domingo, 1 de noviembre de 2020

El barquero

El sol pegaba muy fuerte y el barquero estaba muy aburrido. Se secaba continuamente con su paliacate. Podía haberse ido a la sombra a descansar, pero un presentimiento se lo impedía. Había oído que unos alemanes se habían hospedado en el pueblo y que les gustaba mucho mirar los alrededores. Tienen que venir, le decía una voz persistente dentro de la cabeza. Los árboles estaban lejos de la orilla y Eleazar sabía que, a su edad, protegerse bajo la sombra de un pirul lo sumiría en un sueño largo, que se le olvidaría todo y ni un tornado lo despertaría. Siguió mirando algunos pájaros que picoteaban el suelo. Pensó en la vida tan tranquila que llevaban esas aves. Dieron las dos de la tarde y se enjuagó la cara y el pelo, miró su bote y comenzó a limpiarlo. No estaba tan sucio, pues casi no había llevado a nadie del otro lado. Las tripas le rugían y pensó que si hubiera sido más joven iría a pedirle a sus conocidos un poco de alimento, pero lo ataba el orgullo. Ya había pasado todas las calamidades de una larga vida y estaba acostumbrado a supervivir. Sintió un soplo de viento fresco y se alegró un poco. Era reconfortante. Se ajustó los pantalones y comenzó a dar vueltas en círculo, vio las aguas del río muy tranquilas, se parecían a unas lentes que hacían borrosas las nubes y el cielo. De pronto oyó un ruido. Dios, qué bondadoso eres, se dijo muy alegre. Se alisó la ropa se acomodó el sombrero y esperó a los turistas. 

Un hombre canoso que hablaba un poco de español le preguntó cuánto les cobraría por cruzarlos a la otra orilla. Con los dedos les mostró la cantidad y le dieron el dinero. Los ayudó a subir y se deshizo en todo tipo de amabilidades. Iban el hombre canoso, su esposa, otra mujer más de edad avanzada y una cincuentona que no terminaba de amoldarse al grupo. Era delgada y muy sería. Llevaba un sombrero de alas muy anchas y unas gafas muy oscuras. Entre las risas y el asombro ante las maravillas de la naturaleza reinaba un aíre de cordialidad, roto en parte por la mujer del enorme sombrero. De pronto, se hizo un poco de silencio. Eleazar remaba sin prisa con mucha naturalidad, pero retrasaba un poco el ritmo para dar la sensación de que el trayecto era muy largo. La esposa del alemán encendió su radio y comenzaron a salir unas notas. Al principio muy débiles, pero luego cobraron forma. Se esparcían como un enjambre de mosquitos y cuando entraban por las orejas no eran desagradables, al contrario, el cosquilleo que producían era de placer. Eleazar sintió su cuerpo menos pesado, sus pulmones más vigorosos y los brazos más fuertes. La composición clásica lo estaba alimentando. No había escuchado antes algo tan bello. Si, era cierto, había escuchado a muchos compositores clásicos en la casa de doña Aurelia, que a veces lo llamaba para que limpiara sus tierras de la hojarasca o recolectara algunas hortalizas, pero nunca algo tan conmovedor y, al mismo tiempo, tan celestial.

Los turistas iban inmersos en sus pensamientos y evitaban las miradas. Eleazar pensó en las palabras del poeta que había encontrado en la plaza del pueblo. Habían corrido muchos años y lo que el joven de cabello embadurnado de vaselina había dicho resurgió en su cabeza. “Hay música que suena a canto de sirenas”. Ahora su incredulidad se desvanecía y de qué forma. Esas vibraciones de la voz de los instrumentos, unida a las sopranos le estaban sacando lágrimas. La sensación se había convertido en imágenes de su pasado. Los compases rítmicos eran iguales a los pasitos que daba Estela en los bailes de los domingos. Recordó su sonrisa esplendida y juvenil. Sus carnes bañadas de un rocío de salubre rosa. El primer beso y esas trenzas haciendo un nudo para atarlo de por vida. Qué largo había sido el trayecto, cuántas desgracias los maniataron y estuvieron a punto de aplastarlos, pero la esperanza y, sobre todo el amor, los habían sacado a flote. Ahora esa música de sirenas no eran las del Ulises intrépido, eran las de su río. Nunca las había escuchado así, con tanto dolor y al mismo tiempo celestiales. Dejó de mover los remos y miró el cielo para imaginar mejor esos pasajes que tanto había disfrutado en su vida. El nacimiento de sus hijos, las riñas y reconciliaciones con Estela. Las fiestas familiares, los amigos y sus borracheras. Se quedó calculando el valor que todo eso tenía para él. Las notas le seguían destilando placer, tanto que se desplegó una enorme sonrisa en sus labios. Los turistas estaban desconcertados y no querían sacarlo de su trance. Pensaron que tal vez quería mostrarles algo y soportaron en silencio esos minutos estáticos. Luego, se reanudó el movimiento. Era más decidido, más rítmico y parecía generarse con los recuerdos de Eleazar.

Por fin llegaron a la orilla. Le dijeron a Eleazar que los esperara hasta su vuelta. La mujer del sombrero le dio la radio y le enseñó cómo funcionaba. Le mostró los botones para adelantar o retrasar la cinta. Le indicó cómo subir el volumen si lo deseaba y le previno de que las baterías podrían terminarse y en ese caso no se preocupara. Eleazar los vio alejarse hacia las ruinas de una ciudad muy antigua. Atracó el bote en la arena y se tumbó a escuchar de nuevo los mágicos cantos. La sensación se repitió y las gotas saladas volvieron a surgir de sus ojos. Esta vez dejó correr más sus recuerdos y, cuando estos volaron con plena libertad, comenzó a filosofar. Se preguntó si su vida había merecido la pena. Había sido buen trabajador, buen amigo y buen padre. Su mujer no tenía demasiadas quejas y él la había complacido en la medida de sus posibilidades. Eso sí. Rico jamás había sido, ni había gozado de la compañía de mujeres bien vestidas y perfumadas, no había comprado una hacienda, ni había sido revolucionario, ni siquiera había destacado en su comunidad. No se había caracterizado por ser valiente o líder, pero lo poco que había logrado era suficiente para ser feliz. Para él era muy simple y no se requería de tenerla como una sensación permanente. La felicidad real eran esos momentos que se despertaban como bellas mariposas agitadas por la música. ¿Cómo no lo había descubierto antes? Decidió que solo después de haber transcurrido el trayecto surgía esa capacidad porque jamás lo había experimentado de esa forma.

Llegaron los turistas y se pusieron en marcha. Vieron con satisfacción que el hombre estaba feliz. Pensaron que una cosa tan simple como una grabadora con un casete eran suficientes para que un hombre viejo fuera dichoso. Lo que desconocían era todo lo que había dentro de ese ser y de haberlo adivinado les habría corroído la envidia porque a final de cuentas aquel hombre pobre y sin preparación se había entregado más a la vida que cualquiera de ellos. Al llegar le dejaron la grabadora y le dieron las gracias. Eleazar se sentía como un niño con zapatos nuevos y se olvidó de las penas, el hambre y la desgracia. Ya tenía una medicina que le haría más ligero el peso del tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario