LD
Cuentos y micro relatos
martes, 13 de diciembre de 2022
El arte de hablar
lunes, 31 de octubre de 2022
La dueña
Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con
un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos,
¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De
inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.
Muchas semanas me paseé
en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó
un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a
mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me
relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de
los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió
por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy
excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de
Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo
habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.
Estuvieron casi una
hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las
otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta.
“Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al
parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del
corazón de su amante, pero un día se cansaron.
“Oye, todo eso que tú
tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y
allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano
que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te
enfades, ya nos veremos”.
Desde que Rubén dijo
aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella
al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma,
los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio,
los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar
el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la
tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había
notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez.
Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:
“Mira, chico, yo no
tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería
ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella
misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a
madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la
organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico
para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las
narices de tu ama”.
Quizás he puesto
bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para
transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído
gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia,
que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto
para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por
hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin
pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con
su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a
estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio,
me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.
domingo, 4 de septiembre de 2022
El escribidor
Bajo los portales de la plaza de Santo Domingo había un local muy concurrido. La atracción principal era la música que producía una máquina de escribir. La gente hacía filas enormes para poder obtener los servicios de Pachequito. No había fenómeno meteorológico que le impidiera a la gente esperar pacientemente su turno. “¿Ya se la ha dado, querida Chonita? —le preguntaba la señora de la fonda a su amiga que le mandaba cartas a su hijo al otro lado del río. La amiga asentía con la cabeza, sonreía y se marchaba a paso rápido impulsada por la felicidad. Como ella, cientos de personas se levantaban a las cinco de la mañana para coger el autobús y llegar hasta ese sitio. La espera no era muy larga para los primeros, pues el escribiente era madrugador. Los que percibían el fuerte olor a café, tabaco y vaselina, sabían que se acercaba ya el hombrecito de las cartas. Era bajo, delgado y su cara se definía solo por sus grandes anteojos, sus rasgos se diseminaban según el observador. A muchos les parecía que tenía un bigote menudito, con una boca carnosa y nariz afilada; a otros, por el contrario, su cara les producía una sensación de miopía en la que se borraba todo rostro.
Pachequito era de esas personas comunes a las que les fue otorgada una
cualidad. No tenía estudios ni había trabajado en ningún sitio para ganar
experiencia. Sus padres lo habían mantenido hasta los veinte años y luego, al
ver que ya se podía mantener solo, le dejaron crecer las alas y echó a volar.
No llegó muy lejos, pues asentó su nido a unos doscientos metros de la casa
paterna.
Él era poco inquieto, muy cerrado y
su única afición había sido meditar. En su análisis del mundo descubrió que la
vida era complicada para unos y simple para otros. No dependía de la filosofía
que tuvieran las personas, sino simplemente de las palabras. Esos sonidos que entraban
por las orejas se iban a diferentes partes de la cabeza y actuaban en grupo o
aisladas y luego producían cosas raras como euforia, nostalgia, amor u odio. Chequito había descubierto un día que las
palabras nocivas se podían sacar de la mente con una pequeña trampa. Era
necesario pensar en ellas, decírselas a él, luego escribirlas en una hoja de
papel y luego quemarlas, por el contrario, las palabras benéficas se apuntaban
en un folio y se ponían en un lugar visible. Era sencillo, pero había que
seguir algunos pasos con exactitud para que llegara la solución. En primer
lugar, tenían que ser dictadas en secreto, luego envueltas en un sobre que se
sellaba a conciencia para que la palabra no se escapara en el trayecto y, por
último, se quemaban las malas en un cenicero y si eran benignas se recibían con
un gran saludo y sonrisas.
Escribía hasta el anochecer. La gente le pagaba con lo que podía. Llevaban
gallos de pelea, dinero de cobre, costales de maíz, sombreros de paja, huevos u
hortalizas. Él aceptaba de todo y luego se lo repartía a sus familiares y
amigos. Había ocasiones en que por risibles coincidencias les llegaban las
cosas a las personas que habían pagado con ellas. La gente lo tomaba como algo
natural, era la confirmación de que el acuerdo había funcionado bien. Las
tardes más duras eran en vísperas de fiesta porque la gente acudía en grupos o
parejas y casi nadie sola. La máquina de escribir se ponía al rojo vivo al darle
tantos golpes al teclado, luego, la palanca de retorno que parecía un bastón,
sonaba tan a menudo que salía una canción de notas sordas. Era como una balada
de amor en la que se hablaba de cariño, rencor, amor y traiciones. Se componía
con las palabras que le susurraban al oído, le solían cantar las más bellas
como pasión, delirio, ternura y otras.
Trabajó toda su vida y ningún adelanto técnico pudo hacerle perder clientes, pues más que escribir las palabras, las materializaba o las esfumaba y eso la gente no lo podía encontrar en ningún sitio. Lo visitaron actores de cine, bellas mujeres engalanadas, secretarios de estado y un día que se tuvo que acordonar la plaza, llegó a verlo el presidente. Se bajó de su coche y caminó con seguridad hasta el portal de Pachequito. Le estrechó la mano, le dedicó un gran discurso y luego se sentó en el banquillo, se inclinó, le dijo su palabra. El país mejoró.
miércoles, 29 de diciembre de 2021
Prófugo
En realidad, ya no tiene importancia que te detengan, al final has ganado, ¿no? Sí, es verdad, logré mis objetivos y no tengo nada de que arrepentirme. Y ¿qué hacemos ahora? Pues, para empezar, mete los guantes y el pasamontaña debajo del asiento. Mira, están saliendo de la patrulla. El gordo tiene cara de pocos amigos, y ¿el otro poli? Tiene cara de latino. No lo vamos a pasar bien con ellos, ¿qué les decimos? La verdad. ¿La verdad? ¿Estás en tu juicio? Quiero decir la que ya habíamos urdido. Ah, ¿te refieres a lo del amigo en urgencias? Sí, cuando te pida los papeles se lo das todo. Se va a dar cuenta de que no es mi coche. Ya, pero le sueltas el rollo de lo del amigo que acaba de sufrir un accidente y…Bueno, pero ¿si no cae y me hace bajar y me revisa? Pues, no seas tonto, mete la pistola debajo del asiento o, mejor, en el entreforro del respaldo. No hay tiempo, ya casi está aquí.
Se ha detenido. Mira, está hablando con alguien con su walkie talkie. Le
habrán avisado del robo de un coche y está verificando nuestra matricula. No lo
creo. De ser así, estaría dictando los números, ¿no? Y ¿qué crees que está
haciendo? Pues, está apuntando algo. Será un altercado cerca de aquí. Ojalá.
Oye, ¿y si nos comienza a preguntar por lo que hicimos? ¿Lo que hicimos?
Querrás decir lo que hiciste tú. ¡Ah! ¿me vas a dejar todo el paquete a mí?
Pero, acaso, ¿no fuiste tú quién dijo que me tomara la venganza por mi propia
mano? ¿De quién fue la idea de comprar la pistola en el mercado negro? ¿Quién
me estuvo jodiendo toda la noche para que eliminara a esos cerdos? ¿No fuiste
tú? Sí, sí, pero al final, en tus manos estaba no hacerlo. ¡No! ¡No! ¡No me vas
a salir con eso de nuevo! ¡Ya lo hemos hablado! ¡Te empapas conmigo hasta el
final! Si me decidí, fue porque no dejabas de joderme cada noche con lo mismo. De
acuerdo, de acuerdo, pero ¿Te remuerde la conciencia? Pues, eso lo deberías
saber mejor tú. Di lo que piensas. ¿La verdad? Sí, sí, la verdad. Mmm…
¿Qué le pasa a ese tío? ¿no va a venir nunca? No lo sé, debe tener un sexto
sentido y quiere que nos pongamos nerviosos. ¡Ja! ¿Nerviosos? Pero si no nos
tembló la mano cuando le disparamos a esos idiotas del colegio, ni cuando le
reventamos la cara al conserje, ni cuando atamos a aquel hombre a su asiento
para que lo detuviera la policía. Oye, eso si que fue ingenioso, ¿no? ¿El qué?
Pues, lo de disparar en la calle a los negros y luego dejar al pobre tío atado
al coche para que lo encontraran rápido. ¿Qué piensas? ¿nos habrá denunciado?
Sí, sí, por supuesto, pero qué iba a decir. “!Oiga, señor oficial! ¡No he
disparado yo! ¡Ha sido un tío con la cara cubierta y luego me ha dejado aquí! ¡Se
lo juro!!Yo no tengo nada qué ver en esto!”. ¡Aja! Y el idiota se lo ha creído,
¿no? Pues claro. Es que el tipo no tenía ni arma, ni había testigos y además
llevaba la cara con el pasamontaña. ¿Sabes? Se me ha ocurrido que tú también
podrías hacer lo mismo. ¿Lo mismo? Sí, taparte la cara y decir que un tío loco
te ha dejado atado en el coche, que no le has disparado a nadie y que ya
deberían detener a ese psicópata que anda por allí matando gente.
Oye, pero no es que andemos por allí matando gente. Estamos ayudando a la
policía a hacer el trabajo que no es capaz de hacer. Sí, la verdad es que son unos
inútiles. ¿Qué habría pasado si Lloyd se nos hubiera adelantado y hubiera
matado a sus compañeros de clase? Lo habría lamentado medio mundo, ¿no? Sí, sí,
y ¿lo de la banda de los Indios? Sí, esos cabrones iban a eliminar al bueno de
Sam. Además, ¿qué vela tenía en el entierro aquel pobre chaval del barrio de
los negros? Creo que hicimos bien en salvarlo y en eliminar a toda esa gentuza.
Bueno, pues tú chitón. Ya está aquí el gorila este. Baja el cristal.
—¡Buenas noches, oficial!
—¿Viene solo?
—Sí.
—Mire, necesito ver sus documentos, por favor.
—Aquí los tiene
—No es suyo el coche, ¿verdad?
viernes, 3 de diciembre de 2021
Imposturas
Miré de nuevo la portada del libro y la imagen me pareció de una pancarta publicitaria. Recordé por qué me había comprado ese libro. Me intrigó, es la verdad, fue tan persuasiva que dejé tres obras clásicas muy buenas en la estantería. Cuando lo adquirí no sabía que estaba pagando por un proyecto muy comercial. Ya había oído que las editoriales se decantan por las historias contadas por un gran equipo. Las novelas ya no son una obra individual, ahora se reúne un grupo de personas que analizan todos los aspectos socioculturales, además del comercial y nos venden lo que quieren. Sofía Piace era la autora de tres novelas que estaban causando revuelo. “No, joven, llévese esta de la Piace, se está vendiendo como pan caliente, además acaba de ganar un premio literario muy importante”. No debí hacerle caso a aquel hombre que actuaba de buena fe, pero que no había leído lo que me recomendaba. Como me estaban mirando con curiosidad una mujer con su hija, me preocupé por guardar las apariencias y acepté. Pagué el equivalente a tres menús del día y pensé que no solo de pan vive el hombre y que si me recomendaban el libro era por algo. Cogí mi vuelta y me marché. Leí el prólogo de nuevo y un remordimiento me hizo pensar con nostalgia en mis tres comidas perdidas. Siempre tratamos de convencernos de que invertir en libros es muy bueno, aunque después nos decepcione el autor.
