lunes, 16 de noviembre de 2020

La hermosa villana

Mi caso es el de aquellas chicas que fueron descubiertas en una cafetería por casualidad. Suena a cliché, pero fue así en realidad. Estaba cubriendo el horario de mi compañera Annie que se había enfermado y llegó un hombre trajeado. Se notaba de inmediato que era influyente. Su forma de mirar, de pedir el menú y conversar lo delataban por más que se esforzara en ocultarlo. Además, sus manos estaban muy bien cuidadas, llevaba un anillo de oro con una gran piedra y un reloj de muy buena marca. Se quitó el sombrero y el abrigo al entrar, vio un sitio vacío y se sentó. Me acerqué y le di el menú. Me miró con curiosidad y mientras atendía a los demás clientes sentí su mirada pegada a mi espalda. Era como un cosquilleo muy persistente en la nuca. Le pregunté tres veces si ya había decidido lo que quería tomar, pero estaba poniendo a prueba mi paciencia. No podía reñirle o tratarlo como a los típicos hombres que aparecían por allí para invitarme a salir. Después de varios intentos y, cuando ya había empleado todo mi encanto, se decidió por un café y unos huevos con tocino. Me pidió varias veces servilletas, agua, sal, palillos y cualquier cosa que le pudiera ofrecer una excusa para llamarme. Terminó de comer y después me preguntó mi nombre, dijo que no le gustaba, que era demasiado alemán. “Ya hay una Dietrich, una Hagen y una Bergman, así que te tendrás que cambiarte el nombre, querida—lo dijo como si fuera un director de cine que va a elegir su reparto—. ¿Qué te parece Diana Lange? No está mal, ¿no?”. Le sonreí cortésmente y me encogí de hombros. Le entregué su cuenta y me retiré. Cuando volví a cobrarle ya estaba de pie. Era bastante alto y me preguntó por el dueño. Le dije que estaba en su oficina al lado de los baños. Se fue directamente a verlo y diez minutos más tarde me ordenó que me quitara el uniforme, que fuera por mis cosas y me despidiera de mis amigas. Me fui a cambiar y me choqué con el dueño.

Enhorabuena, dijo muy alegre, te has ganado la lotería, Catherine. No sabía en ese momento a qué se refería y tampoco tenía mucho deseo de investigarlo porque el tipo no me caía bien y si trabajaba en su establecimiento era por la gran necesidad que tenía de hacerlo. Cuando volví con mis cosas el hombre rico se presentó y me dijo que le indicara el camino a mi casa. Le contesté que alquilaba un piso con una compañera. Me llevó hasta mi dirección y saqué mis cosas. Me había dado su tarjeta y me mostró un periódico reciente en el que salía su nombre. Nunca lo había visto porque no me interesaban los directores de cine. Veía las películas y si me gustaban recordaba el reparto, pero nada más. Ese día cambió mi vida por completo y pensé que, por fin, la suerte iba a sonreírme. Lo que no sabía era que mi destino, ya torcido desde la adolescencia, llevaba al mismísimo infierno. Una especie de círculos dantescos e infernales.

Mi padre nos abandonó un poco después de que cumplí los trece años. Ya no pudo soportar la infidelidad de mi madre y su frivolidad. Era, en cierto grado una ninfómana, pero su mal, más que físico, era mental. Siempre he pensado que ella buscaba a los hombres para que la humillaran, era masoquista y deseaba que su cuerpo sufriera como si esa fuera la penitencia por haber nacido. Quizá estaba inconforme con su feminidad y ese era su modo de vengarse. Muchos hombres entraron en la casa. Le daban un poco de dinero y hacían con ella lo que se les antojaba. A mis quince años me sentía con la necesidad de huir, pero vi tan mal a mi madre que pensé: “Si la dejo ahora, se morirá y cargaré con ella el resto de mi vida”. Hice mal en no largarme porque se le ocurrió la idea de alquilar una habitación. La casa era pequeña y tenía dos pisos. Había un estudio en la planta baja que mi padre siempre había usado para descansar y leer. Mi madre lo puso en alquiler.  Muy pronto apareció tipo que trabajaba de obrero. Tenía un gesto raro que no se podía definir a primera vista y no estaba claro si era por una dolencia física o tenía dentro algo monstruoso. Era lo segundo, pero lo descubrí muy tarde.

