jueves, 4 de enero de 2018

El nuevo Tokio latino

Akihiro se fue del Japón. Llegó a un país latinoamericano para pasar el resto de su vida cerca de la naturaleza. Era joven todavía y deseaba cambiar de existencia por completo. Le había dedicado tres décadas a su trabajo y tenía un capital que le permitiría vivir sin problemas en un pequeño pueblecito del centro del país. Había algunas montañas cerca y se veía desde su pequeña casa de adobe, un volcán nevado que le recordaba al Fuji. Llegó en un autobús de segunda clase y tuvo que andar más de un kilómetro para llegar a su destino. No llevaba equipaje y conservaba sólo algunas cosas que lo unían a su patria. Por el trayecto se dio cuenta de que había un río, pastizales ralos, muchos cactus, y árboles frutales. No había muchas casas y la población vivía de lo poco que se producía allí. Lo más abundante por temporadas era el maíz, el frijol, el tomate, las lentejas, garbanzos y frutas. Se estableció en su pequeña vivienda que estaba limpia, pero no contaba ni con baño ni con luz.
Una mujer del pueblo de nombre Magdalena le llevó comida y conversó con él un poco. Akihiro había estudiado español en su empleo y había negociado un par de veces con los españoles. Casi no habló de sí mismo y arremetió con muchas preguntas breves a la mujer que se admiraba que un extranjero la entendiera tan bien y le ayudara con las palabras que desconocía. Al terminar la conversación le dijo a su nuevo conocido que tuviera cuidado de cerrar bien la puerta por la noche y arroparse bien.

Al día siguiente salió como si hubiera sido alumbrado en otro mundo. Un hombre joven acompañado de una vaca lo miró con curiosidad y lo saludó.  Akihiro se dirigió al río y se echó un chapuzón en el agua fría. Salió temblando, diciendo cosas en su idioma que los curiosos, escondidos entre los matorrales, no entendieron y al tratar de acercarse para oír mejor, delataron su presencia. “Vengan aquí—les dijo con una gran sonrisa y temblando enrollado en su toalla—. Báñense conmigo”. Nadie aceptó y lo siguieron hasta el otro lado del pueblo. Como no tenía la presión del trabajo y las responsabilidades de antes, Akihiro, paseaba mucho. Descubrió unos árboles a punto de caerse y les pidió a algunos hombres que le ayudaran a cortarlos. Los pueblerinos no dejaban de asombrarse con el nuevo habitante que les parecía un extraterrestre. Pidió que le ayudaran a hacer tablas y vigas. Trabajó en compañía de todos y se hizo amigo de los jóvenes a quienes enseñaba con paciencia. Cuando consideró que tenía la madera suficiente para poner los cimientos de su casa, se fue a escoger un terreno plano. Eligió la orientación, contó los pasos que había hasta el río, aplanó el terreno y empezó la edificación. Diseñó un techo sencillo, le regalaron tejas que fue adaptando al estilo que deseaba, se hizo unos muebles prácticos y con paja hizo grandes biombos, dinteles y puertas correderas para dividir las habitaciones. Les pidió a unas mujeres que le diseñaran unas mantas de lana gruesas para ponerlas como alfombras. La gente aprendió muchas cosas, tales como elaborar papel de arroz y atar juncos como bambús. Rápido le pidieron autorización para usar sus técnicas de decoración e, incluso, construir algunas copias de su casa. Akihiro se alegró mucho al saber que la gente estaba dispuesta a realizar cualquier tipo de trabajo en su compañía.

Colaboró en las reformas de algunas casas, enseñó a la gente a tomar té por las tardes y bebía con gusto la bebida caliente de maíz que le llevaban todos los días. En una ocasión preguntó por qué no dividían los terrenos para sembrar arboles frutales y todo tipo de legumbres. Fue cuando se enteró de que nada se podía producir sin la autorización de don Nacho, el cacique que dominaba la región. En realidad, don Nacho ya estaba al tanto de lo que sucedía en el poblado y estaba esperando el momento para presentarse ante el extranjero y dictarle una por una las normas que tendría que acatar. Akihiro habló con Felipe, uno de los hombres más fuertes y le preguntó qué pasaría si empezaran a producir legumbres. La respuesta no fue muy esperanzadora porque se enteró de que tendrían que recibir la autorización de don Nacho para desviar el agua para el riego, además le tendrían que dar el cincuenta por ciento de la cosecha y la otra si se las compraba a bajo precio. Akihiro anduvo dando vueltas por todos lados, hizo mediciones, calculó distancias, preguntó por el temporal y las sequías y lluvias, preguntó por los almacenes de semilla, buscó garbanzos, habas, frijol, maíz. Preguntó por las higueras, los limoneros, la naranja, el aguacate y los nísperos. Llamó a las familias y las puso a dividir sectores de tierra y les indicó por donde harían los surcos, que sitios eran mejores para probar con el arroz. Una semana después escribió una carta para que se la llevaran a don Nacho.