No volví a abrir el libro
hasta el sábado. Mariana llegó a visitarme. Le preparé su comida preferida y
puse la mesa. Le gustó todo, pero más el postre. Por lo regular, es constante
en sus gustos y opiniones y es muy predecible, por eso la entiendo bien y nos
acoplamos en muchos aspectos. La miré con su vestido de flores tan bonito y le
dije que era una lástima que no saliéramos a algún sitio. Le insistí bastante,
pero cuando noté que era inútil, desistí. En la sobremesa me habló de unas
novelas que la habían intrigado. “Sabés, flaco, me han dicho que La novia
napolitana es una obra de lujo, che”. No me pude contener y le dije que la
había comprado. Me la arrebató de las manos y comenzó a leerla en voz alta.
…El cadáver de la mujer
estaba en descomposición, la pobre había muerto torturada y había sufrido
mucho. La inspectora Mónica Di Mora sintió vértigo al ver el rostro de la
muerta…
Conforme iba leyendo, Mariana,
se iba desfigurando su rostro. Se enfadó muy pronto y, sin poder contenerse,
arrojó el libro al suelo. “¿Pero qué tipo de escritor se atreve a describir
este sadismo? ¿No podía haber pensado en otra forma de asesinato? Si para
descubrir a un asesino psicópata, no se necesita empezar una obra así. ¡Que le
den, a esa Sofía Piace!”. Mariana es de aquellas personas que si le gusta una
opinión la hace propia. Le había comentado alguna vez que Chandler en sus
consejos para la escritura de novelas policiacas había recomendado no recurrir
a las sectas, ni la mafia, ni mucho menos, a los seres del más allá porque eso
era un recurso muy barato y cómodo que cualquier escritorzuelo podía emplear.
Las grandes obras, decía el famoso autor, deben contener el mínimo de
sospechosos, regirse por la lógica, mantener la intriga y la trama debe ser
original. Habíamos descubierto en el primer capítulo que la Piace solo se
aprovechaba del morbo que sentía el lector para seguir con su historia. No
comentamos más esa noche, pero pronto habría un escándalo provocado por la tal
Piace.
Salimos a pasear un rato
para tomar un poco de aire y al volver nos echamos en la cama, hablamos de
nuestros planes para las fiestas de fin de año y nos dormimos. A la mañana
siguiente desayunamos y nos despedimos. Mariana estaba preparándose para una
entrevista de trabajo y la consumían los nervios. A mí me iba como siempre en
la oficina, lo único desagradable era que, por falta de presupuesto, la empresa
no nos daría aguinaldo. “No habrá dinero suficiente para fin de año. Estamos en
números rojos”. Se vinieron abajo mis planes y salí un poco enfadado esa tarde.
Me fui a dar una vuelta por el centro. Le compré a Mariana unos dulces
tradicionales que elaboran artesanos y que son muy ricos. Llegué a su casa. Me
abrió su madre que no era muy cordial conmigo y la llamó. No me invitó a pasar,
dijo que su madre estaba haciendo unos patrones de ropa y estaba de muy mal
humor, así que lo mejor sería no provocarla con nuestras charlas de siempre.
Tampoco quiso darse una vuelta conmigo. Me fui a ver una película y cuando
terminé de verla me fui a mi casa, en lugar de encontrarme con Francisco y preparé
la cena. Puse la radio y escuché a mis anchas la música que no soporta Mariana.
Estuve tarareando canciones de Police, George Michael, Depeche Mode y otros. De
pronto, vi tirado el libro y lo puse en la mesa, pero sentí la necesidad de
continuar con la lectura. A veces hay cosas que despreciamos, pero por pura desidia,
aburrimiento o una actitud absurda, seguimos haciendo lo inútil e improductivo.
Eso me pasó en ese momento, me senté en el sofá y empecé a leer.
Descubrí que la popular
escritora italiana tenía el estilo de un guionista, que usaba los elementos de
las series de televisión y sabía qué cosas repulsivas despertaban el morbo. La
novela me pareció muy floja y no era lo que decían los famosos que la
recomendaban. Pensé en la cantidad de publicaciones basura que aparecen cada
día en la red y me dije que la escritora solo quería ganarse la vida como todos
los demás. Lo malo es que busqué información sobre ella y no había mucho. Era
un ama de casa, divorciada con dos hijos que mantener y no tan joven. No había
ni fotos ni una breve biografía. Pensé que todos tenemos derecho a ganarnos la
vida de forma honesta. Una cosa era que no me gustara su novela y otra que no
tuviera derecho esa mujer a vender sus libros como quisiera. Recordé que me
habían dicho algo sobre su premio. Si, en efecto la habían nominado para uno de
los premios más prestigiosos, pero el jurado apenas lo iba a desvelar.
Precisamente ese día lo anunciaron. “¿Ya has oído lo que dicen de la Piace?”—me
preguntó Mariana. Le dije que no sabía nada y me colgó dejándome la tarea de
leer la noticia. Ésta no era muy buena porque había desatado una polémica en la
opinión pública. Resultó que la famosa escritora no era tal. Primero, no era
mujer, luego, no era una persona, sino dos y, al final, se había presentado un
par de tipos para recibir el mentado premio. Impostores, mal nacidos,
farsantes, decía la gente indignada.
Le pregunté a Mariana su opinión y me dijo que
era normal, que estábamos rodeados de farsa en el país y que eso se estaba
convirtiendo en un hábito de la sociedad. “De qué te sorprendés, si todos
llevamos una careta, un antifaz que no deja ver nuestro verdadero rostro”. Era
cierto, vivíamos en la farsa. Los políticos, los periodistas, los presentadores
de la tele, los locutores, muchos escritores y casi toda la gente fingía. Eran
muy pocos los que se preocupaban por decir la cruda verdad y por lo regular se
les aislaba y sancionaba por no ir al ritmo de la modernidad. A mí me daba lo
mismo lo que hicieran esos dos tipos con sus libros, lo malo fue que corrieron
mares de tinta sobre el suceso y era imposible evitar hablar de ello. En
realidad, la idea no era mala y las condiciones sociales habían dado la pauta
para que se diera un fenómeno tal. Las mujeres que estaban haciendo un esfuerzo
enorme por ganarse sus derechos se sintieron ofendidas cuando supieron la
verdadera identidad de la Piace. Muchas librerías tiraron cientos de ejemplares
de La novia napolitana a la calle. Todos hablaban de lo políticamente
incorrecto.
Mariana llegó desolada,
no le habían dado el puesto por el que tanto había sufrido. “Me faltaron dos
puntos, che, ¿te imaginás? Dos miserables puntos y un año de mi vida echados a
la basura”. Traté de consolarla, pero era imposible. En esas situaciones lo
mejor es desahogarse, sacar toda la furia de dentro y evitar los pensamientos
optimistas. Terminamos en la cama y cuando ella se calmó me dijo que necesitaba
desconectar del mundo. Nos pasamos tres días como autómatas, dejando que sus
frustraciones se fueran desvaneciendo. Falté dos días a la oficina y me
pusieron una multa. No me importaba porque era imprescindible el bienestar
psicológico de mi novia. Se calmó y quedamos de inventarnos algo para seguir
adelante. Un fracaso puede ser el principio de algo nuevo.
—Oye, ¿recordás lo que
dijo aquel escritor inglés sobre los fracasos en la narrativa?
—¿Cuál?
—Ese que dijo que cuando
un escritor novato fracasaba en todos los géneros, se aferraba al erotismo como
último recurso para salvarse…
—Ah, sí, pero no era
inglés, era americano.
—Bueno, pues ¿lo
recuerdas o no?
—Por supuesto, pero a qué
viene eso ahora. ¿No estábamos hablando de tu próxima intentona?
—Si, pero creo que
podríamos probar otra cosa.
—¿Cómo qué?
—Pues, escribir.
Mariana y yo habíamos
asistido los domingos a talleres de narrativa y siempre nos habían devuelto los
textos, jamás logramos en tres años escribir algo bueno, ni siquiera aceptable.
No sabíamos si éramos malos alumnos o simplemente estábamos en la época y lugar
equivocados. Mariana dijo que debíamos intentarlo, que cualquier cosa era
aceptable si se trataba de mejorar nuestra alarmante situación. Le dije que ya
había demasiados fracasados que habían atiborrado de basura la red. “Pero
nosotros seremos diferentes, Che, ¿no te das cuenta?”. No sabía cómo hacerlo.
Le dije que ya estaban allí Anaís Nin, Margarita Duras, las Lauren con su Bello
Bastardo, Sylvia Day y, hasta Xaviera Hollander. Esa no, dijo Mariana enfadada,
esa solo hace confesiones de su vida privada e inmoral. Empecemos con algo, me
ordenó dándome un cuaderno y un bolígrafo. A mí me había tocado ser el escribidor
o escribiente y tenía que hacer los diagramas, listas de vocabulario y todo lo
necesario para los cuentos que escribíamos. Repasamos los cientos de libros que
habíamos leído y llegamos a la conclusión de que Fanny Hill, Las confesiones de
una abuela rusa, La historia de O, Grushenka y muchas más obras pertenecían a
un pasado muerto. Lo moderno es impactar, ser lo más directo posible, no
obstruirle la imaginación al lector con palabras difíciles o metáforas que lo
alejen de sus instintos y deje la lectura.
Acepté todas las propuestas
de Mariana con la seria convicción de que fracasaríamos. Nuestro seudónimo era
Tafari, sonaba bien y su significado era “La que inspira pavor”. Nos reímos
pensando que, en efecto, así sería, que nadie querría leer nuestras historias.
Poco a poco fuimos inventándonos la trama. Cosas como una habitación en Roma o
las sombras de Gray y, a pesar de que ésta última ya era una historia muy
estúpida decidimos bajar aún mucho más nuestro nivel. Creo que lo único bueno
que nos dejó ese libro que escribimos fue la agradable experiencia de
redescubrirnos, pues para cada capítulo era necesario meternos en la cama y
describir de una forma muy guarra lo que hacíamos. Experimentamos hasta el
dolor. A veces terminábamos satisfechos, pero la mayoría de las veces sentíamos
un fuerte rencor. Nos dirigimos a una editorial de tirajes pequeños y a la
semana ya teníamos nuestro cien ejemplares listos. Tramitamos todo lo que era
necesario para los derechos de autor y nos gastamos hasta el último céntimo.