Las primeras semanas se comportó bien, pero cuando llegó el cumpleaños de mi madre le entregó un regalo caro, la embriagó y le dijo que se quería juntar con ella. Le prometió bienestar, seguridad y diversión en la cama. Como mi madre no trabajaba, aceptó y comenzó a beber más de lo habitual. Se caía en el salón por la embriagues y se quedaba tumbada en el diván. Joseph la encontraba así, la levantaba en vilo y la metía en la cama. Jamás me atreví a asomarme y ver qué era lo que hacía cuando mi madre en su delirio le gritaba e insultaba. No podía soportarlo más y decidí marcharme. No tuve tiempo de hacerlo cuando debía porque el fin de semana que estaba preparando mi huida llegó Joseph muy de madrugada y se metió en mi habitación. No estaba tan borracho. Me desperté y lo vi horrible. La luz de la luna le daba en pleno rostro y su sonrisa de dientes torcidos era macabra. Me tapó la boca y me hizo infinidad de porquerías. Me tuvo atada dos días y descargó toda su escoria sobre mí. No deseo contar con detalles lo sucedido, pero cualquier mujer queda destrozada después de una experiencia así. Me escapé de milagro y fui a denunciarlo. La policía lo interrogó e incluso lo metieron en una celda, pero lo dejaron ir por falta de pruebas. Estaba tan herida y ultrajada que me prometí matarlo algún día.

Abandoné la ciudad y comencé a trabajar de camarera. Trataba de evitar el contacto con los hombres y cada vez que recordaba lo sucedido en mi casa o veía un sueño que se relacionara con eso, me asaltaba el pánico y me quedaba tiesa por mucho tiempo. Pensé que la única forma de acabar con mi mal, era vengarme, sacarme esos demonios del interior, y así lo hice. Reuní un poco de dinero y conseguí un arma. Era una pistola vieja y medio oxidada, pero disparaba bien. Me la consiguió un viejo solitario que tenía una tienda de antigüedades. No tiene valor como antigüedad, pero dispara, dijo mirándome con ojos de cómplice. Me la dejó por unos cuantos dólares. Incluso me llevó a un descampado y me enseñó a usarla. Me fui decidida a dispararle a quema ropa al maldito Joseph. Él ya no vivía en mi casa. Mi madre estaba muy demacrada y seguía encontrándose con los tíos, tenía muy mal aspecto y en mis tres años de ausencia se había convertido en un esqueleto. Una tarde fui a la fábrica y esperé a que saliera mi víctima. Lo seguí hasta su nueva casa. Vivía solo en un cuchitril. Esperé a que llegara el viernes y lo dejé que se emborrachara en un bar. Salió cerca de la madrugada, se fue por una calle mal iluminada y lo seguí. Me le enfrenté y cuando me vio se rió con sarcasmo. Se apoyó en una pared y comenzó a burlarse de mí. Le apunté a la cara y disparé. Fue horrible. Ver su sangre saltar por todos lados y mirar su rostro desfigurado no me liberó de mis problemas, al contrario, hizo que la zanja fuera más profunda en mi alma.