La visita no se hizo esperar. Llegó acompañado de sus matones y de forma altiva le advirtió que, si seguía organizando a la gente en su contra, se tendría que atener a las consecuencias. Akihiro le dijo que en su país eso ya había pasado en la Edad Media y que no le preocupaba mucho, que mejor le dijera bajo que condiciones estaría dispuesto a negociar. Como se lo habían dicho, don Nacho pidió el cincuenta por ciento de la cosecha y precios favorables para la compra del resto. Akihiro le dijo que estaba de acuerdo en lo primero, pero que en lo segundo no porque el fruto del trabajo sería para la manutención de la gente de allí. Don Nacho miró la tierra y preguntó si iban a tocar a los animales. Akihiro le dijo que sí, pero que, si aceptaba el cincuenta por ciento, le entregarían a tiempo su parte. Don Nacho con una sonrisa sarcástica miró alrededor, repasó con ojos de águila a los reunidos y dijo que aceptaba. Akihiro le dijo que le enviaría un documento para que lo firmara y así se comprometieran las dos partes.

La gente comenzó a arar la tierra. Se dividieron la producción por temporadas y quedaron en construir almacenes para mantener los sobrantes. Sembraron peros, manzanos, limoneros y aguacates. Akihiro consiguió unos cerezos y los puso cerca de su casa. Organizó a las personas para mejorar los caminos y pronto se vio circulando una gran cantidad de caballos flacos por el centro de la localidad. Se había construido una gran fuente y se habían puesto un quiosco rudimentario pero multifuncional.  Pronto la gente comenzó a sacar sus instrumentos musicales y algunos vecinos llegaron arrastrados por la curiosidad. La población a la que todos llamaban el nuevo Tokio mantuvo su promesa de no lucrar con la producción. El mismo don Nacho estaba asombrado de que una población tan pequeña produjera casi lo mismo que sus grandes territorios. Había siempre peleado por el agua y era una de las razones por la que el antiguo pueblo de San Martín estaba a punto de desaparecer. Ahora, era imprescindible para el terrateniente que con gusto vio que la producción crecía con los meses. En el nuevo Tokio la gente se paseaba y recibía, por cortesía de los habitantes, granos de maíz cocido, higos o cualquier fruta de temporada. Había lugares especiales para depositar la basura, la limpieza era una de las grandes responsabilidades y por eso nadie tiraba nada. Se construyó una pequeña capilla y se empezaron a oficiar misas. El padre Armando, que se había retirado por problemas con el Vaticano, encontró en Akihiro un consejero sensacional. Le recomendó muchos libros de cristianismo en los que se hablaba de las enseñanzas de Cristo como una escuela de la no violencia y bienestar espiritual del hombre.

 “Hermanos—decía vestido de campesino el padre Armando—. Recapacitemos sobre los preceptos de Cristo. Debemos hacer el bien para recibir el bien y atacar el mal con el bien porque el mal sólo trae problemas y violencia. El hombre no debe vivir para las necesidades y perversiones de la carne. No nos dejemos llevar por la ira, la envidia, el odio, los celos y todas esas pasiones que nos crean la enemistad con el prójimo. Vivamos para desarrollar nuestro espíritu y démosle a nuestro querido amigo Akihiro las gracias por su bondad y buena fe”.
Don Nacho comenzó a preocuparse porque los espías que mandaba para ver qué tanto fraguaban en la población regresaban transformados y algunos habían perdido empuje. Ya no era tan bravucones como antes y uno que otro de plano desertó, a pesar de las amenazas de don Nacho. “Tiene que ir a oír lo que dicen allí, don Nacho—le decían las personas sin inmutarse—, esos hombres le cambiarán la vida. No quieren revoluciones, ni tierras ni dinero, sólo vivir en armonía”. Qué armonía ni que ocho cuartos—decía enfadado don Nacho sin poder entender la situación real—. Ya verán cuando me comunique con el gobernador y le diga el complot que están tramando esos canijos. Se van a acordar de mí, carajo.