Pasó el tiempo y no vendíamos
nada. Nuestro libro permanecía en una librería muy concurrida entre las
novedades y solo nos acarreaba molestias. Teníamos que pagar una cuota porque
lo mantuvieran allí. Nadie quería hacernos una reseña o una crítica. Decidimos
mantenerlo una semana más, pues como decía Mariana, ya le habíamos invertido
bastante tiempo dinero y esfuerzo como para darnos por vencidos. Al final, se
vendió solo un ejemplar y lo dejamos por la paz. Era casi imposible que se
vendiera otro, pensamos.
Cuando nos habíamos
olvidado por completo de aquel gran error, un hombre nos contactó. La llamada
la cogió Mariana que era quien había tenido más tiempo y había dejado sus datos
en todos los registros. “Oiga, queremos acordar con usted la venta de su libro—le
había dicho aquel editor tan amable—. Solo queremos proponerle unos pequeños
cambios”. Lo llevaron a la redacción y un corrector lo pulió, le cambió algunas
expresiones demasiado coloquiales, nos propuso nombres más adecuados para los
personajes y una portada realmente buena.
No tardó en venderse la
primera tanda de mil ejemplares. Un periodista, amigo de la casa editorial nos
hizo una gran reseña y las ventas aumentaron. “Lo más importante es que hagamos
de su Afari una dama misteriosa”. Nos pusimos muy contentos cuando empezamos a
recibir los dividendos. “Ahora sí, flaco—me dijo ella—, no tendremos que estar
buscando empleo ni pidiendo limosnas, ¿por qué no renuciás, che? Esto nos va a
dejar una buena plata”. Traté de decirle que al principio sacaríamos dinero,
pero en unos meses la gente dejaría de comprar el libro y tendríamos que seguir
con la siguiente novela. Ella pensaba que lo haríamos muy fácilmente, pero le
expliqué que para ser originales con la segunda parte de la saga habría que ser
muy intrépidos. Me propuso buscar algún club de gente aficionada al sexo
grupal. “Buscáte un club de suingers o lo que sea, tenemos que ir a ver qué
hace esa gente”. Hizo oídos sordos a mis explicaciones y advertencias. Le dije
que si íbamos tendríamos que participar y yo no deseaba en absoluto vivir esa
experiencia. “Hacelo por el libro, che. No va a pasar nada”. Acepté a
regañadientes y contacté con un hombre que organizaba por las noches en una
cancha de baloncesto sus encuentros. Llegamos a la hora y encontramos gente de
todo tipo. Había quien ya se conocía y las conversaciones eran amenas. Se nos
acercó un hombre flaco que no le quitaba la mirada a Mariana, iba con su amiga,
compañera o mujer, no nos lo dijo. Se requería de mucha prudencia y estaba
prohibido decir los nombres reales, pedir teléfonos y llevar una conducta
inadecuada. Sonó una campana y la gente empezó a reunirse en grupos. Nos llamó
el flaco ese, pero me llevé a Mariana lejos de ese pervertido. Nos encontramos
de pronto con una pareja y nos indicaron que podíamos desnudarnos. Me costó
mucho trabajo despojarme de la ropa y lo primero que hice fue abrazarme a Mariana,
pero el hombre dijo que tenía que hacer el amor con su mujer. Prefiero no
contar lo desagradable que resultó todo. Al menos para mí esa experiencia fue
traumática, sin embargo, Mariana se puso a analizar todo. No sé cómo logró ser
tan insensible a lo que sucedió, pues mientras yo me excusé diciendo que no
había llevado ningún estimulante, ella sí que aceptó todo lo que le
propusieron. Lo peor vino después.
“Ya está, che. Estoy
lista. Escribamos, ya”. Fue horrible describir lo que ella contaba con tanto
gusto y detalle. Me puse celoso y me negué a continuar, pero ella dijo que era
por el dinero y que si queríamos seguir vendiendo historias tenía que
aceptarlo. Terminamos en una semana la historia de Afari en la jauría. Nos felicitó
el editor. “!Pero qué historia tan convincente! Si no me aseguraran ustedes que
esto es producto de su imaginación, pensaría que participaron realmente en una
cosa así”. Es exactamente lo que la gente estaba esperando. Sigan así y tendrán
garantizado el éxito este año. A mí no me hizo la mínima gracia aquella
opinión, por el contrario, me imaginé que tarde o temprano tendríamos que
revelar quién era esa famosa Afari y nos reconocerían. Tal vez hasta nos
echarían la bronca. Le supliqué a Mariana que parara, pero ella estaba
enajenada. Descubrimos lugares extravagantes y cuando se publicó la cuarta
novela decidí alejarme de ella para siempre. Cogí mis cosas, pagué el último alquiler
y me fui a otra ciudad sin decir nada. Encontré un empleo y me dediqué a llevar
la modesta vida rutinaria a la que estaba acostumbrado.
Un día al salir de un
centro comercial me encontré a Francisco. “Pero, mira a quién me he venido a
encontrar…¿Qué tal estás Federico? ¿Has venido con Afari, es decir, con
Mariana?”. No entendí lo que me quería decir y entonces me puso al día. Era que
Mariana había salido del armario y la gran comunidad femenina la había apoyado
muchísimo, la ponían como ejemplo para criticar la usurpación de la Piace.
“Ésta sí que es escritora y no anda escondiéndose por allí como esos maricones
de mierda”.
Quedé desecho. La noticia
no me gustó nada. Me dio gusto que Mariana por fin hubiera encontrado una forma
de ganar dinero, pero el precio era muy alto, sobre todo si se tomaba en cuenta
que siempre había compartido conmigo sus principios morales. Ahora la cegaba la
fama y el dinero y no tenía ningún reparo en confesar sus aventuras sexuales.
“El fin justifica los medios, che, tenés que aceptarlo”. Tanto como aceptarlo,
no pude. Más bien me resigné y traté de no pensar en ella, sin embargo, era
imposible no ver su nombre en la prensa, en los anuncios publicitarios, en la
televisión o en las redes sociales o los canales de vídeo. Me hice de nuevo la
pregunta que siempre me había quitado el sueño. ¿Y si todos estamos destinados
a ser impostores en nuestra sociedad? Al final cada uno de nosotros era un
impostor, un embustero que mostraba una máscara ante la sociedad y en la
intimidad destapaba su rostro desfigurado. Miles de retratos de Dorian Grey
descomponiéndose en el lienzo mientras nos veían presentables en nuestro
trabajo, en el círculo de amigos, en la familia, en la iglesia, en cualquier
lado menos en la intimidad de nuestro dormitorio. Hay quien tiene fuerza de
voluntad para oponerse a la farsa y trata de mantenerse en su actitud seria y
responsable, pero el ataque ideológico hace ceder a la mayoría. ¿A quien no le
gusta el dinero fácil? Todos quieren mucho con poco esfuerzo y si existe esa
posibilidad por que matarse con la filosofía o la ciencia.
Me llamó Mariana, estaba
en la ciudad y me dijo que Francisco le había dado mi dirección y teléfono.
“Pero, che, ¿cómo vas a negarte? Eres parte de todo esto y me has dejado
tumbada y sola. Tienes el compromiso de cargar con esto. Iré a verte, ¿sabés? Y
no aceptaré excusas…”. No sabía qué hacer. Me remordía la conciencia y me
enfurecía mi situación. Habría querido ser como esos asesinos en serie que no
experimentan emociones y decir que no, pero Mariana había dicho la verdad y si
eso no me gustaba era mi problema. Traté de imaginarme qué sucedería si me
negara y decidí que mi vida siempre había sido austera y con grandes urgencias
de dinero. Llegó a las tres de la tarde. No la reconocí. Llevaba ropa de marca,
un nuevo peinado, se había hecho una cirugía plástica, llevaba tatuajes y
hablaba con mucha seguridad. Lo primero que hizo fue besarme como antaño.
Enrojecí y se despertaron en mí los recuerdos. Luego, me dijo que no podía
soportar mi ausencia, que gracias a la decisión que habíamos tomado lo tenía
todo. “Debés estar a mi lado, che, no podés dejarme todo a mí, no seas boludo”.
Era verdad, no la podía traicionar. Una cosa era que me aferrara a mis
principios y otra que la dejara sola acarreando todo ese cochambre de la gente.
Estuvimos conversando muchas horas. Se quedó a dormir y al día siguiente
recibió una llamada. Tenía una presentación en una casa editorial. “No voy a ir
sola está vez. ¿Lo oís? Anda, vení, que tenemos que ir a comprarte un buen
traje. Hoy será tu presentación, ya verás que giro dará nuestra historia. Le
diré a todo mundo que juntos inventamos a Afari y que vamos por la quinta
novela”.
La noticia fue en verdad
sensacional. Todo mundo nos aceptó y las criticas en las revistas y periódicos
solo despertaron la curiosidad de la gente. Las ventas de la novela se
dispararon y comencé a llevar la vida lujosa que siempre había deseado. Me
sigue remordiendo la conciencia y muchas noches no duermo, pero cuando nos
traen fotomodelos a casa para que Mariana y yo nos inspiremos, se me olvida
todo.
martes, 17 de agosto de 2021
Casa verdugo
“Esta casa tiene su propia personalidad—me dijo el dueño con una mueca sutil—. Ya lo verá en cuanto se mude aquí”. Tenía varias semanas buscando una casa amplia, pero ninguna de las que había visto me convencía, incluso esta me parecía un poco anticuada. Lo único que me retenía era la curiosidad que había despertado en mí el dueño, pues, según él, las personas que la habían comprado anteriormente habían encontrado algo asombroso que les cambió su vida. En cierto grado, era lo que necesitaba, un gran cambio en mi vida. Durante la transacción logré que me rebajara una jugosa cantidad, ese hecho me alegró bastante, sobre todo, porque el señor Vasconcelos siguió con su actitud alegre y sus bromas muy certeras. Le pagué y decidí irme a vivir allí de inmediato. No haré referencia a las dificultades que tuve para amueblar mi nueva residencia porque les aburriría con aspectos de poca importancia para mi historia. El caso es que desde el primer día que pasé la noche allí, noté las cualidades de la casa. El primer suceso fue ver el sueño que tuve a los trece años. Lo había olvidado por completo y me había costado muchos años librarme de aquella ave onírica de malagüero.
