lunes, 29 de enero de 2018

El Holocausto

Saltó por la ventana y sintió el frío hormigón, no le había dado tiempo de ponerse los zapatos y el deseo de fugarse le dio las fuerzas para afrontar el infierno que le habían descrito sus padres. No podía controlar el temblor de su cuerpo por más esfuerzos que hacía para sujetar el miedo que seguía haciéndola vibrar como flor a contra viento. Caminó y sintió la necesidad de tocar en alguna puerta, pero la razón le aconsejaba buscar una patrulla, pues era primordial rescatar a sus hermanos. En realidad, estaba muy confundida porque el acto de salvación era como un desdoblado cuerpo con cabezas mellizas que se le enfrentaba con lenguas ávidas. Las veía llenas de baba y nada parecidas a las de los monstruos que le habían descrito sus padres. En su casa le habían metido en la cabeza toda una década que el peligro rondaba las calles. Recordaba las casas y la gente como algo nebuloso bidimensional. Ahora estaba dentro de esa pantalla plana, rodeada por una hilera de viviendas variopintas por dentro e idénticas por fuera.  Se sentía como un perro callejero escapando del antirrábico. Caminaba de prisa provocando que algunas cortinas indiscretas parpadearan. No podía detenerse hasta que la interceptara una patrulla. Era de vital importancia aliarse con el orden oficial y la ley ciudadana porque en su casa sus padres le habían atiborrado la cabeza con sagradas dádivas celestiales de los profetas y el resultado no había sido el esperado. No sabía en qué momento sus padres habían perdido la brecha y se habían metido por los barrancos escabrosos de la maldad. Entonces tenía doce años y creía en la educación, la amistad, las diversiones y hacía travesuras con sus hermanos, pero eso estaba atado al pasado. Ahora tenía veintidós y seguía pareciéndose a aquella adolescente, sólo que no se había duchado en meses y su pelo era una fregona, además iba con su camisón del diario. Llevaba quince minutos buscando la calle principal, las pocas personas con las que se había cruzado se alejaron temerosas.

Comprobó que su padre le mentía cuando decía que la gente era peligrosa. Se iba orientando por el ruido de los motores. Oía de vez en cuando alguna sirena de ambulancia. Aceleró el paso y vio a unos trescientos metros un flujo de coches. Un hombre le habló y extendió los brazos para detenerla, pero con agilidad lo esquivó y siguió de frente. Llegó a la avenida. Los autos pasaban a gran velocidad. Una patrulla del tercer carril desapareció en sentido contrario sin hacerle caso. De pronto, se detuvo una patrulla a su lado. Se acercó apresurada y comenzó a implorar ayuda. El patrullero preguntó por el hospital psiquiátrico más cercano a la moderadora de la comisaría. No había ninguno cerca. Alice no paraba de hablar. Describía, con manos ansiosas y pocos detalles, historias que no se creía el patrullero. El otro poli se quitó la gorra y se sobó la cabeza amasándose el pelo, parecía que trataba de sacarse los ojos apretándose la cabeza. No lo consiguió.  Reportaron el hallazgo. Describieron a la niña y la subieron al vehículo como si fuera un esqueleto. Estaba desnutrida, la sentaron procurando que no se le desprendieran los huesos y no se le desgarrara su envoltura de piel transparente. Ella siguió hablando de lo inimaginable, les indicó su dirección. Eran las once de la mañana y la zona estaba muy desierta.

Llegaron a su destino. “Es ahí—dijo Alice con los ojos cubiertos de una telaraña rojiza—, en donde está la camioneta azul”. Se detuvieron y dejaron a la muchacha con los dedos enterrados en los respaldos del asiento. Al escuchar el timbre la señora Mary comenzó a buscar el sonido con la vista, su marido le señaló la puerta poniéndose el índice en los labios. Se dispuso a ocultar a sus hijos bajo unas sábanas biliosas y ordenó algunos objetos desperdigados por el suelo. “Somos de la policía”—le dijeron los hombres a Mary cuando fueron interrogados por la puerta de caoba. No quiso abrir sin la autorización de Thomas. Este le indicó con gestos que los hiciera esperar.