Pasó el tiempo y logré ocultar mis traumas, mas no superarlos. Jerome Adams apareció en un momento muy certero. Tenía la cabeza tranquila cuando me encontró y hasta pensé que con un hombre así, podría superar mis fobias. Lo malo es que a él no le interesaba como mujer, sino como actriz. Me dijo que tenía una combinación de niña inocente y demoniaca que me serviría para ser una estrella. “En las películas de suspenso serás La Diva del crimen, te lo juro”. Pagó el alquiler por seis meses y le dio dinero a mi compañera de cuarto, subió mis maletas al coche y nos marchamos. Hicimos tres horas hasta la ciudad. Jerome me condujo a los estudios. Ya tenía un lugar selecto en la comunidad cinematográfica. Toda la gente lo saludaba. Era agradable y muy comunicativo. Tenía una forma muy especial de inclinar la cabeza y quitarse el sombrero. Contaba chistes muy graciosos y bromeaba contagiando el buen humor. Solo que en cuanto cogía el altavoz y sonaba la claqueta, se transformaba y podía echar a quien fuera del escenario si no hacía las cosas como las pedía. A mi me dijo que la señora Sara Butler me daría clases de actuación y cuando estuviera preparada me lanzaría al estrellato. Comencé a llevar una vida muy agradable. Todo el tiempo había reuniones en las casas de los famosos. En la semana me dedicaba a interpretar los papeles que me daban para entrenarme y me sentía muy bien. Los viernes por la tarde comenzaba el ajetreo. Es de conocimiento público que no terminé la escuela y que nunca asistí a la universidad, pero para la actuación no lo necesitaba. “El peinado y esa misteriosa mirada son lo único que necesitas para triunfar, muchacha”. Era verdad, lo decían todos y la primera película que hice me lo dejó muy claro. Aunque mi participación era muy breve, el público se fijó en mí. En las fiestas me elogiaban y me animaban a ser la maléfica protagonista en los films de detectives. Con la primera cinta me llegó el éxito.

Creí que la fortuna se haría mi amiga y tendría el mundo a mis pies, pero surgió el adefesio que se había encargado de volver mi alma putrefacta. No podía relacionarme con ninguno de mis pretendientes. Por más que lo intentaba, no podía soportar sus besos y me ponía los pelos de punta que me trataran de desnudar, mi reacción era impredecible y se comenzó a propagar el rumor de que era una gata salvaje a quien no convenía tocar. Me gané el respeto de todos, pero eso me dejó aislada. Mientras estaba en el escenario era una persona como todas, pero una vez que se terminaban los rodajes y volvía a mi camerino sentía que mi cuerpo se llenaba de púas. Las personas se alejaban y nadie quedaba conmigo para salir. En las reuniones se me acercaban por compromiso, pero nadie entablaba amistad o simples conversaciones conmigo. Me fui quedando sola a merced de los monstruos que me acosaban por las noches. Lo más terrible es que pasé de moda muy pronto y me remplazaron por mujeres más altas y con mejor figura. Esa imagen de niñita traviesa dejó de ser un gancho para las malvadas asesinas o amantes fatales y me quedé aislada en mi vivienda. El dinero comenzó a escasear. No tenía muchas deudas, pero lo que poseía no me daba la oportunidad de seguir a flote en esa élite. Conseguí papeles secundarios y bajé de nivel, aunque interpretaba mejor los papeles. Comencé a refugiarme en la bebida para olvidar mi fracaso.

Al principio tomaba unas copas para conciliar el sueño, pero el ocio, el mal humor y la situación económica me hundieron. Me miraba en el espejo y ya no me veía a mí, sino a mi madre. Iba en picado por la misma cuesta. Sabía que no serían los hombres quienes me echarían a la fosa común. No, no eran ellos y jamás podrían hacerlo. Solo el maldito alcohol tenía ese poder fabuloso de engañarme y luego hacerme perder en un laberinto del que salía bañada de vómito, dolor de cabeza y arrugas. Cuando ya no pude soportar el vértigo del descenso me fui a una comisaría y escribí mi confesión. Se abrió el caso y se hizo pública la noticia. Había logrado llevar a la vida real a mis protagonistas. Los reporteros se dieron vuelo escribiendo sobre mi naturaleza oculta. Me calificaron de esquizofrénica, psicópata y asesina serial. Paré aquí en esta celda. Con una condena de reclusión perpetua. No sé si podré resistir mucho. Lo más probable es que una de estas noches no tenga la fuerza suficiente para seguir viviendo y me vaya para siempre.

 

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