Me desperté de madrugada
horrorizado. Había visto de nuevo ese cuervo negro que maté y que me persiguió
toda la adolescencia. Pude hasta escuchar su voz de humano, sus insultos, sus
presagios y su maldición. Quise irme de inmediato, pero descubrí que me era
imposible, no por que no tuviera a donde ir, sino porque una fuerza desconocida
me lo impedía. Los sueños comenzaron a ser mas frecuentes. Las visiones nocturnas
habían sido para mí una cosa insignificante, por eso nunca les ponía atención,
sin embargo, estaba soñando cada noche. Lo peor era amanecer con las imágenes terribles
que a las cinco de la mañana me despertaban. Durante el día se iban
desvaneciendo los recuerdos y a la hora de la cena me encontraba excitado y con
ganas de satisfacer mis deseos. Comenzaba a prepararme para ir a aliviar mis
pasiones, pero cuando ya estaba todo listo, me aplastaba la desgana, perdía
todo el deseo de irme y me servía un poco de alcohol y me sentaba a esperar a
que dieran las doce en punto. Cuando sonaba la última campanada del enorme reloj
del salón, me iba despacio a mi dormitorio, apagaba la luz y me dormía.
El desvelo me pasó factura. Perdí
muchos kilos, me aparecieron unas ojeras de color morado que remarcaban las
venas rojas en mis cuencas, perdí el pelo y me llené de arrugas. Lo peor es que
me comenzaron a atosigar sensaciones que solo había experimentado durante mis
noches de lujuria. Nunca había sentido lástima por nadie, no sabía lo que era
el cariño, el amor o la angustia y la desesperación. Siempre había sido un
hielo y, por eso, había logrado ser lo que era. En algunas ocasiones llegué a
preguntarme si no sería un reptil con cuerpo humano. Podía pasar horas mirando
documentales de la National Geografic, pues me sentía muy identificado con los
seres del desierto y las junglas. Primero corrieron ríos de sangre, luego cuerpos
destazados, después violencia extrema y todo eso, que antes era para mí algo
placentero, ahora me desagradaba mucho y las náuseas me obligaban a correr al baño
para vomitar.
Los crímenes que cometí se fueron
repitiendo en esos sueños matutinos y cada movimiento que hacía cuando me
incorporaba era muy doloroso. Sentía que me clavaban enormes agujas calientes,
el dolor era intenso, pero lo peor era la repulsión que sentía hacia mí mismo.
Se desmoronó mi ego y empecé a transformarme en un bicho. Temblaba por
cualquier cosa y no había calmantes que pudieran detener mi sufrimiento. Era
tan sensible que los zumbidos de las moscas me resquebrajaban la cabeza. Ver sufrir
a alguien me ponía el estómago del revés. No comía y las habitaciones se
alargaban, nunca podía encontrar la cocina y me alimentaba de lo que encontraba
en los rincones. La penumbra me sumía en un calabozo y me sentía inmovilizado
por unos pesados grilletes. Ya no lo podía resistir más y llamé a la policía
para confesar. “No señor, está usted en un error—me decía la voz de un policía
entrado en años—. Ese hombre, quien dice ser usted, lleva mucho tiempo muerto. Cerciórese
bien de su nombre y fecha de nacimiento. Llame mas tarde y le atenderemos con
gusto”.
jueves, 8 de julio de 2021
Muerte al maestro
La sala se fue quedando
vacía. Los periodistas habían tomado sus fotos y se habían ido. Me pregunté
sobre la razón de la explosión. Alguien había puesto una bomba y sabía que el
maestro activaría el detonador al terminar la composición de George Gershwin.
Debía ser un músico o alguna persona que odiara al maestro. Lo único que sabía
era que James Tasson era un prodigio. Saqué las partituras y descubrí las
siguientes notas:
“James, ¿te acuerdas de
mí? Soy uno de tus alumnos. Me destruiste por completo y ahora tendrás que
pagarlo todo. Tengo tu reputación en mi poder…Ahora que ya te has convencido
sigue mis instrucciones…Toca esa variación de Rajmaninov, tan romántica…Después
de tus represalias quedé frustrado para siempre…Quise terminar suicidándome…No
despegues tus ojos de las notas, ¿no me decías así? Pues, ahora te toca a ti y
mientras lo haces…Tu carrera estará en peligro, por tu culpa… Y así se
mezclarán en ti esos sentimientos que transmitió el maestro ruso y que eran mi
ilusión…Ya falta poco, James, soy ese bichito, ¿recuerdas? Sólo unas notas más
y pasarás a la inmortalidad…”.
Comprendí por qué la
actitud del concertista había dado un giro unos minutos después de haberse
sentado al banco. Incluso, me pareció recordar que unas notas fueron diferentes,
ya que las había oído por la radio y algo me había alertado de que eran
discordes. Seguramente con la amenaza que tenía escrita en las hojas no podía
concentrarse al cien por ciento. La cuestión es que no sabía qué información
podría estropear la reputación del músico. Tenía que empezar la investigación lo
más pronto posible, pero estaba impactado. He visto cientos de cadáveres, pero
nunca había presenciado un asesinato. Por increíble que parezca, jamás había
visto cosas violentas. Era como una de esas paradojas del mecánico que no sabe
conducir o el doctor que le tiene temor a la sangre. En mi caso siempre me
habían avisado de los homicidios, pero jamás los había presenciado. Era
horrible y sentía asco y desprecio por el autor de tal aberración.
Durante la semana visité
el conservatorio. Me dijeron que James era un adicto al trabajo, muy estricto
en los exámenes y un docente encomiable. Entré en la cátedra para hurgar entre
sus cosas. Una secretaria me ofreció café y me llevó al despacho de Tasson. No
había mucho orden y pensé que era normal en un creativo de esa talla, mantener
un caos controlado en el que se sentía a sus anchas. Vi muchas partituras,
tesis de antiguos estudiantes con dedicatorias, fotos de graduaciones, libros,
un tablero de ajedrez al que le faltaba un caballo y en su lugar habían puesto
una chapa de refresco. Me pareció original la idea. Encontré unos cuadernos en
los que el maestro hacía sus anotaciones. Eran apuntes de todo tipo con ideas
raras, frases de filósofos y dibujos magníficos. En su gaveta había un mechero
que según me dijeron, dejó de usar cuando tomó la decisión de no fumar más. En
esa abundancia de papeles debía existir algo que me guiara al asesino, pero no
sabía qué pista podría encontrar para jalar del hilo. Le pregunté a la
secretaria si el compositor recibía visitas y quienes eran las ultimas personas
que habían entrado allí. “Venía mucha gente, ¿Sabe? —dijo coqueteándome un
poco—, pero él no le permitía a nadie pasar ese umbral. Los estudiantes lo
tenían prohibido y solo Charles y Anthony podían sentarse con él a jugar y
conversar durante horas. Con ellos discutía algunas cosas de la historia de la
música, de la composición y de los brillantes alumnos que podrían destacar”. Le
pregunté si recordaba a algunos estudiantes destacados. Me hizo una lista y
cuando llegó al final, dudando un poco me dijo: “No sé si se podría incluir a
Arsenio Barragán…es que ese no terminó siquiera el segundo curso, pero era un
genio según James”.
Supe esa tarde que el ser
humano puede llegar a traspasar límites inimaginables. No creí lo que me había
dicho la secretaria. Según las palabras de James, ese chico tenía una capacidad
de trabajo enorme, pero por lo mismo su vida estaba amenazada, ya que con lo
que interpretaba o inventaba podía, primero, romperse los dedos, y, segundo,
llegar a sufrir un infarto cerebral. Me interesé por su paradero, pero no lo
llegué a encontrar. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Volví a los
documentos de Tasson y encontré una carta que no envió.
“Nunca lo comprendiste,
querido, Arsenio, de seguir con lo que deseabas, te habrías vuelto loco. Tus
secuencias, es decir, tus cadenas interminables de escalas y variantes lo único
que habrían provocado, habría sido un corto circuito en tu cerebro. ¿Quieres
saber cuál habría sido tu fin? Pues la muerte por un infarto cerebral. ¿Pero no
de los comunes? En ti se había desarrollado un fenómeno extraño. Algo que solo
un músico podría ver. Lo noté un día cuando te vi a contra luz en uno de los
corredores del conservatorio. Era un aura de color azul celeste, eran como
pequeñas descargas eléctricas que parpadeaban con un ritmo simple, celestial,
pero fue suficiente para entenderlo todo. Eso te iba a generar una acumulación
de energía que te destruiría tarde o temprano. Si te prohibía coger temas
difíciles y te incitaba a dejar la música era por esa razón. No quería que te
privaras de la vida, era un suicidio. Chico, había muchas otras cosas que
habrías podido hacer, pero te empeñaste en seguir. Como artista lo entiendo.
Para mí, tampoco existe la vida sin las notas. Aunque, tu tenías otra salida.
Te habrías convertido en un excelente pintor o escultor, tal vez. Lástima”.
La secretaria me dio la
última dirección de Arsenio y me fui a buscarlo. Llegué a una casa vieja muy
alejada de la ciudad. La casera me dijo que Arsenio era un mal inquilino, que
tenía algo de macabro y que lo había echado por moroso. Le pedí que me lo
describiera y que me dejara ver las cosas que había dejado en su habitación. No
encontré mucho, pero conocí su caligrafía que era malísima. No se entendía casi
nada de lo que ponía en sus garabatos. Pensé que tal vez su mente fuera mil
veces más rápido que su mano y eso lo obligaba a plasmar el camino de un hilo
enmarañado que se alargaba por todo el papel. Tenía su descripción. Bajo,
fortachón, con tendencias a la calvicie. Moreno y un poco encorvado. Silencioso
e irritable. Su mirada es muy penetrante, me dijo la señora con un poco de
miedo. Pensé que sería un hombre introvertido dedicado a la música, preso de
sus pensamientos que veía en la gente un estorbo para trabajar. Debía encontrarlo,
pero no tenía ni idea de su paradero. Seguro estaría trabajando con clases
particulares, tocando el piano en algún bar o refugiado en alguna cueva de la
ciudad sobreviviendo con penas. Era mi principal sospechoso y los demás quedaron
en segundo plano. En el mundo del arte se lamentó mucho la fatídica muerte de
James Tasson. Ya me habían asignado el caso en comisaría, pero me estaban
presionando para encontrar al asesino y, aunque, tenía un buen equipo, en las
pesquisas no habíamos encontrado nada. El tiempo se me estaba acabando.
Una tarde se fue la luz
del edificio y los eléctricos repararon unos fusibles y cambiaron algunas
lámparas. No les puse mucha atención porque salí a tomarme un café. Cuando
volví encontré una nota en mi mesa. La información era extraña y reconocí la
escritura. Le pregunté a todos los que habían visto a los trabajadores. “Sí, en
efecto, decía la mayoría, uno era bajo, calvo y un poco encorvado. Tenía un
aspecto enfadado y de vez en cuando refunfuñaba. Ya lo tenía localizado y
comprendí que me había estado siguiendo los pasos. En el mensaje decía que
quería verme. Dejó la dirección escrita con mas claridad. Había día y hora
específicos para el encuentro.
