellas de aquellos pequeños pies que dejaban unos huequitos simpáticos en la arena. Levantó la vista para tratar de adivinar el camino, lamentó que su Ángel custodio no le hubiera dado poderes para ver entre la maleza. Usa la nariz—le ordenó el sentido común—, trata de buscar su olor. ¡Era verdad! Fue necesario abrir bien las aletas de la nariz para que entrara por ellas ese aroma fresco que lo arrastró hacía una pequeña población salvaje. En el rostro de Pepito se reflejaba esa felicidad que lo había colmado su actividad cerebral erótica de la adolescencia. Me gustaría contar más, pero como ya se termina el tiempo y tenemos que decir por qué “la vidente abrió la puerta”, recortaremos un poco. Entonces resultó que la estela de aceite de coco con esencia de piña, tersura de papaya y picor de ramas secas llevó a nuestro amigo hasta la puerta de una choza en la que lo esperaba una mujer desnuda que dijo: Naat, giɗo am, miɗo fadi ma...

domingo, 3 de noviembre de 2024

De cómo finalmente el hombre logró crear los cimientos de la buena voluntad y convivencia pacífica

Llegó agotado a la cima de la montaña. No quería llevar a sus espaldas las pesadas lápidas como la vez anterior. Miró ansioso al cielo, pero no oyó el llamado. Reinaba el silencio. No se sentía el soplo del viento, no revoloteaban las moscas y era difícil respirar. Sintió el calor en sus pies porque las gastadas suelas de sus zapatos tenían agujeros, aguantó. Había una higuera cerca, quería ocultarse, pero sabía que se lo recriminarían después si se quedaba dormido. Llevaba sus herramientas en un bolso viejo. No había nubes y el sol de mediodía lo estaba doblegando.

Sus pensamientos lo irritaban, pensaba que había cosas menos estúpidas que someter a la gente a inútiles pruebas. ¿Por qué no era posible advertir y castigar como se había hecho siempre? ¿Por qué se debían inventar acertijos insolubles? ¿No estaba claro ya que la gente no entendía? Le dio la razón a las deidades por sus represiones crueles del pasado. Si el mismo, un simple grabador de piedra lo sabía, entonces los sabios y los dioses con más razón. ¿Por qué, entonces, habían decidido empezar este juego absurdo?

Pasó media hora y para dejar de experimentar el sufrimiento, se dejó llevar por sus fantasías. Se vio llegando a una de esas plazas en las que Sara, su actriz favorita, hacía las parodias del buen Pablo Mármol subiendo a la montaña para traer las piedras con las inscripciones dictadas por la sabiduría divina. Imaginó a esa rechoncha mujer encorvada por el peso de las grandes tablas de granito. Se rio y logró olvidarse de su mal humor. De pronto oyó la voz.

—Perdona por el retraso—le dijo el hombre viejo a Pablo.

—Has tardado más que de costumbre, señor—le respondió Pablo con cierto alivio.

—Sí, querido hijo, es que me he quedado meditando más de la cuenta. ¿Sabes? Creo que esta vez será mejor que ellos mismos establezcan las reglas del buen vivir…

—Pero, señor…!No serán capaces de urdir nada bueno!!Propondrán dejarse llevar por sus instintos!!fracasaremos!

—No, hijo mío. Con las condiciones que pondré, será muy difícil que se arriesguen a sugerir cosas inmorales.

—Pero, ¿qué condiciones? Además ¿qué pasará, si todo falla?

—No te preocupes. Escúchame bien. Coge esas piedras planas de allí.

Pedro miró a su alrededor y no pudo verlas, le preguntó al anciano y este le indicó que se encontraban bajo unos matorrales. Pablo separó la hierba, las ramas y las halló. Comenzó a limpiarlas con las manos y sacó su cincel y el martillo dispuesto a empezar el trabajo.

—No será necesario hacer las inscripciones, Pablo—le dijo el viejo—. Solo tendrás que llevarlas y pedirle a la gente que diga qué buen hábito o acto de la vida es benéfico para el hombre, y la inscripción aparecerá grabada por arte de magia, y si dicen cosas malas e inmorales, serán fulminados por un rayo. Así que se lo pensarán dos veces antes de dejarse llevar por sus bajas pasiones.