Tardaron más de cinco minutos en meter debajo de los divanes y dentro de los armarios los objetos manchados de tortura. Avanzaron juntos hacia la puerta, Thomas iba detrás de su mujer. Ella  palpaba el aire como si quisiera apartar algún obstáculo de su camino. Se fue separando con lentitud la puerta del marco. Una cortina de luz se extendió en el recibidor. Sintieron el reflejo de una placa dorada convertida en linterna. La puerta desistió de su impertinencia y se desbloqueó. Thomas sintió una migraña. Las ideas comenzaron a estrellársele unas contra otras como bolitas de cristal haciendo ruidos cascados. Los oficiales no daban crédito a lo que veían. Había cuerpos sin cara con la cabeza de plumeros y su cuerpo semidesnudo era amarillento. Las voces oprimidas y gangosas giraban como rehiletes dejando estelas de preguntas: ¿qué pasa aquí? ¿por qué están los niños encadenados? ¿por qué huele tan mal?

El terror les cocía a los niños los labios y les hinchaba los ojos. Era cierto todo lo que decía Alice, la familia se había enfrentado a los designios fatales que venían del exterior en forma de Armagedón o aerolito gigante. “Nos quedamos atrapados en el infierno, gobernado por nuestros malos sentimientos y fobias—les repitió Alice—. Eran los demonios que nos acosaban día y noche”.

Sus padres los habían protegido del peligro el primer año con esmero, pero después las cosas frágiles se quebraron por la dureza de la psicología humana. Las ideas se comenzaron a llenar de tumores de duda y temor, esos enormes abscesos fueron pudriéndose alimentados por la enorme capacidad de información de la red en la que estaban atrapados y, al final, aplastó la moral, la ética y la religión misma. Empezaron a construir con los pocos conocimientos de arquitectura filosófica un templo de paz y armonía, pero les resultó un castillo de espanto e indeterminación.

El espectáculo era conmovedor para los nuevos espectadores que tenían enfrente un desorden digno de Diógenes. No podían creer que la estricta disciplina y el claustro exigieran el uso de los grilletes, sobre todo, tratándose de seres tan endebles y anémicos como los que estaban de rodillas rezándole a Dios por su salvación. Un murmullo fue agitando el aire sin poder librarlo de su olor a defecación, pero capaz de transmitir voces infantiles. Una pregunta se repetía rebotando por todos los rincones. Los niños tenían los labios de escama y temían que se les cayeran las lentejuelas de los labios y se tapaban la boca para evitar que se les desangrara.  Gracias a los gemidos de su oración los demonios fueron saliendo como ramas de árbol, enrollados en forma de humo verde, para irse despacio, por las ventanas y las puertas. El miedo desapareció como una exhalación, la duda triste permanecía de pie llorando con la forma de una viuda. Estaban en hilera los trece niños, su piel parecía la de las pequeñas lagartijas recién nacidas. Se comenzaron a poner de pie, se arreglaron el pelo y con las manos entrelazadas rezaban.

Empezaron a llegar nombres del cielo, se oyó un altavoz y unas sirenas. El padre por fin reaccionó saliendo de su trance. “Son policías—dijo levantando las manos como pastor en la iglesia—no nos van a hacer nada malo, no son maléficos. Tengan confianza”. La madre se soltó a llorar muda de lágrimas de dolor, pero anegada por la luz de la realidad, dejó que se le derramaran perlitas de rocío matutino.  Dirigía sus plegarias al cielo y exigía una respuesta pronta y reveladora. Confesó, a cambio, sus pecados y haciendo la señal de la cruz se persignó, luego abrió la boca para que saliera la última oración. “Tú bien lo sabes, Señor, por el bien de todos era. Nos abandonaste como a Moisés en el desierto y has mandado a los profetas a que nos indiquen el camino, bendito seas”.

Uno de los policías preguntó por las llaves de los candados. El padre se las entregó desprendiéndolas de su cinturón. Se las ofreció con mano temblorosa como si pesaran demasiado. Se abrieron los cerrojos y los críos comenzaron a sobarse los tobillos y las muñecas. Se acariciaron las partes sin llagas. Los encaminaron con dificultad hacia la salida, arrastrándolos como si no pudieran despegar los pies del parqué. Los mayores parecían recordar cosas, y sus pies dudaban, los medianos se clavaron al piso. Iluminados por el día, los más pequeñitos, se miraban las venas azules debajo de la piel, seguían las rutas de líneas color lila. Todos llevaban el mismo peinado del padre. En la calle parecían pequeños murciélagos desorientados, se abrazaban y temblaban. Pronto recobraron la confianza y se dieron cuenta de que los temores que les habían inculcado sus padres eran infundados. No había monstruos asesinos, la gente no andaba en la calle con armas, ni agredían a los demás sin causa, no torturaban ni golpeaban con látigos, incluso estaban ausentes. Pensaron que, si habían podido soportar los castigos hogareños, los abusos de la intimidad, las provocaciones, las instigaciones y hábitos familiares; podrían superar cualquier cosa. Subieron a un camión que llegó por ellos. Era amarillo. No muy cómodo pero espacioso. Una mujer les dio unos bocadillos envueltos en papel de cera. Se fueron mirando el paisaje que les ofrecían las ventanas mientras su boca se llenaba del sabor del pollo, la lechuga, los tomates y el aderezo secreto del coronel Sanders.