Antes de acudir a la
cita, me comunicaron que alguien se había suicidado en un taller. Acudimos al
lugar y estaba un poco preocupado porque faltaba muy poco para mi encuentro con
Arsenio. Entré a la habitación donde se encontraba el cuerpo. Ya lo habían
puesto en el suelo. Al registrar sus cosas encontraron una bitácora con
anotaciones. Vi al hombre y me quedé de piedra. Era él. Revisé la dirección de
la nota y coincidía con el lugar. Esa era la cita que me tenía preparada el
pobre infeliz. Me desconsolé un poco porque en mis razonamientos, aunque sabia
que no había remedio, buscaba una posibilidad de rescate. Tal vez, habrías
podido salvarlo, me decía la conciencia, sin embargo, el razonamiento frio y
calculador solo me miraba con los hombros encogidos. ¿Qué se le va a hacer? La
vida es una ruleta llena de sorpresas. Redacté el informe y salí abatido. Mi
vida de inspector había transcurrido dentro de un mundo raro en el que solo
había paradojas, estupideces y cadáveres. Lamenté ocupar siempre ese papel de
espectador. Cogí la bitácora y comencé a leerla.
¿Qué tal está, inspector?
Perdone que nuestro encuentro sea de esta forma. Le escribo del más allá y
supondrá, por supuesto, que me he marchado por cobardía. No, no es así. Es que
no me motivaba mucho la cárcel. Ya he vivido en la mía desde hace mucho tiempo.
¿Quiere saber por que maté a James Tasson? Me imagino que ya tendrá alguna
hipótesis. Le he observado y comprendo que es usted muy inteligente. Eso sí, un
poco negado para la música, pero eso podría remediarlo con algunas horas de
trabajo. Bueno, no le voy a quitar el tiempo con mis opiniones y mis
justificaciones. Quiero que decida usted mismo si he actuado de la forma
adecuada, si opina lo contrario seguro que no tendré mucho descanso en el
infierno. Bueno, esto es lo que puedo confesarle.
Nací en una familia de
clase media que se vino a bajo con la muerte de mi padre. Tuvimos que
mantenernos aferrados a la vida con las uñas. Mi madre me puso a trabajar en
una tienda en la que me pasaba todo el día cargando bultos y limpiando la
porquería. Un día descubrí que se me daba bien la música. Vi a un hombre tocar
en un bar y al verlo pensé que podía repetir los sonidos que oía. Un día a
escondidas me quedé en ese lugar y hablé con él. Me enseñó algunas cosas y me
invitó a que fuera a tocar con él por las tardes. Aprendí rápido. Tenía quince
años y no podía trabajar allí, así que un día Merlín, como se hacía llamar
Yoan, el cubano, me dijo que me pusiera un sombrero y que saliera a escena. Me
presentó como Rodri, toqué las piezas que me había enseñado e improvisé una que
otra cosa. “Fantástico, muchacho, me dijo Yoan, deberías irte al
conservatorio”.
Así fue como paré en las
garras de James Tasson. Me miró incrédulo y me hizo preguntas sobre las notas,
pero no me las sabía. Me aceptó, pero fue para destruirme. Cada clase comenzaba
con una lectura. Me costó un esfuerzo descomunal entender ese lenguaje que para
mi era más oscuro que la noche. Cuando no estaba James, me sentaba al piano y
hacía combinaciones de notas. Algunas sonaban muy bien y con ellas partía para
alargar la composición. Me las aprendía de memoria y luego las repetía varias
veces para automatizarlas. Un día fatídico entró James con la cara pálida. Me
miró con sorpresa al principio y después con odio. ¿Qué estas tocando? No le
supe decir qué era y me dijo que le llevara las notas al día siguiente. Le pedí
ayuda a una chica polaca, Lidia Poltarova, me escribió en el cuaderno las notas
y me dijo que jamás había oído algo tan original y armónico. Es una combinación
entre Bach y Chaikovski, dijo con una sonrisa. Mi situación se empeoró. James
se puso a trabajar conmigo. Las sesiones eran de varias horas y al término
quedaba sin fuerzas. Seguía tocando en el bar para sacar un poco de dinero.
Pero, incluso, en ese antro de mala muerte estaba James. Cuando me dijo que
dejara la música me quedé paralizado. Era la única cosa que me hacía vivir. Me
echaron de la academia, del trabajo y tuve que volver a cargar y limpiar. Me
había sumido en el infierno. No podía vivir sin música, pero no tenía dinero
para comprar un piano, ni siquiera para alquilarlo unas horas. Un día escuché
dos composiciones que me definían por completo. Una la había ejecutado en
presencia de James y me había servido para sufrir con el peor de los
procedimientos sadistas del maestro Tasson. La otra era romántica tierna y celestial.
Una composición de Rajmaninov sobre un tema de Paganini. Empecé a soñarlas. Las
veía como historias y en esos sueños me liberaba de mis penas. Me veía en la
cúspide de una carrera esplendorosa, tocando en el conservatorio, aplaudido por
cientos de espectadores. Era algo que nunca podría lograr, pero un cartel me
dio la posibilidad de realizarlo. Era un concierto de James Tasson. Un viernes
en una de las más prestigiosas salas de la ciudad. Ese sería el día final. La
culminación de una vida frustrada. Decidí que usaría los dedos de otro músico y
que moriría dos veces. Una en mi odio y otra en mi frustración. Usted se
imaginará lo demás. Investigué el día del concierto, puse en el piano un
mecanismo conectado a una bomba casera para que el final de la Rapsodia azul
fuera roja y espeluznante. Le visité en la comisaría y dejé las entradas. Todo
salió a pedir de boca. ¿Se imagina que yo era su vecino de asiento? ¿Me
recuerda? Iba muy elegante, disfrutaba la música como el que más, movía la
cabeza y tarareaba un poco. Sí, inspector ese hombre al que usted no miró ni de
reojo, era yo. Estábamos juntos. Nos rozamos los brazos y nos pedimos disculpas
por toser o movernos demasiado y todo sin ni siquiera vernos. Fue un placer,
estimado inspector. Le deseo lo mejor y le aseguro que pensaré en usted en el
más allá”.
Salí con un sentimiento raro. Sería algo como la depresión. Me había convertido en un monigote de teatro guiñol al que le habían puesto en segundo plano. No era ni siquiera uno de los actores principales. Todo se había ideado sin mí. Me habían citado solo para mostrarme una mini tragedia de Sófocles adaptada por Woody Allen. Me fui a un bar y me emborraché por el despecho.
sábado, 26 de junio de 2021
Infierno permanente
Subo y bajo por una escalera de caracol. Me guio tocando las paredes. Todo está oscuro y húmedo. Es una pesadilla que no veo en sueños, sino en la realidad. Comenzó hace tanto que ya no sé cómo llegó a convertirse en esto. Una noche mi madre llegó con él. Se veía un mal tipo. Agresivo, muy mandón y con un acervo cultural deprimente. Me miró con unos ojos amenazantes, fieros. Esa noche emborrachó a mi madre. Se quedó a vivir con ella. Todas las tardes la golpeaba y la mandaba a buscar dinero. A mí me aterraba su presencia, por eso pasaba mucho tiempo con mis amigas y me encerraba en mi habitación. Una noche que mi madre estaba perdida de alcohol, oí que forzaban la puerta. Entró la luz y sentí una mano fuerte en mi boca. Me tiró del pelo, me gritó, me dio de bofetadas y me arrancó el camisón. “Nada más intenta decírselo a tu madre y ya verás, miserable”. Salí y llamé a la policía. Llegó una patrulla y los agentes llamaron a Ernesto. Al verlo los polis le dieron la mano. Se conocían todas sus bromas y chistes. Se rieron un rato y le dijeron que me controlara para que no les volviera a llamar en vano.
Comenzó un acoso
sistemático. Dejó la puerta sin cerradura, entraba cuando se le pegaba la gana
y me asfixiaba, me decía que mi madre tenía la culpa de todo. Un día me escapé
y me fui a vivir con una amiga, pero me encontró. Hacia sus viajes en un camión
y me subió, me dijo que lo tenía que acompañar a dejar una carga. Varias veces
me dejó en descampados donde sabía que no pasaba un alma. Me aterré y cuando le
imploraba que no me dejara, se ponía cariñoso. Con su estrategia me quebró
totalmente. Se me formó una amalgama de dolor y necesidad. Todo era terror y
poco a poco me convencí de que yo era la culpable de las desgracias de mi
madre. Tomé una actitud muy negativa. Sufrí depresiones y llegué a desear que
me mataran. Las cosas fueron de mal a peor. Cuando le faltaba dinero, se venía
hacia mí y me comenzaba ahorcar. “Nadie te creerá nada—decía con su aliento de
cerveza barata y pestilente—. Tengo de mi parte a la autoridad y lo único que
lograrás será que te metan a la cárcel por levantar juicios falsos”. No le creí
al principio porque todavía existía en mí el amor propio, sin embargo, la
autoridad y las instituciones públicas me lo hicieron saber. “Una denuncia es
solo una queja, señorita, debe presentar pruebas y traer testigos”. Lo hice,
puse una cámara oculta en mi habitación, se la mostré a los policías, pero lo
único que oí fueron expresiones vulgares que dijeron con tanta asquerosidad que
me salí de allí. No logré nada y cuando estuve a punto de contratar a un
abogado para empezar un juicio, se vinieron las cosas abajo.
Ernesto se ausentó un
tiempo. Llegué a pensar que se había cansado de mí y se había conseguido a otra
víctima. Lamenté que otra persona cargara con eso, pero no tenía ni siquiera
fuerzas para rehacerme. Temblaba de miedo todas las noches. El abogado me llamó
y le dije que no necesitaba sus servicios. Traté de adaptarme de nuevo a la
vida. No había ni siquiera terminado la secundaria, me dijeron que me veía ya
muy demacrada y que aparentaba los veintitantos. “No, si solo tengo dieciséis”.
Pues, tendrás que cuidarte más, hija mía—decían las personas—porque si sigues
así a los veinte te verás como una anciana. Después de tres meses me sentía
convaleciente, pero con energía suficiente para seguir con las clases de la
secundaria. Llegué a sacar buenas notas y los profesores me animaban a mejorar
para pasarme al bachillerato. Me ilusioné y pensé que sería alguien en la vida.
Me empecé a interesar por el Derecho. Una tarde que estaba haciendo mis
deberes, alguien toco a la puerta. Pensé que sería una de mis compañeras que
venía a pedirme los apuntes, pero cuál fue mi sorpresa cuando vi frente a mí a
la bestia. Estaba sucio y borracho. Me dio asco verlo, pero me cogió del cuello
y me levantó en vilo. Me sentí desnuda, desprotegida, con un animal jadeante
encima de mí. Cerré los ojos y traté de imaginar que era una pesadilla.
“¿Creíste que te habías librado de mí?¡Perra maldita!”.
La poca vida nueva que
había logrado edificar se derrumbó. Los maestros me olvidaron pronto, mis
compañeras de grupo se alejaron. Nadie estaba dispuesto a enfrentarse con él.