—Pero, señor, es posible que después del primer fulminado, la gente se lo piense mejor y dejen de hacer propuestas.

—En ese caso, les dirás que, si nadie dice nada, perecerán lentamente por causa de una dolorosa enfermedad.

Pablo se echó a las espaldas las piedras y emprendió la marcha. Comenzó a sudar a chorros, le salieron ampollas, se le secó la boca. Le había ordenado el viejo, no parar hasta llegar al pie de la montaña.

Se derrumbó exhausto y se desmayó. Lo estaban esperando con impaciencia. Le dieron agua y comida. Pablo tardó una hora en recuperar el aliento. Nadie se había atrevido a tocar las tablillas por causa de las malas experiencias pasadas.

—¿Qué traes esta ves? —Le preguntó Santiago.

—Tendréis que proponer los hábitos que ayuden a la comunidad y en general al hombre —dijo con dificultad—para que vivamos en armonía. Pero ¡Cuidado! ¡Porque en caso de que propongáis algo malo, caeréis fulminados por un rayo!

—¿¡Pero que estupidez has ideado, imbécil!? ¡Yo propongo que forniquemos hasta el hastío! — gritó un hombre gordo que cayó rostizado por la fuerza de una luz cegadora.

Poco a poco se fueron reponiendo de la impresión y, cautelosamente, alguien dijo: “No matarás…”.


martes, 13 de diciembre de 2022

El arte de hablar

No sé cómo lo hacen. Lo he visto cientos de veces en el cine americano y miles en mi mujer. Quizá sea la prohibición que me hicieron mis padres durante la infancia. Me trataron de educar a su manera, con sus conceptos férreos de lo que es la buena educación, pero en la edad adulta me doy cuenta de que son realmente pocas las personas que observan esas, entre comillas, buenas maneras. “Mastica y habla como si nada—me dicen las personas a quienes les pregunto cómo lo hacen—, solo mastica y sigue hablando”. Lo he intentado para hacerle coro a mi esposa, pero termino atragantándome o, peor aún, escupiendo. Para  es sencillísimo, he notado que sus padres dominan ese arte y pueden superar los límites humanos metiéndose un trozo de pan con embutidos, queso, pepinos marinados y patatas, y seguir conversando sin ninguna dificultad. Me miran y me hacen preguntas, se desesperan porque si estoy masticando algo, tengo que engullirlo para responder, pero cuando lo hago la conversación se ha ido muy lejos y mi respuesta solo puede interferir la tertulia, así que solo abro los ojos, me encojo de hombros y sigo con mi lento proceso de masticar las recomendadas treinta y ocho veces para ayudar a mi estómago a hacer bien la digestión. No estoy realmente seguro de que eso me sirva de algo. Me pregunto, ¿si tuviera esa aptitud de manejar la lengua, la garganta y la quijada al mismo tiempo, me querría más la gente? De lo que, si estoy seguro, es de que me escucharían más y me invitarían a las comidas de negocios. Desconozco si fueron ellos, los que dominan la técnica, los que inventaron esas comidas para cerrar negocios bufando, farfullando, murmurando, susurrando, eructando o estornudando y escupiendo.

lunes, 31 de octubre de 2022

La dueña

¿Por qué no puedo ser una mujer como todas? —le preguntaba Mariana a su novio, mientras él me miraba desconcertado y ella me apretaba muy fuerte. Nunca me habían gustado sus discusiones porque siempre terminaban mal. Comencé a sofocarme, era la presión de los brazos de mi ama que, ya casi fuera de sí, escuchaba con escepticismo a Rubén. Sé que él quería soltarle la verdad, pero el recuerdo de la última vez lo contenía. No crean que todo ha sido así siempre, no, de ninguna manera. Hace un año, cuando me trajo de la tienda, estaba encantada. Me llevó de compras por todo el centro comercial. Me llenó todo un cajón de su armario y se pavoneaba conmigo en brazos por doquier.


Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos, ¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.

Muchas semanas me paseé en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.

Estuvieron casi una hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta. “Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del corazón de su amante, pero un día se cansaron.

“Oye, todo eso que tú tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te enfades, ya nos veremos”.

Desde que Rubén dijo aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma, los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio, los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez. Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:

“Mira, chico, yo no tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las narices de tu ama”.

Quizás he puesto bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia, que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio, me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.