El gobernador Rosendo Méndez ya conocía los detalles del conflicto y cuando don Nacho lo visitó en su oficina le dijo que haría todo como de costumbre, pero que tratándose de un extranjero las cosas se complicaban y necesitaría más tacto, además estaban por celebrarse las próximas elecciones y no podía arriesgarse mucho para no perder votos. Llegaron a un acuerdo y establecieron una fecha para desaparecer al incómodo visitante que tanto daño había causado en la región. Un día antes de que se llevara acabo el plan secreto del gobernador, llegó al nuevo Tokio, Isamu, un compañero de Akihiro, que había hecho el viaje atraído por la curiosidad que le despertara su ex compañero de trabajo. Fue recibido con honores al estilo tradicional y la gente se ofreció a construirle una casa igual a la de Akihiro en el terreno de enfrente. Se negó con insistencia, pero esa misma tarde la gente se fue a buscar árboles apropiados para elaborar las vigas. Se echó a andar toda la máquina de construcción y en una semana ya se veía la distribución de la casa. Isamu dijo que estaría poco y que no hacía falta trabajar tanto, pero al paso de los días se fue convenciendo de que su amigo le había dicho la verdad.  Cuando pasó la primera noche en su propio lecho decidió que se uniría a Akahiro para mejorar la calidad de vida en la región. La primera necesidad que sintió fue la de crear unas escuelas de arte en las que se enseñaría actuación, música y pintura, que era las disciplinas que le gustaban más y tenía una gran experiencia enseñándolas. Hablaba bien el español, pero su nivel era mucho más bajo que el de su paisano.

Con la aparición de Isamu el plan del gobernador y don Nacho se frustró, pues no tenían previsto asesinar a dos extranjeros, así que simularon su retirada mientras pasaba la amenaza. La escuela fue un éxito. Pronto se formaron grupos de teatro, música y baile. Se daban funciones gratuitas y se organizaron exposiciones de pintura al aire libre. Comenzaron a llegar turistas que por boca de algún conocido se habían enterado de la existencia de esa comunidad tan rara. Como la carretera que llevaba hasta esa población pasaba por los terrenos de don Nacho, éste comenzó a cobrar por el peaje. La gente que llegaba al lugar recibía la cordialidad de los lugareños. No había hoteles, pero la gente les ofrecía sitios en sus casas para pasar las noches. Pronto se enteró el Gobierno de que el turismo se había ido desviando poco a poco hacia esa parte de país. Salió a la luz el nuevo Tokio y se supo que los beneficios mayores se los quedaban don Nacho y Rosendo Méndez. El primero recibió la visita de un general del ejército con orden de arresto y confiscación de sus bienes. Fue condenado a la cárcel y liberado unos meses después. El segundo, sólo fue destituido de su cargo, su puesto lo ocupó un pariente del presidente de la república.

El nuevo Tokio estaba produciendo una cantidad enorme de legumbres, frutas y carnes que se exportaban en forma de barter por tecnología japonesa, lo que había ocasionado un crecimiento sustentable de la agricultura y ganadería. Además, el turismo había dejado unos cuantos millones de dólares. El nuevo gobernador pidió una entrevista con Akihiro e Isamu, quienes tenían en sus manos la organización productiva. Les avisó que formarían parte del municipio, que tendrían que pagar impuestos, que recibirían un presupuesto anual, pero que serían controlados por el estado. El par de amigos protestó argumentando que la suya era una comunidad que había evitado desde su formación el empleo de una moneda y que la gente vivía bajo la consigna de la colaboración por el bien de la comunidad. No tenían ni economistas ni funcionarios ni policías ni cárceles ni nada. El gobernador les indicó que enviaría al equipo de funcionarios que se encargarían del control de los censos, los trámites de registro, la justicia, el orden público y la renta de la tierra.


Volvieron desconsolados porque sabían que su sueño había terminado. Para no ver las consecuencias del derrumbe de su paraíso les aconsejaron a los habitantes que cogieran sus pertenencias y que se pusieran en marcha con ellos para buscar un nuevo territorio para empezar de cero. La gente no estuvo de acuerdo. El padre Armando, ya vestido de cura, ofició misas exhortando a la gente a que abandonara sus casas, pues lo que venía estropearía todo. El nuevo Tokio volvería a la pobreza, el saqueo y la opresión que habían vivido siempre en San Martín. Los menos fieles a Akihiro se quedaron en sus casas y una parte de los habitantes se marchó en una caravana como la que salió de Egipto. Por el camino fueron interceptados por el ejército y fueron baleados con la acusación de traición a la patria. En el nuevo Tokio se privatizó la agricultura, la ganadería y el turismo. Tres fueron los grandes propietarios que mandaron un emisario al Japón para pedir asesoría tecnológica. Todos los intentos por parte de las autoridades fueron nulos y tuvieron que rascarse con sus propias uñas, lo cual encaminó la producción a la ruina. El florecimiento del nuevo Tokio fue vertiginoso, pero no duró mucho, pues la tierra se encareció, se mermó la economía porque los capitales no eran reinvertidos para el mejoramiento de la zona y los grupos delictivos comenzaron a presionar al gobierno local para que le cediera una parte y así poder vender drogas, extorsionar y traficar con gente.

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