Volvieron los abusos, esa presión psicológica que me hundía en un pozo negro. A
mi madre la trataba peor y ella solo se refugiaba en el alcohol. Se la veía
medio desnuda, cayéndose de borracha, pedía un poco de dinero para llevárselo a
Ernesto. Todos lo sabían y nadie movía un dedo para ayudarnos. “Son unas
perdidas, esas dos”. Era lo único que pensaban. Nos veían como un virus. Una
escoria a la que se evita para no mancharse. Me volví un autómata, vacía, no
quería tomar conciencia de mi ser para no sufrir por la realidad. Me reprochaba
continuamente para sentirme despreciable y un día noté algo extraño. Estaba
embarazada. Una voz muy alarmante surgió de mi vientre. “No puedes tener a ese
bebé, estará maldito y será víctima de este energúmeno. Peor si es niña”. No
podía permitir que sucediera una tragedia. El bebé no tenía por qué sufrir los
errores de su madre, así que me escapé.
Me oculté donde pude, no
fue por mucho tiempo. Me halló muy rápido el maldito cabrón. Se burló de mi y
me dijo que me había llegado la hora de proporcionarle dinero. Me obligó a
acostarme con los borrachos por unos cuantos billetes. El odio se fue
destilando poco a poco dentro de mí. No podía resistir más y un día robé una
pistola del bar. La oculté debajo de mi colchón. Una noche decidí usarla y
cuando se me abalanzó Ernesto, la saqué y disparé. Sentí solo el fuerte estruendo.
La sangre me comenzó a bañar. Me Sali con esfuerzo de la cama. El enorme cuerpo
estaba inmóvil, la sábana se ponía roja y el silencio me dejó percibir el olor
de la pólvora. Me había liberado, pero no sentía regocijo, al contrario, me
recriminé por haberlo ultimado. Lloré de decepción. Después de muerto, me
seguiría estropeando la vida. Ya había tenido mi cárcel y ahora me trasladarían
a otra, tal vez menos cruel, pero seguiría en prisión. No había ganado nada, al
contrario.
Llegó la policía. Me
arrestaron y me condenaron por homicidio. Me dieron veinte años sin derecho a
fianza. Vino de nuevo el abogado. Me riñó por no haber hecho denuncias, ni
pedir ayuda. Le conté mi vía crucis, le dije que este mundo está hecho por los
hombres y que los actos de las mujeres, sean cuales sean, siempre se ven con
prejuicios. Me prometió que buscaría la manera de sacarme, pero no le creí.
Empezó un período horrible de mi vida. En la soledad mis ideas me atormentaban
más. Me suministraban calmantes para que no gritara como una demente por las
noches. Nadie se acercaba a mí, me veían como a un bicho raro que no les
despertaba el mínimo interés. Nadie quiso entablar amistad conmigo. Pasé meses
enteros sin hablar. Los guardas, me metían palizas cuando se les acababa la
paciencia.
Un día recibí una visita.
Era una mujer de unos cincuenta años, llevaba el pelo teñido y su cara mostraba
un gesto amable, pero las arrugas que tenía le daban un aspecto triste. “He
sufrido igual que tú—dijo con voz clara—y conozco mas casos como el tuyo, te
voy a sacar de aquí”. Con esa determinación me convenció. Ya no creía en nadie,
pero ella me dio fuerzas, me habló de los procedimientos que emplearía para
zanjarlo todo. Dejé que me fuera conduciendo de la mano. Hice todo lo que me
pidió. Hice las testificaciones tal y como me lo ordenó. El día de mi
liberación vi lágrimas en los ojos del jurado. Había hombres con el rostro bajo
y las mujeres se sonaban constantemente la nariz. Supe que lo habíamos
conseguido. Me compraron ropa nueva y salí de la mano de Carolina Huesca. Nos
entrevistaron los periodistas. Ella no dijo mucho y yo menos.
Pronto me propusieron
publicar mis memorias. Lo hice con una gran dificultad. No podía recordar tanto
maltrato. Consumí muchos calmantes y en la editorial, cuando se presentó mi libro,
apareció una mujer. Era gorda y baja. Estaba muy descompuesta. La reconocí. Era
la madre de Ernesto. Me miró con odio y sacó un arma de su bolso, me apuntó y
disparó. Nunca más la volví a ver y quedé con una marca en la cara. La cirugía
no me ayudó mucho. Ahora voy por allí en las campañas de protesta contra la
violencia de género. Me admiran, pero nadie sabe que nunca he salido, ni podré
salir de mi infierno. Eso es algo con lo que se carga toda la vida.
domingo, 20 de junio de 2021
Descendiendo a lo profundo
Regresó del funeral más aliviado. Los familiares de Consuelo Vargas y sus amigos llegaron al restaurante para comer y recordarla en la cena funeral. Rolando Cuevas estaba un poco inquieto, no quería que la gente se le acercara con preguntas tontas. De todos los presentes, solo Diego era la persona con quien podía conversar tranquilamente. “Entiendo tu situación, Rolando, pero debes aguantar, al menos durante esta tarde”. No era necesario que se lo recordara su amigo, pero tenía la sensación de que las cosas se estaban acomodando a su favor y una fuerza interior lo obligaba a cambiar constantemente de lugar. No quería que su inconsciente lo traicionara y se fuera todo al traste. Miró la cara hipócrita de todos los presentes y decidió buscar un espacio libre de curiosos. Encontró lo que buscaba.
Se acercó al pianista que
en ese momento tocaba una pieza muy triste, al menos no es mortuoria, se dijo
Rolando. ¿Puedes tocar la canción que le gustaba a mi mujer? Si me dice cómo se
llama la melodía —dijo mirándole con un poco de sorpresa—, y me la sé, entonces
se la interpretaré con mucho gusto. Rolling in the Deep—le dijo sin comprender su
expresión de sorpresa—. Esa la ponía Consuelo casi todos los días. El músico,
muy precavido, le comentó que esa canción no era la más apropiada para ese
momento, pero Rolando insistió. Está bien, amigo, pero debería tener en cuenta
que la letra de la canción es muy poco habitual. No me importa, dijo Rolando,
tóquela y déjese de peros. El hombre respiró hondo, se quedó un momento viendo
hacia la pared que tenía enfrente, miró las coronas de flores y comenzó con
unos golpes fuertes como si tocara la batería, su mano derecha ascendía y
descendía como si estuviera dando nalgadas, la izquierda solo acariciaba
algunas teclas. Para la gente no pasó desapercibida la tarea del músico. Las
mujeres miraron con horror a sus maridos, ellos no sabían qué hacer. Nadie quería dejar huella ese día, y mucho
menos hacerse notar con una imprudencia. La melodía estaba rompiendo todo el
plan estratégicamente planeado. La señora Rosa viuda de Vargas miró a sus
hijas. No obtuvo más que movimientos de hombros encogidos y expresiones de
rostros sorprendidos. Caminó hasta el piano, pero cuando llegó la música se
terminó. Se quedó helada, dio media vuelta y se ocultó en un rincón con sus parientes.
Los invitados se sentaron
cuando notaron que ya se servía la mesa. Cada quien buscó su nombre. Se
acomodaron en sus sitios y hablaron por lo bajo con sus vecinos. “Pero ¿quién
ha sido el idiota que le permitió al pianista tocar esa melodía?”. Nadie se
había enterado. Ninguno había visto acercarse a Rolando al instrumento musical.
Lo peor era que en el aire se habían quedado colgadas las palabras de la letra.
“Un fuego me saca de la oscuridad...”. Se pidió silencio para que Lucrecia
Vargas hiciera un brindis en memoria de su hermana. Era, dijo con voz
lastimera, una mujer increíble. Muy difícil de entender, pero de corazón noble.
Todos la recordaremos como aquella mujer que en los momentos más duros se
quebraba y solía levantarse gracias a nuestro apoyo. Pero, ¿cuál apoyo? —se
preguntó Rolando apretando los puños—. ¿Acaso no se acuerdan que yo era el
único que arrastraba esa carga que todos evadían? ¿Dónde estaban cuando echaba
a la servidumbre y hacía sus caprichos? ¿Dónde estaban cuando se ponía
histérica y no quería salir al escenario? Deberían agradecerme todo lo que
soporté con esa harpía. Y sí, que lo sepan todos. Me casé con ella por interés.
Era un pobre diablo, pero ella fue quien se empeñó en que estuviéramos juntos.
Luego, me quedé atrapado en sus redes con la amenaza de perderlo todo y
soporté. ¿Para qué? Pues, para que su dinero no callera en manos de la ludópata
Lucrecia o en las de Marga que es más bruta que una acémila. El único que puede
darle un uso adecuado a su fortuna soy yo. Cuando tenga el dinero en mis manos
viviré mi vida, esa misma que he tenido en una jaula de oro. Jamás me volverán
a ver, sépanselo de una vez.
“Puedo verte con claridad
bajo el agua, traicióname y sacaré tus trapos sucios…”. Los ojos se centraron
en Rolando. Al principio no entendió nada, pero un susurro que llegó débil,
pero con claridad a sus oídos, le abrió los ojos. Era cierto, toda la letra de
la canción eran las palabras de Consuelo que llegaban desde el más allá. El
fuego encendiéndose era esa furia que sentía por él. La soledad y oscuridad
eran sus días de claustro que pasaba maldiciéndolo en el húmedo cuarto. Me iré
en cada pedazo de ti, le decía siempre que lo encontraba por las mañanas.
Recordó los pocos
instantes de tranquilidad que halló con ella. Fueron los únicos momentos en los
que no se sintió bajo la amenaza de la destrucción. ¿Para qué soporté tanto?
—se preguntó Rolando haciendo un gesto amargo—. ¿Acaso esa herencia lo merecía?
No, la verdad es que no. Nadie estaría dispuesto a soportar esas humillaciones
por nada del mundo, pero me empeñé en cobrarme a lo chino. “Cuando te mueras,
desgraciada, me quedaré con todo tu dinero y seré feliz al lado de mi amante.
La atmósfera se llenó de una energía gris oscura que tintineaba en las copas y
salía como polvo de cristal de las bocas de los oradores. Fue tanto el ataque
hacía Rolando que decidió abandonar el lugar. Se fumó un cigarrillo y conversó
con un camarero. Llegó un taxi y se fue a un hotel. Paso mal la noche porque
sentía que desde aquel momento la canción le seguiría como una maldición. Así
fue al principio. Encendía la televisión, la radio o fisgoneaba en Internet y
la suerte hacía que oyera algún fragmento de la melodía. “Casi lo tuvimos
todo…”. ¿Todo? Todo lo tenías tú, pero me alimentabas de migajas, era tu
mendigo que sobrevivía con tus limosnas. Y ¿Sabes? Te robé. Sí, aunque notabas
faltas en la contabilidad, no lograbas demostrarlas. De allí saqué para el
alquiler, los regalos y las diversiones para Sandra. Ella sí que me ha querido
de verdad. Nunca me metió prisa para deshacerme de ti. Fui yo mismo quien tomó
la decisión. Tenía que hacerlo todo con estrategia, con movimientos de
ajedrecista y lo logré. Ahora todo es cuestión de esperar, nada me impedirá
irme lo más lejos posible con tu pasta.