Diez años antes, el señor Thomas Bronte mantuvo una conversación muy seria con su mujer Mary. Había oído la profecía sobre el fin del mundo y estaba muy preocupado. Su último viaje a la costa del Pacífico le había dejado mucha vitalidad a su familia. Eran cinco miembros en total y querían vivir sin preocupaciones alejados del peligro. Decidieron no asistir más a las reuniones religiosas o familiares y cambiar su domicilio. Eligieron una provincia alejada de las grandes ciudades. Un pueblo pequeño bien comunicado. Había lo indispensable para sobrevivir. Urdieron un plan de salvación en el que los valores morales les abrirían las puertas del cielo en caso de que llegara la indeseada catástrofe. Mary se abasteció de libros de todo tipo para darle clases a sus vástagos. Comenzó su plan con bastante éxito, los niños mejoraban y ella los comparaba en secreto con los que asistían a los colegios. Gracias a su experiencia como pedagoga orientaba y apoyaba a sus polluelos. Comenzó a embarazarse cada año, los bebés llegaban uno detrás de otro y eran el producto de ese amor intenso que surgía en los momentos de temor. En la cama, oculto el matrimonio bajo las mantas, se escapaba de sus terrores enfrentando la muerte a través del fallecimiento simulado que experimentaban después de cada copulación.

Fue después del nacimiento del antepenúltimo niño cuando se aficionaron a los libros de terror. Primero leyeron unos cuentos inofensivos, pero luego descubrieron que había historias que los hacían temblar de verdad. Dejaron de salir a la calle y, aunque ya no temían el Armagedón; no se dieron cuenta que sus demonios eran sensaciones físicas que engendraban ideas en su desgastada mente. Habrían podido evitarlo dedicándose a leer algo de filosofía, sociología o psicología, pero cogieron un mal hábito y arrastraron tras ellos a sus retoños. No les gustaban sus travesuras, veían cosas malas en su conducta, hacían juicios descabellados y fueron ensuciando su mente confundiendo las tétricas historias noveladas con la realidad. Por último, se autonombraron libertadores, se empotraron sus casullas de santos papales. Mary se proclamó inquisidora y Thomas asumió la responsabilidad del verdugo. Las tramas terroríficas fueron sirviendo de descripciones para montar el escenario. La locura de la genialidad le ayudó a Thomas a inventar herramientas e instrumentos de persuasión para el arrepentimiento. Pronto los condenados que se negaban a confesar se enfrentaban a los largos interrogatorios. No comían bien, pasaban engarfiados a las paredes la mayor parte del día y sufrían los desgarres de su intimidad. Alice había aprendido a escribir a ciegas y por las mañanas sacaba de su escondite su diario y escribía los martirios sentimentales por los que atravesaba.

En una ocasión su padre cayó desmayado por un golpe que se dio en la esquina de una mesa. Mary todavía dormía porque pernoctaba fuera de la noche como todos y deambulaba desde el alba hasta la tarde cuando era necesario preparar el almuerzo. Su cuerpo se conducía con dificultad, era como si el operador de sus articulaciones se fuera a descansar y dejara sólo al auxiliar inexperto. Por esa razón la comida que preparaba era sosa, salada o se quemaba. De cualquier forma, eso no importaba, Thomas lo toleraba y los demás acataban las órdenes de zafarrancho contra la comida y se engullían hasta las migajas.

Alice se estiró todo lo que pudo y con el meñique comenzó a jalar el llavero, luego pudo desprender el aro y consiguió quedarse sin grilletes. Para no alertar a nadie de su escapatoria descorrió la ventana, se apoyó en la canaleta de aluminio, dio un salto y traspasó la frontera prohibida. Caminó por la calle y se dirigió a la avenida en la que encontró a los patrulleros y pudo conseguir la liberación de su familia.    

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