Recibió un citatorio. En
el bufete de abogados Villanueva se leería el testamento de Consuelo. ¿No habrá
faltado a su promesa? —se preguntó antes de dormirse la noche anterior—. No, no
sería capaz. Además, la espié y sé bien que una buena parte de la tarta me
corresponde a mí. Ernesto, ponga el cuarenta por ciento de mi fortuna a nombre
de Rolando. Se que no se lo merece, pero tomando en cuenta que ha sido mi
perrito faldero estos años…
Recordaba bien aquellas
palabras. Ya no le causaba daño la melodía, ya no rodaba hacia lo profundo.
Estaba saliendo a flote. Nadie podría hundirlo jamás y, lo mejor, tenía
bastante vida por delante, a sus sesenta años podía reinventarse. Se teñiría el
pelo, iría al cirujano plástico y recuperaría aquellos años de miseria. Tal
vez, hasta dejaría a Sandra por una más joven. Debía tener paciencia y
controlarse. Recibió una llamada de su amante. “¿Ya vas al bufete? Llamame
cuando sepas lo de tu parte”. Rolando miró por la ventana del taxi. El día
estaba claro, el cielo no tenía una sola nube. El taxista cambió la estación de
radio tres veces. Ese día no habían despertado los locutores y pinchadiscos con
mucho ingenio. “Rolling in the deep, queridos amigos, para que pasen un día
espléndido”. Pero ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Acaso no sabían el
significado de la letra? Seguramente eran como él, antes de pedírsela a aquel
pianista nefasto.
Bueno, ya hemos llegado.
Cambió la expresión de su rostro y bajó la cabeza. Llevaba el pelo despeinado y
ojeras. Entró a la oficina de los Villanueva. Lo recibieron los familiares de
Consuelo con una mirada celosa y acusativa. El saludó sin mucha voz. Ernesto
sacó una carpeta con documentos y después de un preámbulo largo mostró el
testamento. No voy a entrar en detalles, pues cada heredero tendrá que venir a
recibir lo que se le haya asignado. En primer lugar, la señora Rosa viuda de
Vargas se queda con la finca en la que vive, la señora Marga tendrá derecho al
veinticinco por ciento y su hermana Lucrecia, igual. La lista de inmuebles está
aquí especificada. Por último, Rolando recibirá el cincuenta por ciento del
total. Se oyeron gritos de insatisfacción. Abelardo, el marido de Marga se le
abalanzó y comenzó a gritarle y golpearlo. “Un momento—gritó Ernesto
Villanueva—. No he terminado de leer”. Después, dijo algo que calmó los ánimos
de todos y les dejó una sonrisa sarcástica en los labios. “Es inapelable una
condición. Rolando no recibirá su parte, si se comprueba que ha tenido una
relación extramatrimonial”. El silencio dejó que cada uno de los presentes le
diera libertad a sus pensamientos maliciosos. Luego, comenzaron los murmullos.
Rolando se quedó muy desconcertado y la duda le enfrió el espinazo. ¿Había sido
tan prudente como para no desvelar su relación con Sandra? Echó cuentas,
recordó las ocasiones en que había ido a las tiendas, a los restaurantes y
teatros con su concubina y llegó a la conclusión de que había sido un insensato.
Su relación con Sandra era un secreto a voces y, si alguien los había visto o,
peor aún, les había hecho una foto, entonces estaba perdido. Claro que todos lo
delatarían, pero nadie hablaba y el silencio era peor que cualquier acusación.
Apretó los puños, se mordió la lengua y contuvo lo más que pudo las lágrimas.
Con voz apagada se disculpó y salió. Sintió que su móvil vibraba sin parar. Era
Sandra, que se había abandonado a su curiosidad y dejaba que el aparato se
agitara sin cesar en el bolsillo de Rolando. “Pero ¡qué demonios quieres,
joder!”. Del otro lado no hubo reproches, solo una pregunta clara y directa: ¿Te
toco algo?
Rolando cogió el teléfono y lo estrelló contra la acera. El destino le había metido una zancadilla. La burla era imperdonable. ¡Lo sabía, la muy puta! ¡Lo sabían todos, joder! ¡Jamás podré tocar ese maldito dinero! ¡Los odio! ¡Los odio, maldita sea! ¡Púdrete en el infierno, desgraciada!
miércoles, 9 de junio de 2021
Dubl Dva
I
Estaba en mi estudio
terminando mis escritos. No era nada importante, en realidad, pero me urgía
enviar esa carta a la señora Bovary. Quería advertirle de los peligros de
seguirse endeudando. No podía revelarle que ya sabía de su final trágico y
decepciones. La preocupación no me dejaba dormir. Llevaba algunas noches sin
pegar ojo. En cuanto terminé de escribir, limpié la pluma, cerré el tintero y
saqué mi estuche de cuero para poner el sello. Puse a calentar el lacre y le estampé
el escudo de mi anillo. Llamé a Petronio de inmediato para que me entregara la
correspondencia y llevara la misiva a mi adorada Emma. No me habían escrito ni
Flaubert ni Víctor Hugo, sin embargo, sí había una carta de Leo, mi estimado
amigo ruso. No comencé la lectura de inmediato, quería disfrutarla en la noche
bajo el resguardo de la oscuridad y el silencio. Me quedé un momento solo,
repasé mi agenda y me di cuenta de que tenía una hora para la consulta del
doctor. Esta vez les diré que voy a escribir todo lo que me digan—pensé—, no
vaya a ser que me salgan otra vez con eso de que no sigo las instrucciones del
doctor.
Me fumé un buen puro y
saqué mi mejor whisky. Tomé dos copas y miré a través de la ventana. La calle,
no estaba muy concurrida. Solo vi pasar un coche, era domingo. Por lo regular,
siempre hay un poco de bullicio, pero los fines de semana no hay mucho
movimiento. Ya no me quedaba bastante tiempo para releer un pasaje de El hombre
que ríe, ni mucho menos para un capítulo de Guerra y Paz o Papa Goriot. Este
último me habría traído solo penas, puesto que sus pasajes relacionados con el
matrimonio me incitarían a reñir de nuevo con mi esposa Constance. Ella no es
muy desagradable y nos casamos por amor, lo único es que, desde hace varios
años, creo, no hemos podido llegar a un acuerdo. No me entiende muy bien y me
critica demasiado. Hemos tenido riñas de verdad y siempre le he perdonado todo.
A mí, por ejemplo, no me gusta su forma
de vestir, su forma de hablar y su distanciamiento. No creo que sea por la edad
ni el tiempo que llevamos de casados que, serán unos veinte años, más o menos.
Seguro que el origen de nuestra discordia es que odia cualquier cosa que esté
relacionada con la literatura. ¿Cómo es posible que odies mis libros y a mis
escritores favoritos? —le pregunto cuando la sorprendo leyendo—. Deberías leer
las obras de nuestra época, pero te empeñas en adquirir libros que hablan de
tonterías.
Hace un mes casi me voy
de la casa. Fue por un libro que me pareció la tontería más grande del mundo.
Se llamaba El amante y era demasiado inmoral. No quiero contarles las
perversiones de las que habla la autora. En nuestra época, bien lo saben, hay
normas que la gente debe seguir. No me imagino una relación como la que cuenta
esa mujer. Una inocente niña en manos de un diabólico chino, pero ¿qué piensa
la gente? ¿Se han vuelto locos o qué? Lo peor es que mi esposa estaba
disfrutando a lo grande con esas cochinadas. No quiero decir que ahora no
sucedan cosas así, pues la humanidad se ha caracterizado siempre por su
bestialidad, y no seria sorprendente descubrir la degradación entre nuestros
vecinos o coterráneos. A lo que me refiero es que eso no se debe hacer público
en forma de novela. Que se encarguen los jueces o los verdugos de esas cosas,
pero que no se ponga en las estanterías de las tiendas de libros.
Bueno queda muy poco para
la consulta del doctor. Odio su forma de vestir. No tiene sentido del gusto.
Elige sus prendas con los ojos cerrados. Se pone chistera y sus trajes son
horribles. Bien podría cambiar su guardarropa porque lo que lleva puesto
siempre parece salido de un museo, lo digo por la calidad de las telas que
parece que tienen más de cien años. En fin. De mi mujer, mejor callar. No se
pone el corsé, ni sus crinolinas voluminosas, tiene el aspecto de una moza de
ricos. A decir verdad, lo que se pone no parece ropa de este mundo. No es
elegante, ni de telas finas. Hay, sobre todo, unos pantalones que le quedan
ajustados, no sé de que tela serán, nunca he visto nada igual, y sus blusas
dejan ver su sostén. No se cómo no le da vergüenza salir así a la calle o andar
aquí entre la servidumbre con esas fachas.
Me han dicho que hoy será
la prueba de fuego. El doctor intentará hacerme dormir para preguntarme algunas
cosas. Sigue pensando que estoy mal del coco, es por eso que he tomado todas
mis precauciones. Estas notas servirán de referencia para cuando me despierte.
No sé qué demonios es ese método de la hipnotización. Esa palabra no la he oído
nunca. Bueno, doctorcito, prepárate que te daré una gran sorpresa. Voy a seguir
escribiendo, incluso cuando me duermas. No me fio de ese tipo. Su peinado es
horrible, parece que no sabe lo que es un peluquero. Bueno, allí están. ¡Que
puntuales!
A ver, amorcito, ¿qué
tengo que hacer hoy? ¿Qué es el doctor el que da las instrucciones? Vaya, pues ¿no
te gustaba tanto dar órdenes? Ya quisiera verte sola sin el doctorcito para que
empezaras con tu interminable trabajo de generala. Pues, estoy listo. ¿Cuándo
me tengo que dormir? Que espere, ¿qué me tienen que ayudar? Bueno, pues venga y
no me pidan que deje de escribir. No les daré el gusto de burlarse de mí. Estoy
en mi sano juicio. ¿Qué es eso, doctor? Una esfera de cristal, ya veo, pero
¿para qué necesito verla y escucharle a usted? Sí, le escucho, pero me empieza
a dar sueño de verdad. ¿No piensa parar? ¿Cómo? Que en eso consiste el método,
me lo imagino. Bueno, creo que ya estoy a punto de…
II
Me he despertado de buen
humor. Nunca me había sentido así. Alicia está radiante. Ya se me había
olvidado su sonrisa y hemos desayunado juntos. Ha preparado un pie de queso muy
bueno. Siempre lo prepara los domingos, pero está vez se ha esmerado. He
tratado de recordar algunas cosas, pero siento como si me hubieran desconectado
algunas partes del cerebro. Alicia me ha dicho hace un rato que la sesión con
el doctor fue fantástica y que ya no vendrá por aquí, a menos que se requieran
sus servicios en una situación de emergencia. Sí, así lo ha dicho: “de
emergencia”. No sé a qué se referirá, pero mientras nuestras relaciones vayan
bien, será mejor no ver al doctorcito. Tengo muchos planes. He llamado de nuevo
a la oficina y me han dicho que la empresa quebró. Luego he mandado mi CV a
otros sitios, pero me he enterado de que los especialistas como yo ganan muy
poco. Alicia me ha presentado su plan y le he dicho que me parece buena la
idea. Vamos a abrir una floristería. Por el momento mi estudio está bajo llave
y mejor que sea así. Creo que de tanto leer novelas del siglo pasado se me
descompuso el coco. Bueno, mañana vamos de compras. Necesito ropa nueva y
cambiar de imagen. Me voy a cortar el pelo y ya no quiero llevar está barba
horrible. En gran medida mi aspecto ha de haber sido uno de los factores que
arruinaron mi relación. También el mal carácter. Alicia ya no me lo dice, pero
recuerdo que teníamos discusiones larguísimas por estupideces. Ahora trato de
ver las cosas con más sencillez. Sin darme aires de intelectual. Ja, qué simple
es la vida, dice Alicia mientras saca los trastos del lavavajillas. Sí, le
digo, esa máquina es una maravilla.
Llevo una semana haciendo
los trámites para el local. He conseguido que me abastezcan de flores y mi
mujer ya ha registrado nuestro negocio. Pronto empezaremos, mejor dicho,
comenzaré con la venta de flores. Esto seguro que nos dará mejores
posibilidades económicas. Tengo muchas ganas de ayudarle a Alicia, sé que por
mi culpa se ha endeudado un poco y lo mejor que puedo es ser solidario en estos
momentos. Hace poco noté la actitud de los vecinos. Me saludan con prudencia y
se asombran cuando les comento cosas. No creo que cuestiones sobre el tiempo y
alguna broma motiven la desconfianza. La señora López me ha dicho que esta muy
contenta de verme tan cambiado. ¿Cambiado? —le he preguntado, pero me ha visto
con sorpresa y se ha retractado—. ¿En qué sentido? No ha dicho nada y con una
risa forzada se ha ido.
Me siento fantástico. La
gente viene a comprar flores para todo. No me imaginaba que hubiera tantos
motivos para regalar una flor. Para nosotros eso es bueno, somos los únicos que
vendemos flores aquí. Además, resultó que tengo talento para envolver y
decorar. Mis arreglos han cobrado cierta fama y los clientes vuelven pidiendo
las combinaciones de rosas, peonias, claveles y tulipanes. A veces pienso que
estoy viviendo una existencia ajena. En algunas ocasiones me ha asaltado la
duda del pasado. Alicia me ha ocultado muchas cosas. He visto solo nuestras
fotos de la boda y todas en las que estamos abrazados o contentos, pero
recuerdo que había algunos álbumes en los que tenía fotos de mis amigos y mi
familia, pero ella dice que no los tenemos. Eso es muy raro y tengo la
sensación de que los he visto hace muy poco tiempo. ¿Dónde habrá metido todo?
También me preocupa el estudio. No lo hemos abierto desde hace un mes y sé que
tengo cosas importantes allí.
III
He visto un sueño
rarísimo. En realidad, lo percibí todo cuando estaba casi a punto de
despertarme. De hecho, ya oía los pájaros trinar y un haz de luz solar me daba
en la cara. Sentí el cuerpo caliente de Alicia y de pronto me vi a mí mismo con
un traje del siglo XIX. Estaba dando vueltas por la casa y le pedía a mi criado
que me entregara la correspondencia. Era todo, pero sentí que esa imagen era tan
real como la vida misma. Me levanté y me ocupé de otras cosas. Hice el desayuno
y esperé una hora a que se levantara mi mujer. Puse la radio y escuché las
noticias. No había nada nuevo. Seguía la política expansionista de Israel, las
eternas riñas entre La Nueva Rusia y los EE UU, nuevas reglas para los
conductores, aumento en los productos de importación, etc. Bajé al buzón por la
correspondencia. Estaban todas las facturas, talones publicitarios y un folleto
de ropa de una tienda famosa. Lo puse todo en la mesita de centro y me encontré
con la mirada de Alicia. Me abrazó y me dio los buenos días. Nos fuimos a
desayunar. Luego nos vestimos y nos marchamos a la tienda. A ella le gusta
pasar el fin de semana en el local. No es muy amplio, pero está muy bien
ubicado. Hay muchos curiosos que se quedan mirando nuestros arreglos. Una
señora mayor nos ha comprado un ramo de rosas para su amiga. Hemos conversado
con ella de tonterías, pero ha sido agradable.
Por la noche han sucedido
cosas increíbles. Pensaba que eso del amor carnal se había terminado entre nosotros,
pero qué va, estamos en buenas condiciones y con un gran futuro. Después del
esfuerzo estuvimos hablando cosas de nuestra juventud, luego recordamos nuestro
primer encuentro y las noches que pasábamos haciendo planes para el futuro. No
se cumplió casi nada. No se nos dio lo de los hijos, Alicia terminó su carrera
y el doctorado. A mí se me complicó más la vida, pero lo bueno es que seguimos
juntos. Bueno. Mañana será otro día.
IV
No lo puedo creer. Tengo
un dolor fortísimo de cabeza. Siento como si me estuvieran diseccionando el
cerebro. Por momentos veo cosas extrañas. Muchas imágenes se relacionan con ese
sueño extraño que tuve. Todo ha sido porque abrí mi estudio y me puse a
fisgonear. Al principio, vi que todos mis libros tienen anotaciones. ¿Cómo me
he podido olvidar de ellos? Hay muchos, la mayoría son colecciones completas de
las obras de famosos escritores. Tengo, incluso dos de los libros de Balzac,
una con empastado azul marino y otra negra con letras doradas. Hay muchos de
Tolstoi, Dostoievski y mis amigos franceses. También hay objetos antiguos que
parecen sacados del museo de historia. Hay notitas por todos lados. Al
principio me he querido salir de allí con los documentos que buscaba, pero luego
me he sentado y he visto una carta o un aviso escrito por mí. No sé hasta que
grado sea cierto lo que puse allí y me parece que eso lo haría solo un loco.
Ahora trato de atar cabos y recordar ese día que fui hipnotizado, pero es como
si no lo hubiera vivido. Tengo mil dudas y cada minuto me siento más nervioso.
Es como si de pronto comenzara a reconstruirse mi cabeza y las imágenes fueran
surgiendo poco a poco. Comienzo a ver pasajes de libros. Personas en coches,
calles oscuras iluminadas con candiles. Necesito irme a trabajar, pero no creo
tener fuerzas suficientes. No me quiero quedar aquí, sin embargo, los
pensamientos no me dejan en paz.
La noche ha sido
horrible. Alicia se ha puesto de muy mal humor. Me ha echado la bronca por
haber entrado al estudio. Llamó al doctor y estuvo consultando con el dos
horas. No me imaginó por qué hizo tanto alboroto. Le dije que estaba bien, que
lo único que me preocupaba era la floristería, pero me echó en cara mi
estupidez y perdí la paciencia. Eso fue lo peor que pude haber hecho. Se puso
muy caprichosa, rompió la vajilla y casi rompe la puerta. Llevamos unas horas
sin hablar. Le hago preguntas y no responde. He pasado todo el día fuera. Me he
puesto de malas y los clientes me han mandado al demonio. Les pedí disculpas,
pero no me compraron nada.
V
Estoy irreconocible. Me
he puesto una chistera y un traje pasadísimo de moda que estaba arrumbado
debajo de mi mesa de trabajo. Me he puesto a escribir cosas importantes. Por
precaución he cerrado la puerta para que Constance no entre. La he oído hablar
con el doctor. Hablan de una hipnosis fallida. No entiendo nada de lo que
dicen. Tampoco he querido responderle a mi esposa. Le he recordado lo del
libro. Dice que es mentira, que nunca ha leído nada semejante. Me ha mencionado
una floristería, pero no me importa nada. Tengo muchas cosas importantes que
hacer y si quiere que le regalen flores, que cambie de actitud y se comporte
como lo que es, una ama de casa. SE ha extraviado la carta de Leo. No la puedo
hallar por ningún sitio. La necesito ya. Me hago una idea del contenido y hasta
podría arriesgarme a contestar a ciegas, pero qué dirá mi queridísimo amigo.
Estaría en juego mi reputación. ¿Luego? ¿Con qué cara podría presentarme ante Gustav?
¿Qué me diría Honore y Víctor Hugo? No, es necesario buscar con más
escrupulosidad. No, aquí no está. En el armario tampoco. ¡Ah, ya! ¡Qué tonto
soy! Está allí, sí, exacto. En el libro de воскресенье. ¡Bien! ¡Veamos, querido
amigo! Sí.
“Estimado Jan, te escribo
para comunicarte que me será imposible llegar a tu casa en verano. En Ясная поляна o, como le dice usted,
Calvero claro, tenemos mucho trabajo. Tengo muchas cosas que enseñarles a los
niños de los campesinos. ¿Sabe? Nuestra sociedad es injusta con los pobres. Son
explotados y humillados, jamás el estado les dará las condiciones adecuadas
para que tengan una vida digna. Mi deseo es que gocen de los beneficios de mi
riqueza. En mi casa tengo problemas con mi familia. Nadie entiende nada y son
egoístas. Algún día la gente reconocerá este esfuerzo. En fin.
Por otor lado le comento
que he escrito mi libro sobre la iglesia ortodoxa y me han excomulgado. Ha sido
el patriarca que dice que soy un hereje y que merezco ir al infierno. Se ve que
no ha tenido ni la curiosidad, ni el valor para leer. ¿Con qué derecho se da la
libertad de quitarme el derecho al cielo? ¿No será que lo ha consultado con
dios y el creador le ha dicho que me merezco ser condenado solo por criticar a
los religiosos? En breve le llegará un ejemplar firmado por mí. Léalo a
conciencia y deme después su amplia y valiosa opinión. Se despide de usted su
amigo de siempre,
León T.
Bueno, no era lo que yo
pensaba. Gracias a dios la encontré. Bueno es hora de responderle. ¡NO me
molesten! ¡Que no ven que estoy trabajando! ¡Ay! Ya está aquí otra vez el
doctorcito. ¡Esta vez no me va a engañar! ¡Ya no quiero seguir con su método
tonto! ¡Váyase y déjeme en paz!